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Оглавление2. Biología y lenguaje
Ángel López García
Universitat de València
La preocupación por los fundamentos biológicos del lenguaje es relativamente moderna. Los filólogos de la antigüedad nunca se plantearon esta cuestión, pues en Occidente, como en otras culturas, el lenguaje aparecía relacionado estrechamente con la divinidad y, por ello, se consideraba como una manifestación del espíritu antes que de la materia. «En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios» dice el primer versículo del Génesis. El espíritu fue insuflado por Dios –se continúa diciendo– al primer ser humano, afirmación que, con pocas diferencias, aparece en todas las narraciones sobre los orígenes de la Humanidad, desde la Biblia hasta el Popol Vuh de los mayas. En el mismo sentido, las lenguas, que son la manifestación del lenguaje, también se invisten de connotaciones religiosas: por eso, el mito de Babel vuelve a encontrarse en casi todos los pueblos.
En este contexto, no es sorprendente que la propuesta de Charles Darwin (El origen del hombre, 1871), quien comparó la evolución de las lenguas con la de las especies animales:
Es un hecho muy notable, y muy curioso a la vez, que las causas que explican la formación de las diferentes lenguas explican también la de las distintas especies y constituyen las pruebas de que ambas proceden de un proceso gradual tan curioso como exacto.
y, todavía más, su pretensión de derivar el lenguaje de los gritos de los animales:
Con respecto al origen del lenguaje articulado... no abrigamos la menor duda de que el lenguaje debe su origen a la imitación y modificación de varios sonidos naturales, de la voz de otros animales y de los mismos gritos instintivos del hombre, ayudados de señas y gestos particulares.
lo cual condujo al lingüista August Schleicher (La teoría de Darwin y la lingüística, 1873) a escribir:
Las lenguas son organismos naturales que nacen, crecen, maduran, envejecen y mueren con independencia de los deseos humanos y de acuerdo con leyes específicas; manifiestan, por tanto, la clase de fenómenos que se suelen atribuir a la vida. De ahí se sigue que la ciencia del lenguaje es una ciencia natural y que su método es el de las ciencias naturales.
fuesen consideradas como hipótesis absolutamente escandalosas.
La conmoción ocasionada por las ideas de Darwin no se redujo a su hipótesis sobre el origen del lenguaje, desde luego. Ya en El origen de las especies (1859) había demostrado de manera concluyente que las distintas especies proceden unas de otras por un mecanismo que se conoce como «selección natural» y, por consiguiente, que el ser humano es una especie entre otras, cuyos antecesores más próximos en el reino animal son los grandes primates. Estas ideas daban al traste con la creencia de que los distintos seres fueron creados por Dios de una vez por todas y originaron un revuelo indescriptible. Como hizo notar el teólogo protestante americano Charles Hodge en su panfleto ¿Qué es el darwinismo? (1874), la teoría de Darwin sería atea, pues excluía a Dios del proceso creativo: «la negación del diseño divino en la naturaleza es equivalente a la negación de la existencia de Dios». Hodge se refiere a un argumento que venían utilizando hacía siglos los filósofos y que se suele llamar el del relojero divino: de la misma manera que la perfección y complejidad del diseño de cualquier reloj demuestran que tuvo que haber detrás de su fabricación un relojero, la increíble sofisticación de los órganos vitales, por ejemplo, la del ojo, sólo resulta concebible admitiendo que en el origen de los mismos se halla una fuerza sobrenatural.
Sin embargo, Darwin dinamitó esta creencia con una explicación ciertamente plausible. Basándose en la experiencia de la selección artificial de los granjeros y agricultores, la extendió a la naturaleza. Los campesinos saben que si sólo dejan procrearse a las gallinas de una granja que ponen los huevos más gordos, en pocas generaciones todos los huevos de esa granja serán gordos. La naturaleza obraría igual –piensa Darwin–, pero a ciegas, y a esto se le llama selección natural: aquellas particularidades biológicas que diferencian mínimamente a unos hermanos de otros –y que confieren una ligera ventaja adaptativa– les hacen vivir más y aumentan sus posibilidades de reproducirse, con lo que a la larga son dichos rasgos los que se imponen. Por ejemplo, las gacelas más veloces tienen más posibilidades de escapar de los depredadores y de reproducirse, y así, a la larga, las gacelas cada vez fueron siendo más veloces. El darwinismo originó sonadas y apasionadas polémicas y fue vetado en muchos sitios: cuatro estados norteamericanos (Arkansas, Oklahoma, Tennessee y Misisipí) prohibieron explicarlo en las escuelas y sólo desde 1981 (!) se permite hacerlo, si bien a condición de que el alumno reciba al mismo tiempo enseñanza creacionista, esto es, la versión del Génesis. Todavía hoy la Universidad de Stanford acaba de abrir una página web para defender los argumentos evolucionistas. No obstante, hay que decir que la evidencia de la evolución biológica ha terminado por imponerse y que la propia Iglesia católica acabó aceptándola, salvo en lo relativo al origen del alma: el papa Pío XII, en su encíclica Humani generis (1950), señala que la fe cristiana es compatible con la evolución, postura que ya adelantó San Agustín en el siglo IV dC cuando hace notar que los animales que salieron del arca de Noé no eran iguales que los del Paraíso terrenal, pero con la salvedad de que la creación del espíritu requiere de la intervención divina.
De lo dicho se infiere que el problema y la polémica se reducen ahora al espíritu. Pero por ello mismo, el lenguaje ha pasado a estar en el ojo del huracán. Porque, bien mirado, ¿qué otra cosa es el espíritu humano sino lenguaje? Los seres humanos nadamos peor que un pez, corremos menos que un antílope, somos más débiles que un gorila, no sabemos volar como una urraca, tenemos una vida más corta que la de una tortuga..., en definitiva, ¿por qué somos los reyes de la naturaleza? Advirtamos que creerlo así no constituye una mera pasión antropocéntrica, realmente lo somos: el ser humano es el único animal que, en vez de adaptarse a su nicho ecológico –como el oso polar se adapta al frío y el camello, al desierto–, ha sido capaz de vivir en todos los entornos, desde el polo hasta el trópico y, lo que es más importante, ha transformado los entornos a su gusto con tal intensidad que a la postre tal vez acabe llevándose por delante el planeta entero. Repito la pregunta: ¿por qué somos los reyes de la naturaleza? Se podría contestar que porque tenemos inteligencia o porque vivimos en sociedad. Pero esto, siendo obvio, no es decisivo: también los animales superiores tienen inteligencia (cualquiera que tenga perro lo sabe bien) y muchas especies, incluso de animales inferiores como las abejas o las hormigas, son especies sociales. No nos engañemos: las sociedades humanas son verdaderamente poderosas porque en vez de repetir, generación tras generación, lo que les pide el instinto, son capaces de ponerse de acuerdo para hacer cosas nuevas y ambos procesos, tanto el de comunicarse unos con otros como el de planear nuevas respuestas a los retos del entorno, sólo son posibles mediante el lenguaje. Comprender de qué forma surgió el lenguaje vale tanto como comprender de qué forma surgió ese animal extraño que llamamos ser humano
Bien lo sabían en el siglo XIX: la cuestión del origen del lenguaje es cualquier cosa menos una cuestión inocente. Por eso, si el darwinismo fue perseguido en su tiempo, mayor aún fue la persecución sufrida por su propuesta lingüística. Tanto que en los estatutos de la Société de Linguistique de Paris (1866) se prohíbe explícitamente a sus socios debatir sobre el origen del lenguaje. Tanto que un acuerdo de caballeros excluyó igualmente dicho tema de las deliberaciones de la Linguistic Society of America, fundada poco después. Y así ha permanecido este tema, como un tema tabú, hasta que hace muy poco tiempo, más o menos en el último lustro del siglo XX, ha vuelto a ponerse de actualidad y ha irrumpido con gran cantidad de libros y de artículos en los repertorios bibliográficos. La diferencia con su primera irrupción científica decimonónica es que ahora la cuestión no tiene connotaciones tan nítidamente ideológicas. Hoy en día sabemos mucho más que entonces, pero, por eso mismo, somos más cautos, porque también sabemos lo mucho que todavía no sabemos. Sucede en este asunto del origen del lenguaje como en la cuestión del origen de la vida. Los filósofos materialistas del siglo XIX decían retadoramente que los seres vivos son simple materia, pero eran incapaces de demostrarlo. A mediados del siglo XX Stanley Miller consiguió obtener en el laboratorio cuatro aminoácidos esenciales para la vida a base de hacer saltar la chispa eléctrica en un matraz que contenía una mezcla de agua, hidrógeno, metano y amoníaco, con lo cual reprodujo unas condiciones parecidas a las de hace tres mil quinientos millones de años. Sin embargo, ese mismo año de 1953, James Watson y Francis Crick descubrieron la estructura del ADN, con lo cual explicaban la base de la herencia, al tiempo que introducían un interrogante que sigue sin ser resuelto, a saber, la razón de que ciertas tripletas de ADN sean leídas como un determinado aminoácido. En otras palabras, que el problema se ha desplazado: ahora sabemos que la química de la vida es remisible a la química de la materia inerte, pero no comprendemos cómo pudo surgir el código de la vida. En el caso del lenguaje nos hallamos en una situación parecida: se ha avanzado mucho, pero las sombras predominan manifiestamente sobre las luces.
2.1 Fundamentos biológicos del lenguaje
2.1.1 El lenguaje: ¿producto biológico o cultural?
Es curioso que la cuestión del origen del lenguaje divida a los lingüistas en dos grupos irreductibles, exactamente igual que su postura ante el lenguaje o ante la manera de estudiarlo. Como es sabido, un lingüista o es formalista o es funcionalista. Los formalistas piensan que lo más interesante de las lenguas es que son formas sui generis de representar la realidad, es decir, que son formas de conocer el mundo. Los funcionalistas, por el contrario, creen que las lenguas sirven para comunicarse con otros seres humanos y que sus propiedades más características están al servicio de esta función. Desde luego, ningún lingüista es sólo formalista o sólo funcionalista, pero el predominio que cada grupo concede a uno de estos factores determina la distinción de lo esencial y de lo accidental, la cual suministra una explicación para el origen del lenguaje:
a) Si lo esencial de las lenguas es que se trata de una forma de representación del conocimiento, habrá que pensar que el lenguaje surgió al servicio de dicha necesidad y que sólo más tarde desarrolló accidentalmente una función comunicativa de índole social;
b) Si lo esencial de las lenguas es que se trata de un instrumento para comunicarse con otros seres humanos, habrá que pensar que el lenguaje surgió al servicio de esta función y que sólo más tarde desarrolló por accidente una forma susceptible de representar el conocimiento.
De ahí se sigue que en el primer caso el origen del lenguaje es algo que ocurrió en el cerebro de los homínidos, es decir, algo biológico, y en el segundo caso, algo que tuvo lugar en el seno de una sociedad, esto es, algo cultural. En resumen:
La postura formalista y cognitivista se remonta nada menos que a Condillac (1746) quien propuso derivar el lenguaje de la expresión de las emociones, en particular de las interjecciones. Modernamente ha sido retomada por autores que han estudiado la aparición de las peculiaridades anatómicas, fisiológicas y neurológicas que hacen posible el lenguaje.
2.1.2 Fundamentos anatómicos y fisiológicos
Evidentemente los grandes monos, de los que procedemos, no son capaces de articular sonidos. No sólo no lo hacen espontáneamente, tampoco cuando se les induce a ello: un equipo de psicólogos estuvo dos años intentando enseñar inglés a una chimpancé llamada Sara y al cabo de los mismos no logró que pronunciase más que dos o tres palabras monosilábicas. Esto no fue debido a falta de inteligencia, pues cuando el matrimonio Gardner enseñó la lengua de signos de los sordos americanos, el Ameslan, a otra chimpancé, Washoe, consiguieron que hiciera grandes progresos y que al cabo de otros dos años fuese capaz de usar más de un centenar de signos y de unirlos en expresiones breves con una sintaxis rudimentaria.
El problema está más bien en la anatomía de la boca de los primates, tanto por lo que se refiere a los músculos como en lo relativo a los dientes. Los músculos se van complicando progresivamente en los monos, desde los dos paquetes musculares fundamentales, el horizontal (platysma) y el vertical (sphincter colli) del lemur, hasta la diversificación de este último en una serie de músculos que permiten complejos visajes en los póngidos (chimpancé, gorila y orangután). El ser humano representa tan sólo una etapa más: su boca posee dos músculos exclusivos de la especie, el risorius santorini y la parte marginal del orbicularis oris, los cuales le permiten retener el aire y abrir bruscamente la cavidad bucal dando lugar a las oclusivas /p, b, m/ o bien modular adecuadamente el conducto de resonancia para producir las vocales. También es típicamente humana la forma de la mejilla, asegurada por el músculo buccinator, la cual cubre completamente los molares y permite realizar las fricativas /f, θ, w.../. La lengua, en fin, puede afinar delicadamente su borde, al objeto de realizar las consonantes líquidas /r, l/ o abombarse en el tronco y acercarse al paladar, lo que está en el origen de las velares /k, g/.
También existen importantes diferencias en la forma de la mandíbula y de los dientes. En los primates hay grandes caninos que sobresalen de la hilera dental, al tiempo que los incisivos superiores e inferiores forman un ángulo agudo: el resultado es que ni los labios ni los dientes logran obstaculizar la salida del aire. En la especie humana, en cambio, los caninos están poco desarrollados y los incisivos inferiores quedan encajados tras los superiores, de manera que la dentadura es como una empalizada en la que roza o se detiene el aire de todas las realizaciones dentales y alveolares /t, d, s, sh…/.
La peculiaridad anatómica más notable del ser humano es, con todo, la posición de la laringe. Cuando nace, este órgano está situado muy arriba, prácticamente en el mismo sitio que en los primates, con la epiglotis en contacto con el paladar blando. El resultado es que no se pueden articular sonidos orales, pues el aire tiende a escapar por la nariz. Sin embargo, durante los dos primeros años, la laringe de los niños, pero no la de las crías de chimpancé o de gorila, desciende notablemente y así las vibraciones producidas por la epiglotis pueden transmitirse al canal bucal. En efecto, en los primeros meses de vida los niños no pronuncian sonidos, tan sólo ensayan la garganta con aspergios guturales (es el célebre ajo que dicen oír las madres). Esta ventaja anatómica conlleva también sus riesgos: al emplearse un mismo canal para deglutir alimentos y para respirar, los humanos podemos morir atragantados, cosa que resulta imposible en nuestros parientes los primates.
A estas peculiaridades anatómicas hay que añadir una notable resistencia fisiológica durante la espiración, relacionada con la fortaleza y elasticidad del diafragma. Mientras que con la boca cerrada, el tiempo y el esfuerzo inspiratorio son parecidos a sus correlatos espiratorios, cuando hablamos, la espiración supera ampliamente a la inspiración. Cualquier animal que tuviese que hacer un esfuerzo parecido al espirar, sin duda llegaría a expirar. El ser humano no. Y es que lo nuestro es hablar. Nos admira cómo puede un pez nadar millas y millas sin cansarse: no es un mérito, es que está hecho para eso. Pero, de la misma manera, el ser humano para lo que está hecho es para caminar erguido y, sobre todo, para hablar.
Hay que advertir, empero, que estos condicionamientos anatómicos constituyen un complemento del habla, pero no son su causa. Como todo el mundo sabe, existen muchas aves (loros, cotorras, papagayos...) capaces de imitar sorprendentemente bien la voz humana porque tienen unos órganos fonadores que les permiten hacerlo. A esto se solía contestar que las aves no comparten con nosotros la posición de la laringe y que esta propiedad es lo verdaderamente humano, pues permite que los niños no aprendan a hablar hasta que su cerebro, que nace inmaduro, haya madurado lo suficiente, más o menos cuando pasan el año y medio de vida (es lo que se suele llamar neotenia). Sin embargo, últimamente se han descubierto otras especies animales, como el ciervo, que también tienen una laringe muy baja, en este caso para que los machos puedan amenazar a sus congéneres y pretender a las hembras con graves lamentos (berrea). La conclusión a la que ello nos lleva es que la evolución es ventajista, pero no determinista: cada especie necesita adaptarse al entorno y el lenguaje constituye para los humanos un poderoso medio de lograrlo, si bien no el único. La especie social e inteligente que formamos pudo haber desarrollado otras peculiaridades anatómicas o fisiológicas al servicio de este objetivo.
2.1.3 Fundamentos neurológicos
Más importantes que las especializaciones anatómicas parecen las neurológicas. Hablar es una prueba de inteligencia y para hacerlo el ser humano tuvo que desarrollar notablemente su cerebro. Esto no es una hipótesis, la anatomía comparada permite comprobarlo a la perfección. Así, los cerebros de los póngidos tienen por término medio una capacidad de unos 400 c.c., mientras que el ser humano actual ronda los 1.500, más del triple. Realmente este tamaño tan considerable nos diferencia claramente de nuestros primos evolutivos.
Sin embargo, el tamaño no es lo más importante. Hay animales, como los elefantes, que tienen un cerebro todavía más grande en relación con el volumen de su masa corporal y, sin embargo, ni hablan ni su inteligencia puede compararse a la humana. Y es que lo relevante no es el peso-volumen del cerebro, sino la superficie cerebral. El cerebro humano tiene muchos más surcos (circunvoluciones cerebrales) que el de cualquier otro animal, de forma que puede establecer muchas más conexiones neuronales y servir de hardware al software del lenguaje y del razonamiento. Cualquier aficionado a la informática sabe que la capacidad del disco duro de un ordenador no depende de su tamaño y que los modelos antiguos eran muy voluminosos, pero muy poco potentes. En el caso del cerebro ocurre lo mismo: si el ser humano hubiese tenido un cerebro casi liso, su volumen habría sido enorme para poder sustentar todos sus procesos cognitivos, con lo que el cuello y la columna vertebral nunca habrían podido sostener una cabeza tan grande y pesada. En el cuadro que sigue se pueden comparar los cerebros de varios animales dibujados a la misma escala:
Figura 1
Hay que decir, con todo, que lo más notable en relación con el lenguaje no es ni el tamaño ni el número de circunvoluciones. El cerebro humano es el resultado de un triple proceso evolutivo, de la superposición de tres capas sucesivas: en el interior está el cerebro protorreptiliano, que compartimos con los reptiles, el cual rige el comportamiento instintivo; lo recubre el cerebro paleo-mamífero, asiento del sistema límbico, que es el responsable de las emociones y de la memoria; por fin, en la capa más exterior, está el cerebro neomamífero que regula la conducta voluntaria y tiene capacidad inhibitoria. Es esta última capa del cerebro la que creció desmesuradamente en la especie humana y es en ella adonde debemos buscar el sustento neuronal de la facultad del lenguaje.
Claro que un cerebro como este no es exclusivo del ser humano, ya se da en todos los mamíferos superiores. Lo que la evolución añade hasta llegar a nuestra especie es un desarrollo espectacular de la parte anterior de la zona frontal, el llamado neocortex, y sobre todo de dos zonas que tan apenas se dan en los primates. Gracias a las técnicas de coloración diferenciada de la mielina, una sustancia que recubre las fibras nerviosas, sabemos que estas zonas son de maduración bastante tardía: fueron rotuladas por Brodmann con los números 39, 40, 44 y 45. Corresponden a lo que se conoce como área de Wernicke (39 y 40), la que en el ser humano se encarga de la comprensión y que es incipiente en los simios, y a la llamada área de Broca (44 y 45), que en los humanos es responsable de la producción y que falta por completo en las demás especies. Esto se aprecia claramente comparando el mapa citoarquitectónico del hemisferio izquierdo de un cerebro humano con el del cerebro de un orangután.
Esta diferencia evolutiva entre el área de Broca y la de Wernicke era de esperar: todos comprendemos más de lo que somos capaces de expresar y muchos animales domésticos, como los perros y los gatos, llegan a comprender lo que se les dice, aunque sean totalmente incapaces de hablar. Por cierto que la asimetría entre ambos hemisferios, el izquierdo (donde se asientan el área de Broca y la de Wernicke) y el derecho, constituye otra notable característica neurológica de la especie humana, que se suele llamar lateralización. Desde luego, no es una casualidad que la lateralización del cerebro parezca estar precisamente al servicio de la facultad lingüística.
2.2 El origen de la mente comunicativa
2.2.1 De los primates a los homínidos
Según lo anterior, el cerebro fue evolucionando, en el sentido de incrementar su tamaño y sobre todo su complejidad estructural, conforme aumentaban las necesidades cognitivas de la especie humana. Sin embargo, es evidente que en este panorama todavía no necesitamos el lenguaje. Un ser inteligente no desarrollará el lenguaje a menos que tenga necesidad de hacer partícipes a otros congéneres de sus descubrimientos. En el planteamiento formalista esto se da por supuesto, pero siempre de manera que la fase comunicativa se considera posterior a la cognitiva. El naturalista alemán Haeckel formuló una célebre ley que afirma que la morfogénesis de cualquier especie recapitula el proceso evolutivo de las especies que la precedieron: por ejemplo, los embriones de cualquier mamífero, incluido el ser humano, muestran unas branquias incipientes, las cuales son un recuerdo de los peces de los que procede. Y así parece ocurrir en los niños, pues en los primeros años son autistas, es decir, hablan para sí mismos, para representarse el mundo en la conciencia, y sólo más tarde, hacia los seis años, llegan a comunicarse con los adultos.
Hay que decir, no obstante, que esta primacía de lo biológico-cognitivo sobre lo comunicativo-cultural, está lejos de haber sido demostrada. S. Mithen (1996) ha estudiado lo que llama la mente primigenia y ha llegado a la conclusión de que en los primates existen tres tipos de conocimiento, los cuales se han desarrollado de forma muy irregular. Mientras que el conocimiento social (S) es muy complejo, el conocimiento tecnológico (T) y el del medio natural (N) son sólo incipientes:
Figura 2
Hay abundantes evidencias de esto entre los primates. Las observaciones que la primatóloga Jane Goodall (1990) realizó sobre la vida de gorilas en libertad muestran que es habitual que desarrollen complejas relaciones sociales (S): suele haber un jefe al que se subordinan los demás miembros de la manada, pero cuando un macho joven intenta reemplazarlo, en vez de hacerlo brutalmente, aprovecha las ausencias de aquel para contraer alianzas con las hembras y con otros machos jóvenes haciendo uso del halago y del engaño hasta que entre todos logran derrocarlo. En los otros dos ámbitos cognitivos no hay nada parecido: los chimpancés y los gorilas no fabrican herramientas (T), aunque suelen cascar nueces con piedras y cortar ramas delgadas para alcanzar la miel del fondo de los panales; tampoco conocen su medio natural (N) más allá del instinto de supervivencia, si bien suelen recordar las zonas en las que había alimento o peligro, es decir, memorizan mapas mentales.
La situación de los seres humanos es completamente diferente. Hace unos cincuenta mil años apareció la agricultura en Sumeria y para desarrollar esta actividad era necesario que los tres tipos de conocimiento, S, T y N, estuviesen equilibrados y bien desarrollados. Piénsese que cultivar un campo de trigo es algo que se hace en equipo (se siega, siembra, labra, etc., entre varios), con herramientas (hoces, azadas, trillos) y con un conocimiento pormenorizado de las semillas y de sus ciclos naturales. Para coordinar toda esta labor y para transmitir los conocimientos necesarios de una generación a la siguiente resulta imprescindible un instrumento del que carecen los animales: el lenguaje. La hipótesis de Mithen es que el lenguaje L surgió como un puente capaz de relacionar los tres compartimentos estancos S, T y N, haciéndolos mutuamente permeables:
Esto no quiere decir que la especie humana apareciese entonces. Antes de las sociedades agrícolas sedentarias hubo sociedades de cazadores, mucho menos numerosas, en las que ya se fabricaban instrumentos y se conocía el medio, pero no sabemos hasta qué punto fue necesario el lenguaje, tal y como hoy lo conocemos, para el desarrollo de sus actividades. Al fin y al cabo los grupos de primates también cazan conjuntamente, se ayudan a veces de palos y conocen qué presas les convienen y cuáles no. Esto no quiere decir que la especie humana apareciese entonces. Antes de las sociedades agrícolas sedentarias hubo sociedades de cazadores, mucho menos numerosas, en las que ya se fabricaban instrumentos y se conocía el medio, pero no sabemos hasta qué punto fue necesario el lenguaje, tal y como hoy lo conocemos, para el desarrollo de sus actividades. Al fin y al cabo los grupos de primates también cazan conjuntamente, se ayudan a veces de palos y conocen qué presas les convienen y cuáles no.
Figura 3
2.2.2 Del Australopithecus ghari al Homo erectus
Nuestros antepasados más próximos son los chimpancés (Pan troglodytes y Pan paniscus, respectivamente ubicados al norte y al sur del río Congo), de los que nos separamos hace unos seis millones de años: como nosotros, son omnívoros, viven en tierra y no sólo en los árboles y tienen una vida social y sexual bastante animada. Menos parecidos son los gorilas (Gorilla gorilla) y los orangutanes (Pongo pygmaeus), siempre herbívoros: el primero vive en Kenia, en pequeñas comunidades asentadas a ras de suelo y se separó hace diez millones de años; el segundo vive en Borneo, es sólo arborícola y solitario y se separó hace quince millones de años.
De ahí hasta los seres humanos actuales hay un largo trecho evolutivo jalonado por un complejo registro paleontológico. Parece que el primer paso hacia la evolución lo dio la postura bípeda, consecuencia de un cambio de clima provocado por una catástrofe geológica. Al hundirse el valle del Rift, que es una falla gigantesca que va de Afganistán hasta Etiopía, los primates de selva tropical quedaron aislados de sus congéneres orientales, condenados a vivir en un clima mucho más seco. Ello les obligó a bajar de los árboles, donde habitualmente vivían y encontraban su dieta vegetariana, y a buscarse el alimento en las grandes praderas de la sabana. Allí la vida era peligrosa y el alimento escaseaba. En consecuencia, tuvieron que acostumbrarse a recorrer enormes distancias siguiendo las manadas de los grandes herbívoros al objeto de aprovechar sus descuidos y sobre todo sus cadáveres. Así surgieron varias especies de homínidos carroñeros que andaban sobre los cuartos traseros y de los que son restos paleontológicos el Ardipithecus ramidus (Etiopía, de hace cuatro millones y medio de años), el Australopithecus anamensis (Kenia, cuatro millones de años), el Australopithecus afarensis (Tanzania, Chad y Etiopía, tres millones y medio de años) y el Australopithecus africanus (Sudáfrica, tres millones de años). Se trata de seres pequeños (medían un metro y pesaban unos 30 Kg.), con un cerebro similar al de un chimpancé, pero que podían correr con notable agilidad.
El bipedismo se tradujo en una serie de cambios espectaculares en el aparato óseo, sobre todo en lo relativo a la longitud de los huesos de la pierna y a la forma de la pelvis:
Figura 4
También cambió el aspecto exterior, pues, al correr tras las presas, hubo necesidad de eliminar el exceso de calor, lo cual provocó la caída del pelo que cubría el cuerpo para permitir una sudoración abundante. No obstante, lo más importante fue que, al quedar libres las extremidades anteriores, pudieron aprovecharse para otra cosa. El paso siguiente fue, pues, el desarrollo de la mano, la cual sirvió para agarrar objetos (trozos de carne, las crías durante los largos desplazamientos y, seguramente, palos usados como armas). Pero la incipiente sofisticación de la mano prehumana encerraba el germen de un progreso espectacular. Un aparato de precisión como éste podía usarse para fabricar instrumentos, lo que abrió el portillo a un desarrollo tecnológico que no ha parado hasta hoy. Dichos instrumentos deben proyectarse hacia el futuro; el que fabrica un cuchillo tiene en mente lo que hará con la pieza que desea cortar. Así, los restos paleontológicos que atestiguan los primeros instrumentos son correlativos de un aumento de la caja craneana, señal inequívoca de que el cerebro crecía a la vez.
Hasta hace poco se creía que la fabricación de instrumentos era exclusiva del género homo, pero en 1997 se descubrió en Etiopía una nueva especie de homínido, el Australopithecus ghari de hace dos millones y medio de años, el cual usaba piedras talladas y las transportaba consigo. Sea como sea y trátese o no del célebre eslabón perdido, lo cierto es que desde entonces hasta ahora mismo los restos de especímenes del género homo trazan una trayectoria nítida que nos lleva con seguridad hasta nuestra especie. El Homo habilis de hace dos millones de años usaba piedras toscamente talladas por una sola cara (es la cultura de Olduwai) y tenía un cerebro de unos 600 c.c. Se extinguió hace 1,2 millones de años y fue sustituido, hace un millón y medio de años, por tres especies emparentadas que ya no se reducen al solar africano: el Homo antecessor en Europa (Atapuerca), el Homo erectus en Asia (antes llamado de Java y de Pekín) y el Homo ergaster en la propia África; son bastante parecidos, de metro y medio de estatura, cerebro de unos 750 c.c. y una cultura lítica evolucionada (acheuliense) con hachas de dos caras.
2.2.3 El Homo sapiens
Entre estas especies y la nuestra se sitúa el Homo neanderthalensis, aparecido hace 150.000 años y que parece proceder, como el Homo sapiens, de una rama distinta del Homo antecessor. Los neandertales tenían un cerebro más grande que los sapiens, eran bajos (metro y medio), pero mucho más fuertes, y desarrollaron una cultura llamada musteriense. Parece que comían carne cruda de animales que cazaban en la helada tundra europea de la última glaciación, lo que les obligó a desarrollar una mandíbula robusta con grandes molares: esta circunstancia, así como algún otro dato relativo al hioides, han hecho pensar que probablemente no hablaban o que sólo poseyeron un protolenguaje incipiente antes de extinguirse hace 30.000 años. En la última fase convivieron con los sapiens, los cuales llegaron de África en varias oleadas migratorias y que, más inteligentes y seguramente ya en posesión del lenguaje, acabaron con ellos sin que llegaran a cruzarse.
Al salir de África los Homines sapiens se instalaron primero en Oriente Medio, luego en el sureste de Asia, de donde pasaron a Australia, y finalmente en Europa. Eran nómadas recolectores que vivían de la miel silvestre, de ordeñar bóvidos y de recoger semillas de gramíneas con las que fabricaban pan. Estos grupos humanos de entre dos docenas y un par de centenares de individuos, desarrollaron una cultura notable, con uso del fuego e instrumentos de piedra pulimentada (auriñacense), de madera y de hueso, así como una industria textil rudimentaria. Sin embargo, un cambio climático dio al traste con esta forma de vida: el fin de la última glaciación condujo a una mayor sequedad y a que en Oriente Próximo el mar inundase grandes zonas terrestres. Los humanos para sobrevivir tuvieron que volverse sedentarios; así surgió la agricultura y con ella un aumento de las proporciones del grupo social (la ciudad), una cultura material desarrollada en la que aparecen la cerámica y el arte (magdaleniense), así como la religión y los ritos funerarios. Es la cultura de la cueva de Altamira y, ya con la invención de la escritura, la de los primeros imperios mesopotámicos.
2.2.4 Lenguaje, arte, religión, escritura
Estos fenómenos tienen un enorme interés histórico y arqueológico, pero aquí sólo los valoraremos en relación con el lenguaje. Los planteamientos biológicos que hemos examinado arriba se apoyan en datos anatómicos o neurológicos que sólo pueden hablarnos de la forma del lenguaje, pero no de su contenido. Quiere decirse que el canal vocal se usa para hablar, pero también se puede usar para recitar la tabla de multiplicar y algo parecido cabe afirmar de los circuitos neuronales. Al fin y al cabo, el lenguaje no es lo único que nos diferencia de los animales, tampoco estos saben sumar las cuentas de la compra, aunque nuestro perro sea muy hábil al traernos el periódico en la boca y llevarle la cantidad exacta al quiosquero. El planteamiento culturalista que estamos examinando ahora fija su atención en el hecho de que el lenguaje, por su contenido, se caracteriza por ser simbólico. Naturalmente los símbolos del lenguaje hablado no dejan huella, de manera que tenemos que esperar hasta el surgimiento de la escritura, hace cinco mil años, para toparnos con las primeras muestras lingüísticas. Sin embargo, el arte, la religión o los adornos indumentarios también manejan símbolos.
Hay toda una corriente de pensamiento que, desde Cassirer (1923-1929), se ocupa del surgimiento de los símbolos como manifestación de las capacidades humanas y considera que el lenguaje forma parte de las mismas, sin que sea necesario atribuirlo a ningún módulo mental específico. En este sentido son de destacar investigaciones recientes sobre las pinturas de Altamira y de Lascaux que muestran cómo hay una serie de esquemas de acción (Agente-Paciente, Instrumento-Objeto, etc.), los cuales subyacen a la fabricación de instrumentos y a las representaciones plásticas de índole mágica o funeraria. El lenguaje, en sus primeras fases, tuvo que acomodarse -se afirma- a estas formas primigenias de simbolización. Ello explicaría, por ejemplo, que las estructuras predicativas básicas (los esquemas actanciales) sean comunes a todas las lenguas, mientras que otras propiedades (flexión, orden de palabras) diverjan notablemente de unos idiomas a otros.
2.3 El origen del lenguaje
Tanto si se adopta la perspectiva biologista como si se prefiere la cultura-lista, lo cierto es que el lenguaje o, mejor dicho, la facultad que nos permite hablar, es una característica exclusiva de la especie humana que necesariamente debe estar codificada en nuestro genoma. Esta postura se suele considerar consustancial a los planteamientos formalistas, como el de Chomsky (1975, 1988) para quien la facultad del lenguaje es innata. Con todo, no hay contradicción entre el planteamiento culturalista y el innatismo: se puede ser partidario de la hipótesis de que el lenguaje es una creación cultural, sin dejar de reconocer por ello que la especie humana se terminó adaptando a la misma y que hoy cualquier pareja transmite esta capacidad a sus descendientes. Realmente parece difícil atribuir la adquisición del lenguaje por los niños a la mera acción de su inteligencia general inespecífica –la misma que les sirve para aprender solfeo o para hacer ecuaciones de segundo grado–, y ello por varias y buenas razones:
a)Todos los seres humanos normales poseen lenguaje y sólo los seres humanos lo poseen. El lenguaje es una condición necesaria y suficiente para que se pueda hablar de ser humano. El hombre no es ni un animal racional (los delfines tienen inteligencia), ni un animal social (las hormigas viven en sociedad), sino un animal lingüístico, es el homo loquens.
b)Argumento de uniformidad: todas las lenguas revisten idéntico grado de complejidad, la cultura de las sociedades que se sirven de ellas no es determinante.
c) La lengua materna se adquiere en un periodo crítico (entre los 2 y los 10 años) con unos auxilios exteriores claramente insuficientes en relación a su complejidad: es el llamado argumento de la pobreza del estímulo. Además, aunque las distintas culturas varíen en relación con la ayuda prestada por los adultos (el llamado maternés), el resultado es siempre el mismo.
d) El argumento de la disociabilidad. El lenguaje y la cognición son disociables: puede estar afectado el primero y no la segunda (como en las afasias) o al revés (como en muchas enfermedades mentales).
e) Los niños adquieren el lenguaje siguiendo fases o etapas muy parecidas en todos ellos y en todas las lenguas. Este desarrollo prefijado es típico de las capacidades genéticas, como el volar en las aves.
f) Los enunciados lingüísticos tienen una estructura jerárquica formal que no resulta inmediatamente de la cadena lineal, la cual la enmascara. Es el argumento de la estructura latente. A pesar de ello, los niños infieren dicha estructura con notable habilidad, habilidad que no demuestran para captar otras secuencias estructurales más simples, como la estructura tonal de las canciones, por ejemplo.
g)Y lo más importante de todo, la gratuidad: dichas estructuras formales carecen de justificación funcional.
El problema es que la indubitable capacitación de los seres humanos para el lenguaje se compagina mal con la teoría de la evolución, pues esta supone cambios suaves y graduales que exigen millones de años, mientras que el lenguaje, como hemos visto, se nos presenta en todo su esplendor en un periodo brevísimo.
2.3.1 La hipótesis adaptacionista: los darwinistas
Lo más sencillo sería suponer que cada generación va incorporando al genoma los logros de la generación anterior: en una generación se incorporarían las estructuras predicativas, en otra, los tiempos verbales, en la siguiente, el género nominal, etc. Así es, en efecto, como aprendemos las segundas lenguas y también la lengua materna, a base de ir complicando progresivamente un esquema más simple. Por desgracia, este planteamiento constituye una grave herejía para la teoría de Darwin: el lamarckismo. Lamarck, un contemporáneo de Darwin, supuso que los caracteres adquiridos pueden heredarse, esto es, que si aprendo a tocar el piano, mi hijo nacerá sabiendo tocarlo ya. Como es obvio, dicho supuesto es falso y hay que buscar una explicación diferente.
La ortodoxia darwinista ha encontrado una salida en lo que se conoce por efecto Baldwin. Consiste en que, al cambiar de entorno, se potencian ciertas variaciones que sólo posteriormente son destinadas a otra finalidad (exaptación). Así, las ballenas son mamíferos que al desplazarse a un clima frío privilegiaron, en un proceso adaptativo, a algunos ejemplares más recubiertos de grasa para proteger el cuerpo; con el tiempo esta característica, potenciada por la selección natural y presente en el genoma, fue aprovechada para flotar en el agua y para nadar. En relación con el lenguaje se ha supuesto por Calvin y Bickerton (2000), que el cálculo social tan corriente entre los grupos de primates, venía acompañado de ciertas vocalizaciones y sostenido por circuitos neuronales específicos, hasta que llegó un momento en el que dichas vocalizaciones se convirtieron en el lenguaje, con lo que las instrucciones genéticas originariamente destinadas a soportar el cálculo social sirvieron de base a la facultad lingüística.
El problema de estas explicaciones, sin duda ingeniosas, es el carácter absolutamente excepcional que el efecto Baldwin presenta en el conjunto de la teoría darwinista. La exaptación en Biología es poco frecuente y afecta a cualidades más bien accesorias. ¿Cómo explicar que algo tan complicado como el lenguaje se haya podido producir de dicha manera? Para entenderlo se ha propuesto toda una serie de exaptaciones sucesivas, cada una garante de una categoría o regla gramatical, lo que va claramente contra el darwinismo y lo que es peor, contra el simple sentido común.
2.3.2 La hipótesis saltacionista: los antidarwinistas
Los biólogos clásicos, contrarios a la teoría de la evolución, consideraban que el paso de unas especies a otras es absoluto, tal y como reflejan las clasificaciones zoológicas y botánicas de Linneo. Pero una vez aceptada –y resulta difícil no hacerlo– la evolución, no había otra alternativa que el saltacionismo, esto es, la hipótesis de que unas especies proceden de otras mediante un salto brusco, sin etapas intermedias. Hasta que la Genética no vino a completar el paradigma darwinista dicha propuesta pudo mantenerse sin problemas. Sin embargo, Mendel demostró que la herencia consta de caracteres discretos, los genes, y que éstos no se mezclan (lo cual haría desaparecer las variaciones favorables en pocas generaciones), sino que se combinan diversamente, a veces permaneciendo latentes, pero siempre sin perder su identidad. En estas condiciones, ¿cómo puede pasarse bruscamente de unas especies a otras? Mediante un mecanismo –aducen los saltacionistas– que completa el gradualismo adaptativo de Darwin y que ciertamente se ha comprobado en la naturaleza: la mutación. De repente la identidad de una secuencia de ADN cambia en el proceso de replicación por un error que suprime una base nucleotídica, la cambia de posición o la añade al genoma.
No es sorprendente que algunos autores como Pinker hayan pretendido explicar el origen del lenguaje de esta manera: una mutación gigantesca habría alterado el genoma de un homínido (de uno de esos australopitecinos examinados arriba) dando lugar al primer homo loquens. Es lo que los biólogos llaman con ironía una «esperanzadora historia de monstruos». Porque mutaciones, haberlas, haylas, pero para que aprovechen al organismo deben ser levísimas, de manera que afecten a una o pocas bases tan sólo. La supresión o el cambio de todo un gen –consistente en miles de bases– siempre acarrea la muerte del organismo. Realmente los autores que han propuesto la mutación como explicación del origen del lenguaje sin duda sabían mucho de Lingüística, pero casi nada de Genética. Y hay otro factor: dicha mutación tuvo que afectar simultáneamente a varios homínidos a la vez para que pudieran comunicarse, y hacerlo además en el mismo sentido, esto es, dentro de lo que sería la misma lengua. En estas circunstancias, el mito de Babel sigue suministrando una explicación más verosímil de la variación fenotípica del genotipo lingüístico humano.
2.3.3 El equilibrio interrumpido: una solución de compromiso
No debe pensarse, empero, que el saltacionismo es del todo erróneo. Excluida la explicación basada en una mutación gigantesca, la idea de que la evolución no es tan suave y gradual como quería Darwin tiene bastante fundamento. Lo demuestra el registro fósil. Es verdad que muchos procesos evolutivos son plenamente graduales, tal y como predecía la teoría de Darwin (de hecho Darwin llegó a ella comparando los fósiles de ciertos animales de Sudamérica con sus descendientes actuales: por ejemplo, se llega suavemente al caballo moderno (Equus) a partir del Pliohippus de hace cinco millones de años, a éste desde el Meryohippus de hace veinte, a éste desde el Mesohippus de hace treinta y cinco y a éste, en fin, desde el Hyracotherium de hace cincuenta, sin más que constatar un aumento gradual del tamaño y una reducción del número de dedos:
Figura 5
Pero esto no es siempre así y otras veces el registro fósil no nos permite trazar la sucesión. Siempre se había dicho que las lagunas eran imputables a deficiencias en la conservación de dicho registro. No obstante, Eldredge y Gould (1972) constataron varios casos en los que el registro fósil, muy bien conservado, prueba lo contrario del gradualismo, esto es, que en un tiempo breve (en términos geológicos) se pasó de una especie a otra, mientras que durante los larguísimos periodos de existencia de cada especie prácticamente no hubo cambios. Un ejemplo esclarecedor lo suministra la llamada explosión cámbrica de hace 530 millones de años, en la que desaparecieron miles de organismos de simetría radial (como las actuales estrellas de mar) y aparecieron los antecesores de casi todos los animales actuales, ya con simetría bilateral. El esquema temporal de esta teoría que se conoce con el nombre de «equilibrio interrumpido» (punctuated equilibrium) es el siguiente:
Figura 6
Hay que decir que esta hipótesis ha sido aplicada con éxito a la evolución de las lenguas por Dixon (1997) y por otros autores: así, el paso del latín a las lenguas románicas fue gradual en lo relativo al componente fonético, pero más bien brusco en su sintaxis textual, la cual dio un salto desde el modelo ciceroniano del latín clásico hasta una sintaxis protorromance, calcada del griego, en la versión latina de la Vulgata (siglo IV dC). Pero una cosa son las lenguas (la sintaxis textual de los evangelios latinos no deja de ser el resultado de una decisión consciente de San Jerónimo) y otra, el origen del lenguaje. Los cambios bruscos de que hablan Eldredge y Gould suponen una reorganización profunda del plan orgánico, como hemos dicho. Sin embargo si, como se suele aceptar comúnmente, el lenguaje aparece con el Homo sapiens, no se entiende cómo es posible que una innovación tan notable apenas afectase a las demás características del organismo, pues los sapiens no difieren demasiado de los erectus ni éstos de los habilis ni éstos de los australopithecus ghari, etc. El misterio sigue abierto.
2.3.4 Lenguaje y visión
En todo caso parece difícil imaginar que el lenguaje, cualquiera que fuera su primera ocurrencia, no entronque con capacidades funcionales de los animales que nos han precedido. Por supuesto que las aves vuelan porque los reptiles de las que proceden ya poseían unas extremidades membranosas con las que podían batir el aire, y a su vez los primitivos reptiles proceden de los peces porque había especies de peces que se acostumbraron a vivir en aguas poco profundas y de vez en cuando salían fuera de ellas. Cuando se plantea la cuestión de los antecedentes del lenguaje –que es diferente de la de su origen– nos encontramos una vez más con dos explicaciones alternativas: los cognitivistas, convencidos de que las lenguas sirven ante todo para re-presentar el mundo, señalan el mecanismo de la visión como el precedente más obvio; los funcionalistas, al insistir en que una lengua es sobre todo un medio de socialización, se han fijado más bien en las pantomimas gestuales que suelen practicarse en los grupos de primates. Ni qué decir tiene que ambas características son típicas de los grandes monos: se trata, junto con el ser humano, de los animales que mejor ven (en relieve y en color) y también de los animales que más tiempo invierten en imitar los gestos de sus congéneres.
Que la visión constituye un antecedente neurológico del lenguaje es un hecho probado. Los cinco sentidos tradicionales se alinean en una escala de complejidad creciente, de manera que los animales inferiores sólo poseen olfato y tacto, los intermedios añaden el gusto, y los superiores desarrollan un oído y, finalmente, una vista muy sofisticados. Por ejemplo, las orugas o los caracoles que atraviesan un camino no nos ven ni nos oyen y por eso no salen huyendo, pues no advierten nuestra presencia: es necesario que los toquemos para que se enrollen sobre sí mismos o para que se escondan en el caparazón. Estos animales se relacionan entre sí y con el entorno mediante el olfato y el gusto: el apareamiento se facilita con señales químicas (feromonas) y la nutrición probando los alimentos circundantes. Los seres humanos manifestamos la huella de estos estratos antiguos de la evolución en nuestras relaciones íntimas, en las que el olfato, el gusto y, sobre todo, el tacto, es más importante que lo que se dice o que lo que se ve.
Los animales superiores, en cambio, se basan en el oído y en la vista: ¿qué sería de una gacela si no saliese huyendo disparada ante el menor ruido sospechoso, cómo se alimentaría un águila que no fuese capaz de descubrir un conejo entre la hierba a kilómetros de distancia? Pero los sentidos no son otra cosa que procedimientos para percibir el mundo: el predador descubre que se acerca a una presa, digamos un cebú, porque huele a cebú, porque oye el típico mugido del cebú o porque ve la imagen de un cebú. El lenguaje cumple una función parecida: si otro predador le pudiese explicar que detrás de aquellos árboles hay un cebú, el primero obraría en consecuencia. No es sorprendente, por tanto, que ya en el siglo XIV el filósofo mallorquín Ramón Llull escribiese un tratado (De affatu sive de sexto sensu) en el que se propone tratar el lenguaje como el sexto sentido. Hoy en día ello resulta evidente. Comparando el lenguaje con el más desarrollado de los sentidos, que es la visión, podríamos decir que, mientras que el ojo reproduce en la retina y luego en el cerebro una imagen de una escena del mundo, el lenguaje reproduce una representación alternativa mediante una oración:
Figura 7
¿Pudo influir el sustrato neurológico de la visión en la aparición del sustrato neurológico del lenguaje? Hasta cierto punto sí, aunque no hay que olvidar que en el ser humano moderno ambos procesos cognitivos son relativamente independientes, como ya notó Aristóteles cuando advirtió que los ciegos de nacimiento no tienen ningún problema para aprender a hablar. Sin embargo, hay datos que apoyan una correlación estrecha entre ambas facultades. Por ejemplo, las áreas cerebrales del lenguaje y de la visión son diferentes, las del lenguaje se asientan en el lóbulo frontal (área de Broca) y en el temporal (área de Wernicke), mientras que el córtex visual se sitúa en el lóbulo occipital. No obstante, últimamente se ha descubierto que el nervio óptico procedente de la retina no termina en el córtex visual, sino que continúa hacia adelante y se divide en dos ramas, una dorsal que pasa junto al área de Broca y otra ventral que es contigua al área de Wernicke:
Figura 8
Esto no sería especialmente interesante si no fuese porque las funciones desempeñadas en la visión por la rama dorsal son las mismas que las del área de Broca en el lenguaje y porque las funciones desempeñadas por la rama ventral en la visión se parecen a las del área de Wernicke en el lenguaje: la rama dorsal del nervio óptico y el área de Broca se ocupan de la codificación (de las relaciones espaciales y de movimiento en el primer caso, de la sintaxis en el segundo); la rama ventral y el área de Wernicke son el asiento de los procesos de descodificación (del reconocimiento de objetos en el primer caso y de la semántica en el segundo).
2.3.5 Lenguaje y actividad motora
La relación lenguaje-visión atiende al aspecto receptivo de la facultad lingüística, a su capacidad para representar el mundo. Cuando la atención se centra en la capacidad productiva, es inevitable que volvamos nuestra atención a las actividades motoras de los primates. ¿Acaso existe algún procedimiento no lingüístico de representar activamente escenas del mundo para comunicárselas a otros individuos de la misma especie? Evidentemente existe: es la pantomima. Cualquiera que se asome a la jaula de los monos en el zoo se dará cuenta de que están continuamente haciendo gestos y visajes con los que imitan acciones que son una forma de comunicación: el mono que simula comer nos está pidiendo comida. No es aventurado suponer que esta habilidad tuvo algo que ver en el origen del lenguaje: al fin y al cabo los seres humanos, cuando se encuentran en un país de lengua desconocida, intentan darse a entender por señas y la misma conversación ordinaria se acompaña constantemente de gestos. Por lo demás, visión y gestualidad son dos caras de la misma moneda, pues los gestos comunican en tanto se ven.
Tomasello (1995) y sus colegas han estudiado los gestos de los que se sirven los gorilas del zoo de San Francisco y han descrito hasta treinta gestos diferentes, cada uno con un significado. Es verdad que estos animales también emiten algunos gritos. Pero hay una diferencia fundamental: mientras que los gritos se producen con independencia de que haya otro gorila presente o no (lo cual indica que son una expresión de emociones, no un intento de establecer comunicación), los gestos se emiten siempre cuando el otro está mirando y normalmente provocan reciprocidad, esto es, son contestados por otro gesto.
Lo anterior hace plausible la hipótesis de que los gestos manuales y faciales desempeñaron algún papel en el surgimiento del lenguaje. Así lo demuestran los experimentos, aludidos arriba, en los que se enseñó lengua de signos a los chimpancés y también la propia existencia de la lengua de signos. Durante siglos ser sordo era una tragedia porque los niños que nacían privados del sentido del oído quedaban aislados de la sociedad y del lenguaje e, inevitablemente, terminaban siendo deficientes mentales. Desde que son criados y escolarizados en lengua de signos, el cambio ha sido espectacular: mientras su cerebro madura, esto es, hasta que cumplen siete años, reciben mensajes y los producen en una lengua como cualquier otra, la lengua de signos, con la única salvedad de que su canal no es vocal, sino visual. Estas lenguas de signos no difieren estructuralmente de las orales: aunque las gesticulaciones con las que se acompaña el discurso oral no suelen poder analizarse en unidades discretas, en cambio las lenguas de signos sí lo son, surgen de la asociación arbitraria entre un conjunto de queremas o posturas tipificadas (el equivalente de los fonemas) y de sentidos correlativos.
La pregunta es cómo se logró pasar del gesto a la palabra, que es un gesto vocal. McGurk y MacDonald (1976) comprobaron que cuando se graba un sonido como ga en la banda sonora de una cinta de vídeo en la que una garganta está diciendo ba, se oye la sílaba da, es decir, la articulación dental intermedia entre la velar oral y la labial visual. El así llamado efecto McGurk demuestra que el surgimiento del lenguaje oral no fue ajeno a sus orígenes gestuales. Y es que, en realidad, las articulaciones fonéticas no dejan de ser gestos realizados con el aparato fonador: hay autores que piensan que lo que sucedió es que cada gesto manual se acompañaba de un gesto vocal silencioso (como cuando estamos recitando de memoria y en silencio un discurso) y que con el tiempo el gesto vocal acabó predominando.
2.4 El lenguaje y la conciencia
2.4.1 La imitación. Las neuronas especulares
La relación entre ambos componentes de la percepción pre-lingüística, el visual pasivo y el gestual activo, no se comprendía bien hasta que hace poco Rizzolatti (1998) y el equipo de neurólogos que dirige hicieron un descubrimiento espectacular: las neuronas especulares (mirror neurons). Se trata de unas neuronas ubicadas en la zona F5 del lóbulo frontal del cerebro de los monos, las cuales se activan cuando dichos monos hacen algo (saltar, tomar un plátano, agarrar a un compañero...), pero también cuando están viendo a otro mono que lo hace.
Que una re-presentación visual pasiva tenga el mismo sustrato neuronal que una cenestesia activa sugiere que la evolución pudo conducir perfectamente a una habilidad que conjuga ambas capacidades. Dicha habilidad podría haber sido, en el ser humano, el lenguaje, el cual consta de un momento codificador activo (como hablante) y de un momento descodificador pasivo (como oyente): al fin y al cabo, aunque ambos procesos no sean del todo paralelos, saber una lengua es ser capaz de producir y de entender mensajes en dicha lengua al mismo tiempo. Esta hipótesis se refuerza considerablemente cuando se añade que la zona cerebral F5 de los monos corresponde precisamente al área de Broca (el área lingüística por excelencia) en la especie humana.
2.4.2 La memoria. El aumento de encefalización
Lo anterior constituye un prerrequisito necesario para el surgimiento del lenguaje, pero no suficiente. Esto es debido a que hablar una lengua no sólo supone ser capaz de representar verbalmente el mundo: también implica poseer una enorme memoria léxica de la que se extraen elementos con los que construimos informaciones pasadas o simplemente imaginarias. Los intentos de enseñar lengua de signos a los primates siempre han fracasado en este punto: los chimpancés son animales inteligentes que lograban aprender a decir los equivalentes signados de quiero plátano, tengo frío o dame la mano, pero que nunca lograron expresar mensajes tan sencillos y habituales para cualquier ser humano como ayer me dolía la cabeza, este verano iremos a la playa o yo haré de vaquero y tú, de indio (dicho por unos niños que se disponen a jugar). Hay varias razones que explican el fracaso de los chimpancés, pero la más obvia es que su vocabulario es muy limitado. Por esto, también, la cultura que llega a desarrollarse en los grupos de primates no deja de ser bastante rudimentaria: cualquier lengua es el depósito de la cultura que los seres humanos que la hablan han ido construyendo a lo largo del tiempo y consta de varias decenas de miles de términos léxicos que contraen relaciones complejas.
Los psicólogos suelen distinguir dos tipos de memoria, la memoria corta, que es una memoria reproductiva (como la de una grabadora), y la memoria larga, que es una memoria creativa (como una serie de archivos de ordenador vinculados a un programa): la memoria corta nos permite recordar el enunciado que acabamos de oír (hasta unas siete palabras más o menos) y reproducirlo literalmente; la memoria larga nos permite construir relatos, por ejemplo contarle a alguien lo que ocurrió ayer. Los primates que han aprendido lengua de signos, incapaces de recordar el pasado o de construir el futuro, sólo parecen tener memoria corta: es fácil comprender que las neuronas especulares son el instrumento neuronal que les permite repetir secuencias aprendidas previamente.
La aparición de la memoria larga no fue posible sin un aumento espectacular de los circuitos neuronales. En términos informáticos diríamos que el problema que debió resolver la evolución no estribaba en el programa, sino en el disco duro, el cual tuvo que incrementar su capacidad. Ya hemos visto que este salto tuvo lugar al pasar de los australopitecinos al género humano y culmina con el Homo sapiens cuyo cerebro tiene el triple de volumen –y presumiblemente de capacidad de almacenamiento de información– que el de los primates. Lo que activó el crecimiento del cerebro no fue, sin embargo, la necesidad de almacenar informaciones sobre el mundo exterior, pues la gran cantidad de conocimientos que atesora un ciudadano moderno es relativamente reciente: los seres humanos de cualquier aldea medieval o de un poblado neolítico sabían muchas menos cosas que nosotros, pero su cerebro era prácticamente como el nuestro. Lo que catalizó el desarrollo de la capacidad mnemotécnica, y con ella el desarrollo del volumen del cerebro, fue el incremento de las informaciones relativas a los demás miembros del grupo.
Aiello y Dunbar (1993) han establecido una correlación entre el tamaño del grupo social de primates y el del cerebro. Aplicando esta misma fórmula a los seres humanos, resulta que el tamaño de nuestro cerebro corresponde a un grupo de unos ciento cincuenta individuos. Es evidente que un humano adulto se relaciona con más personas (en torno a trescientas o cuatrocientas) y en ciertas profesiones (profesores, políticos, periodistas) con muchísimas más. ¿Qué ocurrió? Según estos autores, la cohesión del grupo de primates viene asegurada por el acicalamiento mutuo (grooming), en particular por el espulgado, el cual les suele llevar un 30 % del tiempo que están despiertos. Pero esto tiene un límite: en cuanto el grupo empieza a crecer, tendrían que estar siempre acicalándose sin hacer nada más. Aquí intervendría el lenguaje: al desarrollarse una capacidad de memoria (memoria larga) y una forma de relación, la charla o cotilleo (gossip), que requieren menos tiempo porque se dirigen a muchos a la vez, el grupo puede crecer sin tasa, como en efecto ocurrió en los humanos. Sólo cuando el incremento de los conocimientos alcanzó nuevamente un límite insoportable tuvieron que venir en ayuda de la humanidad sucesivas revoluciones tecnológicas: la de la escritura, la de la imprenta y, ahora, la digital.
2.4.3 La intencionalidad
Con todo, para que haya lenguaje no basta ni con la capacidad de codificar o descodificar indistintamente ni con la de almacenar una gran cantidad de información. Los ordenadores hacen ambas cosas con notable perfección y no por ello llegan a reemplazar a los hablantes, a pesar de que en muchos otros trabajos (calcular, jugar al ajedrez, componer música, etc.) sustituyen con ventaja al ser humano medio. Durante décadas el desarrollo espectacular de la inteligencia artificial (IA) hizo concebir esperanzas en este sentido. Hoy, pese a las profecías de ciertos informáticos, empezamos a ser conscientes de que dicho empeño es imposible; por ejemplo, Steels (1999) ha intentado programar robots (los AIBO) como si fuesen niños que están aprendiendo una lengua y ha alcanzado resultados notables en el procesamiento de textos descriptivos y argumentativos, pero no en la conversación de cada día.
La razón de estos fracasos es que a la conversión de las neuronas especulares en neuronas lingüísticas y al desarrollo de una gran capacidad mnemotécnica hay que añadir un tercer factor: la intencionalidad. Los seres humanos tienen un comportamiento intencional, los animales no: el lenguaje, que distingue a unos de otros, es la manifestación más palpable de la intencionalidad. Lo que ya no está tan claro es cuál puede ser el sustento neuronal de la intencionalidad.
Sperry (1982) realizó numerosos experimentos de desconexión de ambos hemisferios e hizo una propuesta interesante al observar que lo que caracteriza al cerebro humano, frente al de todos los demás animales, es su asimetría neocortical. Mientras que las funciones motoras y sensoriales (que compartimos con los animales) se presentan duplicadas, las funciones superiores de la especie humana o se ubican en el hemisferio izquierdo o lo hacen en el hemisferio derecho, pero no
El resultado de esta diferencia entre hemisferios es la especialización: cada hemisferio se ocupa de funciones cognitivas que al otro se le dan mal y que encuentra desagradable realizar, a no ser que una lesión obligue a reordenar las funciones, lo que, dada la plasticidad del cerebro, muchas veces es posible. Como se puede ver, las dominantes perceptivas propias del simio (la visual y la gestual) están en el hemisferio derecho. Cuando el cerebro de los homínidos desarrolló unos correlatos asimétricos de las mismas en el otro hemisferio (lenguaje, música, cálculo), surgió un animal dotado de intencionalidad, tal vez porque pudo captar la realidad de más de una manera, lo cual constituye el primer paso para programar un mundo que todavía no existe, que en esto consiste el pensamiento intencional.
2.5 Fases del desarrollo del lenguaje
Lo que sabemos del desarrollo del lenguaje es forzosamente hipotético, pues las lenguas, antes de la invención de la escritura, no dejan huellas fósiles. Aun así, podemos aventurar que existieron al menos tres fases: la del protolenguaje, la fase simbólica y la fase combinatoria.
2.5.1 La fase prelingüística
Bickerton (1990) hizo hace algunos años un descubrimiento muy interesante cuando observó que el habla de los niños menores de dos años, las prácticas comunicativas de los chimpancés a los que se ha enseñado lengua de signos, los pidgins (modalidades rudimentarias que surgen cuando dos comunidades de lengua distinta entran en contacto) y la lengua aprendida tardíamente por los llamados niños lobo tienen la misma estructura. Todas estas protolenguas constan de expresiones de dos o tres palabras, sin morfología (es decir, sin flexiones) ni sintaxis (sin palabras funcionales, como artículos o preposiciones, y sin un orden estable):
(Genie fue una niña californiana que estuvo encerrada desde que nació en una habitación sin hablar hasta que los servicios sociales la rescataron cuando tenía doce años: entonces empezaron a enseñarle el inglés, pero nunca lo dominó más allá de las muestras de arriba; el rusonorsk es un pidgin desarrollado entre marineros rusos y escandinavos en el mar del Norte).
Bickerton supone que esta fase, que llama protolenguaje, la poseemos esclerotizada en nuestro cerebro y es el recuerdo morfogenético de etapas anteriores de la evolución. Por eso se manifiesta en los chimpancés que aprenden lengua de signos (como huella filogenética) y en los primeros años de la vida del niño o en los niños lobos adultos que interrumpieron su proceso de maduración cerebral (como huella ontogenética). Menos razonable resulta su pretensión de que el protolenguaje reaparece cuando estamos emocionalmente excitados, en el habla entrecortada de los borrachos o de los coléricos, porque realmente estas personas no hablan así (usan la gramática completa, aunque les suelen faltar las palabras).
2.5.2 La fase simbólica
La fase siguiente ya es exclusiva del ser humano y consiste en el empleo de símbolos. Se suele pensar que un símbolo es simplemente una forma (fonética o gestual) que evoca un contenido, algo así como el signo saussureano. Sin embargo, Deacon (1997) puso de manifiesto que esto no es así, pues en este caso los primates de los experimentos con lengua de signos usarían símbolos y tendrían lenguaje. La simbolización no sólo implica que el significante evoca un significado arbitrario, sino también que los significados se relacionan entre sí creando una red de asociaciones en las que el sentido se está recreando constantemente: es lo que F. de Saussure llamó el valor.
En otras palabras, que primero se dio el icono (en muchos animales inferiores la visión de un predador evoca el predador), luego el índice (una señal sugiere un sentido diferente de ella: las huellas de un animal nos llevan a seguirle la pista y así lo entienden los animales superiores como los perros cazadores) y finalmente el símbolo (exclusivo de la especie humana):
Figura 9
2.5.3 La fase combinatoria
La última fase es la de surgimiento de la sintaxis. No está claro cómo se produjo. Los gramáticos han llamado repetidamente la atención sobre el hecho de que la sintaxis de las lenguas naturales es disfuncional, es decir, que presenta una serie de características formales que no se justifican adaptativamente por su adecuación al entorno: orden de palabras caprichoso, estructura jerárquica, reglas de movimiento, proformas y huecos estructurales vacios, etc.
Últimamente se ha intentado explicar dicha fase combinatoria a partir del concepto de emergencia, que es una noción operativa de la teoría de la complejidad. Esta teoría matemática da cuenta de la aparición (emergencia) de nuevos niveles estructurales cuando el nivel anterior llega a un grado de complejidad excesivo en las relaciones de los elementos. Por ejemplo, las termitas que construyen un termitero lo hacen sin plan ni arquitecto y, sin embargo, llegan a construir nidos verdaderamente asombrosos desde el punto de vista arquitectónico. Lo que sucede es que cada insecto deposita su carga siguiendo la huella química (feromona) del insecto que le precedió, con lo que a la postre se privilegian ciertos espacios (en los que se acumulan los materiales de construcción) en detrimento de otros.
Los neurólogos han descubierto que el objeto más complejo que existe es precisamente el cerebro humano y que la acumulación de miles de millones de neuronas y de sinapsis neuronales en un espacio reducido forzosamente ha de dar lugar a estructuras combinatorias emergentes. La sintaxis de las lenguas parece haber sido una de ellas, según propuso Chomsky (1995) y ha desarrollado Berwick (1998) en términos de teoría de la complejidad.
2.5.4 Los fósiles del lenguaje
Estas tres etapas, la prelingüística, la simbólica y la combinatoria, se habrían sucedido, supuestamente, en el origen del lenguaje. Por desgracia, la única que podemos registrar en el niño es la primera, el protolenguaje: las otras dos aparecen conjuntamente a partir de los dos años, y aun puede decirse que, mientras las estructuras sintácticas básicas se dominan ya a los diez o doce años, no dejamos de incorporar (y de perder) términos léxicos a lo largo de toda nuestra vida.
No hay, pues, fósiles lingüísticos que den cuenta, durante el desarrollo verbal del niño, de estas etapas. Lo que sí se ha hecho es proponer restos lingüísticos que, presumiblemente, quedarían fosilizados en el código como recuerdo de etapas anteriores. Jackendoff (2002) ha propuesto tres que se darían sucesivamente: las interjecciones, los adverbios y las estructuras predicativas. La primera sugerencia es razonable, ya que las interjecciones responden a leyes fonológicas distintas de las habituales (secuencias como /pst/ o /brrm/ son imposibles en español) y probablemente remiten al segundo cerebro del que hablábamos arriba (el protomamífero), que es el asiento de las emociones, de donde nace la interjección. En cambio, resulta muy improbable que la fase fósil siguiente la representen los adverbios, como quiere Jackendoff, pues su significado es muy abstracto (probablemente, tal vez, en mi opinión) y refleja un estadio cultural avanzado. Más verosímil es que las estructuras predicativas correspondan a un estadio fósil, dado que se trata de esquemas de acción o proceso que reflejan la estructura del mundo, aunque hay que decir que las distintas lenguas tienen esquemas actanciales no siempre coincidentes para representar la misma situación exterior (piénsese en las oraciones nominativas frente a las ergativas, por ejemplo).
2.6 Fundamentos genéticos del lenguaje
2.6.1 ¿Existen los genes del lenguaje?
Cualquiera que sea la razón, endógena o exógena, que dio lugar al lenguaje en la especie humana, lo que resulta evidente es que somos el único animal que lo posee y, por tanto, que nuestros genes están implicados en ello. Por supuesto, este es el punto de vista de los que sostienen que la facultad del lenguaje es innata y que existe un módulo lingüístico específico determinado genéticamente. Pero también desde el punto de vista contrario se llega a esta conclusión. Porque, aun suponiendo que el niño adquiere la lengua enteramente con el concurso de su inteligencia general, habrá que admitir que dicha inteligencia, propiciada igualmente por instrucciones del genoma, lo diferencia de los animales –como es obvio–, pero también diferencia esta capacidad de otras consideradas fruto de la inteligencia. Todos los seres humanos aprendemos nuestra lengua materna con la misma facilidad y más o menos con parecida perfección, pero no aprendemos igual a hacer ecuaciones, a mantener relaciones sociales o a bailar. Quiere decirse que, aun suponiendo que el lenguaje remonta a la inteligencia general, es necesario entroncarlo con una parte especialísima de la misma: la que se ocupa del lenguaje y sólo de él.
2.6.2 Alteraciones genéticas del lenguaje
Una prueba de que el lenguaje guarda relación con los genes es que últimamente se han descubierto alteraciones de la capacidad lingüística debidas a mutaciones genéticas. El caso más famoso es el de una familia inglesa, la familia KE, en la que una alteración del gen FOXP2, que está en la rama corta del cromosoma 7, acarrea una serie de desórdenes lingüísticos conocidos como trastorno específico de lenguaje. Así, Gopnik (1991) observó que más o menos la mitad de los miembros de la familia tenían problemas con las reglas gramaticales: por ejemplo, aprendían y retenían el plural de palabras familiares de uso frecuente, pero no disponían de una regla general para formar el plural de las palabras nuevas. La razón, según esta investigadora, es que había mutado el alelo de un gen autosómico (no sexual) y dominante: todo lo que había sucedido es que una Guanina había sido reemplazada por una Adenina (!). Luego se detectó este trastorno en otras familias de otras lenguas, así como otras enfermedades implicadas igualmente en el lenguaje (el síndrome de Tourette, por ejemplo).
2.6.3 Código genético y código lingüístico
Con todo, no se debe exagerar la importancia de este y de parecidos descubrimientos. Utilizando un símil, diremos que los estados de ánimo dependen en alto grado del nivel de dopamina en sangre y que éste está condicionado genéticamente. Pero, aunque todos sabemos que hay personas que son alegres por naturaleza y otras que son más tristonas, esto no quiere decir que los seres humanos no podamos controlar nuestra alegría o nuestra tristeza. Al contrario: precisamente porque seguimos las leyes de la libertad y no sólo las de la necesidad, la grandeza de la condición humana estriba en que siempre se ha rebelado contra el imperio de la naturaleza, aunque con suerte variable.
Por eso en los últimos años se ha ensayado un camino diferente. Lo abrió hace más de un cuarto de siglo Jakobson (1971) cuando nota que existen coincidencias verdaderamente sorprendentes entre el código genético y el código lingüístico:
Los descubrimientos espectaculares realizados estos últimos años en el terreno de la genética molecular son presentados por los investigadores mismos en términos tomados de la lingüística y de la teoría de la información... Cada palabra comprende tres subunidades de codificación llamadas «bases nucleotídicas» o «letras» del «alfabeto» que constituyen el código. Este alfabeto comprende cuatro letras diferentes «utilizadas para enunciar el mensaje genético». El «diccionario» del código genético comprende 64 palabras distintas que, teniendo en cuenta sus elementos constitutivos, se denominan «tripletes», pues cada uno de ellos forma una secuencia de tres letras; sesenta y uno de estos tripletes tienen una significación propia y los otros tres no se utilizan aparentemente más que para señalar el final de un mensaje genético... Por consiguiente, podemos afirmar que, de todos los sistemas transmisores de información, el código genético y el código verbal son los únicos que están fundados en el empleo de elementos discretos que, en sí mismos, están desprovistos de sentido, pero que sirven para constituir las unidades significativas mínimas, es decir, entidades dotadas de una significación que les es propia en el código en cuestión... El paso de las unidades léxicas a las unidades sintácticas de grados diferentes corresponde al paso de los codones a los «cistrones» y «operones», y los biólogos han establecido el paralelo entre estos dos últimos grados de secuencia genética y las construcciones sintácticas ascendentes, y las constricciones impuestas a la distribución de los codones en el interior de estas construcciones han sido llamadas «sintaxis de la cadena de ADN». La lingüística y las ciencias emparentadas con ella tratan principalmente del circuito del discurso y de las formas análogas de intercomunicación, es decir, de los papeles alternantes del destinatario y del receptor que da una respuesta, ya sea manifiesta, ya sea por lo menos muda, a su interlocutor. En cuanto al tratamiento de la información genética se dice que es irreversible: «el mecanismo de la célula no puede traducir más que en un solo sentido». Sin embargo, los circuitos reguladores descubiertos por los genetistas –la represión y la retroinhibición– parecen presentar una ligera analogía en el plan molecular con lo que es el diálogo para el lenguaje.
Las palabras de Jakobson despertaron un cúmulo de expectativas que el tiempo no ha confirmado. Tal vez ello sea debido a que el punto de partida de la homología «código lingüístico-código genético» estaba equivocado. Los primeros biólogos moleculares hablaban, en efecto, de un «alfabeto» de cuatro «letras» que daba lugar a sesenta y cuatro «palabras» de tres letras cada una. Este código presentaba doble articulación, según nota Jakobson: cada palabra consta de un sonido (sus tres letras integrantes) y un sentido (el aminoácido al que remite), pero, a su vez, el sonido es descomponible en cada una de las letras, que son ácidos nucleicos.
La magia de los vocablos es peligrosa y puede llevar demasiado lejos. A menudo se olvida que no sólo proponemos analogías injustificadas los lingüistas cuando tomamos metafóricamente las leyes de la naturaleza y construimos toda una metodología supuestamente científica a base de transplantarlas al dominio del lenguaje. El error de los neogramáticos también se ha dado en sentido contrario, también ha habido científicos naturales que han adoptado metáforas lingüísticas mal planteadas y peor resueltas: tal vez el caso de la Biología molecular sea paradigmático. ¿En qué sentido podemos considerar los cuatro ácidos nucleicos (Adenina, Timina-Uracilo, Citosina, Guanina) como «letras» y sus cadenas de tres ácidos nucleicos como «palabras»?
Por lo pronto, adviértase que la justificación que dan los biólogos es bastante pobre: como con cuatro ácidos nucleicos sólo son posibles 16 palabras de dos letras (42), es necesario utilizar tripletes, lo que permite 64 combinaciones (43) para un código degenerado de sólo 20 aminoácidos; ello da lugar al conocido inventario de aminoácidos, altamente redundante: UUU, UUC (Fenilalanina), UCU, UCC, UCA, AGU, AGC, UCG (Serina), CAU, CAC (Histidina). Este código presenta alguna analogía con las palabras de las lenguas naturales. Así, el orden de las letras es pertinente, de forma que CAU es Histidina y UAC es Tirosina, como sal no significa lo mismo que las, por ejemplo. Pero las diferencias son mucho más importantes que las semejanzas. Lo primero que llama la atención es la tremenda redundancia de estas supuestas palabras. Parece evidente que para denominar a veinte aminoácidos, eran suficientes las dieciséis palabras posibles de dos letras más las cuatro posibles de una sola letra. El hecho de que tengamos sesenta y cuatro resulta un desperdicio incomprensible. Los biólogos tratan las seis denominaciones de la serina, por ejemplo, como homónimos contextuales. Sin embargo, nada demuestra que así sea: las intervenciones practicadas por la ingeniería genética no piden que un aminoácido sea evocado por una determinada secuencia de letras, sino por alguna de las que le corresponden sin más. De otra parte, tampoco se entiende la limitación a tres letras: podríamos haber tenido aminoácidos asociados a cadenas de cuatro o cinco letras también. Las lenguas naturales desaprovechan muchas más secuencias de las que llegan a realizar efectivamente: en español existen rosa, raso, roas, aros y oras, pero hasta ahora no hay palabras como *saro, *sora, *orsa, *arso, aparte de otras secuencias ajenas a las leyes fonológicas de esta lengua como *aors, *rsoa, etc.
Más cuestionable todavía resulta el concepto de «doble articulación» tal y como se ha interpretado en relación con el código genético. Evidentemente los codones participan a su vez en unidades más amplias (operones, cistrones, etc.), es decir que no es que tengamos sólo dos dominios, sino un dominio de unidades con sonido y sentido y un dominio de unidades con sólo sonido, con independencia de que cada uno presente varios niveles de articulación interna por su parte. Pero la analogía que se establece con el lenguaje está mal planteada:
1) En el lenguaje, tiene una rosa en la solapa es una secuencia de sonido y sentido cuyo significado no se reduce a la suma de los sentidos de tiene, una, rosa, en, la y solapa, sino que, aparte de estos contenidos, hay también un esquema oracional y unos esquemas frásticos que se superponen a los mismos y que realmente los determinan (en estaba más fresco que una rosa el sentido de rosa es muy diferente). Lo que importa es que, al fragmentar la secuencia tiene una rosa en la solapa, los distintos fragmentos que se van obteniendo, primero tiene una rosa, luego una rosa y, por fin, rosa, siguen siendo unidades de la primera articulación, es decir, de sonido-sentido. En cambio, al fragmentar rosa, primero como /ro/ (frente a /sa/) y luego como /o/, se llega a unidades a las que de ninguna forma podríamos atribuir un sentido, es decir, a unidades de la segunda articulación. Esto se aprecia claramente cuando se procede a un análisis de los rasgos simultáneos propios de rosa (último fragmento de la primera articulación) y de /o/ (último fragmento de la segunda articulación): rosa es [inanimado], [vegetal], [flor], etc.; en cambio, /o/ es [vocal], [velar], [posterior]. Nada tienen en común el rasgo [flor] y el rasgo [velar], pertenecen a dos mundos incompatibles.
2) En el lenguaje de la vida las cosas no funcionan así. Se dice que una secuencia como UCA asocia el sentido «serina» y se descompone en los sinsentidos sucesivos «uracilo + citosina + adenina». Pero, ¿por qué debemos considerar la serina como un sentido y estos tres compuestos como elementos del sonido? El primero es un aminoácido, los segundos son ácidos nucleicos. La fórmula química del radical seril de la serina es:
la fórmula de la citosina (las de la adenina y el uracilo son parecidas) es:
¿Qué diferencias relevantes existen entre uno y otro? Desde el punto de vista químico muy pocas, en realidad se componen de los mismos elementos, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y carbono, aunque dispuestos en proporciones y estructuras diferentes. Lo que nos hace ver un salto de articulación entre la serie UCA y la serina es que la serina no es la suma de estos tres ácidos nucleicos, sino que, simplemente, la sucesión «uracilo + citosina + adenina» en la cadena de ARN tiene el efecto de asociar una serina en la cadena polipeptídica, efecto que también se lograría con otras secuencias como AGU, UCC, UCU, etc. Más que un salto de articulación, lo que tenemos es una asociación arbitraria.
2.6.4 Equivalencias formales
Ante estas dificultades se han ensayado nuevos caminos (López García, 2002). Es prematuro extraer conclusiones sólidas, pero lo cierto es que adoptando un punto de vista diferente se llega a resultados sorprendentes. Dicho punto de vista ha consistido en sugerir que el equivalente del codón podría ser la frase, que consta de «Especificador + Núcleo + Complemento» y que el equivalente del aminoácido asociado al codón es el sentido funcional ligado a la frase. A partir de aquí es posible desarrollar una gran cantidad de correlaciones formales entre ambos códigos, el genético y el lingüístico, cuyo verdadero significado y cuya importancia para comprender el problema del origen del lenguaje están todavía por evaluar.
Lecturas recomendadas
AA.VV (2003): Del crit a la paraula. Fonaments biológics del llenguatge, número 39 de Mètode. Revista de difusió de la investigació.
Universitat de València.
Número monográfico de esta conocida revista de divulgación científica dedicado al origen del lenguaje. Los artículos son muy claros y la síntesis que desarrollan resulta muy útil. Contiene trabajos sobre génetica y lenguaje, sobre patologías lingüísticas, sobre comunicación animal, sobre el desarrollo del proceso de hominización, sobre cognición lingüística y sobre inteligencia artificial, así como sendas entrevistas a Noam Chomsky y a Per Aage Brandt.
DIAMOND, A. S. (1974): Historia y orígenes del lenguaje.
Madrid, Alianza.
En esta obra se pasa revista a las principales propuestas que se han venido dando, antes de la época moderna, sobre el tema controvertido del origen del lenguaje.
LENNEBERG, Eric (1975): Fundamentos biológicos del lenguaje.
Madrid, Alianza.
Es el libro clásico sobre la materia. Con gran claridad y sencillez se va pasando revista a todos los aspectos biológicos relacionados con el lenguaje. Se recomienda como ampliación general al capítulo.
LORENZO, Guillermo y Víctor LONGA (2003): Homo loquens. Biología y evolución del lenguaje.
Lugo, Tris Tram.
Trabajo en el que se examinan todos los condicionamientos evolutivos que pudieron incidir en el surgimiento del lenguaje. Especialmente indicado para comprender la polémica planteada con las propuestas darwinistas. Su posición es empirista.
MENDÍVIL GIRÓ, José Luis (2003): Gramática Natural. La Gramática Generativa y la Tercera Cultura.
Madrid, Antonio Machado.
Un libro de nivel avanzado en el que se intenta responder, desde la perspectiva de la gramática generativa, al doble entronque, natural y cultural, del lenguaje. Su posición es humanística.