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EL BASTÓN DE CRISTAL

“Jehová cumplirá su propósito en mí; tu misericordia, oh Jehová es para siempre; no desampares la obra de tus manos”.

(Salmo 138:8)

Creo que desde siempre Dios estuvo moldeando mi forma. Me construía de tal manera que yo no me hubiera atrevido a desear ser algo distinto a lo que su mente concebía. Si alguna vez me rebelé, no fue al extremo de osar estirar mi curva, la curva que él formó para que sostuviera a aquél. Porque jamás anhelé desecharla ni mucho menos estirarme hacia arriba; permití que todo lo que Él iba enseñándome a través del sufrimiento se concentrara en aquella entonces incomprensible forma en que termina mi cuerpo de bastón. Porque desde el principio me preparó para serlo y yo no entendía por qué siempre tenía que aprender sufriendo, por qué no podía ser como las demás niñas, más tarde como las demás muchachas y reír y disfrutar de la vida en vez de cargar siempre sobre mí las emociones o los problemas de alguien. Es que mi felicidad no radicaba en otra cosa que no fuera servir, pero era una felicidad doliente ¿es que puede existir la felicidad doliente? Era la satisfacción de saber que te estabas dando, que estabas sirviendo, que eras autora de sonrisas ajenas a costa de la tuya.

La renuncia ingresó sigilosa a tu vida desde el desprendimiento del juguete aquel cuando niña. Lo que aún no comprendes o terminas de comprender es el material del que estás hecha; siempre se habló de tu transparencia, algunos la amaron, otros la estrujaron, otros se burlaron de ella y otros se rehusaron a creer que fuera realidad. Ahora recuerdas las veces en que las personas te señalaron como algo especial y hacían que te sonrojaras una y otra vez, una y otra vez. Ahora empiezas a comprender por qué lo recibiste, porque nada tenemos que no hayamos recibido, ni nada somos si no es por gracia. Sí, ahora empiezas a comprender sus designios, ya estás formada y tienes que empezar a funcionar como bastón, no anhelar erguirte y ser vara, no desear ser pierna, cuidar la transparencia de tu ser amando.

Porque realmente anhelas y precisas del cuerpo aquel que se apoya en ti. Porque la razón de ser en esta vida es cumplir el propósito que Dios tuvo para ti, porque en esto radica tu gozo, aunque cada día tengas que renunciar a algo distinto, tal vez a algo de ti misma.

Porque anhelas que aquél sea grande a los ojos de Dios, que cumpla todos sus propósitos divinos. Y tú siempre estarás cobijando su rostro, acariciando su corazón, ayudando a renovar sus fuerzas, sin que nadie te vea, soportando el peso del ser humano que tanto amas, del ministerio que juntos asumen por más difícil que sea.

Sólo espero que Dios siga perfeccionando mi forma y que aquel que amo jamás olvide que: aunque soy fuerte, soy también de cristal.

Yo no pedí ser oro

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