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A oídos sordos, palabras necias

A palabras necias, oídos sordos

Hablamos como si fuese una competición para demostrar quién sabe más. Discutimos casi de forma sistemática y sin discriminación. ¿Que tú opinas que no se debería maltratar a los animales? Pues yo defiendo que sí. Solo por hablar, por tener algo que decir. ¡Nos queremos posicionar en todos los debates! Pero ¿sabemos de todos los debates?

¿De qué sirve hablar si no tenemos nada que decir o que aporte nuevos conocimientos? ¿No es más inteligente escuchar, dedicarnos a escuchar un par de años, y después hablar? En un mundo en el que todos pueden opinar y comentar sobre todos los temas que quiera, nos hemos vuelto unos ignorantes, unos «oídos sordos». Así que por nuestra boca solo salen palabras necias, información vacía de contenido, sin argumentos, sin bases, razonamientos heredados de Twitter o, si acaso, del único amigo o amiga al que escuchas. Ya lo dice nuestro contrarrefrán: «A oídos sordos, palabras necias».

Ahí está la clave: un sordo no escucha. Y no nos referimos a una escucha solo con los oídos, ni a un sordo como aquella persona discapacitada físicamente, sino a aquella persona que no ha aprendido a escuchar y que solo habla y repite como un loro (de manera similar a cuando escuchas a un niño de 8 años con un argumento que solo puede ser de su padre o de su madre). Un sordo aquí es aquella persona que, teniendo todas sus capacidades físicas intactas, no sale de él mismo, no le da la palabra a los demás. Un sordo solo habla. Un sordo es el que siempre empieza sus frases con «Yo pienso…», «Yo opino…», «A mí me han dicho...».

La capacidad de escuchar, de atender y de aprender con esta escucha activa es uno de los primeros pasos para empezar a conocer(nos). El primer paso es reconocer que no sabemos nada, como hizo el bueno de Sócrates6: «Solo sé que no sé nada». Porque la verdad es que no sabemos casi nada de la infinita realidad que nos rodea. ¿No os ha pasado que, cuanto más investigáis sobre un tema, más os dais cuenta de lo poco que en realidad sabéis sobre ello? A nosotras sí. Así que una vez que sabes que, efectivamente, no sabes nada, escuchas, lees, observas, hueles, tocas y, por último, hablas, pero un hablar dialógico: yo hablo y te escucho, tú hablas y me escuchas, y aprendemos de compartir, compartimos nuestro aprendizaje. Cuántas guerras y conflictos solucionaríamos a través de relaciones dialógicas entre culturas, políticos, religiones, naciones… ¡Ay!

A la vez estamos en un momento histórico donde abunda la información y, paradójicamente, es cuando menos informados estamos. En una entrevista, Umberto Eco7 decía que «el exceso de información provoca amnesia y es malo». Al final, no terminamos recordando nada de lo que leemos y creyéndonos lo primero que vemos por internet o que escuchamos en un documental. Y a esta sobreinformación le añadimos la exacerbación de la libertad de expresión como un derecho fundamental y básico para todas las personas, traducido por la población como el derecho a poder soltar cualquier cosa que se nos pase por la cabeza sin ningún filtro ni empírico ni racional. Todo esto junto, amigos, son las redes sociales de hoy en día.

Esto recuerda al afán de protagonismo que llevamos en esta sociedad selfie o al complejo de «yo aquí he venido a hablar de mi libro» —como dijo en esa famosa entrevista Francisco Umbral— que tenemos cada vez que se trata un tema de actualidad (y más si es un asunto polémico y tenemos una opinión radicalmente tajante). ¿Por qué tendemos a creer que la nuestra es la buena, la de verdad, la universal y la que debería pensar todo el mundo, aunque hablemos de violencia de género y seamos hombres, o de racismo y seamos blancos? ¿Por qué narices no escuchamos, al menos si el tema no nos afecta directamente y alguien puede hablar de forma testimonial? ¿Por qué somos estos oídos sordos? Parecería que siempre tenemos que tener voz, derecho a expresarnos, pero ya lo decía Ben Parker —el abuelo de Peter Parker, Spiderman—: «Un gran poder conlleva una gran responsabilidad», y el gran poder de la palabra conlleva una gran responsabilidad: la de escuchar.

Ahora es el turno de la escucha, que es el arte del sabio, de saber a quién dar voz (por ejemplo, a todas aquellas personas a las que se ha acallado durante tanto tiempo, que muchas cosas tendrán que decirnos). Lo comentaba Ángel Gabilondo8 en una entrevista al diario El País: «escuchar a quienes no tienen palabras. Escuchar a quienes no hemos dejado hablar, a quienes hemos acallado [...] somos enfermos de palabra…».

Esto es dejar de estar sordos y escuchar a aquellos cuyas palabras no están vacías porque tienen algo que decir, y nunca les hemos escuchado. Por favor, dejemos de soltar palabras necias por nuestros oídos sordos.

Mentes inquietas

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