Читать книгу Cress - Марисса Мейер - Страница 25

Diez

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–Ya se acopló –dijo Scarlet mirando el módulo de Thorne a través de la ventana de la cabina–. No fue demasiado vergonzoso.

Cinder se apoyó en el marco de la puerta.

–Espero que se apresure. No tenemos modo de saber que no vigilan a esta chica.

–¿No confías en ella? –le preguntó Wolf.

–No confío en las personas con quienes trabaja.

–Un momento. ¿No va ahí otra nave? –Scarlet se inclinó y accionó una búsqueda de radar en la pantalla que tenía a un lado–. Nuestros rastreadores no la detectan.

Wolf y Cinder se colocaron a sus espaldas para mirar el módulo, apenas algo mayor que el de Thorne, que se aproximaba al satélite.

El corazón de Cinder comenzó a saltar.

–Es lunar.

–Tiene que ser lunar –dijo Scarlet–, si están bloqueando las señales...

–No, miren. Las insignias.

Wolf soltó una maldición.

–Es una nave real. Probablemente de un taumaturgo.

–Nos traicionó –murmuró Cinder sacudiendo la cabeza en signo de incredulidad–. No puedo creerlo.

–¿Huimos?

–¿Y abandonamos a Thorne?

Por la ventana se veía que la nave lunar se había acoplado en la segunda abrazadera del satélite. Cinder se pasó los dedos por la cabellera. Las ideas se le arremolinaban en la cabeza.

–Hay que comunicarse con ellos. Establecer el enlace de comunicación directa. Tenemos que saber qué pasa.

–No –dijo Wolf–. Es posible que no sepan que estamos aquí. Quizá la chica no nos traicionó. Si no captaron nuestra nave en el radar, todavía es posible que no nos hayan visto.

–Pero supondrán que el módulo de Thorne tiene que venir de alguna parte.

–Quizá encuentre cómo escapar –chirrió Iko, pero en su tono no sonaba el entusiasmo normal.

–¿De un taumaturgo? ¿Ustedes vieron lo que pasó en París?

–Entonces, ¿qué hacemos? –preguntó Scarlet–. No podemos llamarlos, no podemos acoplarnos...

–Deberíamos huir –sugirió Wolf–. Después vendrán por nosotros.

Scarlet y Wolf miraron a Cinder y, con un sobresalto, ella se percató de que esperaban que se hiciera cargo. Pero no era una decisión fácil. Thorne estaba ahí. Había caído en una trampa y la idea original había sido de Cinder. No podía abandonarlo.

Sus manos comenzaron a temblar por la fuerza con que sujetaba el asiento. Cada segundo de indecisión era tiempo perdido.

–Cinder –Scarlet puso una mano en su brazo. Lo único que logró fue que se aferrara más a la silla–. Tenemos que...

–Huir. Tenemos que huir.

Scarlet asintió con la cabeza. Giró hacia los controles.

–Iko, alista los propulsores para...

–¡Esperen! –dijo Wolf–. ¡Miren!

Más allá de la ventana de la cabina, un módulo se desacoplaba del satélite. Era el módulo de Thorne.

–¿Qué sucede? –preguntó Iko.

–La nave de Thorne regresa. Comunícate con él –siseó Cinder.

Scarlet abrió la pantalla de comunicación.

–Thorne, responde. ¿Qué pasó allá?

En la pantalla solo había estática.

Cinder se mordió el interior de las mejillas. Después de un momento, la estática cambió por un mensaje escueto.

Cámara inutilizada. Estamos heridos.

Abran el puerto de acoplamiento.

Cinder leyó de nuevo el mensaje hasta que las palabras se hicieron borrosas.

–Es una trampa –dijo Wolf.

–Quizá no lo sea –contestó.

–Sí. Es una trampa.

–¡No tenemos la seguridad de que así sea! Thorne es muy hábil.

–Cinder...

–Es posible que haya sobrevivido.

–O que sea una trampa –susurró Scarlet.

–Cinder –interrumpió Iko con voz aguda–. ¿Qué debo hacer?

Respiró hondo y se levantó de la silla.

–Abre el puerto de acoplamiento. Ustedes dos, quédense aquí.

–De ninguna manera –Wolf comenzó a marchar detrás de ella. Cinder adivinó que se había puesto en modo de combate: los hombros levantados casi hasta las orejas, las manos curvadas en forma de garras, las pisadas rápidas y decididas.

–Wolf –le dijo presionando su esternón con el puño de titanio–, quédate aquí. Si hay un taumaturgo en la nave, Iko y yo somos las únicas a las que no puede controlar.

Scarlet lo tomó por el codo.

–Tiene razón. Tu presencia puede hacer más daño que bien.

Cinder no esperó a que Scarlet lo convenciera: ya estaba a la mitad de la escalera que bajaba al nivel inferior de la nave. Se detuvo a escuchar en el corredor, a medio camino entre el puerto de acoplamiento del módulo y la sala de máquinas. Escuchó el ruido sólido de las puertas al cerrarse y del sistema de soporte vital al bombear oxígeno al espacio.

–El puerto está protegido. El sistema de soporte vital está estabilizado. Es seguro entrar.

La pantalla de la retina de Cinder entró en pánico, como ocurría cuando se ponía nerviosa o asustada. Mensajes rojos de diagnóstico saltaban por los márgenes de su campo visual, llenos de amenazas: tensión arterial demasiado elevada; frecuencia CARDÍACA acelerada; sobrecalentamiento de los sistemas; se inicia respuesta automática de enfriamiento.

–Iko, ¿qué ves ahí?

–Veo que tenemos que instalar unas buenas cámaras en la nave –respondió Iko–. Mi sensor confirma que el módulo está acoplado. Detecto dos formas de vida en el interior, pero no parece que ninguna haya salido del vehículo.

Quizá sí estaban demasiado heridos para salir de la nave.

O quizá se trataba de un taumaturgo que no quería dejar el módulo mientras aún fuera posible abrir las puertas de acoplamiento para que todo lo que contuviera fuera succionado al espacio exterior.

Cinder abrió la punta de su dedo índice y cargó un cartucho. Aunque se le habían terminado los dardos tranquilizantes durante la pelea en París, había podido confeccionarse algunas armas, consistentes en proyectiles hechos de tornillos soldados.

–Acabamos de recibir otro mensaje de la nave –anunció Iko–. Dice: “Ayúdennos”.

Todo en la cabeza de Cinder le gritaba: Trampa. Trampa. Trampa.

Pero ¿y si era Thorne?, ¿si Thorne estaba dentro de la nave, lastimado o agonizante?

Se despejó la cabeza. Avanzó y marcó la clave de acceso al puerto; luego tiró con fuerza de la palanca manual. El mecanismo de apertura tronó. Cinder alzó la mano izquierda como si fuera una pistola.

El módulo de Thorne estaba aprisionado entre el segundo módulo y una pared de cables y máquinas atornilladas a gruesos paneles: herramientas para subir y bajar cargas, equipo para abastecer combustible, gatos hidráulicos, compresoras de aire, taladros neumáticos.

Avanzó lentamente hacia la nave.

–¿Thorne? –dijo estirando el cuello. Distinguió un bulto de tela en el asiento del piloto: un cuerpo encogido.

Temblorosa, abrió de golpe la puerta y retrocedió unos pasos apuntando con el arma al cuerpo. Tenía la camisa empapada de sangre.

–¡Thorne!

Bajó la mano y se acercó para hacerlo girar hacia ella.

–¿Qué sucedió... ?

Una luz anaranjada brilló en la esquina de su campo visual. Su sistema optobiónico le recordaba que sus ojos eran débiles. Jadeó y volvió a levantar la mano, y en ese instante él saltó hacia ella.

Con una mano la jaló por la cintura y con la otra le apretó el cuello. Los movimientos fueron tan rápidos que Cinder se desplomó. Por un momento vio a Thorne sobre ella, con los ojos azules sorprendentemente tranquilos mientras la inmovilizaba contra el suelo.

Entonces se transformó. Su mirada se volvió fría y cristalina. El pelo creció y se aclaró. La ropa se mezcló con el uniforme rojo y gris de la guardia real lunar.

Lo reconoció por instinto, más que con los ojos, que refulgieron con la violencia del odio. No era un guardia cualquiera. Era el que la había retenido durante el baile, mientras Levana se burlaba de ella y amenazaba a Kai; de hecho, amenazaba a todos.

¿Pero acaso no era el...?

Una risa espasmódica flotó por el aire. Cinder entrecerró los ojos para evitar las luces brillantes y vio que una mujer salía de la nave. Correcto. Era el guardaespaldas personal de la jefa de taumaturgos Sybil Mira.

–Habría esperado algo mejor de la delincuente más buscada de la galaxia –dijo mientras veía cómo Cinder empujaba con la mano libre al guardia por la barbilla, luchando por alejarlo. La taumaturga sonrió. Tenía el aspecto de una gata hambrienta con un juguete nuevo. Cinder comenzó a ver luces.

–¿Te mataré aquí o te entregaré a mi reina cubierta de cadenas...?

Se interrumpió repentinamente y dirigió los ojos grises hacia la puerta. Con un gruñido gutural, Wolf se lanzó contra la taumaturga y la prensó contra el módulo.

El guardaespaldas aflojó los brazos. Veía a su ama con la indecisión pintada en el rostro. Cinder le lanzó un puñetazo a la mandíbula. Sintió un crujido. El hombre retrocedió y volvió a concentrarse en ella.

Cinder elevó las rodillas, tomó vuelo y se soltó. Dio un giro para ponerse de pie mientras Wolf aferraba a la taumaturga y la hacía girar de espaldas. Sus labios se abrieron y dejaron ver los colmillos implantados.

Cinder vio cómo el guardia llevaba la mano a la funda de la pistola. Sacó el arma. Cinder elevó la mano.

Los dos dispararon al unísono.

Wolf aulló de dolor. La bala del guardia se alojó debajo del omóplato.

El guardia gruñó al sentir el proyectil de Cinder en el costado.

La muchacha giró tratando de apuntar al corazón de la taumaturga, pero Wolf estaba en el medio. Una mancha oscura de sangre se filtraba por su camisa.

El rostro de Sybil estaba desfigurado por la furia. Apoyó la palma de la mano en el pecho de Wolf y resopló.

–Ahora –dijo con un bufido– voy a recordarte quién eres en realidad.

Wolf cerró de golpe la mandíbula. Un bramido sordo brotó de su garganta. Giró hacia Cinder con la mirada sedienta de sangre.

–¡Oh, estrellas! –murmuró la chica y retrocedió hasta que tropezó con el segundo módulo. Sostuvo la mano en alto, pero no tenía esperanzas de atinar a Sybil con Wolf en el medio, sobre todo estando bajo el control de la taumaturga. Respiró hondo y proyectó la mente en busca de las conocidas ondas de energía de Wolf, su marca personal de bioelectricidad, pero en su lugar encontró algo brutal y feroz que lo ensombrecía.

Wolf embistió contra ella.

Cinder cambió de blanco por el guardaespaldas. Le pareció natural el medio segundo que tardó en apoderarse de su fuerza de voluntad y obligarlo a actuar. En un parpadeo, el guardia se interpuso entre los dos. Levantó el arma, pero fue demasiado lento y Wolf lo apartó de un manotazo que lo envió hasta al tren de aterrizaje. El arma cayó estrepitosamente contra una hilera de gabinetes.

Cinder se escurrió alrededor de la nariz del módulo. Por arriba del techo, miró a Wolf a los ojos y él titubeó. Las advertencias internas de Cinder llegaban tan deprisa que se borroneaban unas a otras; indicaban frecuencia cardíaca descontrolada y un aumento perjudicial de la adrenalina. Lo ignoró todo y se concentró en mantenerse detrás del módulo ante la acechanza de Wolf.

Pero entonces, todo su cuerpo se encogió. Wolf dio media vuelta y saltó hacia Sybil en el instante en que otro disparo resonaba en el puerto. Wolf se lanzó contra la taumaturga y recibió la bala en el pecho.

Scarlet gritó desde la entrada. Tenía una pistola en la mano temblorosa.

Jadeante, Cinder buscó un arma, un plan. La taumaturga estaba arrinconada en una esquina con Wolf a modo de escudo. El guardaespaldas lunar estaba encogido debajo del módulo más cercano, posiblemente inconsciente. Scarlet bajó el arma. La taumaturga no habría tenido problemas para controlarla, escondida detrás de Wolf. Sin embargo, tenía una expresión de duda y una mueca en el rostro. Una vena le pulsaba en la frente.

Cinder se dio cuenta con sorpresa de que a Sybil le costaba tanto trabajo controlar a Wolf como a ella. No podía controlar a nadie más mientras lo tuviera a él, y en el instante en que lo liberara, Wolf la atacaría y se terminaría la batalla.

A menos que...

A menos que matara a Wolf y lo suprimiera completamente de la ecuación.

La sangre de las dos heridas de bala manaba y se acumulaba. Cinder se preguntó cuánto tiempo se necesitaría para que muriera.

–¡Wolf! –gritó Scarlet con voz estremecida. Volvió a apuntar a Sybil, pero Wolf seguía frente a ella.

Otro disparo hizo saltar a Cinder. El tronido rebotó por las paredes. Sybil gritó de dolor.

El guardaespaldas, que en realidad no estaba inconsciente, había tomado el arma caída y le había disparado a la taumaturga.

Sybil siseó. Las aletas de la nariz comenzaron a agitarse y cayó sobre una rodilla. Con una mano se apretaba el muslo cubierto de sangre.

El guardia estaba arrodillado y aferraba la pistola. Cinder no podía verle la cara, pero su voz sonó tensa.

–La androide me controla.

El detector de mentiras de Cinder se activó innecesariamente, pues no era verdad que ella lo controlara, aunque quizá lo habría hecho si lo hubiera pensado antes.

Sybil lanzó a Wolf hacia el guardia. La energía hizo que el habitáculo se estremeciera. Oleadas de bioelectricidad saltaban y centelleaban por todas partes. La taumaturga había perdido el poder que tenía sobre Wolf. El disparo la había debilitado y ya no era capaz de controlarlo.

Wolf chocó contra el guardia y ambos se derrumbaron. El guardia luchó por sostenerse. Apretó con fuerza el arma y lanzó a un lado a Wolf. Pálido y agitado, Wolf no pudo ni siquiera resistirse. La sangre formaba un charco alrededor de los dos hombres, haciendo resbaladizo el suelo.

–¡WOLF!

Scarlet volvió a levantar el arma contra la taumaturga, pero Sybil ya se había levantado y cojeaba para llegar detrás del módulo más cercano.

Cinder se estiró hacia Wolf. Lo tomó por los dos brazos y lo arrastró para alejarlo del guardia. Agitaba las piernas, pero los talones se resbalaban en la sangre; no podía ayudarla más.

El guardia se acuclilló, jadeante y sangrando, con la herida en el costado por el proyectil de Cinder. Aún tenía el arma.

Cinder lo miró fijamente y entendió las opciones.

Controlar al guardia antes de que levantara el arma y la matara.

O controlar a Wolf y darle la fuerza que necesitaba para salir del puerto antes de que se desangrara.

El guardia sostuvo su mirada un palpitante momento. Enseguida se irguió y corrió hacia su ama.

Cinder no esperó a ver si iba a matarla o a protegerla.

Apretó los puños, bloqueó todo lo demás y se concentró en Wolf y en la bioelectricidad que bullía en él. Estaba débil. No era como tratar de controlarlo en los combates ficticios. Vio que su voluntad se sumergía fácilmente en la de Wolf, y aunque el cuerpo del muchacho protestó, ella lo impulsó a que endureciera las piernas lo suficiente para que no soportara tanto peso encima, lo suficiente para que pudiera cargarlo, cojeando, hasta el corredor.

Apoyó a Wolf contra la pared. Tenía las palmas pegajosas de sangre.

–¿Qué sucede? –gimió Iko en los altavoces.

–Mantén tu sensor en este pasillo –le contestó Cinder–. Cuando los tres estemos a salvo fuera del puerto de acoplamiento, cierra la puerta y abre la escotilla.

El sudor le picaba en los ojos. Corrió de vuelta al puerto.

Lo único que necesitaba era recuperar a Scarlet y dejar que Iko abriera la escotilla. El vacío del espacio haría el resto.

Primero vio a la taumaturga a menos de diez pasos frente a ella.

Le quedaba un tiro.

Con los nervios humeantes de adrenalina, levantó la mano y preparó el proyectil. Apuntó.

Scarlet saltó frente a ella con los brazos abiertos. Su expresión estaba en blanco. La taumaturga controlaba su mente.

Cinder se sintió aliviada y casi bajó la guardia. Sin dudarlo, con un brazo tomó a Scarlet por la cintura y elevó el otro para soltar una andanada de proyectiles en dirección a la taumaturga, más con la intención de mantenerla a raya que con la esperanza de causarle un daño real.

Los últimos clavos soldados golpearon las paredes metálicas. Cinder tropezó y cayó al corredor.

Percibió la luz anaranjada en su campo de visión en el instante en que gritó:

–¡Iko, ahora!

Al cerrarse la puerta del corredor, alcanzó a ver que Sybil se lanzaba hacia el módulo más cercano y atisbó un pie del otro lado del vehículo.

El pie del guardia.

Pero...

Pero...

¿Pantalones de mezclilla y calzado deportivo?

Cinder empujó el cuerpo de Scarlet con un grito.

El encanto se desvaneció, junto con la luz anaranjada en su vista. La capucha roja de Scarlet tembló y se transformó en el uniforme lunar. El guardia gimió y rodó para alejarse. Sangraba por la herida del costado.

Había tomado al guardaespaldas. Sybil la había engañado, lo que significaba que...

–¡No... Scarlet! ¡Iko!

Se abalanzó contra el tablero de control y presionó la clave para abrir la puerta, pero se produjo un mensaje de error. Del otro lado, la escotilla de acoplamiento se abría. Un grito denso inundó el corredor y Cinder casi no advirtió que era suyo.

–¡Cinder! ¿Qué pasa? ¿Qué...?

–Scarlet está ahí... tiene...

Rasgó brutalmente con las uñas el sello hermético de la puerta, sin poder apartar la imagen de Scarlet succionada al espacio.

–Cinder, ¡el módulo! –dijo Iko–. Se apoderó del módulo. Hay dos formas de vida a bordo.

–¡¿Qué?!

Cinder miró el tablero. Era verdad: los sensores indicaban que solo había un transbordador acoplado.

La taumaturga había sobrevivido y se había llevado a Scarlet.

Cress

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