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¿Cómo lo llamamos?

Podría haber sido una semana cualquiera de la presidencia de Trump. Una semana de contradecir constantemente a los expertos del Gobierno acerca de la pandemia del COVID-19, o una semana de filípicas contra el Tribunal Supremo, o una semana de humillar en público a los miembros de su propio gabinete. Por ejemplo, una semana de octubre de 2019, cuando había transcurrido un mes del inicio del proceso de destitución en el Congreso y apenas mil días de presidencia. El embajador en funciones en Ucrania, William B. Taylor júnior testificó acerca de su batalla perdida contra Trump y los suyos para seguir una agenda exterior congruente con la política y la práctica del Gobierno.13 En una bizarra acción directa de miembros del Congreso contra la praxis de la institución, los republicanos tomaron por asalto una audiencia a puerta cerrada.14 El abogado personal de Trump, William S. Consovoy, alegó ante el tribunal que su cliente era inmune ante cualquier proceso fiscal –inclusive, hipotéticamente, en caso de asesinar a alguien en medio de la Quinta Avenida– mientras fuera presidente.15 El viernes por la mañana, la web de The New York Times exhibía dos titulares en la parte izquierda de su página de inicio. El primero informaba de que el Departamento de Justicia había iniciado una investigación penal acerca de la suya propia de la injerencia rusa en las elecciones de 2016.16 La segunda anunciaba que la secretaria de Educación, Betsy DeVos, había sido declarada en desacato al tribunal por seguir recaudando pagos de los créditos de exalumnos de universidades privadas ya desaparecidas, desobedeciendo de manera directa una sentencia judicial sobre el tema.17 El Gobierno libraba una guerra contra sí mismo en todos los frentes.

Las noticias trumpianas consiguen escandalizar sin sorprender. Cada uno de los sucesos de esa semana por sí solo resultaba estremecedor: una verdadera ofensa a los sentidos y las facultades mentales. Juntos, solo eran más de lo mismo. Trump ha llevado al Gobierno, los medios e incluso el mismísimo concepto de política a un estado irreconocible. En parte por costumbre y en parte por un sentimiento de necesidad, seguimos emitiendo y consumiendo noticias –esta presidencia ha producido más titulares por unidad de tiempo que ninguna otra antes–, pero después de mil días de presidencia no parecemos ser capaces de entender lo que nos está sucediendo.

La dificultad a la hora de asimilar estas noticias reside en cierta medida en las palabras que empleamos, que consiguen normalizar lo ultrajante. La secretaria de Educación es declarada en desacato, y este acontecimiento asombroso se narra con una prosa periodística muy normalizadora: la que probablemente sea la descripción más fuerte habla de una “extremadamente rara reprimenda judicial a una secretaria de gabinete”.18 Esto se queda corto a la hora de describir el drama que supone que una miembro del gabinete continúe impenitente con la apropiación de bienes de personas a las que los tribunales le han ordenado dejar en paz –dieciséis mil personas, concretamente–. E incluso si consiguiésemos encontrar palabras para describir la naturaleza excepcional, apenas concebible, de los sucesos relacionados con Trump, ese enfoque se quedaría corto. ¿Cómo hablar de una serie de acontecimientos prácticamente inimaginables que se han vuelto rutinarios? ¿Cómo describir la confrontación de las instituciones gubernamentales con un aparato presidencial que aspira a destruirlas?

Encontré algunas respuestas en la obra del sociólogo húngaro Bálint Magyar. Al intentar definir y describir lo que había sucedido en su país, Magyar se dio cuenta de que el lenguaje de los medios de comunicación y del mundo académico se quedaba corto. Después del colapso del bloque soviético en 1989, tanto los comentaristas locales como los occidentales adoptaron la terminología de la democracia liberal para describir lo que estaba sucediendo en la región. Hablaban de elecciones y legitimidad, Estado de derecho y opinión pública. Esta terminología reflejaba sus suposiciones y sus limitaciones: asumían que sus países se convertirían en democracias liberales; este parecía ser el resultado inevitable de la Guerra Fría y en cualquier caso no tenían ningún otro lenguaje a su disposición. No obstante, cuando usamos una terminología inadecuada nos es imposible describir lo que vemos. Si usamos palabras creadas para describir peces, nos costará describir un elefante: con palabras como agallas, escamas y aletas no iremos muy lejos.

Cuando algunas de las sociedades postsoviéticas evolucionaron de maneras inesperadas, nuestra capacidad de entender el proceso se vio reducida a causa del lenguaje. Hablábamos de si tenían libertad de prensa, por ejemplo, o elecciones libres y justas. Pero indicar que no las tenían, como dice Magyar, es lo mismo que decir que un elefante no puede nadar o volar: no nos dice mucho acerca de lo que el elefante es. En EEUU estaba sucediéndonos lo mismo: usábamos terminología de desacuerdo político, procedimientos judiciales o debates partidistas para describir algo que se dedicaba a destruir el sistema para el que se había inventado esa terminología.

Magyar pasó un decenio ideando un nuevo modelo y una nueva terminología para describir lo que sucedía en su país. Acuñó el término “Estado mafioso” y lo describió como un sistema específico, semejante a un clan, en el que un solo hombre distribuye dinero y poder a todos los demás miembros. A continuación, desarrolló el concepto de transformación autocrática, que se da en tres etapas: tentativa autocrática, avance autocrático y consolidación autocrática.19 Se me ocurre que son términos que la cultura estadounidense podría tomar prestados ahora, en una adecuada y simbólica inversión respecto de 1989; parecen describir mejor nuestra realidad que ninguna palabra del léxico político estadounidense habitual. Magyar analizó las señales y circunstancias de este proceso en los países poscomunistas y propuso una taxonomía detallada para ellos, pero los derroteros que podría tomar en EEUU son todavía territorio inexplorado.

Sobrevivir a la autocracia

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