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II JB

—Tiene un umbral del dolor muy alto —dice Milner, el padre, sonriendo (no sé por qué) a través de una barba tan densa como un enjambre de abejas.

—No es verdad. No soporta el dolor —dice hoscamente la madre, que está sentada muy coqueta en el sofá de la esquina—. Es un crío.

—Ya tiene casi diez años.

—Es un delincuente infantil.

—Más bien un adolescente precoz.

—Se parece un poco a su padre —afirma ella, mirándome directamente a los ojos.

—Pero más a su madre —responde él, mirándome directamente a los ojos.

Se supone que yo debería estar centrado en la conversación, pero mi mente está divagando. Pretendo tomar nota de algo importante:

Están sentados uno al lado del otro, con sus abrigos de lana a conjunto para él y para ella, la nieve en sus botas aún no se ha fundido, los separa un mundo entero.

—Me gustaría saber por qué no ha venido él mismo.

—Se ha negado a venir, doctor.

—Tú has dejado que se niegue —replica ella.

—Es casi lo mismo.

—Sí, claro, casi lo mismo.

Llevaba menos de dos minutos en esa visita de una hora, menos de un mes en esa nueva profesión. No solo los pacientes son vulnerables. No había dormido casi nada en las últimas noches preguntándome cómo sería él en persona. Lo habían derivado para una valoración preliminar al CAMHS (Servicio de Salud Mental para Niños y Adolescentes, por sus siglas en inglés) donde acababa de establecerme. Se me heló la sangre leyendo los posibles diagnósticos que había escrito el médico de cabecera: TDAH, autismo, trastorno de la conducta, epilepsia juvenil, trauma sin diagnosticar, y muchos otros derramados sobre el informe como si fuera un cuadro de Jackson Pollock. Era evidente que el padre, un entomólogo, los recordaba todos. No es lo mismo estar en un seminario de la carrera y recitar las últimas críticas más o menos fundamentadas de los diagnósticos psiquiátricos: “acto de habla opresor”, “los que lamen el culo a las empresas psicofarmacéuticas”, “el último desconcierto total de una profesión terminal”; no es lo mismo que conocer a la persona a la que intentan diagnosticar. Y el hecho de que solo fuera un niño hacía que todo fuera aún más perturbador.

Pero llegado el momento va y ni se presenta.

—Y entonces, ¿por qué han venido ustedes?

—Sí, ¿por qué hemos venido? —Mira a su marido—. Cuéntaselo, cuéntaselo —dice mientras sus labios palidecen—. No te atreves, ¿verdad?

Cuando los padres traen a un niño extremadamente perturbado, la norma general es no perder el tiempo evaluándolos a ellos; es más que evidente que el “anormal” es el niño. Pero como el niño no estaba ahí, no tenía otra opción.

—Bueno, es un poco revoltoso y se mete en líos. No sabe lo que le conviene, ni sabe cuándo parar… —Sus palabras caen dentro de un pozo, y aunque espera un poco, no parece que lleguen al fondo. Por un segundo, la sonrisa pegada en la cara de Milner se desprende por las comisuras. Años atrás debió de tener un atractivo oscuro, como de cosaco, pero ahora está más bien regordete y tiene un cierto aspecto de fracasado, lentamente va perdiendo su esencia.

—Hace poco le compramos un tren eléctrico Hornby con la esperanza de que le ayudara a desarrollar su imaginación.

—No, tú tuviste la idea, tú se lo compraste…

—De acuerdo, yo lo compré.

Y mientras él me cuenta la de horas que de pequeño pasó jugando a lo mismo con su padre, ella lo subtitula desde su lado del sofá poniendo los ojos en blanco, apretando la mandíbula, chasqueando la lengua y negando enérgicamente con la cabeza, por si acaso no me estoy dando cuenta de lo irrelevante y estúpida que es la explicación.

—¿Qué tipo de líos? —interrumpo.

—Su uniforme siempre está hecho un desastre, revienta bolígrafos de tinta con la boca, llega tarde a clase.

—Puso setas venenosas en las gachas de su hermano.

—Él creía que eran champiñones.

—Casi se rompe el cuello saltando por la ventana de su cuarto.

—Solo se rompió el pie, era un numerito para ganar amigos, es un diablillo.

—¿Diablillo? Es el Demonio.

—Solo quería impresionarles.

—Claro, igual que quería impresionar con su pene a la niña de dos casas más abajo, que solo tiene siete años.

Han tomado el control. Empiezo a tomar notas para simular que soy de utilidad, para sentir que todavía existo. Me pregunto hasta dónde es capaz de llegar el niño para sentirse igual cuando está con ellos.

Hay una copia impresa del historial clínico relevante junto al informe del médico de cabecera; al hermano, que entonces tenía cuatro años, lo hospitalizaron preventivamente por haber ingerido setas de origen desconocido. Anteriormente, ya lo habían hospitalizado dos veces: una por haber ingerido a la fuerza una chincheta y otra por haber recibido un golpe en la cabeza con un péndulo de plomo, después de que lo encerraran en un reloj de pie. Los ingresos al hospital de mi paciente incluían, entre otros, la inmovilización de un tobillo fracturado a la edad de siete años tras caer por la ventana de su cuarto a cinco metros de altura. También lo habían ingresado varias veces de Urgencias en los últimos meses. Cinco meses antes de nuestra cita, ingresó en el hospital por una operación relativamente menor, pero el día en que iban a darlo de alta se tiró deliberadamente de la cama, cosa que reabrió su herida quirúrgica y por ende alargó su estancia otra semana. Y tan solo dos semanas después, diez días antes de nuestra cita, el niño volvió a pasar la noche en el hospital por motivos no documentados.

Era obvio que el padre había borrado de su mente todas esas visitas al hospital. Un profesor de la carrera, un texano con inclinaciones al psicoanálisis, nos advirtió de que debíamos estar siempre atentos a la negación de nuestros pacientes: “Siempre habrá un elefante en la habitación, tendréis que haceros cazadores de elefantes”. (Nos reímos tanto de su prepotencia como de lo inapropiado que estaba siendo). “Uniforme desastroso”, “líos”: no eran más que su pobre manera de infravalorar la situación, una descripción eufemística en el mejor de los casos, conejitos en una habitación llena de elefantes. Mientras Milner ofrecía estos ejemplos de la delincuencia de su hijo parecía disociado y expuesto, y a duras penas conseguía dibujar su sonrisa de pega. Recuerdo pensar que no había ningún indicio de lo que había leído sobre el niño en la cara de este hombre tan tenso y mojigato, y viceversa. Sin duda eso era parte del problema.

—Tiene un umbral del dolor muy alto —dijo, dando la misma explicación por segunda vez.

—No es verdad. Además, eso no existe, ¿verdad? —me pregunta ella.

—Técnicamente sí que existe, ¿verdad? —me pregunta él.

—¿Verdad? —me pregunta ella de nuevo a mí, el árbitro.

Sigo garabateando un torrente de ideas a medio concebir, más pretenciosas que perspicaces. Por ejemplo:

B no asiste a la valoración preliminar, pero son los padres los que realmente están ausentes.

Y:

Se sienten completos en la miseria… completos, pero dependientes. Si B no existiera tendrían que inventárselo.

En realidad, solo estoy evitando los dos pares de ojos que me miran inquisitivamente.

—Bueno, es complicado —respondo.

Y es que, tal y como he aprendido durante el doctorado, nadie puede negar que el dolor es complicado. En términos darwinianos, se asocia con el peligro, el principio primario de organización del comportamiento humano. Su significancia se ve reflejada en su complejidad, ya que tiene más matices excepcionales que cualquier otra percepción sensorial, y sus parámetros apenas se están empezando a esbozar en la literatura (Crittenden, 2008). Los umbrales solo tienen sentido en el contexto de la tolerancia, la magnitud, la sensibilidad, el historial del dolor, las expectativas, el temperamento y la predisposición. Existen varias motivaciones potenciales; no se puede asumir que siempre se evitará el dolor cuando hay acciones motivadas por la búsqueda de experiencias nuevas o por la obtención de recompensas que también pueden controlar el comportamiento. Y todo esto sin tener en cuenta que las causas de nuestro dolor, potencialmente ilimitadas, pueden ser cualquier cosa sobre la faz de la tierra: los estudios muestran que los posibles estímulos que pueden generar dolor resultan únicos en cada individuo. La pelea del señor y la señora Milner es parte de una gran disputa en medicina que las especialidades de neurología, psiquiatría, anestesiología, ortopedia y psicología intentan evitar, resentidas por las negativas a ceder en sus restrictivas opiniones, aunque cada una sigue afirmando que es el origen intelectual de la disputa. El dolor es como un leproso, un paciente por el que todo el mundo se preocupa pero que nadie quiere tocar.

—Es un ladrón, nos ha estado robando a los dos durante años, y también a nuestros vecinos, y en las tiendas —dice la madre—. Cigarrillos, bolígrafos, pegatinas, chocolatinas, patatas fritas; come un montón de patatas fritas, se las come como si fuera un tiburón devorando una lancha motora. Y también come cosas vivas: insectos, gusanos, arañas, ranas, incluso una vez un gorrión que aún agonizaba. ¿Por qué lo hace? —me pregunta.

Para montar un “espectáculo horrible y que os dignéis a mostrarle caridad…”, aunque también podría tener algo que ver con el umbral de dolor…

Sigo escribiendo en vez de hablar. Por aquel entonces me faltaba tener más confianza en mis propias convicciones. Lo que quería decir era que en un triángulo progenitores-hijo distorsionado en que el niño es incapaz de ver y comprender los factores que motivan el comportamiento de los adultos, como por ejemplo un conflicto marital arraigado e ignorado, podría dar como resultado actos dramáticos de interiorización compulsiva (¡¿gorriones?!) o espectaculares escenas de suicidio (saltar desde la ventana), en un intento de generar en los progenitores comportamientos más sencillos de interpretar. (Casi puedo oír al niño decir: “¡Tachán! ¡Aquí estoy! ¡Eh, aquí! Queredme… Odiadme si preferís, pero ¡miradme!”). Por otro lado, también podría inducirlo a tener una consciencia más entumecida en forma de extrema tolerancia al dolor.

—Es difícil saberlo con certeza. —Es todo lo que soy capaz de decir.

La madre me explica que al llegar del colegio su hijo se encierra en el salón y empieza una especie de ritual para recolocar cualquier objeto que quede en el campo de visión entre su silla y el televisor: patos de madera, elefantes africanos, una cigüeña de Lladró con una sola pierna, una alfombra de oso polar falsa… todo tiene que estar apilado al otro lado del salón junto con docenas de libros, discos, varios objetos de latón de los inicios de la industrialización, todo escondido detrás del sofá: “Lo hace cada día tan solo para ver la tele. ¿Por qué lo hace?”.

Una especie de representación impulsada por la ansiedad… La casa ya estaba vacía, pero ahora B la está vaciando físicamente… aunque nunca podrá sacar toda la ansiedad de dentro.

Ella ya no se para a esperar que yo diga algo.

—Nadie se atreve a entrar. De vez en cuando abro un poco la puerta y lanzo un paquete de Fantasmikos o ganchitos como si fuera una vigilante del zoo —la pena le quiebra la voz—. Y me quedo allí, escuchando cómo come… Yo soy quien deja que lo haga… porque mientras esté ahí significa que su hermano pequeño está a salvo y que habrá paz…

Se ha agotado a sí misma hasta quedarse en silencio. Nadie habla, pero de repente:

—Por eso le compré el tren, para poder recuperar el salón para nosotros —afirma Milner.

—AAAAAAGHHHHHHHH —grita, igual que el aullido de un gato desesperado—. ME CAGO EN DIOS…

Le va a arrancar los ojos…

Su dolor era auténtico, pero la señora Milner no fue del todo honesta en esa primera visita. Más tarde supe que había tenido una aventura con un psicólogo cuarenta años mayor que ella que le daba clases nocturnas semanales.

Siguiendo las instrucciones de su profesor personal implementó en casa técnicas de control de la conducta en forma de economía de fichas, es decir, si te portas bien recibes puntos y si te portas mal los pierdes. Habían adaptado la técnica de la bibliografía sobre niños con dificultades de aprendizaje. Pero su hijo no era lento aprendiendo sino más bien rápido, como un ladrón. Además, ella demostró ser incapaz de establecer ni las reglas más básicas; siempre tenían fallos, vacíos legales que el niño trampeaba antes incluso de que terminara de implantarlas. Cada semana amasaba una pequeña fortuna que gastaba en “vicios” y cigarrillos, y más adelante en cola, butano y Southern Comfort. (“Todos los demás niños quieren ser Batman o Superman, pero él quiere ser Sue Ellen Ewing”). Para desgracia de la señora Milner su novio murió a mitad de la intervención (cosa que siempre es un riesgo si te saca media vida), así que tuvo que lidiar sola con su hijo y su pena, y finalmente abandonó el proyecto. El señor Milner lo sabía y no hizo nada al respecto hasta que una tarde le compró a su hijo el tren, justo tres meses antes de su cumpleaños, solo para mear el territorio: el regalo no era más que otra arma en la informe guerra que habían empezado años atrás, antes incluso de casarse.

Pasan los minutos y no me atrevo a anotar nada. Ella se tapa las orejas con las manos, enmarcando su rostro desencajado, y su marido sigue sonriendo, a apenas unos pasos de ella.

Como si fueran un díptico titulado “Juntos”. ¿Cuánto de todo esto es una actuación en mi honor?

Ahora que rememoro la visita me parece extraño que Milner me contara lo del juguete y su finalidad (y después su otra nueva finalidad) sabiendo lo que luego hizo el niño con el tren. Es como si fuera cosa de una amnesia particular: cuando la gente rememora el pasado se produce un momento de excitación que les hace olvidar cómo termina su historia y lo que este final puede revelar sobre ellos. Puesto que a mí me pasa con frecuencia, mis amigos y compañeros bromean y dicen que se trata del síndrome de Benjamin, mi única contribución a la creación de diagnósticos. Pero no solo me ocurre a mí, todos contamos historias que nos perjudican.

—Se nos está acabando el tiempo —miento. Apenas ha pasado la mitad. El chico tampoco vino a la siguiente cita. Era extraño, pero me sentí más decepcionado que aliviado cuando la señora Milner se presentó sin él. En vez de eso me trajo una fotografía de una cara anodina y redonda, frente prominente, dientes torcidos y superpuestos que no destacaba en nada más. Quería que yo viera algo. ¿Una locura monstruosa? ¿Un dolor excepcional? ¿La posibilidad de redención? Pero solo era una fotografía. Aún consciente de que ella tenía su mirada fija en mí esperando a que dijera algo, lo único que me impactó al mirar los pequeños ojos grises apagados del niño fue lo vacío que me sentí.

Con el permiso de mi superior, se me permitió verla durante las semanas siguientes con el supuesto de que podría influenciar positivamente en la crianza del niño. Yo creía que, a pesar de su ausencia, él encontraba la manera de comunicarse conmigo mediante un comportamiento que aseguraba la presencia de sus padres en la consulta, quizá una alternativa a la terapia matrimonial, y si eso no funcionaba, por lo menos sería un apoyo para su madre.

Si se le daba espacio, la señora Milner hablaba torrencialmente hasta quedarse sin aliento. Siempre hacía la misma pregunta: “¿Por qué, por qué es así?”. Lo preguntaba, se respondía, desmontaba su propia respuesta y luego lo preguntaba de nuevo. Sus historias cada vez se volvían más íntimas y cercanas, y de repente un día retrocedimos en el tiempo. Me contó que mientras estaba embarazada tenía unas fantasías sorprendentemente vívidas sobre lo unidos que estarían ella y su hijo durante los primeros años de su vida, que sería el sustituto de un matrimonio que hacía aguas; en su imaginación, el bebé sería su compañero. Y por ironías del destino la fecha prevista del nacimiento era la misma que la de su aniversario de bodas. Pero el parto se alargó diecisiete horas (“¡Y me habla a mí de umbrales de dolor jodidamente altos!”), por lo que acabaron compartiendo la misma fecha de nacimiento, no podían estar más unidos. Por un instante, es como si volviera a tener veinticinco años y estuviera bañada en los opioides del amor de las madres primerizas, pero enseguida se le vuelve a endurecer el rostro.

—Luchó con uñas y dientes para quedarse dentro, ¿pero por qué lo hizo? ¿Por qué?

Los fetos no tienen dientes.

Al final tuvieron que usar los fórceps y cuando por fin consiguieron sacarlo, su enorme cabeza, causante del problema, estaba aplastada y amoratada, como si fuera un enorme huevo negro de dinosaurio. Menudo regalo de cumpleaños, el monstruo de la laguna negra.

Y aquella cara, mirándola por primera vez como si le preguntara algo, al igual que ahora ella me mira preguntándome algo a mí. Y ninguno de los dos (ella y ahora yo) sabemos lo que significa, somos incapaces de apaciguar esa mirada…

—¿Y qué hay de su cara de antes? —pregunta.

Se refiere a la prenatal, a cuando aún estaba dentro de ella. Nunca podrá saberlo con certeza, pero ella se imagina que mientras él se iba formando en su interior registraba uno a uno los amortiguados ritmos de la desesperación y las lúgubres cadencias de la guerra fría que se estaba librando a su alrededor.

—No me extraña que sea como es… Ni siquiera tenía nombre. Él quería que se llamara Ben, pero yo no.

Llorando, me confiesa que a pesar de que lo abrazaba y lo besaba con pasión, le empezó a llamar por un nombre que no sentía que fuera el suyo, luego probó con otro, y luego con otro hasta que ninguno le pareció lo suficientemente bueno y se tuvo que conformar con Ben, pero por entonces ya era demasiado tarde. Toda esa incertidumbre, esa falta de intuición, ya había causado daños irreparables.

Diez años más tarde apenas se hablan, excepto por esas noches extraordinarias, máximo tres al año, en que él la despierta y se la lleva a su habitación, lejos de su padre, en un estado de seminconsciencia, como si fuera sonámbulo, y le abre totalmente su corazón. A la mañana siguiente, él no recuerda nada y retoma la distancia, pero ella se consuela rememorando sus confidencias. Y ahora ella hace lo mismo conmigo. Me sentía como si estuviera cumpliendo los deseos del niño, como si fuera mi responsabilidad convencer a la madre de que, matanzas aparte, esos extraordinarios encuentros en mitad de la noche eran la prueba de que aún quedaban vestigios de su conexión y, por lo tanto, por muy frágil que ahora fuera su vínculo, cabía la posibilidad de que un día se fortaleciera.

Muchos años más tarde asistí a una conferencia en Leeds y me la encontré justo afuera de la estación de tren. Me alegró verla de nuevo. Ella sonrió y recuerdo darme cuenta —aunque no podía ser la primera vez— de que tenía los mismos dientes torcidos que él. ¿Sería que sus padres eran igual de despreocupados, que se olvidaban de las revisiones del dentista y de Dios sabe qué otros cuidados? Era el tipo de posible signo diagnóstico que había aprendido a detectar con los años, pero que no se me había ni pasado por la cabeza en los inicios de mi carrera.

Ben acababa de cumplir treinta años.

—¿Y a qué se dedica? —pregunto.

—Trabaja en una organización benéfica para los sin techo. Ayudó a ponerla en marcha.

—Parece que aquí el sinhogarismo es un grave problema. —Mientras daba un breve paseo por una galería comercial victoriana, donde una de cada dos tiendas es de depilación o bronceado, me habían preguntado si quería el periódico benéfico Big Issue cuatro veces.

—Efectivamente es un problema, especialmente para él. Tiene el mismo aspecto que ellos, huele como ellos y siempre está pidiendo dinero para dárselo corriendo a ellos. —Seguía manteniendo un equilibrio entre su lado más duro y su lado más tierno. Parecía que él aún la obligaba a ser caritativa, como si fuera su mendigo bedlam particular.

—¿Puedo hacerle una pregunta rápida, doctor? —Aún conservaba el mismo impulso de decir más.

Siempre he sido muy laxo con los límites profesionales, por lo que accedí y nos fuimos a tomar un café en la media hora que me quedaba antes de subir al tren. Por aquel entonces la había derivado a un psicoterapeuta que según ella fue “más que inútil” (aunque no especificó el porqué), pero de algún modo la experiencia le había dado las energías para finalmente dejar a su marido, a su terapeuta y a los hombres en general. Además de tener a sus hijos, tenía un grupo de amigas íntimas, disfrutaba de su trabajo y había encontrado su hogar en un grupo budista del barrio.

Me habló de él, del caos que había sido su adolescencia y su primera juventud, completamente increíble y a duras penas soportable, de lo convencida que estaba de que acabaría muerto o loco, y de lo mucho que aún la angustiaba esa posibilidad.

—Vive como si estuviera haciendo equilibrios con dinamita encima de la cabeza. O quizá soy yo la que vive así. Pero él ni siquiera se da cuenta de que hay dinamita de por medio.

Algunas cosas no cambian. Al igual que antes, llena todo el espacio que nos separa con su preocupación, esclavizada por los mismos ritmos de ansiedad y remordimiento.

—Si hubiera sabido todo lo que sé ahora lo habría hecho mejor.

—Siento que su hijo haya tenido una vida tan dura y difícil.

Me cuenta que no para de leer libros de psicología y autoayuda. ¿Sabía que hay tres tipos de niños? Los que están suficientemente bien cuidados, los que están perdidos para siempre (a causa de una “perturbación fundamental de la estructuración básica”, lo recuerda bien), y los que están entremedio, los que pueden ir hacia cualquiera de los dos lados.

—¿De qué tipo es él? —Su inteligencia ilimitada siempre se atasca en el mismo punto.

Me gustaría haber respondido que solo existen dos tipos.

—Aún hay tiempo —mentí. Dado su historial de trauma prenatal y de apego temprano, era muy probable que tuviera problemas graves. Era probable, pero no seguro—. Nunca llegué a conocerlo, señora Milner.

—Es verdad.

—Debería irme.

—Es curioso que nunca quisiera venir teniendo en cuenta la cantidad de psiquiatras, terapias y rehabilitaciones a las que ha asistido, además de AA, NA, CA, SLAA[1] y no sé cuántas aes más… Pero ellos no lo conocen como Ben, sino como “Caja Eléctrica”.

“Juntos”, un díptico del que formo parte aunque sea un personaje invisible. Juntos, pero no por mucho tiempo. Milner dejó la casa familiar pocas semanas después y se llevó a su hijo mayor consigo, aunque no era lo apropiado para ninguno de los dos. Juntos, pero no por mucho tiempo; nos quedaban siete minutos de visita y aún estaba esperando a que me dijeran por qué habían venido realmente.

No tuve que esperar mucho más. El grito la había liberado, como si fuera un tren sin frenos, y empezó a contar cómo su marido montó una vía de cualquier manera en un tablero enorme en la habitación de su hijo, le dijo que el motor no arrancaría a no ser que completara el circuito y lo dejó solo. Ella vio con gran satisfacción que la locomotora, una preciosa replica de una Mallard azul oscuro, no salió nunca de la caja. Su hijo construyó el circuito más básico y poco imaginativo posible. Nunca colocó en el tablero el paso a nivel con su semáforo operativo, ni la colina realista con su túnel. Había trabajadores amputados y aldeanos desparramados por el suelo como si hubieran pisado una mina o se hubieran emborrachado; el alcalde decapitado montaba un cerdo y la muñeca Barbie (una recomendación de su novio psicólogo para fomentar la feminidad del niño, ¡ja!) estaba despatarrada en las vías de tren como una estrella porno. Si fuera una terapia de juego cumpliría todos los ítems de riesgo proforma.

Pero todo aquello no era más que una maniobra de distracción, pues resulta que su imaginación estaba centrada en otra parte.

Me contó que el niño siempre iba directo de la escuela a casa y nada más llegar se encerraba en su habitación con paquetes de tamaño familiar de Oreo y Doritos. Puso una pegatina en la puerta de su habitación: “Zona desnuclearizada – ¡Prohibido entrar!”. (El psicólogo también la había animado a dejarle pasar tiempo en su habitación para fomentar su capacidad de estar a solas. De nuevo, ¡ja! ¿Qué sería de nosotros sin la psicología profesional?). Se negó a que sus amigos fueran a jugar con sus locomotoras. Durante los días siguientes, Milner llegaba a casa del trabajo y se encontraba el salón en orden y al hijo pequeño viendo tranquilamente los dibujos animados, por lo que miraba a su mujer con aires de suficiencia.

Como suele ocurrir en estos casos, la experimentación empezó de forma casual. Estaba jugando con las vías distraídamente cuando de repente un pequeño calambre le recorrió el brazo. La caja eléctrica tenía un dial que controlaba la velocidad del tren: a más velocidad, más alta la descarga. Puso todos los dedos, uno tras otro, examinándola con cuidado y descubriendo todas sus distintas características.

¿Buscaba una correlación física a su perturbación emocional?

Siempre llegaba a un punto en que el placer y el dolor estaban en perfecta armonía, pero era momentáneo y diferente para cada dedo. También variaba si antes se los chupaba o si llevaba puestos sus calcetines de piscina de látex.

¿Quería crear un ambiente sensorial fiable como sustituto de la madre como ambiente?

Había muchas variables, el punto de armonía siempre cambiaba, por ejemplo, las sutiles diferencias del tiempo en que el calambre tardaba en recorrerle el brazo. Y cuando terminaba el brazo, ¿hacia dónde seguía? Parecía que le llegaba hasta el corazón.

¿Podría estar comprometiendo futuras relaciones íntimas?

Lo más importante era ser lo más sistemático posible. Sistemático y dedicado, como si fuera un toxicólogo del siglo xix experimentando sobre su propio cuerpo. Si su padre el científico lo hubiera sabido habría estado orgulloso.

¿También podría ser una forma de atacar su propia sensibilidad?

Su experimentación lo llevó intuitivamente a una dimensión más íntima de la experiencia sensorial, tumbándose medio desnudo encima de las vías como si fuera el gigante Gulliver o una descomunal heroína en apuros como las que salen en las aventuras mudas de Harold Lloyd, las que ponen antes del noticiario: “¡Socorro!¡Socorro!”.

Nombres… Cambios de nombre… Ella nunca pudo encontrar un nombre que le quedara bien… así que Caja Eléctrica se crea su propio nombre, imponiéndose a sus padres ausentes de formas intensamente imaginables. Ha tomado su regalo vacío, el arma que han usado para luchar entre ellos, y lo ha convertido en algo suyo, algo evocativo, erótico, peligroso, impactante, tanto que se convierte en su Nombre Propio.

Hice esa última nota en el tren de Leeds para casa. Por más que había intentado interpretar su comportamiento, hasta ese momento no había logrado entender en absoluto el objetivo del chico. A través de los años me he ido familiarizado más con el dolor y he descubierto por mí mismo que, en momentos de gran excitación, aquellos que tienen umbrales altos pueden sufrir una repentina inversión de carga contradictoria y experimentar el dolor como si fuera placer.

—Creo que fue la primera vez que realmente se sintió como él mismo. —Hace una pequeña pausa—. Le estaba haciendo un té. Los panqueques precocinados aún estaban medio congelados en el horno, pero olía a quemado. Oí gritar al pequeño. Lo primero que pensé es que esta vez lo había matado. De verdad, incluso en ese momento antes de saber lo que estaba pasando, una parte de mí estaba aliviada de que por fin hubiera sucedido algo, de que la idea del tren fuera una mierda. Me encontré a James al pie de las escaleras gritando que su pelo estaba en llamas. Pero su pelo estaba bien, no le pasaba nada.

El dolor se puede experimentar por empatía, puramente por observación, así como por estímulos físicos o emocionales directos; las tres formas producen la misma actividad cerebral.

—Y de repente lo vi en lo alto de la escalera, con los pantalones del colegio bajados hasta los tobillos, riendo y llorando a la vez… Sostenía su colita chamuscada entre las manos y decía: “Lo siento mamá, lo siento mucho”.

Y mientras ella llora en silencio contra el pañuelo que le he dado, me giro para mirar al padre que se ha ocultado aún más tras su abrigo de lana, como si este lo estuviera devorando; y aun así sigue sonriéndome de forma inexpresiva. Pienso en lo mucho que se parece al padre de Los chicos del ferrocarril, con su pelo moreno, su barba y sus ojos azules, aquel al que meten en la cárcel injustamente y que desaparece hasta que finalmente vuelve.

[1] N. de la T.: Alcohólicos Anónimos, Narcóticos Anónimos, Cocainómanos Anónimos, Adictos al Sexo y al Amor Anónimos (aunque el colectivo utiliza las siglas en inglés de Sex and Love Addicts Anonymous).

Para volverse loco

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