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Cantar en tierra de osos Descubrir el pleno uso de los sentidos

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Hay otro mundo, y se halla en este.

SUSAN CASEY, The Devil’s Teeth

Como especie, nos sentimos más animados cuando nuestros días y noches sobre la tierra entran en contacto con el mundo natural. Podemos hallar una fuente inconmensurable de dicha en el nacimiento de un niño, en una gran obra de arte o al enamorarnos. Pero toda nuestra vida está arraigada en la naturaleza, y una separación de este mundo más amplio nos insensibiliza y empequeñece nuestros cuerpos y espíritus. Reconectarnos a la naturaleza, de cerca y de lejos, nos abre nuevas puertas hacia la salud, la creatividad y el asombro. Nunca es demasiado tarde.

Caminaba con mi hijo menor, Matthew, entonces veinteañero, por la orilla de un riachuelo corriente arriba, en la isla Kodiak, en Alaska. Joe Solakian, nuestro guía, nos enseñaba a detectar la presencia de los osos pardos del lugar, los de mayor tamaño, esos que pueden correr a cincuenta kilómetros por hora.

–Lo principal es no cogerlos nunca desprevenidos –dijo Joe.

Y, teniendo presente la suerte que corrió el documentalista Timothy Treadwell (devorado por ellos), no intentar nunca ser su mejor amigo, pensé.

Los salmones (keta, rojo y rosado) acuden a las verdes y poco profundas pozas que se hallan allí, enmarcadas entre dos paredes boscosas, para desovar y morir, así que el lugar es un restaurante para osos. De manera que hablábamos, cantábamos y agitábamos las campanillas para osos de nuestros chalecos, buscábamos huellas y olfateábamos el aire en busca de los característicos y entremezclados olores a almizcle y a salmón podrido. Durante aquella semana, de vez en cuando esos olores llenaban de repente el aire y entonces el pelo de la nuca se nos erizaba. Porque eso significaba que un oso nos estaba observando desde los matorrales, o que se hallaba muy próximo, o que se acababa de ir.

Una tarde avistamos un oso. El viento soplaba en contra y no lo podíamos oír. Salió del bosque y atravesó pesadamente un banco de grava, alzó el hocico, dudó y luego dio media vuelta y cruzó al trote el riachuelo para desaparecer entre los árboles.

Cantar en tierra de osos permite valorar en su justa medida los riesgos de la vida cotidiana.

Hallarse en esta isla, también. En 1964, un tsunami de diez metros de altura destruyó las poblaciones de la costa. Un cataclismo aún mayor tuvo lugar en 1912, cuando el volcán Katmai, situado en el continente, entró en erupción.

«Hacia las tres de la tarde, al salir del bosque vimos por primera vez una nube enorme en forma de abanico justo a poniente del pueblo», escribió Hildred Erskine, superviviente de la isla de Kodiak. «Era la nube más negra y densa que había visto nunca. A menudo la atravesaban relámpagos... pero en Alaska no hay tormentas eléctricas. La electricidad estática era tan intensa que los radiotelegrafistas no se atrevían a acercarse a sus aparatos.» El cielo se oscureció, cosa extraña para un junio en Kodiak, donde la luz del día es casi continua. «Empezamos a pensar en la suerte que corrieron los habitantes de Pompeya.»

Los lagos se llenaron de cenizas, las perdices blancas murieron justo cuando estaban anidando, las truchas perecieron y, de hecho, la mayor parte de la fauna y flora de la isla fue enterrada viva. Pero pronto, de esas cenizas brotó de nuevo la vida. Con la ayuda de los vientos continentales, que llevaron las semillas de árboles y plantas que nunca habían crecido allí, la isla renació. Desde el punto de vista geológico, pues, la superficie y la biota de Kodiak son nuevas, lo que nos recuerda que la creación es la otra cara de la muerte.

Después del huracán Katrina hubo quien dijo que se debía dejar que Nueva Orleans volviera a su estado natural de marismas, que la población se reasentara en el terreno más elevado de los alrededores, quizá un parque de atracciones tipo Bourbon Street, fácil de evacuar, construido en esa piscina de muerte. Esta propuesta de reversión a las marismas es razonable, ya que hasta cierto punto restablece el hábitat natural, protector. Pero cuando la gente dice, y lo dice a menudo, que los humanos que viven en zonas propensas a los desastres naturales están locos, se basa en el supuesto de que siempre existe un terreno más elevado. ¿Se debería obligar a la gente (a usted y a mí) a abandonar cualquier hábitat amenazado por desastres naturales? No lo creo. ¿Adónde iríamos? ¿Adonde no hay nunca inundaciones ni incendios? ¿Al llamado talón de bota de Misuri, lugar aparentemente seguro, pero que resulta estar situado sobre una falla que en el pasado cambió el curso del río Misisipi?

Casi un siglo después de la erupción del Katmai, mi hijo y yo dejamos nuestras huellas en esa oscura tierra volcánica de renovación. La vida va apartándose poco a poco del borde y entonces avanza de nuevo. Así pues, Matthew y yo seguimos avanzando río arriba, despiertos, con más cautela de la que tendríamos en la vida cotidiana, escuchando, observando, alzando la cabeza para notar qué trae el viento. Algo se acerca. De manera que hacemos sonar las campanillas. Y cantamos.

MÁS SENTIDOS DE LOS QUE PODEMOS SENTIR

Cantar en tierra de osos, o bien olfatearlos, puede que no sea lo que se entiende por pasar un buen rato, pero nos recuerda el potencial sensorial propio de nuestra naturaleza, si bien raras veces hacemos uso de él.

Somos muchos los que deseamos una vida de los sentidos más plena.

Entendido en un sentido amplio, el trastorno de déficit de naturaleza es una atrofia de la conciencia, una disminución de la capacidad para encontrar sentido a la vida que nos rodea, tome la forma que tome. Este encogimiento de nuestra vida afecta directamente a nuestra salud física, mental y social. Sin embargo, no solo el trastorno de déficit de naturaleza puede invertirse, sino que también podemos enriquecer enormemente nuestras vidas mediante nuestra relación con la naturaleza, empezando con nuestros sentidos. En Una historia natural de los sentidos, Diane Ackerman escribió: «La gente cree que la mente está situada en la cabeza, pero los últimos descubrimientos en fisiología indican que en realidad no se halla en el cerebro, sino que viaja a través de todo el cuerpo en caravanas de enzimas, dando sentido afanosamente a las maravillas compuestas que catalogamos como tacto, gusto, olfato, oído y vista».1 Los que vivimos en ciudades nos asombramos de las aptitudes, aparentemente sobrehumanas o sobrenaturales, de los aborígenes australianos y otros pueblos «primitivos», y consideramos que tales habilidades son vestigios, como nuestra rabadilla. Pero hay otra manera de entenderlo: esos sentidos no son vestigios, sino que están latentes, ocultos bajo una capa de ruido y presuposiciones.

¿Se ha preguntado alguna vez por qué tenemos dos orificios nasales? Un grupo de investigadores de la Universidad de Berkeley, California, sí lo hizo. Y publicó sus descubrimientos en la revista Nature Neuroscience. Jay Gottfried, profesor de neurología de la Universidad Northwestern, escribió: «Para mí, lo más destacado de este estudio es que muestra que el sentido humano del olfato es mucho mejor de lo que mucha gente cree. Es cierto que las principales corrientes sensoriales de nuestras vidas las constituyen estrechos canales visuales y auditivos. Pero todos nuestros sentidos son mucho más capaces de lo que suponemos». Los investigadores equiparon a un grupo de estudiantes universitarios con gafas oscuras, orejeras y guantes de trabajo para embotar sus sentidos, y luego los llevaron a un campo; la mayoría de los estudiantes pudieron seguir un rastro de perfume de chocolate de diez metros e incluso giraron justo donde la senda invisible cambiaba de dirección. También se constató que podían oler mejor si utilizaban los dos orificios nasales, hecho que los investigadores compararon a la audición en estéreo.2 Uno de ellos indicó que el cerebro recogía las «imágenes» olfativas de cada uno de los orificios para luego elaborar, combinándolas, una representación de la senda. Los estudiantes descubrieron que avanzaban en zigzag, una técnica que emplean los perros cuando rastrean.

El estudio también reveló que la capacidad para seguir rastros de los estudiantes mejoraba con la práctica, lo que indica que los humanos podríamos desarrollar nuestra aptitud rastreadora hasta igualarla a la de muchos otros animales. Según el investigador Noam Sobel, una de las razones por las que los perros rastrean mejor que los humanos es que olfatean deprisa. Muy deprisa. «En nuestra opinión, estos resultados indican que, a medida que los sujetos aumentaban la velocidad, necesitaban oler más deprisa para obtener la misma calidad de información», explicó Sobel. «Descubrimos que los humanos no solo son capaces de rastrear olores, sino que también imitan de manera espontánea las pautas de rastreo de [otros] mamíferos».3

¿Qué más podemos hacer que hemos olvidado? ¿Qué dejamos de ver, de oír y de entender por el hecho de permitir que la maraña de cables tecnológicos nos aprisione un poco más cada día? ¿Y cómo podemos desarrollar estas aptitudes, naturales pero adormecidas, y darles un uso pertinente en la vida actual?

Quizá recuerde una época en que usted absorbía más cosas del mundo. Sencillamente podía hacerlo. Usted era nuevo y el mundo era nuevo. De niño, yo solía ir al bosque y, tras sentarme bajo un árbol, me humedecía el pulgar y acto seguido me lo pasaba por cada uno de los orificios nasales. Había leído en algún lugar que la gente (los pioneros o los indios) hacían esto para aguzar su olfato y percibir mejor si se aproximaba algún animal o incluso algún peligro. Después de hacerlo me quedaba totalmente quieto, con la espalda pegada a la áspera corteza, esperando. Y, poco a poco, la vida animal se reanudaba. Un conejo salía de entre los arbustos, los pájaros hacían vuelos rasantes, una hormiga se daba un paseo por mi rodilla para ver qué había al otro lado. Y yo me sentía intensamente vivo.

La mayoría de los científicos que estudian la percepción humana ya no creen que tengamos tan solo cinco sentidos, a saber: el gusto, el tacto, el olfato, la vista y el oído. En la actualidad, su número varía entre los diez y los nada menos que treinta, entre los que se incluyen la glucemia, el estómago vacío, la sed, las articulaciones y muchos más. La lista va creciendo.

En 2010, un grupo de científicos de la Universidad de Londres publicó los resultados de un estudio en que se sugería que los humanos podemos llevar integrado un sentido interno de la orientación.4 Otro sentido afín es la llamada propiocepción: la conciencia de la situación de nuestro cuerpo en el espacio, incluyendo el movimiento y el equilibrio; este sentido es el que nos permite tocarnos la nariz con los ojos cerrados. Los delfines y los murciélagos podrían enseñarnos varias cosas acerca de una aptitud latente que compartimos con ellos: la ecolocación o capacidad de situar objetos interpretando los sonidos que rebotan contra ellos. En 2009, investigadores de la universidad madrileña de Alcalá de Henares demostraron que la gente podía identificar objetos a su alrededor sin necesidad de verlos gracias al eco generado al chasquear la lengua. Según el director de la investigación, el eco era percibido mediante vibraciones en los oídos, la lengua y los huesos.5 Algunos invidentes, e incluso personas sin problemas de visión, han aprendido a desarrollar este fino sentido por el método del ensayo y error.

«En determinadas circunstancias, los humanos podemos rivalizar con los murciélagos en capacidad de ecolocación», afirma Juan Antonio Martínez Rojas, autor principal del estudio. «Hay muchas cosas, como una habitación vacía, que no emiten sonido alguno, pero sí lo estructuran: le dan una forma que la gente puede ver sin ver. Hice que un grupo de estudiantes escucharan sonidos emitidos entre dos tablones y fueron capaces de decirme si había suficiente espacio entre los tablones para que pudieran pasar.» La ecolocación humana puede hacerse sin tecnología o «sin tener que desarrollar ningún proceso mental nuevo», según Lawrence D. Rosenblum, profesor de psicología de la Universidad de Riverside, California. En su opinión, se trata de «escuchar» un mundo que existe más allá de lo que normalmente interpretamos erróneamente como silencio.6

Karen Landen oye este mundo. Antigua directora de un periódico, Landen llevaba muchos años aficionada a los pájaros cuando, en sus salidas de campo, se fijó en que determinadas personas tenían una habilidad asombrosa para detectar e identificar aves. Esos «superpajareros», tal como los llama ella, en cierto sentido veían con el oído. ¿Cómo? Habían asistido a los cursos Seattle Audubon de identificación de las aves por el canto, impartidos por el guía profesional Bob Sundstrom. Landen había estudiado canto e idiomas, de manera que pensó que el «lenguaje» de los pájaros sería fácil.

Pronto comprendería por qué la mayoría de los estudiantes eran repetidores:

–A diferencia del lenguaje humano, el de los pájaros no tiene reglas. Estudiamos páginas y páginas de tipos de canto (silbidos, graznidos, trinos, cotorreos, gorjeos) y de timbres (claro, líquido, metálico, áspero, tintineante, dulce). Escuchas con atención una muestra: número de acentos, duración, simplicidad/complejidad, frases repetidas. ¿Es la entonación ascendente o descendente? ¿Hay pausas o una respiración prolongada? Los cantos del robín americano y del picogrueso pechicafé suenan igual hasta que no adviertes que el robín emite sus notas con nitidez, mientras que el picogrueso lo hace arrastrándolas (de ahí que el canto del picogrueso se haya descrito como el de «un robín borracho») –explica.

Landen también aprendió que algunos pájaros son instrumentistas, mientras que otros son compositores:

–Los pájaros carpinteros tocan el tambor, las alas del colibrí zumban. Un gorrión melódico joven puede que solo cante una frase sencilla, pero uno de más edad con un territorio importante que defender emitirá florituras adicionales para anunciar su categoría. Por si todo esto fuera poco, los acentos de las diversas especies varían según la región y el individuo, tal como nos pasa a nosotros.

Lo que Landen aprendió es que en la observación de las aves se empieza utilizando un solo sentido al que poco a poco se van añadiendo otros. Un superpajarero aprende en primer lugar a ver pájaros, luego a escucharlos y, finalmente, a «verlos» escuchándolos.

–Cuando observas a los pájaros con el oído, te das cuenta de que ahí afuera están pasando muchas cosas: llamadas para advertir de la presencia de depredadores, un macho que canta «prohibido el paso» a los otros machos, pero que al mismo tiempo dice «eh, señoritas: he aquí un tipo apuesto y triunfador que sería un gran padre de familia». –Ríe–. ¿Sabías que cuando te despiertas hacia el final de un sueño, si este ha sido bueno su recuerdo crea una capa extra de bienestar que te envuelve durante todo el día? Pues bien, observar aves con el oído crea esta deliciosa capa extra en la vida que envuelve el día a día. No puedo concebir una vida sin aves, sin su belleza, su energía y su canto. Empobrecería nuestros sentidos.

Esto nos lleva al llamado sexto sentido, que para algunos es intuición, para otros percepción extrasensorial y para otros la capacidad humana de detectar el peligro de manera inconsciente.

En diciembre de 2004, cuando el devastador tsunami que barrió parte de Asia se acercaba, se dice que los miembros del pueblo de los jarawa y algunos animales sintieron o detectaron el sonido de la ola que avanzaba, o bien otro tipo de actividad natural inusitada, mucho antes de que el agua chocara contra la costa. Huyeron a terrenos más elevados. Los jarawa se sirvieron de su conocimiento tribal de las señales de alerta de la naturaleza, explicó V. R. Rao, director del Instituto Antropológico de la India, con sede en Calcuta. «Adivinaron el peligro inminente gracias a señales de alerta biológicas, como el grito de las aves y los cambios en las pautas de conducta de los animales marinos».7 En el caso de los jarawa, la explicación más sencilla puede ser que el sexto sentido es la suma de todos los otros junto con un conocimiento cotidiano de la naturaleza.

Investigadores de la Universidad de Washington en Saint Louis llaman la atención sobre el córtex cingulado frontal, sede del primitivo sistema de alerta del cerebro, que detecta sutiles señales de alarma mucho mejor de lo que los científicos creían hasta el momento. Joshua W. Brown, director del Laboratorio de Control Cognitivo de la Universidad de Indiana, Bloomington, es coautor de un estudio publicado en 2005 en la revista Science.8 «Es comprensible que exista este mecanismo porque en nuestra vida diaria hay multitud de situaciones que exigen al cerebro que controle los cambios imperceptibles que se dan en nuestro entorno y adapte nuestro comportamiento en consecuencia, incluso en aquellos casos en que podemos no ser necesariamente conscientes de las circunstancias que han provocado la adaptación», escribió. «En algunos casos, la capacidad del cerebro para detectar sutiles cambios ambientales y adaptarse a ellos puede, de hecho, ser incluso mayor si tiene lugar al nivel del subconsciente.»

Ron Rensink, profesor adjunto de psicología e informática de la Universidad de British Columbia, ha investigado el sexto sentido, que él denomina «visión mental», para entender cómo las personas pueden intuir certeramente que va a ocurrir algo. «En cierto sentido es como un sistema “a primera vista”... que usamos sin ser conscientes», explicó Rensink en Monitor, la revista de la Asociación Americana de Psicología.9 Su investigación indica que la visión es, de hecho, un conjunto de facultades y no un solo sentido; y que el cerebro puede recibir, a través de la luz, una especie de visión previa a la imagen. En la publicación mensual de la Universidad de British Columbia, UBC Reports, explicó: «Hay algo más, la gente tiene acceso a este otro subsistema... Resulta que se trata de dos subsistemas muy diferentes (uno consciente y el otro no consciente) que en realidad funcionan de una manera ligeramente diferente... En el pasado la gente creía que cuando la luz llega a los ojos, el resultado tenía que ser una imagen. Si no da como resultado una imagen, debe significar que no puede haber visión». Pero es al contrario, escribió: la luz puede llegar a los ojos y ser empleada por otros sistemas de percepción. «Se trata de otra manera de ver.»10

En otro estudio, el ejército de Estados Unidos ha investigado por qué algunos soldados y marines pueden aparentemente usar sus sentidos latentes para detectar bombas al borde de la carretera y otros peligros en las zonas de guerra de Afganistán e Irak. «Los investigadores militares han descubierto que hay dos grupos de soldados especialmente buenos para detectar anomalías: aquellos con un pasado cazador, que de jóvenes recorrieron los bosques en pos de ciervos o patos, y aquellos que se criaron en barrios conflictivos, donde a menudo es importante saber qué pandilla controla determinada zona», explicaba Tony Perry, de Los Angeles Times.11

Parece, pues, que aquí opera un factor común: mucha experiencia fuera de casa y fuera de la burbuja electrónica, en un entorno que exige un uso mejor de los sentidos. El brigada del ejército Todd Burnett, que ha servido en Irak y en Afganistán, dirigió la investigación. El estudio, realizado a lo largo de dieciocho meses con ochocientos militares de diversas bases, reveló que quienes mejor detectaban las bombas eran gente de pueblo familiarizada con la caza que se había alistado a la Guardia Nacional de Carolina del Sur. Según Burnett: «Sencillamente, parecía que captaban mejor las cosas... Saben cómo mirar su entorno». ¿Y los otros jóvenes soldados, los que se criaron con Game Boys y pasaban los fines de semana en los centros comerciales? En general, dichos reclutas no tenían la capacidad para percibir los matices que posibilitan que un soldado detecte una bomba oculta. Incluso con una visión perfecta, carecían de esta aptitud especial, esta combinación de percepción intensa, visión periférica e instinto, por así decirlo, para descubrir aquello que no encajaba en el entorno. Su atención era limitada, como si estuvieran viendo el mundo en un formato preestablecido, «como si el parabrisas de su jeep fuera una pantalla de ordenador», escribió Perry. El brigada Burnett lo expresó de la siguiente manera: «estaban más centrados en la pantalla que en todo lo que les rodeaba».

La explicación puede ser en parte fisiológica. Un grupo de investigadores australianos sugiere que el problemático aumento de casos de miopía está relacionado con el hecho de que los niños y los jóvenes pasan menos tiempo al aire libre, donde los ojos deben enfocar distancias largas.12 Pero es probable que esto no sea todo. La visión, incluyendo la «visión mental»; un oído más aguzado; un sentido del olfato receptivo; la capacidad para saber dónde está situado nuestro cuerpo en el espacio: todas estas aptitudes podrían estar funcionando simultáneamente. En un entorno natural, esta ventaja proporciona aplicaciones prácticas y beneficios: una mayor capacidad para aprender, una mayor capacidad para evitar peligros y, quizá la aplicación más importante de todas, una inconmensurable capacidad para vivir la vida más plenamente.

Además de la propiocepción, es decir, la conciencia de la posición de nuestro cuerpo mediante el movimiento y el equilibrio, la naturaleza también nos brinda la oportunidad de desarrollar un sentido todavía más amplio: ser conscientes de la posición de nuestro cuerpo y espíritu en el universo y en el tiempo.

Un día, mi hijo Matthew me preguntó:

–¿Es la fe un sentido?

–¿Qué quieres decir? –repuse.

–Ya sabes: como si sintiéramos un poder superior.

Se trata de una pregunta estupenda que lleva a otras preguntas: ¿Podría existir un sentido espiritual, entendido de manera literal, más allá de nuestros sentidos, allí donde termina el mundo corriente y empieza todo lo que se halla más allá y en nuestro interior? ¿Podría ser que los otros sentidos, cuando funcionan a pleno rendimiento, cosa que a menudo ocurre cuando estamos en la naturaleza, activasen este sentido en particular?

Quizá este sentido, si es que existe, explique por qué muchos de nosotros nos valemos de términos religiosos para hablar de nuestras experiencias en la naturaleza, incluso en el caso de que no seamos formalmente religiosos.

El escritor sobre temas de la naturaleza Robert Michael Pyle, que acuñó la elegante expresión «extinción de la experiencia», pregunta: «¿Qué le pasa a una especie que pierde el contacto con su hábitat?» Nuestra sensibilidad ante la naturaleza y nuestra humildad cuando estamos inmersos en ella son esenciales para nuestra supervivencia física y espiritual. No obstante, nuestra creciente desconexión de la naturaleza nos embota los sentidos y acaba por debilitar incluso el aguzado estado sensorial que suscitan los desastres, ya sean naturales o provocados por el hombre. Pasar tiempo en la naturaleza, especialmente en la naturaleza salvaje, puede amenazar la integridad física, pero rechazar la naturaleza a causa de los riesgos e incomodidades que comporta es un riesgo aún mayor.

EL SENTIDO DE LA HUMILDAD

En aquel riachuelo de Alaska, donde los salmones rojos avanzaban contra la corriente y el bosque se inclinaba sobre la orilla, la posibilidad de que un oso saliera de entre los arbustos constituía un peligro. Al mismo tiempo, la conciencia que teníamos de ello nos protegía y avivaba nuestros sentidos frente a todo lo que ocurría en el río. También nos proporcionaba algo más grande: un sentido de humildad natural.

Hubo un momento en que en el extremo opuesto de una amplia llanura, un oso echó a correr hacia nosotros. Joe propuso que nos mantuviéramos juntos.

–Así pareceremos un gran animal con un montón de patas –dijo.

Me pareció una propuesta sensata. No se me escapaba que el oso pardo de Kodiak, aislado en el archipiélago del mismo nombre durante doce mil años, es el carnívoro terrestre más grande del mundo, cuyo peso puede llegar a superar los seiscientos kilos.

–¡Alejémonos del agua! –gritó Joe.

El animal pasó frente a nosotros y se zambulló en el meandro del arrollo por donde acabábamos de cruzar. Lo observamos sobrecogidos. Joven pero imponente, el oso se abalanzaba sobre los salmones en migración dando zarpazos y de vez en cuando alzaba el hocico, meneaba la cabeza y miraba hacia nosotros, tras lo cual reanudaba su pesca.

–También tiene que buscarse la vida –dijo Joe.

Eché una mirada a Matthew, que tenía firmemente agarrado su espray de pimienta. De una manera irracional, sentí una explosión de alegría que superaba con mucho toda preocupación que pudiera tener por nuestra seguridad. Qué bien que le irá a Matthew, pensé, experimentar este momento, con su belleza y la obligada humildad natural que comporta. El placer de estar vivo se intensifica cuando debes necesariamente estar atento a seguir con vida. Con vida en el amplio universo, con vida en el tiempo.

La isla de Kodiak, con una población más numerosa de osos que de personas, es uno de los últimos lugares salvajes del planeta donde el ser humano puede sentir ese peculiar cosquilleo en la nuca que tan solo se siente cuando uno se halla en el hábitat de otro depredador. Incluso los que viven en las zonas menos desarrolladas del mundo saben que tales momentos se están haciendo cada vez más raros. En su libro Monsters of God, publicado en 2003, David Quammen pronostica que antes del año 2150 todos los principales depredadores de la Tierra se habrán extinguido o estarán en parques zoológicos, con su reserva genética menguada y su fiero potencial enjaulado. Entonces, escribe, a la gente «le resultará difícil concebir que en el pasado esos animales eran orgullosos, peligrosos, imprevisibles, majestuosos... Los niños se sorprenderán y tendrán ganas de aprender si alguien les explica que antaño los leones corrían sueltos por este mundo». Y los tigres, y los osos.

En algunos casos excepcionales, los depredadores de gran tamaño se encuentran en vías de recuperación. Tras ser diezmados por los cazadores en la década de 1940 y gracias a los esfuerzos subsiguientes para protegerlos, en la actualidad la población de osos kodiak es estable y posiblemente esté creciendo. En el sur de California, el número de pumas ha aumentado de manera espectacular desde que dicho estado prohibiera su caza en 1990. Sin embargo, se hace difícil llevar la cuenta exacta por culpa de la mentalidad «dispara, entierra y calla la boca» de los rancheros, que a veces controlan la población animal a su manera. Los lobos reintroducidos en Yellowstone se enfrentan a un futuro igualmente incierto. Ya no se oye hablar mucho sobre el control de la natalidad humana, tan solo se habla de controlar la fauna y la flora.

Lejos de la civilización, y en entornos naturales e incluso en parques naturales urbanos, reencontramos nuestros sentidos. Pero ¿podremos entrar en razón a tiempo? Aunque los seres humanos nunca lleguen a encontrarse con una especie depredadora (distinta de la humana), la protección de la vida animal conserva o recupera parte de nuestra humanidad; alimenta los vestigios de nuestros sentidos más profundos, en especial el sentido de humildad que exige la verdadera inteligencia humana.

En Kodiak sobrevive parte de esa frontera: una especie de Parque Jurásico con salmones. Otro día, mi hijo y yo volvimos a ver un oso: subía apresuradamente por una pequeña cresta en dirección a una manada de caballos salvajes, los cimarrones, que pueblan la isla. Quizá tenía la esperanza de arrebatarles un potrillo blanco que estaba con ellos. Sorprendentemente, los caballos (más peligrosos para la gente que los osos, según nos dijo Joe), liderados por un magnífico ejemplar de crin blanca, echaron a correr directamente hacia el oso. Al verlos avanzar a toda velocidad, con las colas al viento como banderas, el plantígrado decidió cambiar de plan.

Los caballos salvajes se detuvieron, se mantuvieron juntos y observaron, al igual que nosotros, cómo el oso se alejaba lentamente por la playa hasta desaparecer en la niebla. Luego siguieron su propio camino. Y volvimos a quedarnos solos en la llanura.

Naturaleza y salud

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