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PATRIA, NACIÓN, NACIONALIZACIóN: EL CASO PORTUGUÉS EN EL SIGLO XIX

Sérgio Campos Matos Universidade de Lisboa

Portugal es frecuentemente tratado como uno de los Estados-nación más «homogéneos» y antiguos de Europa: desde un punto de vista religioso y lingüístico, dotado de un espacio territorial de fronteras definidas de forma temprana (tratado de Alcanices, 1297), sin conflictos étnicos y regionales significativos, y que, en contraste con otros casos, se caracterizaría por una fuerte identidad nacional. En esta visión histórica se acentúa una representación unitaria de la nación portuguesa. Sin embargo, es importante revisitar el lenguaje de la cultura histórica nacionalista del siglo XIX, en contextos históricos bien delimitados, teniendo en consideración los debates que entonces se producían. ¿Había sido tan unitario? ¿Cómo contribuyó a la construcción de una sociedad de ciudadanos y de un sentido de la unidad nacional? Ese lenguaje no fue producido fuera del campo social y político. La escuela, las fuerzas armadas, los sistemas electorales, las políticas de transportes y comunicaciones y las estrategias de memoria nacional fueron también relevantes en ese sentido. Sin embargo, el tema de la indiferencia y el alineamiento de los portugueses en relación con la res publica fue una constante en el discurso político, asociado al lugar común de la decadencia y de la ausencia de un espíritu de ciudadanía.

Portugal también ha sido visto como un caso singular en la Europa de las naciones del siglo XIX. Eric Hobsbawm llegó a situarlo entre los «few enough genuinely homogeneous nation-states» europeos.1 La ya referida unidad lingüística y religiosa, la ausencia de conflictos étnicos, la homogeneidad institucional y la ausencia de poderes regionales intermedios entre el estado central y los poderes locales, bien evidentes en los siglos XVII y XVIII,2 parecen apuntar en el sentido de la singularidad portuguesa. Aceptando esta tesis, es importante subrayar, sin embargo, los siguientes aspectos:

1) Nación-estado (o estado-nación) corresponde a un ideal de homogeneidad de las comunidades nacionales perseguido por los estados europeos ochocentistas, que implica una identificación entre tres conceptos: nación, estado y pueblo. El intento de concreción de este ideal ha dado unos resultados más o menos aproximados pero nunca conseguidos por completo: la construcción de una nación y de un estado modernos es un proceso complejo3 que siempre encuentra obstáculos naturales, de transportes y comunicaciones, además de obstáculos sociales más o menos evidentes.

2) En el caso portugués, la profunda diversidad regional se evidencia en la acentuada diferencia entre el litoral y el interior y, sobre todo, entre el norte atlántico y el sur mediterráneo, ya sea desde el punto de vista climático o del relieve, ya desde el de la propiedad o ya desde el de los comportamientos religiosos y políticos.4 Esta diferencia norte/sur tiene raíces muy antiguas y fue señalada por geógrafos, historiadores y etnólogos desde finales del XIX: Basílio Teles, Alberto Sampaio, José Leite de Vasconcelos o, más recientemente, Orlando Ribeiro.5 También se ha destacado el carácter fragmentado del territorio, poco integrado, caracterizado por enraizados localismos.6

3) Cabe destacar la presencia de una fuerte corriente crítica en relación con el centralismo de inspiración francesa, con argumentos naturalistas e históricos por parte de autores de formaciones ideológicas muy diversas –Alexandre Herculano, Henriques Nogueira, Manuel Emídio Garcia y ya en el siglo XX, en otro sentido, António Sardinha– que se movilizaron en defensa del poder local.7 Esta corriente se inspiraba en el pensamiento de Tocqueville, Vacherot o Proudhon y en los historiadores que habían revelado la dinámica autónoma de las ciudades medievales en sus combates contra la nobleza (Thierry, Guizot).8 Con estos argumentos se criticaba la política de eliminación (y concentración) de los concejos locales y el refuerzo de la tutela del poder central sobre ellos. Sin embargo, en Portugal, y en contraste con lo que sucedió en España, así como en Francia,9 y exceptuando el caso de las islas Azores, el provincialismo vendría ya en el siglo XX a reducirse a una cuestión de «mayor o menor grado de autonomía de los poderes locales, a algunos levantamientos populares contra las anexiones de concejos y parroquias, o a querellas entre poblaciones a propósito de las fronteras que dividían parroquias o municipios».10

4) Cabe destacar que, sin embargo, hubo resistencias sociales a la construcción del Estado liberal y de la nación (teniendo en cuenta el final de la Guerra Civil entre liberales y partidarios del Antiguo Régimen político en 1834) a partir de 1832: resistencia a reformas políticas y administrativas emprendidas (caso de la legislación de 1832 que creó una nueva estructura administrativa centralizadora, de inspiración francesa); revueltas y guerrillas en diversas regiones, generalmente movimientos sociales de sentido antiliberal,11 de oposición a los entierros en los cementerios vinculados a un proyecto higienista e secularizador (decretados en 1835 y 1845), de resistencia a la tributación y al reclutamiento militar obligatorio;12 resistencia a la introducción del sistema métrico decimal –la uniformización de los pesos y medidas, desde 1852 y prolongándose en las décadas siguientes–;13 resistencia pasiva a la alfabetización y a la escolarización: aunque desde 1835 diversas medidas habían decretado la escolarización primaria obligatoria, incluyendo la aplicación de multas, la verdad es que esa obligatoriedad no se cumplió y la generalización de la asistencia a la escuela solo se cumpliría en la segunda mitad del siglo XX.

Sin embargo, hay que reconocer que, por otro lado, hay otros factores que acentuaron a lo largo del tiempo un sentido unitario de la nación y del Estado:

1. La estabilidad de una larga línea de frontera que, desde finales del siglo XIII se ha mantenido (con pequeñas alteraciones) en la definición del territorio nacional –o rectángulo, como se dice con frecuencia en Portugal.

2. Una larga tradición de cronistas e historiadores que se remonta al siglo XIII, así como de tradiciones míticas inscritas en la memoria nacional: la identificación entre portugueses y lusitanos (desde finales del siglo xv); mitos fundacionales como el milagro de Ourique (forjado en los inicios de la expansión ultramarina, en 1415) y de las Cortes de Lamego (tradición inventada en el siglo XVII según la cual el primer monarca portugués habría reunido cortes en Lamego en 1143, donde habrían sido aprobadas las Leyes Fundamentales de la nación); asimismo, los mitos según los cuales el infante D. Henrique habría concebido en la primera mitad del siglo xv el proyecto para alcanzar la India y habría fundado la Escuela de Sagres, una escuela de marinos que supuestamente estaría en el origen de los descubrimientos marítimos –ambos asociados al tópico del carácter pionero de los portugueses en la expansión ultramarina.14

3. El principio dinástico de legitimidad del poder, hasta 1911, asociado a la religión dominante, con la religión católica como «Religión del Reino» (Carta Constitucional de 1826, artículo 6.º). Cabe destacar con todo que la legitimidad tradicional del Antiguo Régimen político, basada en el derecho divino, fue sustituida con la Revolución de 1820 por una legitimidad nacional, basada en una argumentación de carácter racional, como corresponde al liberalismo. Y a partir de la década de 1870, la difusión del republicanismo y la expansión de su influencia social, sobre todo en medios urbanos (funcionarios públicos, comerciantes, artesanos, obreros), cuestionó el principio del catolicismo como religión del reino, que fue sustituido por el principio de la soberanía popular, acelerándose entonces el proceso de secularización y de formación de élites laicas.

4. Aunque el republicanismo portugués decimonónico había mostrado una fuerte corriente federalista, la I República portuguesa (1910-26), influida por la III República francesa, adoptó una forma unitaria de Estado y el federalismo tendió a ser marginado. Fundamentado en un nacionalismo cultural en el que el componente historicista era destacado e influenciado por un positivismo mezclado con un espíritu cientificista muy difundido a finales del siglo XIX, algunos republicanos no fueron completamente inmunes a un vago idealismo espiritualista. Y, en cualquier caso, el republicanismo contribuyó fuertemente a la nacionalización cultural de los portugueses.

5. La representación geográfica del territorio evolucionó muy significativamente en la segunda mitad del siglo XIX, con mapas construidos a partir de método moderno de triangulación geodésica (el primero fue la Carta Geográfica de 1865).15 Pero la tardía estructuración del sistema estadístico (las estadísticas regulares del comercio exterior existen solo a partir de 1865, anuarios estadísticos desde 1875, encuestas industriales a partir de 1852, encuestas sobre el sistema escolar desde los años sesenta, etc.) se tradujo en un lento conocimiento de la nación. Sin olvidar que los medios de transporte y comunicación modernos (nuevas carreteras, red ferroviaria, telégrafo eléctrico, puertos y faros) fueron, aunque tardíamente, «instrumentos de construcción de otro territorio».16

6. Las élites de intelectuales y artistas se implicaron de un modo dinámico en el proceso de nacionalización cultural. Valgan, a título de ejemplo, los trabajos pictóricos de Domingos Sequeira centrados en la Asamblea Constituyente de 1821-22 (por ejemplo, el estudio de una «Alegoría de la Constitución de 1822» y los retratos de una serie de diputados), la misa de Réquiem en memoria de Camões (1819) del compositor Domingos Bomptempo, o el retrato de Luís de Camões (1853) por Francisco Metrass;17 el monumento a la memoria de Camões en el centro de Lisboa, inaugurado en 1867 con gran pompa en una avenida a la que se dio el nombre del poeta, el monumento a la memoria los Restauradores de la independencia nacional en 1640, erigido con fondos de la colonia portuguesa en Brasil (e inaugurado en 1886 en la Praça dos Resturadores, en Lisboa), o el estereotipo nacional Zé Povinho (1875), creado por el gran artista Rafael Bordalo Pinheiro para tipificar al portugués rural, analfabeto y generalmente sin espíritu de ciudadanía (a no ser en momentos de reacción contra la oligarquía dominante). La proliferación de monumentos públicos en Lisboa en la segunda mitad del siglo XIX contrasta con el poco interés por estos en España, como hicieron notar autores coetáneos como es el caso de Rafael de Labra. Sin embargo, solo un estudio comparado que todavía está por hacer podría esclarecer esta cuestión. Sea como sea, la erección de estatuas públicas en España no dejó de ser muy significativa en el periodo de la Restauración, de 1878 a 1914, aunque muy inferior a Francia en el mismo lapso temporal.18

7. La persistencia de un contrapunto en la construcción de la identidad nacional, con Castilla y luego con España como opuesto, a la par de una corriente de hispanofilia, más o menos viva entre las élites intelectuales, siempre manifestó una tendencia de sentido contrario, asociada al sentimiento del peligro español: la hispanofobia.19

Las guerras con Castilla o España siempre alimentaron el sentimiento de lealtad nacional y contribuyeron después a la afirmación del patriotismo y del nacionalismo en los siglos XIX y XX. En ellas se inventaron mitos como el de la Padeira de Aljubarrota –una mujer de carácter masculino y viril que, en 1385, durante la batalla de Aljubarrota, habría perseguido y matado a siete castellanos con una pala de panadero–. Esta oposición Portugal versus Castilla habría reforzado un sentido de cohesión nacional. Pero no debe llevarnos a olvidar la referida atracción por las culturas hispánicas que siempre se manifestó entre las élites portuguesas y que, entre muchos otros aspectos, se manifestó en el bilingüismo de diversos autores portugueses (hasta el siglo XVI) y en otras manifestaciones de hispanofilia –caso del iberismo y del hispanismo–. Una conciencia hispánica es muy evidente en la cronística medieval, en Os Lusíadas de Luis de Camões y en las grandes figuras de la literatura portuguesa del siglo XIX (Garrett, Herculano, Antero de Quental, Oliveira Martins). La primera obra de historia que intentó integrar la historia de Portugal y España en un marco transnacional y peninsular (un intento de História da civilización ibérica), realizada por el portugués Oliveira Martins, fue publicada en 1879 y tuvo gran éxito en España.20 En las obras de todos estos intelectuales, poetas e historiadores, se encuentran, con diferentes matices, el sentimiento y la idea de pertenencia a una doble identidad: portuguesa e hispánica o peninsular. Y, en ocasiones, la coexistencia de un patriotismo hispánico y de un patriotismo portugués (caso justamente del autor de la História da civilización ibérica). De ahí que no sea rara la inclusión de los portugueses en un «nosotros» ampliado: los hispánicos.

NACIÓN Y PATRIA

Por lo que respecta a la Europa occidental decimonónica, la nacionalización ha sido definida como «el proceso que conduce a la conversión de los habitantes en ciudadanos de un nuevo colectivo político-identitario: la nación. La nacionalización de los ciudadanos se ha logrado cuando la mayor parte de ellos tiene conciencia de participar activamente en un proyecto colectivo de futuro mejor y se siente vinculada a unos “intereses nacionales”».21 Puede discutirse si algún día será posible saber si la mayor parte de los ciudadanos de una nación europea del siglo XIX adquirieron consciencia de participar en el referido «proyecto colectivo» o adquirieron una conciencia de ciudadanía. ¿Y qué indicios de ciudadanía podríamos utilizar para observar ese proceso de nacionalización: participación en elecciones, tasa de alfabetización, tasa de escolarización? Estos indicadores tendrían su valor para evaluar las condiciones de movilización de los ciudadanos y la difusión de la cultura letrada. Con todo, no serían suficientes para llevar a cabo esa evaluación.

Conceptos como patria, nación y patriotismo conforman un discurso holístico y unitario de larga duración en la experiencia histórica portuguesa y estructuran un conjunto de cuestiones centrales para la comprensión de las sociedades que vivieron procesos de modernización en la Era de las Revoluciones, en la que la experiencia del tempo y su percepción se aceleraron. Todos ellos constituyeron referentes identitarios de gran relevancia en el discurso político ochocentista (y más tardíamente con el nacionalismo).22 Con todo, el lenguaje del patriotismo y del nacionalismo –y hay que mantener la distinción entre estos conceptos– estuvo lejos de expresar apenas un sentido unitario. En verdad, además de inclusión, los conceptos de patria y nación expresan también diversas exclusiones. Son, como veremos, frecuentemente usados en sentidos parciales. Como conceptos abstractos, llevan consigo una ilusión de permanencia. O fueron movilizados incitando a la acción en contextos muy diversos.

Se entiende, por tanto, que, en distintos momentos políticos e intelectuales de Europa del sur se haya proclamado la necesidad de «hacer España», de «hacer italianos» o reportugalizar a los portugueses.23 A eso se referían las palabras del liberal español Alcalá Galiano, que, en 1839, defendía la necesidad de «hacer a la nación española una nación, que no lo es ni lo ha sido hasta ahora».24 En el mismo sentido que la célebre frase «Hecha Italia hay que hacer a los italianos», atribuida al político del Piamonte Massimo d’Azeglio en 1861, aunque su verdadero autor es Ferdinando Martini y fue pronunciada ya a finales de siglo, en 1896.25 O también el comentario del novelista portugués Eça de Queiroz acerca de las biografías históricas que su amigo Oliveira Martins había publicado a principios de la década de 1890:

... han sido los Filhos de D. João I, y ahora, el Nun´Álvares lo que me ha hecho patriota. Con tu tratamiento reconstruyes la patria, y resucitas, con esos libros, el sentimiento olvidado de la Patria. Y no es poca cosa reportugalizar Portugal. Saldas además la deuda que nunca fue pagada de aquellos que hicieron Portugal. Otros están en el limbo oscuro, pidiendo igualmente su recompensa. Piensa en ellos.26

En este último caso, el de reaportuguesar, el prefijo re implica la idea de que ante una pérdida de características anteriores, habría que rehacerlas, que recuperarlas. Este sentido de regreso al pasado con la intención de recuperarlo para un próximo futuro estaría también presente en los movimientos culturales nacionalistas del siglo XIX y principios del siglo XX, la Renaixença en Cataluña o el Rexurdimento en Galicia. En Portugal, la asociación cultural Renascença Portuguesa, creada por Jaime Cortesão en 1911, en los inicios de la I República, no sería ajena a esta misma orientación. En ella se desenvolvió un vivo debate entre el ensayista António Sérgio y el futuro historiador Jaime Cortesão, centrado en las diferentes estrategias para promover el «resurgimiento nacional»: una, enraizada en la historia nacional y en la literatura como factor de nacionalización (Jaime Cortesão, Teixeira de Pascoaes, Augusto Casimiro), atribuía la desnacionalización de los portugueses al catolicismo tridentino y a la Compañía de Jesús; otra, muy crítica con el historicismo y la idea de que los portugueses estuvieran desnacionalizados, estaba más orientada hacia una renovación de mentalidades por medio de una educación volcada hacia el trabajo (António Sérgio). Otras instituciones (como las universidades creadas con la reforma de 1911 y la Sociedad Portuguesa de Estudios Históricos, la primera asociación de historiadores fundada también en ese año) tuvieron, entre otras, la intención de nacionalizar culturalmente a la sociedad portuguesa. Esta es una historia que dejo para un próximo estudio.27 Importa, con todo, volver a un siglo atrás.

Portugal vivió a principios del siglo XIX una experiencia histórica singular. Como consecuencia de la ocupación francesa de Lisboa en 1807, la capital del Estado portugués, el rey y la corte (acompañados de parte significativa de las élites políticas) se trasladaron a Rio de Janeiro.28 Se trató de una retirada estratégica que, salvaguardando la soberanía nacional y sus símbolos, fue, con todo, controvertida. Afectó de manera duradera al prestigio del entonces príncipe regente y después rey João VI. Se operó así una disociación entre el monarca y la nación, que sería subrayada por algunos teóricos del liberalismo y, posteriormente, del republicanismo: el rey habría «huido» a Brasil frente al invasor, una lectura predominante en la historiografía liberal y republicana hasta mucho más tarde. En verdad, se trató de una exportación de la institución del Estado con consecuencias significativas para la economía, pues condujo a una apertura de Brasil hacia el comercio internacional, de manera destacada hacia Inglaterra (1808-1810). Aello siguió el colapso del antiguo sistema colonial portugués y de una economía ausente en el comercio transatlántico. La resistencia a los invasores franceses, seguida de la tutela militar inglesa, contribuyó a la afirmación de un nacionalismo que dio forma al primer régimen liberal, coincidente en el tiempo con el trienio liberal en España (1820-23).29

Ciertamente, las amenazas externas han sido decisivas en la afirmación y difusión de los conceptos de patria, nación y patriotismo. Así sucedió en Portugal como en España, también con la afirmación de idearios nacionalistas liberales, articulados en torno al principio de la autodeterminación nacional. Hasta la invasión francesa de 1807 se usaban con más frecuencia los conceptos de monarquía y reino que el de nación. Monarquía y reino incluían el territorio europeo y también los territorios ultramarinos (como sucederá después en la Constitución portuguesa de 1822). En España como en Portugal «la monarquía abarcaba (...) toda la extensión de los dominios de Su Majestad católica», era «un enorme complejo pluricontinental».30 En Portugal, en el siglo XVIII y antes, la monarquía coincidía y se identificaba con el reino. En ocasiones se escribía «Monarquía y sus dependencias» (1732) o «Reinos y sus dominios» (1771).31 Lo que no ponía en cuestión el sentido unitario del Estado –en contraste con España, una monarquía compuesta que comprendía reinos y provincias.

Hasta las revoluciones liberales el concepto de nación era también usado, pero sobre todo restringido a los estamentos privilegiados. Era la nación de los nobles, no de la totalidad de los pueblos.32 Se estaba lejos de la identificación de la nación con el pueblo, como sucederá en el célebre ensayo de enero de 1789 de Sieyès, ¿Qué es el Tercer Estado? Este teórico francés oscilaba entre un concepto político y jurídico, el de la nación como «cuerpo de asociados que viven según una ley común y son representados por la misma legislatura», y un concepto primordialista: «la nación existe antes de todo, ella es el origen de todo. Su voluntad es siempre legal, es la ley misma. Antes que ella y por encima solo existe el derecho natural».33 Lo que no resulta demasiado sorprendente. En verdad, el de nación era un concepto ambiguo, y no es extraño que se usara indistintamente con el de patria. Sin embargo, por el contexto podemos percibir las diferencias.

En 1821, en el inicio de uno de sus textos más famosos, Almeida Garrett, introductor del Romanticismo y uno de los más destacados teóricos del pensamiento político liberal en Portugal, afirmaba triunfante: «Ya tenemos una Patria, que nos había robado el despotismo».34 Identificaba así patria con libertad y ciudadanía y se oponía al despotismo (aunque ya desde el siglo XVIII el concepto de patria evolucionaba hacia adoptar el sentido de Estado, es el caso de Jaucourt en la Encyclopédie). En ese sentido se había hablado de los «mártires de la Patria», aquellos que habían dado su vida por ella (caso de Gomes Freire de Andrade, ejecutado por los ingleses), portadores de la virtud res publicana. El mismo Garrett se aplicó a explicitar lo que entendía por nación: «Una reunión de hombres, cualquiera que sea su número, cualquiera que sea la extensión de su territorio, que tiene leyes, que tiene una forma de gobierno; he aquí lo que es una nación. La necesidad de ayuda mutua une a los hombres en familias; la necesidad une a las familias entre sí, forma las ciudades, constituye las naciones».35 Ambos conceptos (patria y nación) tienen una dimensión política. Pero en el caso de Garrett, más próximo a Jaucourt, Rousseau y el antes citado Sieyès, nación envuelve una idea de organización política y jurídica, una idea de estado, una ética.

Justo antes, en Portugal (y no solo en la Francia revolucionaria), en diciembre de 1808, en plena ocupación francesa, en una proclama de los gobernadores del Reino surgirá ya el concepto de «nación levantada en masa», nación en el sentido de pueblo unido y soberano de soldados-ciudadanos que vencería a un ejército enemigo de «mercenarios».36 Este era el concepto revolucionario de nación, movilizado ahora contra los franceses. Durante las invasiones francesas en Portugal (1807-1811), también los conceptos de patria y patriotismo se generalizaron en una abundante literatura panfletaria de resistencia contra los ocupantes, que eran calificados muy negativamente como «opresores», «usurpadores», «bárbaros» o incluso «judíos».37 Entre tanto, la resistencia a la ocupación napoleónica se desplegó sobre todo en nombre del trono y del altar, lo que no debe sorprendernos: en Portugal la influencia de los ideales liberales y, en particular, la influencia de los afrancesados era muy limitada, más limitada que en España.

Nación era a veces usada en sentido de imperio, donde se incluía a portugueses y brasileños, Portugal y Brasil comprendidos como partes de la misma monarquía, o sea del mismo Estado (ejemplo de ello fue el periodista Hipólito José da Costa, en 1814 redactor del Correio Braziliense). Al igual que la Constitución de Cádiz en relación con los españoles, la Constitución portuguesa de 1822 establecía que «La nación portuguesa es la unión de todos los portugueses de ambos hemisferios» (artículo 20) y que el territorio respectivo formaba el «Reino Unido de Portugal, Brasil y los Algarves», pasando después a detallar sus partes en los distintos continentes.38

El concepto de nación adquirió una evidente centralidad política en el contexto de las revoluciones del sur de Europa de 1820. Generalmente usado en un sentido abstracto, construido por las élites, fue siempre considerado el conceptoclave del lenguaje político, aunque a veces patria ocupaba ese lugar. Tal vez patria generaba un «mayor consenso que el de nación» (este último concepto tendrá mayor carga política, como sugiere Juan Francisco Fuentes para el caso de España).39 Es posible que así fuera en determinados contextos. Patria tenía una dimensión afectiva, emocional, más evidente que nación. Remite a su origen etimológico: pater (‘padre’), mientras que nación se refiere a nacimiento (natio). Ya Cicerón establecía una distinción entre una patria geográfica, natural (el lugar donde se nace, patria loci), y una patria de derecho, por ciudadanía (patria civitates).40 El uso de patria era en ocasiones más frecuente en el decenio de 1810 (sin embargo, como se ha señalado, se usó indistintamente con nación). Es la tierra de los padres, el origen y humus sacralizado, es la herencia (existe el deber de transmitirla). Como señala Fernando Catroga, ya sea cronológica u ontológicamente, nación es posterior a patria. De manera muy expresiva, remarcando el carácter precedente de patria, Ortega y Gasset dirá que «el patriotismo es ante todo la fidelidad al paisaje».41

Tal como patria, el patriotismo era también una virtud asociada a la libertad y al antidespotismo.42 Patria y patriotismo son palabras de las que todos los sectores políticos decimonónicos se apropian. Incitan a la acción. Contra los otros, los enemigos de la nación: castellanos, españoles, franceses y más tarde ingleses (contra estos, sobre todo en la crisis de 1890-91, cuando el Ultimátum británico que impidió la construcción de un gran imperio en el África austral desde la costa de Angola a la costa de Mozambique).

Había en todo ello una evidente politización de las palabras. Los liberales se identificaron a sí mismos como patriotas y a veces como revolucionarios, desde finales del siglo XVIII. El concepto de nación tenía un carácter más abstracto que el de patria (este último puede remitir a la tierra de los padres, mediando entre la esfera privada y la esfera pública nacional), lo que no impidió que a través de ella se hubiesen definido actitudes muy concretas. Lo cierto es que en la Constitución portuguesa de 1822 (art. 94), tal como en la Constitución francesa de 1791 y en la Constitución de Cádiz, cada diputado representaba a la nación y no «a la división que lo elige».43 La representación remitía al origen del poder, al todo nacional: a la nación.

INCLUSIÓN Y EXCLUSIÓN

Con todo, el concepto de nación también dividía. ¿A quién se incluía en la nación? ¿A los súbditos, a los ciudadanos, y quiénes eran estos? ¿Y quién era excluido? En Portugal, excluidos de la ciudadanía estaban los no católicos (también en España la nación era exclusivamente católica), los extranjeros y las mujeres (a las que no se hacía referencia). En la Constitución de 1822 no tenían derecho de voto los sirvientes, los «vadios» (los que podían ser definidos como vagos), los clérigos regulares y los analfabetos. En la Carta Constitucional de 1826 se establecía una distinción entre ciudadanos activos y ciudadanos pasivos. Los activos eran los que constituían las asambleas parroquiales para elegir a los electores de provincia (y estos a los representantes de la nación),44 mediante elecciones indirectas. De acuerdo con la Carta Constitucional que estaría en vigor hasta la Revolución republicana de 1910, tampoco podían ejercer el derecho de voto los menores de 25 años, criados de servir ni religiosos. No se hacía referencia a los «vadios». Pero tampoco podían votar los que tuviesen un rendimiento líquido anual menor de 100.000 reales (los miembros de las asambleas) y 200.000 reales (los electores de provincia). Era un criterio censitario, también adoptado en la Constitución de Cádiz (como también en las constituciones españolas de 1837, 1845 y 1876)45 y en otras constituciones europeas. El sufragio universal fue adoptado en Francia por la Convención, y después de 1848 en Suiza y también en la España del Sexenio democrático (y de nuevo en 1890), en Alemania en 1871 y, de nuevo, en la Francia de la III República.

En las elecciones municipales el criterio adoptado era igualmente censitario. Solo una escasa minoría participaba en las elecciones a mediados del siglo XIX.46 Entre 1878 y 1910, la tasa media de participación en las elecciones para elegir diputados en las mayores ciudades se aproximó, en el caso de Lisboa, o sobrepasó en el caso de Oporto el 50%. También en las elecciones para el parlamento, de acuerdo con el principio censitario –aunque el censo descendió a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, hasta 1895, y el electorado creció significativamente en relación con la población masculina censada, llegando a alcanzar el 18,8% en 1890–. Con todo, la participación era en general baja.47

¿Podría admitirse que este electorado representaba una comunidad cívica, atendiendo a los criterios en vigor de independencia y alfabetización (presente en el caso italiano en la legislación electoral de 1848 y de 1882)?48 La independencia, representada por el criterio económico, estaba lejos de corresponder a una independencia de voluntad política, pues los constreñimientos del caciquismo y del clientelismo condicionaban fuertemente a los electores. Por ello, no se puede decir que la práctica de voto coincidiese con una conciencia cívica. A pesar de estas limitaciones, que en otros términos persisten hasta hoy, las elecciones pudieron haber adquirido en la cultura política decimonónica una función de «unificación, de nacionalización, de socialización y de educación del ciudadano, en la acepción dada por J. Stuart Mill».49

En los debates entre absolutistas y liberales aparece muchas veces la palabra facción por oposición a nación para designar a los adversarios políticos, una cuestión ya presente en los Federalist Papers (1787-88), el conjunto de textos fundadores de la cultura política americana. ¿Para los liberales, los defensores del Antiguo Régimen político formaban parte de la nación? ¿O eran enemigos interiores? ¿Y el populacho, la plebe, los iletrados? En verdad, el concepto de nación era entendido generalmente en términos mucho más restrictivos que hoy.

Así pues, la nación implicaba una nueva forma de lealtad política, un nuevo «principio organizador» (como ha dicho Romanelli), objeto de culto que sustituía al rey, una figura más concreta. El nuevo culto a los héroes (padres de la patria, fundadores del nuevo régimen) sustituyó, en cierta medida, al culto a los santos. Pero sustituyó también a la veneración al monarca.

A lo largo del siglo XIX en Europa se definieron múltiples teorías de la nación. Dos de ellas tuvieron mayor difusión. La primera, el concepto contractualista de una nación-voluntad, nación cívica que resulta de la adhesión voluntaria de los ciudadanos (Sieyès, Tocqueville, Michelet, Mazzini) que comporta la transmisión del pasado pero que se abre también al futuro (Ernest Renan, Oliveira Martins). En segundo lugar, el concepto de nación-genio, una totalidad orgánica que corresponde a un corpus de lengua y raza dependiente más del pasado que del futuro, es un concepto organicista y romántico (Herder, Fichte).50

Entre los liberales portugueses –tal como en España– la idea de nación se fundamentó ampliamente en términos históricos. Se invocaban las antiguas Leyes Fundamentales (supuestamente establecidas en las Cortes de Lamego), se invocaba la dinastía, se ponía en valor la Edad Media e instituciones como los concejos y las Cortes. Es sintomático que la palabra Cortes continuó usándose durante el siglo XIX para designar el parlamento liberal. Al igual que en España, el llamado constitucionalismo histórico, que había sido olvidado en la construcción del estado absoluto, tuvo, sobre todo a partir del siglo XVII, una función legitimadora del Estado de gran relevancia. Usando los referentes conceptuales de R. Koselleck, podríamos decir que las expectativas de futuro de los liberales tenían que inscribirse en un campo de experiencia muy anterior, el periodo medieval. Y también así justificar la necesidad de intervención de las fuerzas armadas en la vida política, un ejército visto como salvador de la nación.

¿NACIONES GRANDES O PEQUEÑAS?

Otro debate recorre las culturas políticas occidentales y en él Portugal ocupó un lugar significativo. Podemos formularnos las siguientes preguntas conexas. En términos políticos y de administración pública, ¿eran más ventajosas las naciones grandes o las pequeñas? ¿Estados grandes o pequeños? ¿Y cuál debía ser el lugar de las pequeñas naciones en el marco internacional? Ya en Platón encontramos una clara adhesión a la ciudad pequeña, que no debería exceder los cinco mil ciudadanos. Tampoco Aristóteles se alejaba mucho de este ideal como condición de viabilidad de autogobierno.51 El problema estuvo en el aire en los inicios de la formación de los Estados Unidos de América. Por ejemplo, James Madison, en un célebre texto reunido en los Federalist Papers, consideraba que en un pequeño estado era más difícil (si no imposible) evitar los riesgos de que las facciones ocuparan el poder. Se mostraba así favorable a las grandes repúblicas, argumentando que estas tenían más opciones que las pequeñas, pues su heterogeneidad aumentaba la probabilidad de que fueran escogidos los representantes con mayores méritos.52 Evidentemente, tenía en mente la dimensión de los Estados Unidos de América, recientemente independizados de Gran Bretaña, y sus posibilidades de expansión hacia el oeste. La cuestión alcanzaría una mayor actualidad en la Europa que se siguió a la disolución del Imperio napoleónico y a la revolución francesa de 1830. Pequeños estados como Bélgica o Grecia emergieron en el mapa, el primero como obstáculo al expansionismo francés, el segundo como señal evidente de la descomposición del Imperio otomano, que seguiría más tarde, a partir de la década de 1870, con la emergencia de otros pequeños estados, como Serbia, Bulgaria o Rumanía. Pero la cuestión estaba lejos de ser resuelta.53 La teoría de las grandes naciones y el principio del umbral (threshold principle) estaban muy difundidos. La teoría tuvo eco en el Dictionnaire politique (1843), dirigido por Garnier Pagès, en el que se consideraba que Bélgica y Portugal no tenían viabilidad como naciones independientes. En el caso de esta última se defendía una solución iberista, una unión ibérica voluntaria, apoyada por Francia. El argumento era el del umbral: solo las grandes naciones con recursos materiales y humanos deberían subsistir.54 Era también el tiempo en que se difundían las ideas del economista G. Friedrich List, teórico del proteccionismo económico y uno de los inspiradores del Zollverein alemán.

Igualmente inspirado en el caso americano (aunque no solo), Alexis de Tocqueville defendía una idea muy diversa, llegando a afirmar que «... las naciones pequeñas han sido siempre la cuna de la libertad política». A su entender, gozaban de mayor bienestar y tranquilidad política. Además consideraba que el patriotismo no era más fuerte en las grandes repúblicas que en las pequeñas. Con todo, reconocía ventajas a los estados grandes: deseo de participación en el poder político más vivo en los ciudadanos comunes, circulación más libre de ideas, progresos más rápidos en las luces y en la causa de la civilización. En cierto sentido, sus reflexiones se aproximaban a las del founding father Madison: en las grandes naciones el gobierno dispone de más ideas generales, se libera más radicalmente de los hábitos anteriores y de los «egoísmos locales».55 Por razones distintas, Montesquieu y Rousseau se habían mostrado más favorables a los estados pequeños. Y es en esta línea en la que se sitúa el federalista catalán Pi i Margall: según su punto de vista, frente a las grandes naciones o estados tendía a defender que en los «pequeños pueblos (...) el Estado es para todos los ciudadanos un ser real que a todas horas ven y palpan; en los grandes una abstracción que apenas se les hace tangible más que en el pago de los tributos».56 Y añadía: «En una nación pequeña se conocen los hombres y se aman: el amor a los ciudadanos constituye el amor a la patria. En las grandes la patria es el suelo». Partidario de la federación de pueblos constituidos por gentes muy diversas, Pi i Margall idealizaba, con todo, las naciones pequeñas: «En los pequeños pueblos, sobre todo si están democráticamente regidos, el Estado y la sociedad se compenetran en todas sus partes y cuasi se confunden (...). En las pequeñas naciones, por el mismo hecho de estar más en contacto las ciudades, tardan más en corromperse las costumbres». En ellas sería más fácil la vigilancia de los ciudadanos sobre la administración pública y la justicia y sería más fácil hacer frente a la organización de servicios, problemas económicos, problemas políticos, etc. Por ello, como justificación señalaba que: «La sociedad es menos compleja, más compacta; y así, el Estado como el individuo encuentran en ella menos resistencia tanto para la acción como para la difusión de nuevos principios». Asimismo, Pi i Margall sugería que las pequeñas naciones facilitaban el conocimiento y el afecto entre los ciudadanos; por tanto, la construcción del espíritu de ciudadanía y la nacionalización cultural se acrecentaba. Y también se allanaba el camino hacia una organización federal de la humanidad. El sistema federal no era contradictorio con la conciencia nacional, antes bien pretendía ser un instrumento para facilitar la armonía entre las naciones. Por el contrario, las grandes naciones unitarias tenderían hacia el despotismo y la inestabilidad. No sorprende pues la visión positiva que tenía de Portugal y de su historia (aun reconociendo su estado de declive), llegando a considerar que «tiene cien veces más asegurados que nosotros la libertad y el orden».57 Se comprende así la recepción positiva que Las nacionalidades tuvo en Portugal, sobre todo por parte del republicanismo federal, como puede verse, a título de ejemplo, en el caso de Teófilo Braga,58 futuro presidente del primero Gobierno republicano portugués en 1910.

El problema de la dimensión de la nación fue tenido en cuenta en el prolongado debate sobre el iberismo en Portugal. En la reacción nacionalista a la formación de un gran estado ibérico, unitario o federal, inspirado en los ejemplos de grandes estados en vías de constitución en los decenios de 1850 y 1860 (Italia y Alemania), la legitimidad de Portugal como pequeña nación estaba a la orden del día. Pero algunos políticos e intelectuales vieron en esta pequeña nación un gran Portugal, de ahí la insistencia en la idea imperial expansionista según la cual Portugal construiría un gran imperio colonial en África, conectando Angola y Mozambique (anhelo que sería frenado en 1890 por Gran Bretaña), o las propuestas de federación con Brasil ya en el siglo XX.

En el debate internacional, por el lado portugués, más que del derecho a la existencia independiente de Portugal se trataba de mostrar sobre todo su viabilidad y de demostrar que la nación portuguesa no podía confundirse como tantos otros reinos europeos que habían perdido su autonomía a lo largo de la historia. Se invocaba sobre todo una historia de siete siglos de antigüedad, la continuada resistencia a la hegemonía de Castilla (antes referida), la constitución de un extenso imperio colonial –o sea una vocación expansionista y civilizadora–, una lengua y una cultura diferenciadas, una especificidad étnica (basada en una destacada influencia de los pueblos celtas), una geografía diferenciada (teoría siempre discutible) o un distinto «carácter nacional» en el marco peninsular.

¿En qué medida se conectan estas cuestiones con la nacionalización de los portugueses? En verdad, fue en ese prolongado debate público que tuvo lugar en los decenios de 1850 a 1870, y al hilo de las reflexiones anteriores que procedían de la primera generación de liberales exilada en Inglaterra y en Francia, donde se intensificó la reflexión sobre Portugal como nación, su lugar en Europa y su viabilidad como estado independiente. Pero antes de todo esto, Alexandre Herculano –el historiador portugués más prestigioso del siglo XIX– consideró la memoria histórica como el factor más importante en la construcción de la modernidad. Según sus palabras, la historia era una ciencia aplicada, útil para el presente. Útil de cara a la necesaria nacionalización de los portugueses y a la construcción de instituciones adecuadas a los nuevos tiempos: el Estado liberal. En 1843, exhortaba: «Dejemos que las memorias del pasado de la patria que tenemos sean el ángel de Dios que nos devuelva la energía social y los afectos sagrados de la nacionalidad». E incitaba a sus pares a estudiar el pasado, pues ese oficio era eminentemente ético y tenía también una dimensión religiosa, en el sentido original del término: «En el medio de una nación decadente, pero rica de tradiciones, el menester de recordar el pasado es una especie de magistratura moral, y una especie de sacerdocio. Ejerzámoslo los que podemos y sabemos; porque no hacerlo es un crimen».59

Herculano alimentaba una idea de nación-proceso, nación moderna que, en el caso portugués, se habría constituido a lo largo del tiempo, a través de la «revolución y por la conquista». Nación que no se podía explicar por los orígenes étnicos –los portugueses no tendrían nada en común con los antiguos celtas–, sino por la voluntad política de sus élites.60 El autor de la Historia de Portugal evitaba el anacronismo, consciente como era de que los conceptos de nación y patria no existían para los hombres medievales tal como eran entendidos en el siglo XIX. Herculano escribió las palabras antes transcritas con anterioridad al periodo de la Regeneración (1851-1890) y de los debates sobre la cuestión ibérica. Como otros historiadores contemporáneos suyos, contribuía con su obra a la nacionalización de los portugueses. Pero en un país escasamente industrializado, poco urbanizado y, como antes hemos señalado, con una población poco alfabetizada y poco escolarizada, esta nacionalización pasaba por muchas otras variables, entre ellas, por el amor a las patrias locales. Partidario de la descentralización administrativa y del municipalismo, Alexandre Herculano, en la senda de Tocqueville, fue ciertamente el más influyente apólogo del culto al patrimonio local como instrumento decisivo de construcción de la ciudadanía y también de nacionalización cultural.

Otro ejemplo, un poco más tardío, de reflexión sobre el concepto de nación fue Andrade Corvo,61 en un año de profundos cambios en Europa como fue 1870. Corvo adoptó una definición eminentemente política y cívica de nación que, anticipándose a planteamientos como el de la teoría electiva de Ernest Renan (1882), se ajustaba al caso portugués. Para Corvo:

Una reunión de hombres agrupados en un cierto territorio, constituyendo, por voluntad general, una entidad política, con unidad de gobierno, en lo que respecta a la manifestación y defensa de los intereses comunes, es lo que constituye una nación. La unidad del poder político, que representa y dirige los intereses comunes frente a los extranjeros, es una condición esencial para la existencia de una nación. El consentimiento de los pueblos es otra condición igualmente esencial. Las tradiciones y los lazos (...) de familia entre los habitantes de un territorio dado; las similitudes de carácter y de costumbres; las repugnancias o incompatibilidades más o menos profundas, resultantes de los elementos constituyentes de la sociedad o de las leyes, entre un pueblo y sus vecinos, son circunstancias que mantienen la separación entre las naciones, que contribuyen poderosamente a afirmar su autonomía y a asegurar sus derechos a la independencia.62

Para Andrade Corvo, Portugal reunía «todas las condiciones de una verdadera nacionalidad»: el carácter del pueblo, su patriotismo y el sentimiento enraizado de libertad e independencia. Pero Corvo era muy consciente de que la independencia no era algo adquirido para siempre, «se conquista a cada momento, por el uso de la libertad, por la ilustración, por el trabajo, por la civilización en definitiva». Así como la nación de Renan era un «plebiscito cotidiano» –esto es, un acto de adhesión y de ciudadanía diario– también el concepto dinámico de independencia de Andrade Corvo era un ejercicio diario de acción, aproximado al sentido que Hannah Arendt atribuiría a este término.63 Y sobre todo no ignoraba las debilidades nacionales; en una lúcida visión crítica sobre Portugal en 1870 afirmaba que:

La situación de Portugal es grave. Son grandes las dificultades que entorpecen la vida política de la nación. Confusión e incoherencia en los principios; gran desorden en las finanzas; deplorable debilitamiento de la autoridad, dentro de los límites de la Constitución y de las leyes; falta de confianza en la vitalidad del país, en sus capacidades políticas y económicas; un injustificable desaliento, tras el que se esconde una peligrosa indiferencia; la violencia más exagerada en las luchas entre los partidos, sin que ello corresponda ni al vigor de las convicciones ni a la osadía de los propósitos; tendencia funesta a menospreciar todo a todos; pasiones en vez de creencias; preconceptos en vez de ideas; negaciones en vez de afirmaciones, tanto en el terreno de los principios como en el de los hechos; desconfianzas en vez de esperanzas y falta de fe en la libertad, son causas de desorganización y ruina para una nación, por grande que sea su poder, por gloriosas que sean sus tradiciones.64

Andrade Corvo sugería además una explicación para el aparente alejamiento de una parte de la nación respecto de la cosa pública: hasta tal punto el sentimiento de libertad estaría enraizado que el pueblo no podía creer en la hipótesis de la pérdida de la independencia. Pero si un día estuviese amenazada, este «despertaría de su lastimoso entorpecimiento». Aquí se encuentra formulada la teoría que, pocos años después, Eça de Queiroz adoptaría en el cuento «A Catástrofe» (1878): el shock de una ocupación extranjera suscitaría la reacción y regeneración nacional. Con una diferencia, pues Eça sugería la terapia de la catástrofe como medio para la redención: morir para resucitar con renovadas energías. En este sentido, la nacionalización dependía de ese efecto de reacción ante la amenaza externa. Con todo, en 1870, Andrade Corvo admitía que ese despertar de la modorra nacional no llegaría ya a tiempo. A pesar de todo, era uno de los defensores más acérrimos de las virtudes de una nación pequeña como espacio para la libertad.

Andrade Corvo utilizaba indistintamente los conceptos de nacionalidad y de nación. Pero no era así en el caso de Oliveira Martins, que tenía cuidado en distinguirlos, empeñado como estaba en alejarse de los preconceptos patrióticos de la historiografía nacionalista entonces dominante en Portugal y en otras naciones europeas, incluida España. Para Oliveira Martins, nacionalidad era un «agregado de hombres a los que una tradición de ascendencia común da una base etnogénica». El autor de la Historia de Portugal y la Historia da civilización ibérica (1879) siempre insistió en que la independencia de Portugal no se podía explicar únicamente por el factor étnico, pues la nación no tuvo en su origen una unidad de raza (aunque algunos críticos de esta obra discreparon a este respecto, especialmente Teófilo Braga).65 En este sentido, Portugal no era una nacionalidad. En contrapartida, definía el concepto de nación como un «gremio de hombres que adquieren una cohesión orgánica, tradiciones, hábitos y voluntad o conciencia común, fuera cual fuera la composición de sus fundadores, aunque no tuviesen afinidad étnica, y ocupasen o no un espacio adecuado».66 También muy próximo a Ernest Renan, Oliveira Martins formuló un concepto de nación-conciencia, una nación moral que fuera portadora de una vocación cosmopolita, comercial y marítima. Sin todavía dejar de señalar una dimensión étnica: en la Historia de Portugal señalaba de pasada la mayor dosis de sangre celta de los portugueses respecto a otros pueblos peninsulares.67 Asimismo, en diversos pasajes de su obra hay sugerencias de cómo valoraba esta dimensión en la comprensión de la singularidad cultural portuguesa. Nación cívica y nación étnica no estaban pues tan distantes como podría pensarse, lo que ha sido subrayado recientemente por diversos historiadores.

¿Qué implicaciones podían tener estas diferentes teorías sobre la nación con respecto al proceso de nacionalización de los portugueses? Entre otras una se presenta como la más evidente: mientras que los defensores de la teoría política de la formación de Portugal consideraban que la regeneración de Portugal dependía de un esfuerzo colectivo de voluntad, los defensores de la tesis de una nación natural confiaban más en el progreso de cara a la restauración de las fuerzas nacionales en el marco de la secuencia de los tres largos siglos de decadencia. Para estos, la evolución estaba inscrita en una historia natural anterior a la constitución de la primera dinastía portuguesa y del estado independiente.

Cabe decir que fue, en gran medida, en el contexto de las prolongadas polémicas sobre el iberismo y de la independencia misma de Portugal en el que se afirmó de manera indiscutible una intención nacionalizadora. La Comisión 1.º de Diciembre, sociedad anti-iberista fundada en 1861 en el marco de esta coyuntura, intentó movilizar a los portugueses en torno a una idea nacionalista, reuniendo a intelectuales y políticos de diversas facciones y grupos sociales. ¿Fue eficaz socialmente? Todo indica que la movilización social que consiguió no habría ido más allá de las élites urbanas de la monarquía constitucional. En todo caso, el hecho de hacer converger a hombres de tendencias políticas muy distintas (incluyendo algunos miguelistas, partidarios del Antiguo Régimen) en torno a la memoria de la Restauración de 1640 prueba que había un sustrato de cultura nacionalista y un lenguaje de patriotismo suficientemente consensual para que este grupo de presión activase públicamente, por lo menos una vez al año (el 1 de diciembre), un ideario de nacionalización política y cultural.

Muchos de los partidarios de las soluciones iberistas de integración de Portugal y España en un gran espacio plurinacional –especialmente los republicanos federalistas, empezando por Henriques Nogueira– eran apologistas de la descentralización, del municipalismo y de la revitalización del patriotismo local. No obstante, tanto los defensores de la centralización como los del municipalismo estaban empeñados en la nacionalización de los portugueses. En lo que diferían era en los medios que proponían. Para los primeros, el patriotismo local sería un vehículo decisivo de revitalización de la nación y de la conciencia nacional, así como de defensa frente a la que percibían como amenaza de integración ibérica. Para los segundos, era el Estado el que debía ser el gran instrumento para construir la nación.

Se partía del supuesto de que los portugueses ignoraban su pasado como nación secular, y de que era necesario difundir la cultura escrita entre una población desconsoladoramente iletrada –en 1910 la cifra de analfabetismo todavía alcanzaba el 75%– y que solo por la vía de la instrucción (incluyendo la instrucción cívica) y de la cultura en general sería posible regenerar a la sociedad portuguesa. Otros, en el contexto de la ya referida Comisión 1.º de Diciembre, en 1870 llegaban al punto de considerar necesario entrenar militarmente a la juventud portuguesa para resistir a los intentos de fusión iberistas.

Por lo que respecta a los procesos de nacionalización, queda mucho por estudiar en lo referente al papel que las regiones desempeñaron, por iniciativa de las élites locales, por medio o no de los órganos de poder local. Notables locales, escritores y eruditos, eclesiásticos y funcionarios públicos tuvieron un papel significativo en la redacción de monografías locales.68 El asociacionismo laico o religioso, el teatro, la prensa y los medios de comunicación de masas que se difundirán en el siglo XX –cine, radio y televisión– fueron también formatos para la expresión de la cultura histórica y de los patrimonios regionales. Todo ello sin olvidar las transformaciones económicas y sociales operadas sobre todo a partir de finales del siglo XIX, con la migración hacia las ciudades (especialmente Lisboa y Oporto),69 y un proceso de industrialización aunque lento y tardío.

En la cultura política liberal portuguesa decimonónica, el de regeneración fue, como mostró Joel Serrão,70 un concepto clave. ¿Pero qué concepto de nación se adecuaba mejor al caso portugués? Los intelectuales portugueses más influyentes del siglo XIX, casi todos historiadores o escritores que utilizaban la historia (Garrett, Herculano, Teófilo Braga, Oliveira Martins), no tuvieron a este respecto una opinión unánime. Entre los conceptos de nación cívica y de nación étnica –o en otros términos, de nación-conciencia y de nación-natural– el debate se mantuvo abierto, prolongándose hasta el siglo XX.71

NOTAS FINALES

Un historiador portugués podía concluir que los usos de los conceptos de patria y patriotismo en los diccionarios de la lengua portuguesa han estado dominados por un sentido predominantemente cívico. Sin embargo, la dimensión etnocultural, lejos de estar ausente, «estuvo siempre presente».72 A finales del siglo XIX, al igual que en otras naciones europeas, como es el caso de Francia, tendió a afirmarse un nacionalismo cultural conservador y tradicionalista, de matriz étnica y cultural. Nación étnica pero también nación cívica fueron teorizadas en Portugal en prolongado debate que se extiende a lo largo del siglo XX.

En Portugal, ¿respondió el nacionalismo a una necesidad efectiva de homogeneidad, como sugirió en un iluminador estudio Ernest Gellner?73 No tanto de homogeneidad como de cohesión y movilización. Amenazas externas como la ocupación francesa, el Peligro español/iberista, o el Ultimátum británico de 1890 (que obligó a los portugueses a abandonar su proyecto de un gran Imperio de costa a costa en África Austral) estimularon el nacionalismo. Como, en otro sentido, sucedió en España.74 Con todo, la afirmación de este nacionalismo no correspondió en Portugal a una necesidad de resolver una crisis de identidad,75 sino a un imperativo de movilización y defensa contra amenazas externas.

El estado liberal desempeñó una función relevante en la nacionalización de la población, sobre todo a través de la escuela pública, del ejército y también de diversas estrategias de uniformización administrativa y burocrática. Pero no fue el único agente de nacionalización, como también se verificó en otros casos europeos, como España o Francia.76 No se puede decir en términos lineales y simplistas que en el caso portugués el Estado había creado una nación. Como hemos dicho, hubo organizaciones que emanaron de la sociedad civil y de las élites (academias, sociedades patrióticas, sindicatos, asociaciones mutualistas, asociaciones religiosas), que cumplieron, a este respecto, un claro papel dinamizador. La función nacionalizadora de este asociacionismo está en gran medida todavía por estudiar.

La sociedad portuguesa permaneció, durante la primera mitad del siglo XX, mayoritariamente rural, iletrada y poco movilizada cívicamente. Se comprende así que el tema de la decadencia estuviese en el centro de un discurso crítico y de una narrativa histórica liberal y laica muy difundida acerca de la situación del país en el siglo XIX. Regeneración, progreso y resurgimiento nacional fueron expresiones que se afirmaron como alternativa a esa idea o sentimiento de decadencia. Así como sucedió en España. Portugal no fue, a este respecto, un caso tan excepcional como autores de la época sugirieron (puede remitirse, a título de ejemplo, a Oliveira Martins, quien llegó a considerar Portugal una Turquía de occidente, mientras, por el contrario, el británico Raymond Beazley vio en Portugal un caso de éxito en la struggle for life en la Europa de las naciones). En verdad, la comparación con otras naciones de la Europa del sur, particularmente algunas regiones de España e Italia, sin olvidar la Europa balcánica, es fundamental para obtener una visión más profunda respecto a los procesos de nacionalización. Por ejemplo, para Galicia hay indicios de que esa nacionalización (en el sentido de españolización), por lo que respecta al entonces mayoritario mundo rural, habría sido escasa y lenta.77 Sin olvidar el caso de la propia Francia, que aún al inicio de la III República (hacia 1870), A pesar de una cierta unidad administrativa, como entidad nacional no podía considerarse integrada, ni desde el punto de vista material ni moral.78

En 1880, Oliveira Martins señalaba que Portugal, con su «existencia rural, provinciana, y de una vida bancaria cosmopolita», iba perdiendo «el carácter orgánico de nación».79 Cosmopolita por las actividades de circulación, Lisboa parecía no valorar las actividades productivas. ¿Quiere esto decir que la nacionalización de los portugueses fue comparable a la débil penetración de la idea de nación entre los campesinos gallegos? No lo creo. Pero mientras el estudio de esta cuestión no se amplíe al espectro de espacios de sociabilidad y la circulación de lenguajes de patriotismo, a la acción del asociacionismo emanado de la sociedad civil, a los efectos de la construcción de las modernas redes ferroviarias y viarias o a las reacciones sociales a la legislación liberal referente a tributación, a la uniformización de pesos y medidas o al reclutamiento militar, entre otros aspectos, no podremos establecer ideas definitivas en este campo.

Es cierto, y al contrario de lo que podría pensarse, que patriotismo y nacionalismo no conforman un lenguaje único, ni siquiera unitario. Y esto porque, como he señalado, se trata de un lenguaje político marcadamente ideológico que incita a la acción, un lenguaje de inclusión, sin duda, pero también de exclusión. Ha sido, por tanto, un lenguaje simultáneamente unitario y divisivo, movilizado por liberales (y también por partidarios del Antiguo Régimen político), y más tarde por republicanos y socialistas, iberistas y anti-iberistas. ¿Habrá sido esta diversidad de apropiaciones, que he esbozado en otro lugar,80 un obstáculo para la nacionalización cultural de los portugueses? No lo creo. En realidad, la diversidad de sentidos con que se expresó ese lenguaje no dejó de definir un substrato cultural común.

En Portugal las regiones no tuvieron el protagonismo social y político que alcanzaron en España y en otras naciones europeas. Con todo, en momentos históricos específicos tuvieron también un papel decisivo: puede mencionarse la revuelta popular de Maria da Fonte en 1845, que se extendió a partir del noroeste y que condujo a la caída del Gobierno centralista de Costa Cabral. Más tarde, en 1926, el pronunciamiento militar que dio origen a la Dictadura Militar (y después al Estado Novo de Salazar) partió de esa misma provincia: Braga, en el noroeste.

Como señaló Vitorino Magalhães Godinho, en Portugal no hubo problemas de identidad nacional. Portugal no fue, a este respecto y al revés que España, un problema.81 Tal vez por eso el proceso de nacionalización de los portugueses no haya sido estudiado y solo recientemente ha despertado la atención de historiadores y antropólogos. Las especificidades históricas y culturales de las regiones no constituyeron un obstáculo para la afirmación de una conciencia nacional, sino que fueron integradas en la construcción de la nación como un todo. Los desplazamientos de poblaciones de norte hacia el sur (acompañando la reconquista y después las migraciones de poblaciones trabajadoras para la agricultura y la industria en el sur) han contribuido a forjar un sentido de cohesión nacional. Puede así comprenderse la construcción de la nación portuguesa como una «convergencia lenta y diversa».82 Pero, como vimos, el lenguaje del patriotismo (y luego del nacionalismo) estuvo lejos de ser unánime. Múltiples conceptos de nación se confrontaron a lo largo de los siglos XIX y XX, como he señalado respecto a la nación natural (étnica) y a la nación conciencia (cívica). Además, si el Estado fue, sin duda, uno de los agentes promotores de la conciencia nacional y de una visión unitaria de todo lo que es la nación, también hubo momentos en los que contribuyó a la desmovilización de los ciudadanos. En 1895, la legislación electoral de João Franco redujo el electorado a la mitad. En 1913, la I República introdujo restricciones al sufragio que impidieron que los analfabetos pudieran ejercer el derecho de voto. Pero al cercenar la libertad de expresión y al instituir la censura obligatoria en 1926, la Dictadura Militar (1926-32) y después el Estado Novo (1933-74), marcados por un nacionalismo excluyente, ya en otros tiempos, establecieron obstáculos poderosos para la construcción de una sociedad de ciudadanos. Lo que evidentemente no quiere decir que estos regímenes autoritarios no hayan contribuido, a su modo, a la nacionalización de los portugueses. O de una parte de los portugueses.

(Traducción de Ferran Archilés Cardona y Marta García Carrión)

1. Eric Hobsbawm: Nations and nationalism since 1780. Programme, mith, reality, 2.ª ed., Cambridge, Cambridge University Press, 1993, p. 93 (trad. esp.: Eric Hobsbawm: Naciones y nacionalismos desde 1780, Barcelona, Crítica, 1991).

2. Nuno Gonçalo Monteiro: «Poder local e corpos intermédios: especificidades do Portugal moderno numa perspectiva histórica comparada», en Luís N. Espinha da Silveira (coord.): Poder central, poder regional, poder local. Uma perspectiva histórica, Lisboa, Cosmos, 1997, pp. 49-61.

3. Esta es también la perspectiva de Eugen Weber en su clásico estudio Peasants into Frenchmen. The modernization of Rural France, 1870-1914, Stanford, Stanford University Press, 1976: «the nation not as a given realtity but as a work-in-progress, a model of something at once to be built and to be treated for political reasons as already in existence» (p. 493).

4. Orlando Ribeiro: Portugal, o Mediterrâneo e o Atlântico, 8.ª ed., Lisboa, Letra Livre, 2011 (1945).

5. José Manuel Sobral: «O Norte e o Sul, a Raça, a Nação-Representações da Identidade nacional portuguesa, siglos XIX-XX», Análise Social, 171, Verano 2004, pp. 255-284.

6. David Justino: «Território e nação» (agradezco al autor que me haya permitido consultar este texto inédito).

7. También en Francia, teóricos monárquicos y contrarrevolucionarios como Charles Maurras defendieron la descentralización.

8. Fernando Catroga: «Natureza e história na fundamentação do municipalismo. Da Revolução Liberal ao Estado Novo», Estudos em homenagem a Luís António de Oliveira Ramos, vol. 2, Oporto, FLUP, 2004, pp. 409-414.

9. Véase Anne-Marie Thiesse: «Centralismo estatal y nacionalismo regionalizado. Las paradojas del caso francés» y Ferrán Archilés: «“Hacer región es hacer patria”. La región en el imaginario de la nación española de la Restauración», Ayer, 64, 2006, pp. 33-64 y 121-147.

10. Fernando Catroga: «Geografia e política. A querela da divisão provincial na I República e no Estado Novo», en Fernando Taveira da Fonseca (coord.): O poder local em tempo de globalização, Coimbra, Imprensa da Universidade, 2005, p. 176. Sin embargo, esta cuestión, como bien señala Fernando Catroga, carece de un estudio detallado.

11. Maria de Fátima Sá e Melo Ferreira: Rebeldes e insubmissos. Resistências populares ao liberalismo (1834-1844), Oporto, Afrontamento, 1995.

12. Luís N. Espinha da Silveira: Território e poder. Nas origens do estado contemporâneo em Portugal, Cascais, Patrimonia Historica, 1997, p. 113 y Pedro Tavares de Almeida: «A burocracia do estado no Portugal liberal (2ª metade do siglo XIX)», en Burocracia, estado e território. Portugal e Espanha (siglos XIX e XX), Lisboa, Livros Horizonte, 2007, pp. 56-57.

13. Paulo Silveira e Sousa: «A construção do aparelho periférico do Ministério da Fazenda (1832-1878)», en Burocracia, estado..., op. cit., pp. 156-157.

14. Véase mi estudio Sérgio Campos: «A historiografia portuguesa dos descobrimentos no siglo XIX», en Consciência histórica e nacionalismo, Lisboa, Livros Horizonte, 2008, pp. 53-71.

15. Rui Miguel Castelo Branco: O mapa de Portugal. Estado, território e poder no Portugal de Oitocentos, Lisboa, Livros Horizonte, 2003, pp. 123-124.

16. La expresión es de David Justino: «Território e nação», op. cit.

17. Cf. Arte Portuguesa do siglo XIX (pref. de José Augusto França), Lisboa, IPPC, 1988, pp. 69 y 131.

18. Ramón Villares y Javier Moreno Luzón: Restauración y Dictadura, Historia de España (dirs. Josep Fontana y R. Villares), vol. 7, Barcelona, Crítica/Marcial Pons, 2009, pp. 213-214.

19. Véase mi estudio Sérgio Campos: «Castilla y España en la Cultura Portuguesa del Siglo XIX», Alcores. Revista de Historia Contemporánea, 12, 2011, pp. 27-118.

20. La edición más reciente es J. P. Oliveira Martins: Historia de la civilización ibérica (estudio preliminar de S. Campos Matos), Pamplona, Urgoiti Editores, 2009, pp. IX-IXXXIX.

21. Borja de Riquer i Permanyer: «El surgimento de las nuevas identidades contemporáneas: propuestas para una discusión», en Anna Maria Garcia Rovira (ed.): ¿España nación de naciones?, Ayer, 35, 1999, p. 24. Pedro Ruiz Torres adopta un concepto muy próximo a este en «Política social y nacionalización a finales del siglo XIX y en las primeras décadas del XX», en Ismael Saz y Ferran Archilés (eds.): La nación de los españoles. Discursos y prácticas del nacionalismo español en la época contemporánea, Valencia, PUV, 2012, p. 16. Véase también Javier Moreno Luzón: «Introducción: El fin de la melancolía», en Javier Moreno Luzón (ed.): Construir España. Nacionalismo español y procesos de nacionalización, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007, pp. 13-24.

22. Sobre la historicidad de estos conceptos, véase Fernando Catroga: «Pátria, nação, nacionalismo», Comunidades imaginadas, Coimbra, Imprensa da Universidade, 2008, pp. 9-39.

23. Recientemente, esta expresión ha dado título a un estudio de síntesis de Anne-Marie Thiesse: Faire les Français. Quelle identité nationale?, París, Stock, 2010.

24. Alcalá Galiano: «Índole de la revolución de España de 1808», apud Ramón Villares y Javier Moreno Luzón: Restauración y Dictadura, Historia de España (dirs. Josep Fontana y R. Villares), vol. 7, p. 206.

25. Raffaele Romanelli: Duplo movimento, Lisboa, Livros Horizonte, 2008, p. 121.

26. Eça de Queiroz, carta a Oliveira Martins, París, 26-04-1894, Eça de Queiroz: Correspondência (org. y anotaciones de A. Campos Matos), Lisboa, Ed. Caminho, 2008, vol. II, p. 262, el subrayado es mío. Sobre el movimiento en el sentido de «reaportuguesar» véase Rui Ramos: A Segunda Fundação, História de Portugal (dir. de José Mattoso), vol. VI, Lisboa, 1993, pp. 570-585.

27. Sérgio Campos: «A Renascença Portuguesa-consciência histórica e intervenção cívica (1911-1914)» (en prensa).

28. Jorge Couto (dir.): Rio de Janeiro, capital do império português (1808-1821), Lisboa, Tribuna da História, 2010.

29. El paralelismo entre la historia de Portugal y la historia de España ha sido señalado con frecuencia en la historiografía portuguesa desde la década de 1960. Además de las revoluciones de 1820, se ha señalado la guerra anterior contra la ocupación francesa, la coincidencia en el regreso de las monarquías tradicionales (1823), la instauración de los regímenes monárquico-constitucionales (1834), el papel decisivo que en estas y en otras coyunturas tuvieron las fuerzas armadas, el modelo de representación con sufragio censitario, la subordinación a un orden euroatlántico dominado por Inglaterra y Francia, la dialéctica regeneración/decadencia como tópico central en el discurso político y las afinidades entre las memorias nacionales, marcadas por el sentimiento de pérdida de imperios coloniales americanos. Véase Hipólito de La Torre Gómez (ed.): «Unidad y dualismo peninsular: el papel del factor externo», Portugal y España contemporáneos, Ayer, 37, 2000, pp. 11-35.

30. José M. Portillo Valdés: «Nación. España», en Javier Fernández Sebastián (dir.): Diccionario histórico del lenguaje político y social en Iberoamérica, Madrid, Fundación Carolina, Centro Estatal de Conmemoraciones Culturales, Centro de Estudios Políticos Constitucionales, 2009, p. 920.

31. Respectivamente, António Caetano de Sousa: História genealógica da Casa Real Portuguesa, Coimbra, Atlântida, 1946 (1732); Compêndio histórico do estado da Universidade de Coimbra, Coimbra, Régio Oficina Tip., 1771, y Sérgio Campos Matos: «Nación», Ler História, Lisboa, 55, 2008, p. 114.

32. Hagen Schulze: Estado e nación na história da Europa, Lisboa, Presença, 1997, p. 111 (trad. esp.: Hagen Schulze: Estado y nación en Europa, Barcelona, Crítica, 1997).

33. Emmanuel Sieyès: Que é o Terceiro Estado? (introd. de José Gil), Lisboa, Circulo de Leitores/Temas e Debates, 2008, pp. 78 y 139 (trad. esp.: Emmanuel Sieyès: ¿Qué es el Tercer Estado?, Madrid, Alianza, 1989).

34. Almeida Garrett: «O dia 24 de Agosto pelo cidadão J.B.S.L.A Garrett», Obra Política. Escritos do vintismo (1820-23), Lisboa, Estampa, 1985, p. 189.

35. Ibíd., p. 195.

36. Gazeta de Lisboa, 50, 9-12-1808, p. 3.

37. Sérgio Campos Matos: «A linguagem do patriotismo em Portugal: unidade e conflito, da crise do Antigo Regime à I República», en José Murillo de Carvalho, Miriam Halpern Pereira, Gladys S. Ribeiro e Mª João Vaz (eds.): Linguagens e fronteiras do poder, Rio de Janeiro, FGV Editora, 2011, p. 40. En los párrafos siguientes me he basado, en lo esencial, en este estudio y también en el ya citado «Nación», Ler História, Lisboa, 55, 2008, pp. 111-124.

38. Constitución de 1822, en Jorge Miranda: O constitucionalismo liberal luso-brasileiro, Lisboa, CNCDP, 2001, p. 68.

39. Juan Francisco Fuentes: «Pátria-Patriota. España», en línea <http://www.iberconceptos.net/>.

40. Fernando Catroga: «Pátria, nación, nacionalismo», op. cit., pp. 9-11.

41. Ortega y Gasset: Notas de andar y ver, apud Fernado Catroga: «Pátria, nación, nacionalismo», p. 21.

42. O Patriota, 16, 14-10-1820.

43. Jorge Miranda: O constitucionalismo liberal..., op. cit., p. 84.

44. Constitución de 1822, art. 63, en ibíd., p. 124.

45. Véase Carlos Dardé Morales: «Cidadania e representación política em Espanha 1812-1923», en Fernando Catroga y Pedro Tavares de Almeida (coords.): Respublica: cidadania e representación política em Portugal, 1820-1926, Lisboa, BNP, 2011, pp. 305-321.

46. Luís N. Espinha da Silveira, op. cit., p. 114.

47. Legislación eleitoral portuguesa 1820-1926 (org. e introd. de Pedro Tavares de Almeida), Lisboa INCM, 1998, p. 733, y Pedro Tavares de Almeida: «Eleitores, voto e representantes», Respublica: cidadania..., op. cit., p. 79.

48. Raffaele Romanelli: Duplo movimento, op. cit., p. 47.

49. Ibíd., p. 293.

50. Alain Renaut: «Postérité de la querelle entre Lumières et Romantisme: le débat sur l’idée de nation», Histoire de la Philosophie Politique, t. 3 Lumières et romantisme, París, 1999, pp. 366-376.

51. Fernando Catroga: «A constituionalización da virtude cívica», Revista de História das Ideias, vol. 29, 2008, p. 284.

52. Federalist Papers (ed. Clinton Rossiter, introd. Charles Kesler), Nueva York, Mentor Book, 1999, pp. 45-52 (trad. esp.: El Federalista, México DF, FCE, 1994).

53. Véase a este respecto Eric Hobsbawm: Nations and nationalism..., op. cit., pp. 30-41.

54. E. Duclerc: «Portugal», en Dictionnaire politique (introd. de Garnier Pagès), 2.ª ed., París, Pagnerre, 1843, p. 735. Cf. también, Elias Regnault: «Nation», ibíd., p. 625.

55. Alexis de Tocqueville: Da democracia na América, Lisboa, S. João do Estoril, Principia, 2001, pp. 198-199 (trad. esp.: Alexis de Tocqueville: La democracia en América, Madrid, Alianza, 2002).

56. Pi i Margall: Las nacionalidades (introd. de Juan Trias), Madrid, Biblioteca Nueva, 2002 (1877), pp. 107-108.

57. Ibíd., pp. 63-64.

58. Teófilo Braga: «Bibliografía. Las Nacionalidades por Pi y Margall», O Positivismo, vol. I, 1879, pp. 303-305 (también História das ideias republicanas em Portugal, Lisboa, Vega, s.d., 1880).

59. Alexandre Herculano: O Bobo, 24.ª ed., Lisboa, Bertrand, s.d., p. 13 (texto datado de 1843, inicialmente publicado en la revista O Panorama).

60. Alexandre Herculano: História de Portugal (introd. de José Mattoso), Amadora, Bertrand, 1980 (1846), pp. 81-83.

61. João de Andrade Corvo fue ministro de Portugal en Madrid (1869-70), ministro de Asuntos Exteriores (1871-78) y ministro de Marina y Ultramar (1872-77), en un Gobierno de Fontes Pereira de Melo.

62. Andrade Corvo: Perigos, Lisboa, Tip. Universal, 1870, p. 15. Los subrayados son míos.

63. Hannah Arendt: A condición humana, Lisboa, Relógio d’Água, 2001 (1958) (trad. esp.: Hannah Arendt: La condición humana, Barcelona, Paidós, 1993).

64. Andrade Corvo: Perigos, op. cit., p. 112.

65. Positivista, Teófilo Braga era muy crítico con respecto a la teoría de la nación-consciencia, en tanto en cuanto era defensor de la idea de que la nación era una entidad natural, anterior a la monarquía y se enraizaba en una diferencia étnica

66. J. P. de Oliveira Martins: Política e economia nacional, 2.ª ed., Lisboa, Guimarães, 1954 (1.ª ed. 1885), p. 44.

67. J. P. de Oliveira Martins: «A História de Portugal e os críticos», en História de Portugal (ed. crítica de Martim de Albuquerque e I. Albuquerque), Lisboa, INCM, s.d., p. 223.

68. Augusto Santos Silva: «Os lugares visto de dentro: estudos e estudiosos locais do séc. XIX português», en Palavras para um país, Lisboa, Celta, 1997, pp. 111-171.

69. José Manuel Sobral: Portugal, Portugueses: uma identidade nacional, Lisboa, Fundación Francisco Manuel dos Santos, 2012, pp. 57-79.

70. Joel Serrão: Da «Regeneración» à República, Lisboa, Livros Horizonte, 1990.

71. Sérgio Campos Matos: «História e identidade nacional: a formación de Portugal na historiografia contemporânea», Consciência histórica e nacionalismo, pp. 17-31.

72. Fernando Catroga: Ensaio Respublicano, Lisboa, Fundación Francisco Manuel dos Santos, 2011, pp. 28-29.

73. Ernest Gellner: Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza, 1988.

74. Enric Ucelay da Cal: «The historiography of catalanism», en Nationale bewegingen en geschiedschrijving, National movments and historiography, Amberes, Bijzonder Nummer van W. Tijdingen, 2005, p. 119.

75. Anthony Smith: A identidade nacional, Lisboa, Gradiva, 1997 (trad. esp.: Anthony Smith: La identidad nacional, Madrid, Trama Editorial, 1997).

76. Javier Moreno Luzón (ed.): «Introducción: el fin de la melancolía», Construir España. Nacionalismo español y procesos de nacionalización, p. 19 y Anne-Marie Thiesse: Faire les Français. Quelle identité nationale?, París, Stock, 2010.

77. Para el caso de Galicia, véase Justo Beramendi: «Algunos aspectos del nation-building español en la Galicia del siglo XIX», en Javier Moreno Luzón (ed.): Construir España. Nacionalismo español y procesos de nacionalización, pp. 25-57.

78. Eugen Weber: Peasents ninto Frenchmen..., op. cit., p. 485.

79. J. P. de Oliveira Martins: Portugal Contemporâneo, vol. III, Lisboa, Guimarães, 1953 (1881), p. 310.

80. «A linguagem do patriotismo em Portugal: unidade e conflito, da crise do Antigo Regime à I República», Linguagens e fronteiras do poder..., op. cit., pp. 36-54.

81. Vitorino Magalhães Godinho: «Os Portugueses em busca de si próprios», en Ensaios e estudos. Uma maneira de pensar, vol. I, Lisboa, Sá da Costa, 2009, pp. 97-99.

82. Jorge Borges de Macedo: «Unidade de poder e diversidade de situación nas áreas regionais em Portugal. Consequências metodológicas», en Álvaro Matos y Raúl Rasga (coords.): Primeiras jornadas de história local e regional, Lisboa, Colibri, s.d. [1993], p. 21.

Nación y nacionalización

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