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prólogo

Los ciudadanos estadounidenses estábamos más que familiarizados con el repertorio de Donald Trump cuando este decidió por fin dirigirse al país el 11 de marzo de 2020 para hablar de la pandemia del coronavirus.1 Conocíamos de sobra su registro: gobierno a golpe de gesto, oscurantismo y mentiras, autobombo, miedo y amenazas. Antes había desestimado en repetidas ocasiones el peligro del coronavirus, tratándolo como una leve gripe e incluso como un engaño; también había vaticinado que desaparecería de manera milagrosa. Hacía dos meses que China, el primer lugar donde la enfermedad se había manifestado, había publicado el código genético del virus.2 EEUU había malgastado la mayor parte de ese tiempo.3 Los hospitales no estaban preparados para enfrentarse a la avalancha de pacientes que se avecinaba. Escaseaban las existencias de equipos de protección. La Casa Blanca había mantenido información esencial en secreto.4 Carecían de pruebas de detección del virus. En el momento en que este se propagaba por todo el país era demasiado tarde para tomar medidas de prevención y nadie tenía un plan para mitigarlo o hacerlo desaparecer. En el estado de Washington, donde se produjeron las primeras muertes diagnosticadas de ciudadanos estadounidenses, empezaba a cundir el pánico, al igual que en California, Nueva York y otros muchos lugares.5 Finalmente, Trump hizo una aparición televisiva.

Puso en escena su repertorio al completo. Anunció que prohi­biría la entrada de viajeros provenientes de Europa –he aquí el gesto grandilocuente–. Se jactó de “responder con gran rapidez y profesionalidad”, prometió pruebas extensivas y terapias antivirales eficaces, y afirmó que las aseguradoras omitirían el copago –he aquí el oscurantismo y las mentiras–. Estas promesas casaban a la perfección con su autobombo habitual, que en esta ocasión pasó por referirse al esfuerzo estadounidense como “el más agresivo e integral”, reivindicar que se había lidiado con la pandemia mejor que en los países europeos y asegurar a su público que el país estaba bien preparado. Nada de esto era cierto. Como broche final, metió un poco de miedo al llamar al COVID-19 “virus extranjero” y señalar a Europa. No tardaría en encontrarle un nombre mejor –“el virus chino”–, provocando un pico en los delitos de odio contra los estadounidenses de ascendencia asiática.

Al parecer, Trump leyó su intervención en un teleprónter. Sonaba grave, solemne. En otras palabras, fue una de esas ocasiones en las hubo quien pudo tener la impresión de que Trump era un verdadero presidente básicamente por no parecer completamente trastornado. Por ejemplo, el antiguo gobernador republicano de Ohio, John Kasich, defendió a Trump en la CNN diciendo que “lo había hecho bien”, en parte porque estaba leyendo un guion.6 Pero precisamente por eso, por no verlo en su peor versión –tan solo en modo oscurantista y encantado de haberse conocido– ante una situación extraordinaria como la de la pandemia, lo que teníamos delante era a Trump en todo su esplendor.

Durante las semanas siguientes, el presidente rehuyó cualquier responsabilidad por la crisis, llegando a decir textualmente en algún momento: “No, no me responsabilizo en absoluto”, cuando se le preguntó acerca de la falta de acceso a las pruebas del virus.7 Dejó que los gobernadores se las apañaran para conseguir suministros, sin ofrecer ningún tipo de orientación o elaborar política alguna al respecto.8 Ocupó el estrado de la Casa Blanca en ruedas de prensa casi diarias para dar consejos médicos sin ningún fundamento, ensalzando las virtudes de fármacos no testados9 que algunas personas se apresuraban a utilizar.10 Se resistió ante quienes le instaban a invocar la Ley de Producción de Defensa para obligar a las empresas a destinar sus instalaciones a la producción de equipamiento esencial, claramente para no mermar los beneficios de sus amigos de la industria.11 En ningún momento dejó de alabar su propia sagacidad y visión. Las cadenas televisivas emitieron estas apariciones en directo y los periódicos informaban sobre ellas (y sobre otras declaraciones suyas relacionadas con el coronavirus) como si se tratara de material proveniente de una presidencia inteligible, con posiciones, principios y una estrategia. Como resultado, incluso mientras los hospitales se colapsaban, morían seres humanos y la economía se iba a pique, más de la mitad de los estadounidenses decían aprobar la respuesta de Trump ante la pandemia.12

Algunos han comparado la respuesta trumpiana al COVID-19 con la respuesta del Gobierno soviético ante el catastrófico accidente de 1986 en la central nuclear de Chernóbil. Por una vez, esta comparación no parece descabellada. A las personas en mayor situación de riesgo se les negó la información necesaria que podría haberles salvado la vida, y esto fue culpa del Gobierno; había rumores y miedo por un lado, y una peligrosa negligencia por el otro. Y, por supuesto, en ambos casos nos hallamos ante una tragedia intolerable y que podría haberse evitado. No cabe duda de que en 2020 los estadounidenses tenían mucho mayor acceso a la información que los ciudadanos soviéticos en 1986. Pero la Administración Trump comparte dos rasgos clave con el Gobierno soviético: un absoluto desprecio por la vida humana y una obsesión monomaniaca por complacer al líder y hacerle parecer infalible y todopoderoso. Dos rasgos del liderazgo autocrático. En los tres años que lleva en la presidencia, incluso antes de la pandemia del coronavirus, Trump se ha ido acercando al Gobierno autocrático mucho más de lo que nadie se habría imaginado. Este libro habla de esa transformación –y de las posibilidades que aún tenemos de superar el trumpismo–.

Sobrevivir a la autocracia

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