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Fuentes de vida La conexión mente, cuerpo y naturaleza

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El tiempo pasado en el mundo natural puede ayudarnos a fortalecer nuestra salud física, emocional y familiar. La conexión entre mente y cuerpo es, por supuesto, una noción consabida, pero las investigaciones y el sentido común sugieren un nuevo concepto: la conexión entre mente, cuerpo y naturaleza.

Hace más de dos mil años, los taoístas chinos crearon huertos e invernaderos para mejorar la salud humana. En 1699, el libro English Gardener aconsejaba al lector pasar «el tiempo libre en el huerto, ya sea cavando, plantando o desherbando; no hay manera mejor de conservar la salud». Y hace un siglo, el naturalista John Muir escribía: «Miles de personas cansadas, con los nervios destrozados e hipercivilizadas están empezando a descubrir que ir a la montaña es como ir a casa; que el contacto con la naturaleza es una necesidad; y que los parques y reservas naturales son útiles no solo como fuentes de leña y de agua para regar, sino también como fuentes de vida».1

En la actualidad, la creencia tradicional de que la naturaleza ejerce un efecto positivo directo sobre la salud humana está pasando de la teoría a la demostración, y de la demostración a la acción. Ciertas investigaciones han llegado a conclusiones tan convincentes que algunos profesionales y organizaciones sanitarias convencionales han empezado a recomendar la terapia de la naturaleza para el tratamiento y prevención de diversas enfermedades. Y muchos de nosotros, sin haberle puesto nombre, usamos el tónico de la naturaleza. Es decir, nos automedicamos con un sustitutivo de los fármacos barato y de lo más apropiado. Llamémoslo vitamina N (de Naturaleza).2

Investigaciones recientes apoyan la idea de que la terapia de la naturaleza ayuda a controlar el dolor y el estrés negativo; y para la gente con enfermedades cardíacas,3 demencia4 y otros problemas de salud, la prescripción de naturaleza comporta beneficios que pueden sobrepasar los previsibles resultados de hacer ejercicio al aire libre.5 El poder tonificante del mundo natural puede ayudar a curarnos, incluso a una distancia relativa. En las plantas de posoperatorio de un hospital de doscientas camas de las afueras de Pensilvania, hay habitaciones que dan a un bosque de árboles caducifolios, mientras que otras dan a un muro de ladrillos marrones. Una investigación descubrió que, comparados con los pacientes de las habitaciones que daban al muro, los que disfrutaban de vistas al bosque estaban hospitalizados un período de tiempo más breve (casi un día entero menos como término medio), necesitaban menos analgésicos y habían sido objeto de menos observaciones negativas en las notas de los enfermeros.6 En otro estudio, una serie de pacientes que debían someterse a una broncoscopia (una técnica de exploración que supone la introducción de un tubo de fibra óptica en los pulmones) fueron separados al azar en dos grupos: a uno se le administró sedantes, mientras que al otro, además de los sedantes, se le acercó a la naturaleza (en este caso mediante un mural que representaba un arrollo de montaña en un prado primaveral y una grabación continua de sonidos naturales: el murmullo del agua, gorjeos de pájaros...). Los pacientes del segundo grupo controlaron considerablemente mejor el dolor.7

Estar cerca de la naturaleza puede ser un antídoto contra la obesidad. Un estudio publicado en 2008 en el American Journal of Preventive Medicine concluía que cuanto más ajardinado estaba un barrio, tanto menor era el índice de masa corporal de los niños. «Nuestro nuevo estudio, realizado con más de 3.800 niños de áreas urbanas deprimidas, reveló que vivir en barrios con zonas verdes tiene efectos positivos a largo plazo en su peso y, por lo tanto, en su salud», afirmó el doctor Gilbert C. Liu, director de la investigación. Y si bien esta no demostraba que existiera una relación directa de causa y efecto, había tenido en cuenta muchas variables, por ejemplo la densidad de población de los barrios. Sus resultados apoyan a los que creen que cambiar el entorno urbanístico de estos niños es tan importante como intentar cambiar el comportamiento de sus familias.8

Si bien es cierto que una exposición excesiva a los rayos solares puede provocar melanomas, pasar muy poco tiempo al aire libre también puede tener efectos negativos sobre la salud. Según un estudio, nada menos que tres cuartas partes de la población adolescente y adulta de Estados Unidos tiene carencia de vitamina D, que se obtiene de manera natural del sol y de determinados alimentos, o bien tomando suplementos. Los afroamericanos son los que corren mayor riesgo, explica un investigador en Scientific American, puesto que «tienen más melanina o pigmento en la piel, lo que hace más difícil que el cuerpo absorba y utilice los rayos ultravioleta del sol para sintetizar la vitamina D».9 Algunos científicos ponen en duda el porcentaje citado de norteamericanos en situación de riesgo (que posiblemente se acerque más a la mitad que a las tres cuartas partes), pero todos están de acuerdo en que el nivel de vitamina D en la sangre está disminuyendo y que su carencia está relacionada con un gran número de dolencias, entre ellas el cáncer, la arteriosclerosis en los adolescentes afroamericanos, la diabetes de tipo II, la tendencia a la depresión durante el invierno, la falta de fortaleza física en los jóvenes y la disfunción pulmonar en los niños con asma. Se ha determinado asimismo que la vitamina D ayuda a reducir el riesgo de contraer ciertas enfermedades infecciosas, autoinmunitarias y periodontales.

Se han llevado a cabo más investigaciones sobre los efectos de la naturaleza en la salud mental que en la salud física; pero ambos campos (junto con la agudeza mental) están interrelacionados. La ciencia no está muy metida en estos temas, y las pruebas de que disponemos no son totalmente consistentes. En su mayoría son correlativas, no causales. Sin embargo, de una lectura honrada de la literatura científica se pueden sacar algunas conclusiones prudentes.

Diversos informes, incluyendo un minucioso repaso de la bibliografía llevado a cabo por investigadores de la Universidad Deakin de Melbourne, Australia, detallan lo que se sabe hasta el momento.10 Según este último estudio, cada uno de los siguientes beneficios para la salud, entre otros, ha sido corroborado por investigaciones especulativas, teóricas y empíricas:

• La exposición a entornos naturales, como parques, mejora la capacidad para sobrellevar el estrés y recuperarse de enfermedades.11

• Los métodos establecidos de terapia de la naturaleza (como los basados en la naturaleza salvaje, la horticultura o el contacto conanimales) consiguen buenos resultados con pacientes aquejadosde determinadas afecciones emocionales o físicas que previamente no habían respondido a otros tratamientos.12

• La gente tiene una actitud más positiva ante la vida y vive más satisfecha cuando está cerca de la naturaleza, especialmente en lasáreas urbanas.13

INMUNIDAD GRACIAS AL AIRE LIBRE

En 2007, mientras el naturalista Robby Astrove y yo conducíamos por West Palm Beach, Florida, camino de un acto a favor de la conservación de la región de Everglades, Astrove me dijo:

–De niño estaba siempre pegado a la ventanilla del coche, prestando atención a todo lo que veía. Todavía lo hago, y cuando vuelo tengo que sentarme al lado de la ventana. Teniendo esto en cuenta, no es ninguna sorpresa que me haya dedicado a las ciencias naturales, ya que habitué mis sentidos al detalle, a las pautas, las imágenes, los sonidos y los sentimientos.

Cuando Astrove hacía quinto, un viaje de estudios a Everglades fue determinante para decidir qué carrera estudiaría. Tras licenciarse, exploró cientos de kilómetros de Everglades. Como docente, ha llevado a miles de estudiantes a esta región pantanosa para que conozcan el gran río de hierba, las amenazas que se ciernen sobre él y qué se puede hacer para su recuperación. En 1979, a los quince años, le detectaron el VIH y le diagnosticaron hepatitis C. Había contraído el virus por culpa de tres transfusiones de sangre que tuvieron que hacerle para tratar una infección generalizada por estafilococos originada en una ampolla en el pulgar. Después de los análisis de sangre que revelaron la existencia del VIH, lo llamaron a la consulta del médico. Encontró a sus padres llorando.

–El doctor me hizo sentar y me dio la noticia. Lo primero que dije fue: Y ahora ¿qué haremos?

Durante los años siguientes se fue sintiendo cada vez más atraído hacia el río de hierba.

–Es difícil de explicar, pero conocer los ciclos, las pautas y las múltiples interconexiones del mundo para mí ha tenido efectos curativos –me dijo–. A veces me despierto a medianoche y, de pronto, ya me estoy calzando las botas y cogiendo apresuradamente un impermeable y las cajas para los especímenes. No me cuestiono actos como este. Me entusiasma caminar a oscuras sin saber qué voy a encontrar. Puede que hasta que no oigo el reclamo de un cárabo no me dé cuenta de por qué he salido. O al ver un árbol conocido que he estudiado millones de veces durante el día que me revela algo nuevo por la noche. Salgo porque confío en mi intuición, porque tengo paciencia y dejo que pasen las cosas. Bueno, también hay que tener suerte. Pero la misma confianza y el mismo instinto son necesarios para dominar una enfermedad. Cuando no he pasado bastante tiempo en la naturaleza, mi cuerpo me lo dice. Y le hago caso.

Astrove, que ahora está estudiando salud pública internacional en la Universidad de Emory, considera que el VIH es fascinante desde un punto de vista biológico:

–Es capaz de reproducirse rápidamente y puede mutar, siempre está reclamando nuevos fármacos. Aunque suene raro, el VIH es elegante, hermoso. Soy consciente de lo que es capaz de hacer este monstruo, de manera que pongo límites: no salir hasta muy tarde, comer de manera sana, no fumar nunca.

Evitar los malos hábitos le costó durante la adolescencia, pero el respeto que le infundía el virus pudo más que las presiones de sus compañeros.

–Si la naturaleza está adaptándose constantemente, ¿no puedo yo hacer lo mismo? Escucho. Y cuando oigo «descansa», descanso –dice Astrove–. El hecho de ver macroinvertebrados en un arroyo, lo cual es indicio de la pureza del agua, me recuerda que debo prestar atención a los indicadores de mi propia salud. Y cuando tropiezo con una planta rara, me acuerdo de la singularidad de mi situación. No hay dos personas que respondan de la misma manera a un virus.

En su actividad docente enseña a sus alumnos que las marismas actúan como el «hígado de la naturaleza» y se identifica personalmente con el sistema. «Las marismas purifican el agua y retienen agentes contaminantes.» Explica que en las selvas tropicales y otros espacios naturales se hallan muchas de nuestras medicinas, y que pasar tiempo en estos lugares reduce la tensión.

–Nos sentimos bien porque esto estimula la secreción de endorfinas y porque nos inspira. La inspiración es otra fuente de salud. Cuando voy al bosque sé que experimentaré su poder curativo. Y los beneficios se concretan en mejoras físicas, psicológicas y espirituales. A veces, cuando tengo una sensación de luz, energía y sobrecogimiento, es como un subidón natural. –Astrove miró el paisaje por la ventanilla mientras conducía–. Ahora que hace ya cierto tiempo que me estoy medicando así, en los análisis de sangre no me pueden detectar el virus. Está «latente».

¿Respaldan las investigaciones la experiencia de Astrove? Es posible. Un estudio llevado a cabo con 260 personas de veinticuatro lugares diferentes de Japón descubrió que, entre aquellos que contemplaban el paisaje de un bosque durante veinte minutos, el promedio de concentración de hidrocortisona en la saliva, una hormona relacionada con el estrés, era un 13,4 % más bajo que en las personas que habitaban en zonas urbanas.14 «Los humanos (...) hemos vivido en la naturaleza durante cinco millones de años. Estamos hechos para encajar en un entorno natural (...). Cuando nos ponemos en contacto con la naturaleza, nuestros cuerpos vuelven a ser como deberían ser», explicó Yoshifumi Miyakazi, principal autor del estudio en el que se informa de la relevancia de la hidrocortisona salival. Miyakazi es director del Centro de Salud Medioambiental y Ciencias del Campo de la Universidad de Chiba y el principal especialista de Japón en «medicina forestal», un concepto médico aceptado en dicho país, donde a veces es denominado «baños de bosque». En otra investigación, Li Qing, profesor adjunto de medicina forestal en la Facultad de Medicina de Tokio, concluyó que el «ejercicio verde» (practicar alguna actividad física en un entorno natural) puede aumentar la actividad de las células T citotóxicas o células asesinas. Este efecto puede mantenerse durante treinta días.15 «Cuando la actividad de las células asesinas aumenta, el sistema inmunitario se fortalece y con ello se incrementa la capacidad de resistencia frente al estrés», explica Li, quien atribuye dicho aumento de la actividad de las células asesinas en parte al hecho de inhalar aire que contiene fitoncidas, aceites esenciales antimicrobianos que emanan de las plantas. Estudios de este tipo requieren un examen más riguroso. Por ejemplo, el que acabamos de citar sobre las células asesinas se llevó a cabo sin grupo de control, por lo que resulta difícil determinar si el cambio fue debido al tiempo pasado sin ir al trabajo, al ejercicio físico, al contacto con la naturaleza o a alguna combinación de estos y otros factores.

No obstante, en el caso de Astrove, la naturaleza salvaje le ha ayudado a crear un contexto para la curación y es posible que haya fortalecido su sistema inmunitario y le haya proporcionado propiedades protectoras que ni él ni nosotros acabamos todavía de entender.

FANTASMAS DEL PASADO NATURAL

Terry Hartig, actualmente profesor de psicología aplicada en la universidad sueca de Uppsala, recomienda prudencia. A veces le da la impresión de que la «naturaleza» en que piensa la gente cuando habla sobre naturaleza y salud es una naturaleza «pasteurizada»: sin dientes, zarpas ni aguijones, sin ninguna exigencia. También señala que la gran mayoría de investigaciones que se llevan a cabo sobre la naturaleza y la salud estudian temas como las enfermedades infecciosas y las catástrofes naturales. «Es importante no olvidar que la humanidad ha estado luchando durante miles de años para protegerse de las fuerzas de la naturaleza», dice.

Interesante observación. Pero veamos otro punto de vista. Desde el patio trasero de casa hasta el campo lejano, la naturaleza se presenta de muy diversas maneras. El impacto negativo de los riesgos que se corren en la naturaleza salvaje (ante los grandes depredadores, por ejemplo) debería compensarse con los beneficios psicológicos positivos de dichos riesgos (la humildad, como mínimo).Y sí: la gran mayoría de estudios sobre la naturaleza y la salud humana se ha centrado en las patologías y los desastres naturales, pero esta preferencia de los investigadores tiene algo que ver con la procedencia de los fondos para dichas investigaciones. Los investigadores que estudian los beneficios de la naturaleza para la salud de hecho se enfrentan a un desequilibrio de información.

En cuanto al motivo de preocupación de Hartig, cabe decir que la ciencia tiene dificultades para definir cómo percibimos la naturaleza. Hace pocos años trabajé con un consejo de neurólogos especialistas en el desarrollo del cerebro durante la infancia. Cuando les preguntaba cómo afecta el mundo natural al desarrollo del cerebro, normalmente no contestaban. «¿Cómo define usted la naturaleza?», me preguntaban a su vez sin esperar respuesta. Sin embargo, esos mismos científicos simulan «condiciones naturales» en sus laboratorios para los grupos de control. Tengo un amigo a quien le gusta decir que la naturaleza es cualquier cosa molecular, «incluyendo al tipo que bebe cerveza en un cámping para caravanas y a la pija que bebe combinados en Manhattan». Estrictamente hablando, tiene razón. En general, hemos dejado la definición de naturaleza a criterio de filósofos y poetas. Gary Snyder, uno de nuestros mejores poetas contemporáneos, ha escrito que damos dos significados a esta palabra, que deriva del latín natura y nasci, y que ambos sugieren la noción de nacimiento.

He aquí mi definición de naturaleza: el ser humano existe en la naturaleza en cualquier lugar donde siente una afinidad significativa con otras especies. Según esto, podemos hallar un entorno natural en el bosque o en la ciudad; no siendo necesario que sea prístina, la naturaleza está influida al menos tanto por un mínimo de silvestría y condiciones climáticas como por los promotores, científicos, bebedores de cerveza y pijos. Conocemos esta naturaleza cuando la vemos.

Y siglos de experiencia humana sugieren que el tónico natural es algo más que un placebo. ¿Cómo actúa pues, en lo referente a la salud, la naturaleza?

Es posible que las respuestas estén ocultas en nuestras mitocondrias. Según la hipótesis del profesor de Harvard E. O. Wilson, la biofilia16 es nuestra «conexión emocional innata con (...) otros organismos vivos».17 Sus intérpretes han ampliado esta definición para incluir en ella el paisaje natural. Varias décadas de investigaciones inspiradas por la teoría de Wilson indican que, a un nivel que no comprendemos del todo, el organismo humano necesita la experiencia directa con la naturaleza.

Gordon H. Orians, reputado ornitólogo, sociobiólogo y profesor emérito del Departamento de Biología de la Universidad de Washington, sostiene que nuestra atracción por el entorno natural existe a nivel cromosómico y que, en sus variadas formas genéticas, nos acosa como un fantasma. Señala que entre la aparición de la agricultura y el desayuno de esta mañana tan solo han transcurrido unos diez mil años. «El mundo biológico, al igual que el mundo mental de Ebenezer Scrooge18, está repleto de fantasmas», dice. «Hay fantasmas de hábitats, depredadores, parásitos, rivales, simbiontes y congéneres del pasado, así como fantasmas de meteoritos, erupciones volcánicas, huracanes y sequías del pasado.»18 Dichos fantasmas pueden residir en nuestro desván genético, pero a veces se dirigen a nosotros y nos susurran al oído: el pasado es prólogo.

Esta opinión, basada en la ecología conductual o sociobiología, tiene sus detractores, que sospechan que tales ideas evocan el predeterminismo genético. Sin embargo, en los últimos años, los partidarios de la biofilia y sus oponentes parecen haber alcanzado algo cercano a un acuerdo: la genética puede marcar a largo plazo un camino admisible para el desarrollo del cerebro, pero el resultado también lo determina el entorno más actual (por ejemplo, mediante la inclinación a criar seres humanos). Orians asegura que todas las adaptaciones lo son a entornos del pasado. «Nos hablan sobre el pasado, no sobre el presente o el futuro (...). Tal como descubrió

Ebenezer Scrooge, los fantasmas, por inoportunos que nos lleguen a parecer, pueden aportar auténticos beneficios.» Y añade: «La gente ha comprendido claramente de manera intuitiva el valor tonificante de las interacciones con la naturaleza desde hace mucho tiempo». Así lo testifican los huertos del antiguo Egipto, los huertos amurallados de Mesopotamia, los huertos de mercaderes en las ciudades chinas medievales, los parques públicos americanos que diseñó Frederick Law Olmsted, e incluso los lugares que elegimos para nuestras casas y nuestra receptividad visual a determinados paisajes. Orians y Judith Heerwagen, una psicóloga medioambiental afincada en Seattle, pasaron años encuestando a gente de todo el mundo, enseñándoles diversas imágenes y preguntándoles cuáles preferían. Descubrieron que, independientemente de su cultura, todos se sentían atraídos por imágenes de la naturaleza, en especial de la sabana, con sus boscajes, doseles arbóreos, amplios horizontes, flores, agua y elevaciones diversas.

Otro investigador de las tendencias biofílicas humanas, Roger S. Ulrich, profesor de arquitectura paisajística y urbanismo en la Universidad A&M de Texas, expuso en 1983 su teoría de la recuperación del estrés psicofisiológico, según la cual nuestras respuestas frente al estrés se localizan en el sistema límbico, que controla los reflejos de supervivencia. Citando a Ulrich, el médico William Bird, profesor honorario de la Universidad de Oxford y asesor principal en temas de salud de Natural England, la sección de medio ambiente del gobierno británico, explica: «El reflejo que nos empuja a luchar o a huir es una respuesta normal a las situaciones de tensión provocada por la secreción de las catecolaminas (incluyendo la adrenalina), lo que se traduce en tensión muscular, presión arterial elevada, pulso acelerado, desviación de la sangre desde la piel hacia los músculos y sudoración. Todo ello ayuda al organismo a enfrentarse con una situación peligrosa. Sin embargo, sin una recuperación rápida esta respuesta al estrés acarrearía daños y agotamiento, así como una capacidad de respuesta limitada ante una nueva situación peligrosa».19 La evolución favoreció a aquellos de nuestros antepasados remotos que podían recuperarse del estrés provocado por las amenazas naturales sirviéndose del poder tonificante de la naturaleza.

Una de las mejores explicaciones de este proceso me la dio la difunta Elaine Brooks, una profesora californiana que trabajó de bióloga durante años en la institución Scripps de Oceanografía. En Last Child in the Woods referí que Brooks subía con frecuencia a la loma más alta del último espacio natural que queda en La Jolla. Me dijo que, sobre todo en momentos de estrés por motivos personales, se imaginaba que era su remota antecesora, encaramada a un árbol, recuperándose de la amenaza de algún depredador. Entonces miraba hacia el mar por encima de los tejados (que veía como si fueran las llanuras de la sabana) y sentía como su respiración se hacía más lenta y su corazón se relajaba.

–Cuando nuestros antepasados se encaramaban a un árbol, el hecho de mirar el paisaje tenía algo: algo que los curaba rápidamente. Descansar en aquellas ramas elevadas posiblemente facilitaba una pronta recuperación tras la explosión de adrenalina provocada al saberse presa potencial –me dijo un día mientras paseábamos por aquel lugar–. Todavía estamos programados para enfrentarnos a grandes animales o huir de ellos. Desde un punto de vista genético somos esencialmente las mismas criaturas que al principio. Nuestros antepasados no podían correr más que un león, pero éramos inteligentes. Sabíamos cómo matar, sí, pero también cómo correr y cómo trepar... Y cómo usar el entorno para recuperar nuestra inteligencia.

Elaine pasó entonces a describir la vida moderna: cómo en la actualidad estamos constantemente alerta, perseguidos, dijo, por una estampida interminable de turismos de una tonelada y todoterrenos de dos. En casa y en el trabajo el asalto continúa: imágenes amenazadoras irrumpen en nuestros dormitorios a través del televisor. Probablemente, a nivel celular hemos heredado el antídoto eficaz contra todo esto: sentarnos en lo alto de una colina, como hacía Brooks.

Debería añadir ahora que hay muchos contextos en que la naturaleza es capaz de neutralizar el estrés tóxico que puede no conllevar peligro físico. Los encuentros breves y tranquilos con los elementos naturales pueden simplemente calmarnos y hacernos sentir menos solos.

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