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Renaturalizar la psique Cómo aplicar el principio de la naturaleza a nuestra salud mental

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Como director del Observatorio de Aves Rapaces Golden Gate, Allen Fish da clases de rutas migratorias de las rapaces y de observación de la naturaleza. El noventa por ciento de sus alumnos son adultos, cientos de voluntarios que cuentan, anillan y siguen la pista de los ratoneros.

–Muchos de nuestros voluntarios se quedan con nosotros cinco años o más. Su trabajo con las rapaces tiene un efecto muy terapéutico en sus vidas urbanas –explica Fish–. Conozco casos de autocuración ocurridos aquí que harían temblar a cualquier terapeuta: de psicosis maníaco-depresiva, de malos tratos, de drogodependencia... La firmeza con que estas personas están determinadas a conectar con la naturaleza es totalmente conmovedora. Y he escuchado miles de veces la frase siguiente: «Pensaba que para hacerme adulto debía renunciar a la naturaleza».

Nada podría estar más lejos de la verdad. Para hallar esperanza, sentido y alivio al dolor emocional nuestra especie se abraza a la meditación, a la medicación, al merlot y a muchas cosas más. Estos métodos funcionan durante algún tiempo, algunos más que otros, algunos bastante bien, otros en detrimento nuestro. Pero siempre tenemos a nuestra disposición el poder tonificante de la naturaleza. «Ganamos vida mirando a la vida.» Así lo expresó la doctora Mardie Townsend, profesora adjunta de la Facultad de Salud y Desarrollo Social de la Universidad Deakin de Victoria, Australia. «Si vemos seres vivos, no nos sentimos como si viviéramos en el vacío.»1 Pasar algún tiempo en un entorno natural no es ninguna panacea; no sustituye en absoluto otras formas de terapia profesional o de autocuración, pero puede constituir una poderosa herramienta para preservar o mejorar nuestra salud mental.

Nancy Herron, natural de Austin, Texas, ha estado casada treinta y un años y tiene dos hijos varones mayores. Trabajó como voluntaria en una residencia para enfermos terminales y actualmente hace lo propio en Texas Parks and Wildlife. Se define como perfeccionista, competidora y ambiciosa, con personalidad del tipo A. Cuando nacieron sus hijos, durante algún tiempo dejó de trabajar a tiempo completo. Al reincorporarse a la vida activa, ardía en deseos de consolidar su carrera y su credibilidad.

–Pero tal como cualquier madre trabajadora, también quería hacer lo mejor por mis hijos, mi marido, mis amigos, familiares y vecinos. Mi vida era un frenesí, no sabía cómo parar. Tenía insomnio, me preocupaba demasiado... Todos sabemos qué es eso.

Fue entonces cuando empezó de nuevo a salir de acampada. Y como terapia, funcionó.

–Piensas solamente en tus necesidades más básicas. Ves que la fauna y la flora tan solo se preocupan de sus necesidades más básicas. Esto me hizo recordar que la vida nos pide muy poco: comer, dormir, procrear... Exigencias de verdad, de hecho, no tenemos muchas. Así pues, ¿qué diablos estaba haciendo yo? Todas esas minucias que me preocupaban, que me hacían subir la tensión, que me estaban matando de asfixia, en realidad no tenían nada que ver con la vida. Ir al campo me lo hizo ver todo claro como el agua. Vivir y basta. Una vez estamos muertos y enterrados, la mayoría de cosas ya no importan. Son invenciones nuestras. La naturaleza nos recuerda lo simple y asequible que es la vida. Cuando empiezo a agobiarme por tonterías regreso a la naturaleza y me acuerdo de lo que verdaderamente importa.

Y la perfección, según su definición ordinaria, no importa.

Tal como me dijo un padre que había vivido un penoso divorcio:

–A veces salgo al campo para hacer un poco de ejercicio y desentumecer los músculos, sobre todo después de haber pasado un montón de tiempo frente al ordenador o en reuniones. Pero lo que con más frecuencia me empuja hacia la naturaleza es la necesidad de recuperarme psicológicamente. Y nunca falla: me hace sentir mejor conmigo mismo, con mi vida, el trabajo, la familia. Me convierte en una persona más creativa y generosa.

Hacer ejercicio ayuda a prevenir la fatiga mental, desde luego. Pero este padre también reconoce que la naturaleza aporta un valor adicional al ejercicio, y acude a ella para curarse las «heridas emocionales que nos puede inferir la vida». Para justificar esa opinión, me explica que poco después de mudarse a San Diego su primera mujer le llamó por teléfono:

–Me dijo que, después de todo, seguramente no vendría conmigo a California y que, además, no acababa de tener claro si aún me quería.

A los pocos minutos de haber colgado subió al coche y se dirigió al parque más cercano: el parque estatal de Torrey Pines, que no había visitado nunca.

–Tras caminar por el chaparral de brezales en plena floración primaveral –recuerda–, me encontré de pronto al borde de un impresionante acantilado erosionado por las tormentas, frente al océano Pacífico. Reconozco que en aquel momento me entraron ganas de saltar, pero el deseo de regresar a lugares como ese fue en parte el responsable de mantener mis botas en tierra firme.

La naturaleza siempre sigue adelante, y normalmente la vida halla un camino.

No sorprende que la gente cuyos trabajos están relacionados con la naturaleza esté predispuesta a apreciar el tónico natural, y tampoco que sea más propensa a servirse de él, sobre todo en momentos de crisis. «La naturaleza es el mejor antidepresivo», asegura Dianne Thomas, directora de un programa de salud en un condado de Carolina del Norte que ha sido testigo de los efectos de la naturaleza en los asistentes a sus cursos al aire libre. Algunas organizaciones de salud mental empiezan a estar de acuerdo con estas tesis, si bien solo hasta cierto punto. Parece evidente que los entornos naturales ofrecen algo especial para la salud mental, un tónico que supera los beneficios del mero ejercicio físico.

EL TÓNICO DE LA NATURALEZA PARA LA SALUD MENTAL

Al igual que cuando se trata de la salud en general, la utilización de la naturaleza para la salud mental adopta tres formas básicas: la terapia decidida por uno mismo o prescrita por un profesional; el impacto de la degradación del medio ambiente en la psique y el espíritu humanos; y la recuperación de la naturaleza en el entorno donde vivimos, trabajamos y jugamos.

«Cada vez hay más pruebas empíricas que demuestran que el contacto con la naturaleza conlleva beneficios considerables para la salud mental», se asegura en «Ejercicio verde y cuidados verdes», un informe publicado en 2009 por un grupo de investigadores del Centro para el Medio Ambiente y la Sociedad de la Universidad de Essex. «Nuestras conclusiones indican que fomentar el uso del ejercicio verde como intervención terapéutica (cuidados verdes) debería ser una prioridad.»2 Tras un estudio en el que participaron más de 1.850 personas, los investigadores determinaron que el ejercicio verde tiene tres consecuencias claras para la salud: mejoría del bienestar psicológico (puesto que aumenta el buen humor y el amor propio, y disminuye los sentimientos de ira, confusión, depresión y tensión); obtención de beneficios para la salud física (ya que baja la tensión arterial y quema calorías); y, tal como discutiremos en capítulos posteriores, creación de redes sociales.

También se llevó a cabo una investigación con dos grupos de personas que participaron en sendos paseos, uno por un parque, entre bosques, prados y lagos, y otro por un centro comercial; ambos grupos invirtieron el mismo tiempo en el paseo. «El grupo que había caminado al aire libre mostró una mejora significativamente mayor de su autoestima y estado de ánimo que el que lo había hecho por el centro comercial, especialmente en lo que se refiere a sentimientos de rabia, depresión y tensión. Tras el paseo por el parque, el 92 % de los participantes se sintió menos deprimido; el 86 %, menos tenso; el 81 %, menos enojado; el 80 %, menos fatigado; el 79 %, menos confuso y el 56 %, más vigoroso», mientras que «después de pasear por el centro comercial, el 22 % de participantes estaba más deprimido y el 33 % no había experimentado ningún cambio en su estado anímico».3

Análogamente, investigadores suecos han determinado que la gente que hace footing en entornos naturales con árboles, follaje y buenas vistas se siente más revitalizada y menos inquieta, enojada o deprimida que la gente que quema las mismas calorías corriendo en un entorno urbano.4 Dicho de otra manera, los beneficios para el estado de ánimo pueden atribuirse al ejercicio, que normalmente ayuda, pero también a la vitamina N, cuya carencia posiblemente contribuya a aumentar nuestra propensión a deprimirnos.

¿Cuánta naturaleza hace falta para que sintamos sus efectos en nuestra salud mental? Según un estudio, sus beneficios se notan casi inmediatamente. Y en otro estudio publicado en la revista Environmental Science and Technology por Jules Pretty y Jo Barton, de la Universidad de Essex, se indica la posología mínima adecuada de vitamina N. «Por primera vez en la literatura científica, hemos podido mostrar las relaciones entre dosis y respuesta referidas a los efectos positivos de la naturaleza en la salud mental de los humanos», escribió Pretty. El estado de ánimo y la autoestima mejoraban tras una dosis de cinco minutos. El ejercicio verde y azul es todavía mejor: dicho estudio descubrió que un paseo por un entorno natural con agua en sus cercanías da los mejores resultados. Pero esto no significa que con cinco minutos al día quede cubierta nuestra necesidad de naturaleza. El análisis que llevaron a cabo de 1.252 personas de ambos sexos y edades, y estados mentales diversos, basado en diez estudios ya existentes en el Reino Unido, concluyó que se benefician de la naturaleza personas de todas las edades y clases sociales, si bien los mayores cambios en la salud los experimentan los jóvenes y los enfermos mentales. «El contacto con la naturaleza mediante el ejercicio verde puede, por lo tanto, ser considerado una terapia fácilmente asequible y sin efectos secundarios evidentes», según el citado informe.5

Incluso el contacto con la tierra puede levantar la moral y estimular el sistema inmunitario. El estudio que daba cuenta de los efectos positivos del Mycobacterium vaccae en la capacidad de los ratones para recorrer un laberinto también constató una disminución de su ansiedad. Otro estudio llevado a cabo en la Universidad de Bristol, y cuyos resultados se publicaron en la revista Neuroscience, descubrió que los ratones expuestos al M. vaccae, la bacteria «amistosa» que se halla normalmente en la tierra, secretaban más serotonina.6 La carencia de serotonina se relaciona en los humanos con la depresión, y los antidepresivos usuales actúan aumentando la producción de esta sustancia neuronal. Aunque la influencia de la serotonina ha sido puesta en duda por algunos científicos, los estudios sobre los efectos del M. vaccae «nos ayudan a entender cómo el cuerpo se comunica con el cerebro y por qué un sistema inmunitario sano es importante para preservar la salud mental», afirma Chris Lowry, director de la citada investigación. «También nos hacen preguntarnos si no deberíamos pasar todos más tiempo jugando en la tierra.»7

Los animales también nos pueden ayudar. La mayor parte de investigaciones sobre los efectos de los animales en la salud mental de las personas se han llevado a cabo con mascotas domésticas. Sus resultados son positivos. Los científicos han descubierto, por ejemplo, que los niveles de neurotransmisores y hormonas relacionados con los vínculos sociales son elevados durante las interacciones entre humanos y animales. Un estudio realizado con esquizofrénicos de mediana edad internados concluyó que la presencia de animales les ayudaba durante las sesiones terapéuticas y también en la vida diaria. Y una investigación llevada a cabo en la Facultad de Enfermería de la Universidad de Purdue descubrió que los enfermos de Alzheimer a los que se mostraba acuarios con peces de colores intensos mejoraban su comportamiento y hábitos alimentarios. Esta información ya ha sido aprovechada.8 Los terapeutas hace tiempo que se sirven de animales para tratar la soledad de la gente mayor y, últimamente, también para reducir la ansiedad de los pacientes con problemas psiquiátricos. El uso formal de animales para el tratamiento de la salud mental tiene incluso su propio acrónimo: TAA (terapia asistida por animales, en inglés AAT).

En 2008 se publicaron los resultados del primer estudio aleatorio con grupo de control sobre los beneficios terapéuticos de los animales de granja. Llevado a cabo por investigadores noruegos de la Universidad de Oslo, dicho estudio descubrió que los animales de granja pueden ser útiles en las terapias para tratar trastornos mentales como la esquizofrenia, los problemas afectivos, la ansiedad y las alteraciones de la personalidad.9 ¿Y los animales salvajes? Un estudio de 2005 indica que la interacción directa con al menos una especie no doméstica (los delfines) puede reducir los síntomas de la depresión entre leve y moderada.10 Tal como se informó en el British Medical Journal, nadar con delfines «resultaba efectivo para aliviar los síntomas de depresión tras dos semanas de tratamiento». Los investigadores afirmaban que los pacientes con depresión leve o moderada podrían reducir el consumo de antidepresivos o bien limitar las sesiones de psicoterapia convencional. La terapia asistida por delfines tiene sus detractores (incluyendo a los que ponen en duda parte de las investigaciones y a los que se oponen a lo que consideran una explotación de estos cetáceos). Pero las investigaciones, si con los años no se demuestra lo contrario, de momento establecen un vínculo claro entre la salud mental y nuestra relación con miembros de otras especies.11

Así pues, aunque gran parte de los trabajos de investigación se han dedicado exclusivamente a estudiar el ejercicio físico en la naturaleza, no para de crecer el número de pruebas que demuestran que el mero hecho de vivir y trabajar en un entorno natural o renaturalizado (ya se trate de nuestras casas, hospitales, barrios o ciudades) puede tener un profundo impacto en nuestra salud mental. Volveré a ocuparme de este tema, sobre el que hay noticias esperanzadoras, en capítulos posteriores. Sin embargo, ahora debemos tratar otro asunto relacionado con la salud mental: los efectos negativos, a veces devastadores, derivados de los daños que causamos los humanos al mundo natural.

EL INCONSCIENTE ECOLÓGICO

La noción de «inconsciente ecológico», la idea de que toda la naturaleza está interconectada de maneras que no comprendemos plenamente, se halla ahora en un lugar indeterminado entre la ciencia, la filosofía y la teología. En su ensayo de 1841 titulado «El alma universal», Ralph Waldo Emerson habla de «esa gran naturaleza en que reposamos, tal como la tierra descansa en los mullidos brazos de la atmósfera, esa alma universal que engloba el ser particular de cada hombre y lo hace uno con todos los otros; ese corazón común». La teoría de un inconsciente ecológico, con antecedentes en el trascendentalismo, el budismo y el romanticismo, es incómoda para la ciencia e incluso resulta ofensiva para determinadas personas religiosas. Sin embargo, la mayor parte de la gente tiene una sensación de ruptura, tal y como indica el hecho de que miles y miles de nosotros todavía experimentamos un profundo sentimiento de pérdida a causa de los daños medioambientales que provocó el vertido de petróleo de la compañía BP en el Golfo de México, un desastre que rebasó fronteras estatales y límites entre especies.

La Asociación Norteamericana de Psiquiatría enumera más de tres mil enfermedades mentales en su Diagnostic and Statistical Manual. «Los psicoterapeutas han analizado exhaustivamente todas y cada una de las clases de familias y relaciones sociales disfuncionales, pero las “relaciones medioambientales disfuncionales” no existen ni siquiera como concepto», afirma el escritor y crítico social Theodore Roszak. Y señala que en el citado manual «se define el “trastorno de ansiedad por separación” como “ansiedad excesiva motivada por la separación del hogar y de las personas queridas”. Pero en esta Época de Angustia no hay separación más generalizada que nuestra desconexión del mundo natural». Ya va siendo hora, dice, de «dar una definición de la salud mental basada en el medio ambiente».

En Last Child in the Woods presenté como hipótesis el trastorno de déficit de naturaleza, que describe el precio que debe pagar la humanidad por su alienación de la naturaleza. Otros observadores proponen otros nombres. El profesor australiano Glenn Albrecht, director del Instituto de Sostenibilidad y Estrategias Tecnológicas de la Universidad Murdoch de Perth, ha acuñado un término específico de la salud mental: solastalgia.12 Combina el latín solacium, «consuelo» (más tarde «placer»), con -algia, forma sufijada del griego álgos, «dolor», y según él significa «el dolor que se siente al darse cuenta de que el lugar donde uno reside y que uno ama está a punto de ser atacado». Albrecht concibió esta teoría e inventó el neologismo para designarla mientras trabajaba con comunidades gravemente afectadas por explotaciones mineras a cielo abierto en Nueva Gales del Sur, y con granjeros del este de Australia que sufrían las consecuencias de una devastadora sequía que persistía desde hacía seis años. Conocí a Albrecht durante una visita al oeste de Australia: un hombre alto, desgarbado y amable que más tarde me explicó el caso de Wendy Bowman, una mujer de noventa y tres años que se resistía a la expropiación de sus tierras y que sentía angustia, solastalgia, a medida que el desastre se acercaba. Me la describió apretando el puño, señalándolo con la otra mano y diciendo: «He perdido mucho peso. Me solía despertar a medianoche con el estómago así».

En el primer caso, era el hombre quien destruía el entorno. En el segundo, la sequía pertinaz era un fenómeno natural. A no ser que debamos culpar de ello al calentamiento global, posibilidad que ahora tienen muy en cuenta los australianos. Albrecht se pregunta: ¿podría ser que toda una serie de cambios, incluyendo sutiles variaciones climáticas, deteriorase la salud mental de la gente?

Independientemente del nombre que le demos, padecemos esta pérdida a un nivel primario. Los humanos que habitan en lugares carentes de árboles o de otras características naturales sufren pautas de deterioro social, psicológico y físico sorprendentemente similares a las observadas en animales que han sido apartados de su hábitat natural. «En los animales, lo que vemos es un aumento de la agresividad y una alteración de las pautas de crianza y de las jerarquías sociales», dice Frances Kuo, una profesora de la Universidad de Illinois que, junto con sus colegas, ha estudiado el impacto negativo de un modo de vida desnaturalizado en la salud y el bienestar de los humanos. Entre estos, han detectado menos educación, más agresividad, más delitos contra la propiedad, más desidia, más grafitos, más basura, así como menos control de los niños cuando están fuera de casa. «Podríamos denominarlo “ensuciar el propio nido”, actitud que no es sana –dice–. No hay ningún organismo que con buena salud se comporte así (...). En nuestros estudios hemos visto que la función cognitiva, la atención, la capacidad de gestionar los asuntos importantes de la vida y de controlar los impulsos son relativamente deficientes en la gente con menos acceso a la naturaleza».13

Si Albrecht está en lo cierto, y si el cambio climático sucede a la velocidad que algunos científicos creen, y si los seres humanos seguimos hacinados en ciudades desnaturalizadas, entonces la solastalgia contribuirá a acelerar la espiral de enfermedades mentales.

Al igual que el trastorno de déficit de naturaleza, la solastalgia sigue siendo una hipótesis, algo teórico, no un diagnóstico oficial. Pero aun así, estas y otras hipótesis proporcionan una manera de nombrar e identificar la discordancia, ese dolor psicológico, e incluso físico, que sentimos tantos de nosotros al ver cómo los paisajes naturales que amamos son sustituidos por minas a cielo abierto o centros comerciales. El desánimo es real. Esta realidad no significa que la vida urbana sea, por sí misma, intrínsecamente mala para la salud humana. Pero el tipo de vida que muchos de nosotros llevamos, incluso en zonas rurales, no ayuda a conseguir una salud y bienestar óptimos.

TERAPIA QUE TIENE EN CUENTA A LA NATURALEZA

En Santa Bárbara, California, la psicoterapeuta Linda Buzzell-Saltzman pide a sus pacientes adultos que lleven un diario de sus rutinas. Explica que algunos de ellos se dan cuenta entonces de que, exceptuando lo que caminan para ir al coche, pasan menos de treinta e incluso menos de quince minutos diarios en el exterior, en cualquier entorno, sea natural o no. Les dice que necesitan salir más y, bajo su supervisión, lo hacen. Pero primero deben aceptar que pasar tiempo al aire libre, aunque sea divertido, es un asunto serio. Buzzell-Saltzman, fundadora de la Asociación Internacional para la Ecoterapia, nos da la que quizá sea la definición actual más sucinta de terapia basada en la naturaleza. Según ella, la ecoterapia es «la reinvención de la psicoterapia teniendo en cuenta a la naturaleza».14 Independientemente del nombre que se le dé, la terapia natural está abriéndose paso en la psicología convencional a medida que las tensiones de la vida urbana combinadas con la pérdida de hábitat natural provocan problemas psicológicos para cuya solución otros tipos de tratamiento parecen inadecuados.

Como en el caso de las terapias naturales para tratar enfermedades físicas, la aplicación terapéutica del mundo natural en el campo de la salud mental empezó hace siglos. El médico Benjamin Rush, pionero de la psiquiatría norteamericana y uno de los signatarios de la Declaración de la Independencia, creía que «cavar la tierra tiene efectos curativos en los enfermos mentales». Fundado en la década de 1870, el Hospital Cuáquero de Pensilvania trataba los trastornos mentales, en parte, proporcionando a los pacientes un invernadero y extensos terrenos en espacios naturales. Durante la Segunda Guerra Mundial, Karl Menninger, otro precursor de la psiquiatría en Estados Unidos, inició un movimiento terapéutico basado en la práctica de la horticultura en el sistema de hospitales de la Administración de Veteranos.15

En la actualidad, Mind, la principal organización benéfica para enfermos mentales de Inglaterra y el País de Gales, define la ecoterapia como «una parte importante del futuro de la salud mental», en palabras de su presidente, Paul Farmer. «Se trata de una opción terapéutica convincente, clínicamente válida, y que debería ser prescrita por los médicos de cabecera, sobre todo teniendo en cuenta que hay mucha gente para quien es sumamente difícil beneficiarse de otro tipo de terapia que no sea a base de antidepresivos». Mind no sostiene que la ecoterapia pueda sustituir a los fármacos, sino que propone que se amplíe el número de enfoques terapéuticos. Si la ecoterapia formara parte de la medicina convencional, «posiblemente ayudaría a millones de personas de todo el país con problemas mentales», añadió.16 En un importante informe, Mind recomendaba que los servicios de salud mental siguieran lo que llamaba una «nueva agenda»: «Dada la multitud creciente de nuevas pruebas, Mind pide que la ecoterapia sea reconocida como una tratamiento puntero y válido clínicamente para los problemas de salud mental».

Este enfoque no es compartido por todo el mundo. Alan Kazdin, expresidente de la Asociación Norteamericana de Psicología y profesor de psicología y psiquiatría infantil en la Universidad de Yale, ha dicho: «La psicología moderna trata de lo que se puede estudiar y verificar científicamente (...). Y en esto yo veo una verdadera falta de rigor espiritual».17

No obstante, los profesionales que se sirven de la terapia de la naturaleza generalmente informan de buenos resultados.

Marnie Burkman, doctora en psiquiatría y medicina holística que trabaja con pacientes externos adultos para el Departamento de Veteranos de Colorado, trata a veteranos de todas las edades. Dice que le «inspiran un gran respeto los poderosos efectos curativos de la naturaleza». Refiere el caso de un paciente, Al (nombre ficticio), veterano de Vietnam y hombre muy enfadado: con el gobierno, con la vida, consigo mismo. Al tiene dificultades para amoldarse al día a día. Burkman explica una sesión en que Al no paraba de despotricar y descargar su ira contra todo, sentado en el borde de la silla con los puños apretados, prácticamente gritando.

–Para reconducirlo, le pregunté: ¿Cómo se las arregla? ¿Qué le ayuda a relajarse? Se quedó callado un momento y entonces empezó a explicarme lo mucho que le gustaba recorrer las montañas con su motocicleta y acampar –dice Burkman.

Al habló a la doctora Burkman de sentarse bajo las estrellas sin nadie alrededor, al lado de un refugio de montaña, y de cómo le gustaría pasar el resto de sus días en un entorno así.

–Lo que más me llamó la atención mientras lo observaba fue que, a los pocos segundos de empezar a compartir conmigo sus ganas de ir en moto a la montaña para estar inmerso en la naturaleza, tuvo lugar ante mis ojos una transformación postural absoluta sin que él se diera cuenta –explica Burkman–. En vez de seguir como hasta entonces, con los puños apretados, sentado hacia delante con enfado y agitando los brazos mientras hablaba en voz alta, se reclinó en la silla, estiró las piernas, cruzó los brazos por detrás de la cabeza y sonrió: una postura cómoda y relajada. ¡No sé de ningún ansiolítico que actúe con la misma rapidez! En unos segundos, el mero hecho de imaginarse en la naturaleza provocó en su sistema nervioso este profundo cambio.

Burkman ha observado este efecto también en otros pacientes, especialmente en aquellos que tuvieron una relación afectuosa con la naturaleza durante su infancia. Y ha advertido un marcado contraste con aquellos que no la tuvieron, normalmente sus pacientes más jóvenes:

–Cuando pregunto a veteranos jóvenes [a menudo de los conflictos de Irán y Afganistán] cómo se las arreglan, muchos me dicen que «ni idea». Otros recurren al alcohol, a la televisión o a veces al gimnasio. Sin embargo, cuando comparten conmigo sus experiencias, no he visto, ni siquiera en los que se valen del gimnasio, ese marcado cambio corporal que resulta evidente en aquellos que me explican su profunda conexión con la naturaleza.

Yusuf Burgess (él prefiere que lo llamen Hermano Yusuf tras su conversión al islam) combatió por primera vez como soldado a los diecisiete años. Pasarían veinte más antes de que le diagnosticaran estrés postraumático.

–Dos décadas de aislamiento, separación, consumo de drogas, encarcelaciones y un dominio casi completo de las técnicas de escaqueo que me dejaron muy solo y alienado, incluso en medio de la muchedumbre y sobre todo dentro de la familia –explica–. Gracias a un programa de doce pasos y a un psicólogo clínico que me prescribió hacer piragüismo empecé a recuperarme y a vivir de nuevo.

En la actualidad, el Hermano Yusuf es conocido en todo Estados Unidos por su innovador trabajo con jóvenes de zonas urbanas deprimidas, a los que lleva a los montes Adirondack para reformar su carácter. Esta ocupación lo fortalece y lo llena de paz. Diversas iniciativas, entre ellas la Iniciativa para Familias de Militares del Sierra Club, ofrecen la posibilidad de experimentar los efectos curativos del aire libre a los veteranos de guerra y a sus familias.

Peter H. Khan Jr., profesor adjunto de psicología en la Universidad de Washington y destacado investigador en el campo de la ecopsicología, y Patricia Hansen Hasbach, psicóloga con consulta privada que da clases de ecoterapia en la Universidad Lewis and Clark de Portland, Oregón, colaboran en la actualidad para definir mejor los vínculos entre salud mental y mundo natural. Khan ha centrado su trabajo en la relación de los seres humanos con el «mundo mayor que el humano»; Hasbach estudia la naturaleza como metáfora, lo que ella denomina «cartografiar el paisaje interno». Considera la aparición de la ecoterapia como parte de la evolución natural de la psiquiatría: la terapia psicológica empezó con los trabajos intrapsíquicos de Sigmund Freud (en que se hacía hincapié en las primeras experiencias del individuo), luego se amplió al ámbito interpersonal y más tarde al de toda la familia.

–En los años setenta dimos un gran salto hacia los sistemas familiares y luego, entre finales de los ochenta y principios de los noventa, pasamos a los sistemas sociales –me explicó Hasbach mientras tomábamos un café en un pequeño bar de Chautauqua, Nueva York, el mismo donde conocí al escultor David Eisenhour–. Ahora, con la ecopsicología o ecoterapia pasamos a la etapa siguiente: el contexto en el que vivimos nuestras vidas, el mundo natural –añadió.

Hasbach me explicó cómo usa la naturaleza como metáfora, para desinhibir a los pacientes, y también como terapia directa. Durante la fase de toma de contacto interroga a los pacientes sobre el trabajo, la familia y otros aspectos de su vida. También se interesa por su relación con la naturaleza y por cuánto tiempo pasan al aire libre.

–Hay quien me dice que hace años que no sale al campo.

Les pregunta si de pequeños tenían algún paraje favorito.

–Y con esto consigo romper el hielo. A menudo me proporciona más información que cuando les pregunto sobre su familia.

También sale con sus pacientes al aire libre.

–Estaba sentada en el parque con una paciente y pasó alguien en bicicleta. Ambas advertimos que llevaba una cacatúa en el manillar. Tenía las alas desplegadas y resultaba evidente que se las habían recortado, razón por la cual no volaba. Esto la emocionó mucho. Rompió a llorar y me dijo que así vivía ella, con las alas cortadas.

En otra ocasión, una mujer pudo hablarle sobre los vaivenes de su vida «al observar el río frente al que estábamos sentadas». Y Hasbach me contó también el caso de un paciente de diecisiete años.

–Ese chico se estaba haciendo mucho daño. Sus padres habían iniciado los trámites del divorcio y no se ocupaban directamente de él. Ya había ido a dos terapeutas. Pero tras la primera visita, no volvía. Sin embargo, él y yo conectamos cuando empezó a hablarme sobre la pesca. Entonces le dije: «Voy a ponerte deberes: quiero que esta semana vayas a pescar tres veces». A la semana siguiente volvió y me dijo que a veces iba al estanque y se limitaba a quedarse ahí sentado. Empezó a hablarme sobre las tortugas, cómo se metían en el caparazón. En la tercera sesión ya confiaba en mí lo suficiente como para decirme que había llegado a pensar en el suicidio.

Hasbach le prescribió un breve período de medicación y pasar más tiempo al aire libre.

–Impliqué a su padre, con quien vivía, para que reanudara ese vínculo. Esta semana están pescando los dos en Alaska.

Más tarde, mientras Hasbach y yo caminábamos por la calle, la lluvia empezó a caer sobre la plaza mayor de Chautauqua y los edificios victorianos que la rodean. Dejamos de conversar por un momento.

Luego le expliqué que había visto cómo mi padre se separaba de la naturaleza, que había sido fuente de placer en su juventud, así como del vínculo emocional que había existido entre mis padres, mi hermano y yo. Esto sucedió muchos años antes de que los psiquiatras y los sanatorios que frecuentó consideraran su enfermedad como parte de todo un sistema familiar. De manera que su afección, seguramente trastorno bipolar combinado con los efectos del alcoholismo, fue tratada sin tener en cuenta a su familia, a la sociedad y al mundo natural.

Me pregunté si la terapia de la naturaleza podría haber ayudado a mi padre. Sin duda alguna habría ayudado a nuestra familia.

Hasbach estuvo de acuerdo.

–Cuando nos enfrentamos a este tipo de retos difíciles, es muy frecuente que los miembros de la familia, asustados, pierdan la esperanza –me dijo–. Entreviendo tiempos más felices, en un entorno familiar y con la esperanza de alcanzar la plenitud en una actividad familiar compartida, tu padre podría haber conseguido conectar con una esfera más profunda de conocimiento y curación, arraigada en nuestra conexión biofílica con la naturaleza. La cartografía interior de la que hemos hablado le habría podido ser útil para alcanzar esta profundidad de experiencia –me explicó–. La terapia de la naturaleza quizá no habría ayudado a tu padre a superar el momento crítico y empezar de nuevo, pero posiblemente le habría aliviado el dolor y habría consolado a la familia, os habría dejado con mejores recuerdos suyos y quizá lo habríais tenido con vosotros un poco más de tiempo.

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