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PRINCIPIO DE DOLORES

“Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla.”

(Salmo 126:6)

Nataly tenía cinco meses cuando llegó aquí. Era gordita, cachetona, inquieta y risueña. Mi esposo solía bromear con ella llamándola “mi gordita de acero inoxidable”, pues era una bebé muy sana. Pero poco a poco su energía empezó a decaer. Al principio fue algo casi imperceptible, pero luego estuvimos seguros que nuestra hija estaba enferma, aunque no sabíamos exactamente de qué. Comenzó a perder peso, en vez de ganarlo como ocurre mensualmente con todos los bebés, tenía fiebres ondulantes, al principio, cada mes, luego cada quince días. Sudaba mucho en las noches y su inapetencia terminó por convertirse en una anorexia. Las citas al médico empezaron a ser continuas. Análisis y suposiciones, no había un diagnóstico seguro. Antibióticos por si acaso sea esto o aquello, inseguridad, temores y Nataly seguía consumiéndose.

Por fin uno de los médicos le hizo un examen radiológico a los pulmones y diagnosticó “prima infección”. El bacilo de koch estaba anidado en los pulmones de nuestra hija. Nataly tenía que añadir a todos los antibióticos que ya había tomado desde los nueve meses de edad un tratamiento contra la tuberculosis severo y estricto de seis meses. Fueron momentos muy duros. Los medicamentos eran administrados a la fuerza. Sosteniéndola fuertemente, a veces los vomitaba y había que volver a darle. Fue traumática también su experiencia con las comidas. Como la anorexia era total, llegamos a alimentarla de la misma forma en que la de medicamos. Se volvió un ser débil, sin defensas, constantemente enferma. Oramos muchas veces por ella, la ungimos, pero Dios en su soberanía no había decidido obrar en este caso sobrenaturalmente.

Después de seis meses de medicación Nataly fue evaluada. Cuando la enfermera me confirmó que la radiografía indicaba que el tratamiento había dado resultado, dejé escapar mi emoción en lágrimas.

La sanidad de Nataly fue así confirmada.

Llegamos a casa, y en nuestro dormitorio, al lado de nuestra cama nos arrodillamos mi esposo y yo para darle las gracias a Dios. Recuerdo perfectamente ese momento, nuestras lágrimas, nuestros sentimientos tanto hacia nuestra hija como hacia Dios y nuestra oración:

“Gracias Señor, por habernos permitido salir de esta prueba, por haber estado con nosotros, por haber sanado a Nataly, gracias porque está sana. Ahora cuida de ella Señor, bendícela, protégela, guárdala del mal, glorifícate en su cuerpecito, te la entregamos una vez más, es tuya, te pertenece, gracias porque hemos podido seguir sirviéndote, con integridad de corazón en medio de todo esto”.

Ingenuamente creí que todo acababa allí, pero no fue así. Al día siguiente Nataly tenía cuarenta grados de fiebre. La llevamos al médico y no había nada que justificara esa temperatura, la garganta un poquito roja.

Yo no pedí ser oro

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