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Introducción El trastorno de déficit de naturaleza en adultos

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Escucha: hay un universo estupendo ahí al lado; vamos.

E. E. CUMMINGS

Seguimos un camino de tierra y atravesamos Puerto de Luna, encantador pueblo de casitas de adobe de Nuevo México; cruzamos luego el poco profundo río Pecos por un puente bajo y penetramos en un valle verde de campos de chiles flanqueado por riscos de arenisca roja. Jason, nuestro hijo mayor, que a la sazón contaba tres años, dormía en el asiento trasero.

–¿Es este el desvío? –pregunté a mi mujer.

–El siguiente –dijo Kathy.

Me apeé del coche de alquiler para abrir el portón y entramos en la finca propiedad de nuestros amigos Nick e Isabel Raven. Aquel año estaban trabajando lejos, en Santa Fe, de manera que su granja y su casa estaban desocupadas. Los habíamos conocido antes de que naciera Jason. Kathy y yo habíamos vivido dos veranos cerca de allí, en Santa Rosa, donde ella había estado trabajando en un hospital local.

Tras haber vivido un período lleno de tensiones, regresábamos allí para quedarnos un par de semanas. Necesitábamos ese tiempo para nosotros, y lo necesitábamos para Jason.

Entramos en la polvorienta casa de adobe. Inspeccioné la habitación adicional que había ayudado a construir a Nick durante uno de esos veranos. Conecté la electricidad y el agua (finalmente habían llegado las cañerías al hogar de los Raven), fui a la cocina y abrí el grifo. Un ciempiés de más de un palmo saltó del desagüe blandiendo su cola frente a mi cara. No sé quién de los dos se asustó más, pero fui yo quien agarró el cuchillo de carne.

Más tarde, mientras Kathy y Jason dormían la siesta, salí al calor del exterior, encontré la silla plegable de Nick, ya oxidada, y la coloqué a la sombra de un árbol cerca de la casa. Nick y yo habíamos descansado bajo las ramas de ese árbol durante las pausas que hacíamos cuando preparábamos el adobe mezclando en un hoyo barro, paja, arena, tierra y agua. Pensé en Nick, en nuestras discusiones sobre política, y en el guiso de chiles verdes que Isabel cocinaba en un hornillo de madera y servía en cuencos de hojalata, incluso en los días más calurosos.

En aquel momento, sentado a solas, miré más allá del campo hacia una hilera de álamos que bordeaban el Pecos. Observé como se elevaban sobre el desierto, hacia el este, los cumulonimbos de la tarde y me fijé en los estratos de arenisca al otro lado del río. Los campos de chiles se estremecían bajo el sol. Por encima de mi cabeza, las hojas del árbol rumoreaban y sus ramas crujían. Fijé los ojos en un álamo singular a orillas del río, cuyas ramas y hojas superiores se mecían a un ritmo pausado sobre todos los demás. Pasó una hora, quizá más. La tensión que me dominaba fue arrastrándose lentamente fuera de mi cuerpo. Pareció que se devanara en el aire sobre el verdor del campo. Luego desapareció. Y fue reemplazada por algo mejor.

Veinticuatro años más tarde, a menudo pienso en aquel álamo a orillas del río y en momentos semejantes de admiración inexplicable, ocasiones en que he recibido de la naturaleza justo lo que necesitaba: un no sé qué escurridizo que no sé cómo llamar.

Desde entonces no hemos dejado de pensar en trasladarnos a Nuevo México. O al campo de Vermont. Pero cada día algo nos recuerda que ese no sé qué también ocurre donde vivimos; e incluso en las ciudades más densamente pobladas, donde lo natural urbano todavía existe en los lugares más insospechados. Puede ser recuperado e incluso creado allí donde vivimos, trabajamos y jugamos.

No somos los únicos que sentimos esta ansia.

Un día, en Seattle, una mujer me agarró literalmente por las solapas y me dijo: «Oiga, los adultos también sufrimos el trastorno de déficit de naturaleza». Y estaba en lo cierto, evidentemente.

En 2005, en Last Child in the Woods, introduje la expresión «trastorno de déficit de naturaleza» no como un término médico, sino como una manera de describir la distancia creciente que separa a los niños de la naturaleza. Tras la publicación del libro oí a muchos adultos hablar con emoción sincera, incluso con enojo, sobre esta separación, pero también sobre su propio sentimiento de pérdida.

Cada día nuestra relación con la naturaleza, o la falta de esta relación, influye en nuestras vidas. Siempre ha sido así. Pero en el siglo XXI nuestra supervivencia (o nuestra prosperidad) precisará un marco transformador para dicha relación, un reencuentro entre los humanos y el resto de la naturaleza.

En las páginas siguientes describo un futuro moldeado por lo que denomino el Principio de la Naturaleza, una amalgama de teorías y tendencias convergentes, así como una reconciliación con las antiguas verdades. Este principio sostiene que una reconexión con el mundo natural es fundamental para la salud, el bienestar, el espíritu y la supervivencia de los humanos.

Declaración filosófica ante todo, el Principio de la Naturaleza se sostiene en un conjunto de investigaciones teóricas, especulativas y empíricas que describen el poder tonificante de la naturaleza: su efecto en los sentidos e inteligencia; en la salud física, psicológica y espiritual; y en los vínculos familiares, de amistad y comunitarios. Ilustrado gracias a las ideas e historias de la buena gente que he conocido, este libro se pregunta: ¿Cómo serían nuestras vidas si nuestros días y noches estuvieran tan inmersos en la naturaleza como lo están en la tecnología? ¿Cómo puede cada uno de nosotros contribuir a crear este mundo más vital, no solo en un futuro hipotético, sino ya mismo, para nuestras familias y para nosotros mismos?

Nuestra sensación de urgencia aumenta. En 2008, por primera vez en la historia, más de la mitad de la población mundial vivía en pueblos y ciudades.1 Las formas humanas tradicionales de experimentar la naturaleza desaparecen junto con la biodiversidad.

Al mismo tiempo, la fe de nuestra cultura en la inmersión tecnológica parece no tener límites, y cada vez nos vemos empujados más adentro en un mar de circuitos. Leemos en la prensa increíbles reportajes sobre la creación de vida artificial combinando bacterias con el ADN; sobre máquinas microscópicas diseñadas para introducirse en nuestros cuerpos con la finalidad de combatir a invasores biológicos o de avanzar en nubes letales a través de los campos de batalla; sobre una realidad intensificada mediante ordenadores; sobre casas futuristas en las que nos rodea una realidad acentuada transmitida desde cada pared. Oímos incluso hablar de la era «transhumana» o «posthumana» en que la tecnología mejora a la gente hasta niveles óptimos, o de un «universo posbiológico» en el que, tal como dice Steven Dick, de la NASA, «la mayor parte de la vida inteligente ha evolucionado hasta superar la inteligencia de carne y hueso».2

Este libro no pretende argumentar contra estos conceptos ni contra sus defensores (al menos no contra aquellos que se dedican a la aplicación ética de la tecnología para ampliar las capacidades humanas).3 Pero sí sostiene que estamos yendo demasiado lejos. Todavía no hemos comprendido totalmente, ni tan siquiera estudiado de manera adecuada, la capacidad para mejorar las aptitudes humanas mediante el poder de la naturaleza. En un informe elogioso con las aulas dotadas de alta tecnología, un educador cita a Abraham Lincoln: «Los dogmas del tranquilo pasado no resultan adecuados para el tempestuoso presente. Las circunstancias están plagadas de dificultades, y debemos estar a la altura de esas circunstancias. Como nuestra situación es nueva, debemos pensar de una manera nueva y actuar de una manera nueva». Quizá deberíamos hacerlo así; pero en el siglo XXI, irónicamente, una fe desmesurada en la tecnología (un alejamiento de la naturaleza) bien puede ser el dogma anticuado de nuestros tiempos.

Por el contrario, el Principio de la Naturaleza afirma que, en una época de rápidas transformaciones medioambientales, económicas y sociales, el futuro pertenecerá a los que se comporten de acuerdo con la naturaleza: a aquellos individuos, familias, empresarios y líderes políticos que adquieran un conocimiento más profundo de la naturaleza y que equilibren lo virtual con lo real.

En 2010, Avatar se convirtió en la película más vista de la historia. Su éxito tuvo menos que ver con la avanzada tecnología de 3-D utilizada que con el sentimiento que explotaba: nuestro conocimiento instintivo de que la especie humana se halla en una situación muy delicada y está pagando muy caro el hecho de alejarse cada vez más de la naturaleza. Al hablar del mensaje central del filme, su director, James Cameron, afirmó: «Plantea cuestiones sobre nuestra relación con los demás, entre culturas diferentes, y sobre nuestra relación con la naturaleza en una época de trastorno de déficit de naturaleza». Este trastorno colectivo amenaza nuestra salud, nuestro espíritu, nuestra economía y nuestra futura gestión del medio ambiente. Pero a pesar de que en apariencia las probabilidades sean mínimas, un cambio transformador es posible. La pérdida que sentimos, esta verdad que ya sabemos, crea el marco para una nueva época de la naturaleza. De hecho, a causa de los retos medioambientales con que nos enfrentamos hoy, puede que estemos (más bien deberíamos estar) iniciando el período más creativo de la historia de la humanidad, una época definida por un objetivo que se asienta sobre un siglo de ecologismo y lo prolonga, que incluye el concepto de sostenibilidad pero lo supera en pos de la renaturalización de la vida diaria.

Siete preceptos que se solapan, basados en la capacidad transformadora de la naturaleza, pueden reestructurar nuestras vidas ahora y en el futuro. Juntos adquieren una fuerza singular:

• Cuanta más alta tecnología entra en nuestras vidas, tanta más naturaleza necesitamos para lograr el equilibrio natural.

• La conexión entre mente, cuerpo y naturaleza, también llamada vitamina N (de Naturaleza), mejorará la salud física y mental.

• Utilizar tanto la tecnología como la experiencia natural aumentará nuestra inteligencia, pensamiento creativo y productividad,y dará origen a la mente híbrida.

El capital social humanidad/naturaleza enriquecerá y redefinirá la comunidad para incluir en ella a todos los seres vivos.

• En el nuevo lugar con sentido, la historia natural será tan importante como la historia humana para la identidad regional y personal.

• Mediante el diseño biofílico, nuestros hogares, puestos de trabajo, barrios y ciudades no solo ahorrarán vatios, sino que también producirán energía humana.

• En su relación con la naturaleza, el humano de alto rendimiento conservará y creará un hábitat natural (y un nuevo potencial económico) donde vivir, aprender, trabajar y jugar.

Ya seamos jóvenes, maduros o viejos, todos podemos obtener unos beneficios extraordinarios conectándonos (o reconectándonos) a la naturaleza. El mundo exterior puede ayudar a aquellos de nosotros que nos sentimos hastiados y cansados expandiendo nuestros sentidos y despertando de nuevo en nuestro interior un sentimiento de sobrecogimiento y maravilla que no experimentábamos desde la infancia; puede ayudar a mejorar nuestra salud, a aumentar nuestra creatividad, a hallar nuevas carreras y oportunidades empresariales, así como actuar de agente vinculador en las familias y comunidades. La naturaleza nos puede ayudar a sentirnos plenamente vivos.

Los escépticos dirán que esta receta natural es difícil de aplicar dada la celeridad con la que destruimos la naturaleza, y con razón. Los beneficios del mundo natural para nuestra cognición y salud serán irrelevantes si seguimos destruyendo la naturaleza que nos rodea. Sin embargo, esta destrucción está garantizada sin una reconexión humana a la naturaleza. Es por ello por lo que el Principio de la Naturaleza trata de la conservación del medio ambiente, pero también de recuperar la naturaleza al mismo tiempo que nos recuperamos a nosotros mismos; de crear nuevos hábitats naturales allí donde ya existieron en el pasado o donde nunca existieron, en nuestros hogares, puestos de trabajo, escuelas, vecindarios, ciudades, barrios residenciales y granjas. Trata sobre el poder de vivir en la naturaleza: no con ella, sino en ella. El siglo XXI será el siglo de la reincorporación de la humanidad al mundo natural.

Martin Luther King Jr. solía decir que cualquier movimiento (cualquier cultura) fracasaría si no puede representar la idea de un mundo al que la gente quiera ir. Ahora, las primeras pinceladas ya son visibles.

El presente libro trata sobre la gente que está creando ese mundo, en su quehacer cotidiano y más allá, y sobre cómo nosotros podemos también contribuir a ello.

Naturaleza y salud

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