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EL DISCURSO NACIONAL ITALIANO Y SUS IMPLICACIONES POLÍTICAS (1800-1922)

Alberto Mario Banti Università de Pisa

1.

El nacimiento del Estado nacional italiano, que tuvo lugar en 1861, fue impulsado por un movimiento político que se había formado en la primera mitad del siglo XIX y que se identificaba, ya en la época, con el término de Risorgimento (que significa ‘resurrección’ o ‘renacimiento’). Se trató de un movimiento político atravesado por contrastes políticos bastantes rígidos (republicanos frente a monárquicos, demócratas frente a moderados, federalistas frente a centralistas). Sin embargo, estos contrastes fueron superados en nombre de la independencia de la nación italiana, un objetivo compartido por todos los elementos de un movimiento que, en el transcurso de los años que van de 1815 a 1861, reunió bajo su bandera a una notable masa de militantes y simpatizantes.

Como el movimiento nacional alemán estudiado por Mosse,1 también el italiano es fruto de una «nueva política». Una política que nace con la Revolución francesa y que, conceptualmente incluso antes que factualmente, pone en el centro del espacio público al pueblo/nación, depositario principal de la soberanía. Como en Alemania, también en Italia, el estilo político que se impone es el de la emoción, más que el de la racionalidad. Es un estilo que se basa en símbolos, narraciones y alegorías, y construye así una nueva «estética de la política». Una vía obligada si, además de evocar al pueblo/nación, también lo quiere ver actuar en carne y hueso.

Más de un nexo vincula la elaboración nacionalista decimonónica a la tradición del clasicismo y patriotismo de época moderna.2 Pero si hay una experiencia intelectual que preside el nacimiento del Risorgimento como un movimiento nacional-patriótico «de masas», esta es la experiencia del Romanticismo. De los muchos aspectos que, más o menos legítimamente, caracterizan la elaboración romántica, uno en concreto merece subrayarse: los intelectuales italianos que abordan la cuestión, y que tienen convicciones nacionalistas, se centran en seguida en una idea muy política de la producción estética, y lo hacen perfeccionando el tema de un arte para «el pueblo» (término que con mucha frecuencia no quiere decir más que «el mayor número posible de personas», especialmente de aquellas personas capaces de leer). Este es un proyecto que cobró actualidad debido al nuevo estatuto socioprofesional del literato en la Italia de la Restauración, un intelectual que si quiere vivir de su trabajo debe vender sus escritos al mayor número posible de lectores; pero los intelectuales próximos al movimiento nacional-patriótico (como Ugo Foscolo, Giovanni Berchet, Alessandro Manzoni, Giacomo Leopardi y otros muchos) atribuyen a este proyecto cultural un claro significado político: hablar al pueblo (es decir, al mayor número de personas posible), para empujarlo a un compromiso militante y convertirlo en nación.3

En efecto, el discurso nacional/patriótico, tanto en Italia como en Europa, toma cuerpo en primer lugar a través de la difusión de los materiales literarios y artísticos de diverso tipo (novelas, poesías, dramas teatrales, pinturas y, fundamentalmente, melodramas), y a través también de ensayos políticos, proyectos, estatutos y proclamas. Aun así, sin organización ni acción política, un «pueblo» no consigue expresarse como una comunidad nacional. El sistema que los líderes más lúcidos del Risorgimento tienen delante es dual; hace falta planificación política, sin duda, pero también hacen falta instrumentos que conviertan los asuntos de la nación en historias capaces de hacer latir el corazón, capaces de hacer hervir la sangre en las venas, de apasionar, hacer llorar y empujar a la acción. Y, de hecho, Giuseppe Mazzini, el más tenaz entre los líderes políticos del Risorgimento, que desde 1831 escribe «nosotros necesitamos a las masas», es también alguien que se ocupa constantemente de la literatura, la pintura y la música. Y cuando lo hace no es, sin duda, menos conscientemente político que cuando proyecta insurrecciones o funda asociaciones, como la Giovine Italia.4

2.

Sin embargo, movilizar a las personas para luchar contra el establishment y derrocarlo en nombre de un ideal inédito –la nación italiana– no es, en absoluto, una operación fácil. Si, a pesar de todo, centenares y centenares de miles de hombres y mujeres escucharon el discurso nacional, en la forma que adquiere desde principios del siglo XIX, es porque desarrolla efectos performativos potentes, que le son permitidos debido a su particular articulación interna. Esta –en el caso italiano, como en todo el nacionalismo europeo decimonónico– se construye a partir de algunas estructuras discursivas elementales que pertenecen a lo que podríamos llamar el espacio de las figuras profundas.5

¿Qué son, en este contexto, las «figuras»? Son las imágenes, los sistemas alegóricos, las constelaciones narrativas, que incorporan una tabla de valores específica, que se ofrece como la fundamental y da sentido al sistema conceptual propuesto.

¿Y por qué son «profundas»? Por dos motivos, porque tienen que ver con hechos «primarios»: nacimiento/muerte, amor/odio, sexualidad/reproducción; y porque las elaboran colocándose en un continuum discursivo que viene de siglos atrás, y en algún caso, de milenios. De ese espacio se recuperan figuras de larga o muy larga duración, que son oportunamente reelaboradas dentro de un discurso funcionalmente innovador. Y el valor de las «figuras profundas» está justo en su colocación en este continuum de valores, que produce imágenes muy conocidas y, al mismo tiempo, adaptables a los nuevos contextos discursivos, mientras la eficacia del sistema discursivo que las incorpora depende de la funcionalidad de las coherencias internas que le son propias.

¿Cuáles son, entonces, estas figuras?

3.

La primera es la figura del parentesco. A través de una imagen tan obvia y fácilmente accesible, se estructura una de las matrices que construyen el lenguaje nacional. Imaginar la nación como un sistema de parentesco, es decir, como una red de relaciones que se extiende hacia atrás, hacia las generaciones precedentes, que actúa en el presente con los contemporáneos y que se proyecta hacia el futuro de las generaciones venideras, significa esencialmente dos cosas:

a) Significa imaginar la nación como una «comunidad de descendencia», dotada de una genealogía propia o, si se prefiere, de una historicidad específica propia. A partir de este tipo de concepción, la reflexión sobre la historia y sobre los grandes hombres de la comunidad (Dante, Petrarca, Machiavelli, Parini) adquiere significado. Lo que vincula las acciones realizadas por las generaciones pasadas (la batalla de Legnano, las vísperas sicilianas, el duelo de Barletta, la defensa de Florencia, la revuelta de Génova, entre otras) al presente de la nación es tanto una concepción «figural de la historia»,6 como el hecho de que los grandes hombres o los combatientes del pasado pertenecen «por naturaleza» a la comunidad cuya historia han ilustrado.

b) Describir la nación como parentesco significa dar una enorme importancia al nexo biológico entre las generaciones y los individuos (de ahí el recurso –inicialmente «ingenuo», si se puede decir así– a términos como raza o sangre para caracterizar los nexos que vinculan las personas a la comunidad). En este caso, la fuerza evocativa de la figura profunda está en su definición de la nación como una comunidad biopolítica, o como una comunidad cuya esencia deriva no solo de la cultura y la historia, sino también de la «naturalidad» de la descendencia biológica.7

En efecto, la figura de la descendencia llega de la época moderna cargada de una condición política propia muy concreta. De hecho, las familias nobiliarias erigen sus pretensiones de superioridad jurídica y social en torno a la reconstrucción, incluso fantástica, de líneas genealógicas proyectadas a muy largo plazo.8 Y las casas reinantes erigen sus pretensiones de soberanía en torno a la coherencia de la sucesión genealógica. Lo que hay de diferente en la genealogía delineada dentro del discurso nacional es que esta pone el acento en la dimensión colectiva, relativamente igualitaria y «cognaticia», más que específicamente lineal. Se vincula, además, a la idea de un espacio territorial determinado que pertenece a la comunidad (la «tierra patria»). Y por eso no admite, desde el inicio, la dimensión interétnica o, más bien, internacional que, por ejemplo, es propia de las genealogías de las casas reinantes. Y así, para incluir a todos aquellos que comparten rasgos comunes –culturales, lingüísticos o conmemorativos–, se trazan unos límites rígidos que son, al mismo tiempo, territoriales, culturales y bioétnicos. Por obra de esta superposición de planos a lo largo del siglo XIX (en Italia, pero también en otros lugares de Europa), se asiste a la creación de una formación política híbrida, que descansa en leyes de nacionalidad rígidamente basadas en el ius sanguinis sobre todo, pero que también está guiada, al menos simbólicamente, por familias reinantes que, perseverando en la práctica tradicional de los matrimonios «internacionales», basan su legitimidad en líneas sucesorias «cosmopolitas».

En cualquier caso, en esta particular articulación del lenguaje nacional, se sigue utilizando una serie de «voces de archivo» que pertenecen al tradicional léxico político de la Europa del Ancien Régime (parentesco/genealogía/descendencia) que, sin embargo, se desplazan a un espacio semántico que tiene características e implicaciones muy distintas de las utilizadas en siglos precedentes.

Es una operación fructífera, en el sentido de que se presta a una multiplicidad de gemaciones metafóricas, a las que se recurre constantemente. La patria (término que evoca por sí mismo la cuestión parental) es declarada, metafórica e iconográficamente, como madre-patria; los grandes hombres del pasado, o los líderes políticos, son concebidos como padres de la patria; el vínculo entre contemporáneos se indica con el término revolucionario de fraternidad (y entre mujeres, de hermandad), donde el lema remite, al mismo tiempo, a la comunión de valores espirituales y a la posesión de lazos más oscuros e incuestionables; la familia se convierte constantemente en sinónimo de la comunidad nacional en su conjunto, o en un término que indica su núcleo fundacional mínimo.

4.

La concepción parental adquiere una fuerza aún mayor porque se coloca en una constelación funcional en la que tienen lugar otras figuras profundas. Y la segunda que nos sale al encuentro es la del sacrificio. Su enorme importancia radica en el hecho de que es esta la que considera propiamente al nacionalismo una experiencia sagrada, incluso religiosa, porque abre una vía –increíblemente llena de resonancias– a la comprensión y dignificación de la muerte. En un bellísimo ensayo sobre la «religión como sistema cultural», Clifford Geertz escribió que el sentido de un sistema religioso está en intentar dar orden a experiencias o imágenes que parecen imposibles de interpretar con instrumentos conceptuales de otra naturaleza, no metafísicos: «Cuando el aparato explicativo, el conjunto de modelos culturales comúnmente aceptados (el sentido común, la ciencia, la especulación filosófica, el mito) del que se dispone para tener un mapa del mundo empírico, fracasa irremediablemente al explicar ciertas cosas que reclaman una explicación, se suele producir una inquietud profunda».9 Y, entonces, interviene la religión para volver a poner orden en las cosas. Sin embargo, no es necesario interpretar la religión como un instrumento que edulcora las experiencias de la vida. Todo lo contrario. Si se considera que dos aspectos importantes de la vida, la enfermedad y el luto, están en el centro de la atención religiosa en general, también es necesario reconocer que los modos de tratar estas experiencias están orientados no tanto a exorcizarlas, como a incluirlas, a una y otra, en un sistema dotado de sentido: «En cuanto problema religioso, el problema del sufrimiento no es, paradójicamente, cómo evitar el sufrimiento, sino cómo sufrir, cómo hacer del dolor físico, del luto personal, de la derrota terrenal o de la contemplación impotente de la agonía ajena algo soportable, aguantable; algo, como decimos, sufrible».10

Ahora bien, las prácticas (discursivas y rituales) del nacionalismo del Risorgimento pretenden concebir la nación como una comunidad de combatientes, unida en un pacto sacramental común en nombre de una entidad parametafísica, la nación-patria. El punto crucial que santifica –es decir, que vuelve sagrada, fuera de cualquier posible discusión, pero objeto de fe– la acción política es la figura del sacrificio de uno mismo (es decir, el martirio, o sea, la muerte testimonial). Aquí es extraordinariamente importante el vínculo primario que se establece con la figura de Cristo y con todas sus variaciones metafóricas. Y este aspecto explica por qué la mayor parte de los héroes del nacionalismo del Risorgimento son, en cierto sentido, héroes tristes, consagrados a la derrota, encuadrados en historias de vida que no tienen o no pueden tener un happy ending. He aquí, pues, la serie de los martirios nacionales, que en todas partes se representa con los mismos personajes, guerreros que si no han dado su vida por la causa de la nación, han mostrado que están listos para hacerlo.11 Bajo esta luz se entiende también la fascinación ejercida, mucho más allá de los límites de Italia, por un hombre como Garibaldi: un buen héroe, valiente y noble, pero políticamente –por no decir militarmente– un perdedor.


Fig. 1. Retrato de Garibaldi en 1850 trans-figurado en Redentor para eludir la censura, prensa, 1850, Roma, Museo centrale del Risorgimento.

Una litografía de 1850 (figura 1), que representa al héroe con la apariencia de un Cristo bendiciendo, ilustra bien el sentido de la relectura cristológica de la figura del héroe. Giuseppe Garibaldi, que ha combatido heroicamente, aunque sin éxito, por la defensa de la República romana en 1849, y que durante la fuga posterior ha perdido trágicamente a su mujer Anita, es retratado como un Cristo patriótico, bueno y triste porque sufre (la mano que bendice lleva, claramente, el signo del estigma).

En este caso, la imagen establece un vínculo directo y positivo entre la epopeya del nacionalismo del Risorgimento y la cristología, una solución de la mitografía que, en los años siguientes, no abandona ya la representación de la figura de Garibaldi.12

Parece que, a partir de este núcleo esencial, se construye la sacralización de la nación, demostrada de forma tan evidente por el léxico del nacionalismo, que incesantemente habla de misión, regeneración, apostolado, fe, resurrección (este es el significado originario de Risorgimento), guerra santa y cruzada. Este núcleo primario, pues, puede ayudar a dar sentido a una serie de importantes connotaciones posteriores del discurso nacional que, de otro modo, podrían seguir siendo enigmáticas. La importancia del culto a los muertos y, en general, el carácter mortuorio del discurso nacionalista encuentra aquí su raíz, en este contacto sagrado con la experiencia de la muerte. La exhibición de la muerte y los muertos de la nación, a través de las estatuas (la «estatuomanía» es un fenómeno específicamente nacionalista),13 puede ser interpretada como una elección que, a través de la representación mimética, quiere evocar la presencia de los héroes, de los grandes hombres y de los padres de la patria, en fin, de los muertos y su testimonio, llevándolos permanentemente a la comunidad de los vivos. También es necesario añadir que los sistemas sagrados ofrecen un cuadro explicativo/ennoblecedor no solo para dar cuenta de la muerte de uno mismo, de los seres queridos, de los miembros de la propia comunidad, sino para explicar y volver aceptable la muerte del «otro» (el diferente, el enemigo, el extraño), cuando esta se produzca de forma «sacrificial» por el bien de la comunidad. Una elaboración conceptual parecida es absolutamente esencial para un discurso como el nacionalista, que parece manifestarse siempre a través de la valorización de la violencia y la guerra. Sin duda, para los cronistas del nacionalismo, se trata siempre y, en cualquier caso, de guerras «justas», por la «defensa» de la patria o la consecución de sus intenciones legítimas. Pero el hecho es que, también en la Italia del Risorgimento, se impone una idea marcial de la comunidad, guiada por líderes y soberanos vistos, principalmente, como jefes de una comunidad guerrera.

5.

La constelación simbólica se completa con una tercera figura profunda, polimorfa e identificable con los términos de honor/virtud, cualidades que definen de forma particularmente asimétrica el perfil de los géneros admitidos por la comunidad nacional. En primer lugar, en el discurso nacionalista del Risorgimento, las identidades de género tienen una articulación puramente diádica: varón y hembra heterosexuales; y de manera explícita no se contempla nada más.

El énfasis sobre el carácter normativo de la heterosexualidad se propone, en las poesías o novelas del Risorgimento, a través de la narración del difícil encuentro entre el héroe y la heroína de la nación que, en el momento mismo en que deben intentar superar los obstáculos que se interponen en su matrimonio, han de intentar también hacer frente a los obstáculos que impiden una feliz vida de la nación. En otras palabras, en el imaginario del Risorgimento, amor romántico y amor patriótico se superponen, desde aquella obra genial y fundamental que es Las últimas cartas de Jacopo Ortis, novela epistolar de Ugo Foscolo, publicada en 1802. Impulsos rebeldes animan una y otra pasión: el amor romántico empuja a luchar contra las convenciones de los matrimonios concertados, hacia la plenitud del amor pasión; el amor patriótico induce a rebelarse contra aquello que impide u obstaculiza la vida de la nación. La razón fundamental que está en la base de todo ello no es solo una simple emotividad sentimental, sino la tesis según la cual la culminación de una relación amorosa feliz es la condición necesaria para una reproducción plena y constante de la comunidad. En este modo de manifestar el amor romántico hay una preocupación de carácter claramente biopolítico, que deriva de la concepción parental de la nación. Si lo que justifica la esencia de una nación es la existencia de una línea genealógica coherente, es necesario que esa línea se conserve y se proteja. Y, precisamente, en torno a las exigencias de protección de la línea genealógica intervienen los valores de honor/virtud, cuyos contenidos son diferentes según se observe el componente masculino y femenino de la comunidad.

Los héroes varones deben ser capaces de defender, arma en mano, la libertad y el honor de la nación. En las narrativas nacionales, su contacto con el sacrificio (personal o de los enemigos) se produce solo y exclusivamente dentro de un contexto bélico. Y desde finales del siglo XVIII, este aspecto del discurso nacional, alimentado por la retórica de la «nación en armas» y por la realidad del reclutamiento obligatorio (introducido por el ejército revolucionario y napoleónico, y recuperado por la experiencia del voluntariado democrático de mediados de siglo), hace que los héroes de la mitografía nacional ya no sean considerados únicamente la expresión de una reducida élite combatiente, sino que sean imaginados como la quintaesencia de la masculinidad nacional. Por el contrario, a las figuras femeninas se les reservan tareas de naturaleza diversa, de asistencia, ayuda o soporte ideológico a los hombres que luchan por la libertad de la nación; y, sobre todo, se les pide un comportamiento sexualmente virtuoso, marcado por una rigurosa castidad monogámica. Válido para todo el nacionalismo del siglo XIX, este tipo de retórica asume características particularmente profundas en el caso italiano, donde los intelectuales y los líderes nacionalistas deben combatir el doble estereotipo que los viajeros y viajeras de otros países europeos han proyectado sobre la sociedad italiana de la época moderna, a la que han descrito como compuesta por hombres que no saben luchar y por mujeres de escasa virtud y costumbres relajadas.14 Por esto, el tema del honor/virtud toca una cuestión muy delicada que es utilizada a menudo; por esto, la narración de las agresiones sexuales, llevadas a cabo por enemigos extranjeros o traidores, se pone en juego con tanta frecuencia, para recordar la necesidad de que los hombres estén preparados para defender a sus mujeres, las cuales se consideran invariablemente preparadas para resistir estoicamente, hasta el propio sacrificio, cualquier ofensa infligida a su honor.

6.

Después de 1861, el discurso nacional construido en el Risorgimento sigue dominando la cultura y la mentalidad de las élites políticas italianas. Un coro unánime de voces, de políticos e intelectuales, interpreta las estructuras constitucionales del nuevo Reino de Italia como expresión de un sujeto compacto –la nación italiana–, descrito a través de un montaje recurrente de las figuras simbólicas que acabamos de describir. Y sobre todo después de 1876, es decir, después de que la izquierda liberal llegue al poder, las figuras simbólicas del discurso nacionalista invaden integralmente el espacio público, a través de los rituales públicos, de los monumentos y de los programas escolares para las escuelas elementales y superiores. La idea de la nación italiana está rodeada de un aura de positividad que le confiere las características de una religión civil. La fuerza de este discurso es tal que supera los circuitos comunicativos oficiales, para imponerse incluso en la dimensión de la narrativa de entretenimiento. El mejor ejemplo que se puede dar viene de la novela de mayor éxito en la Italia posterior a la unificación, Corazón, de Edmondo De Amicis, publicada en 1886. La novela tiene la forma de un diario que el autor imagina escrito por un alumno de una escuela elemental de Turín. En el diario, el pequeño Enrico cuenta lo que le ocurre en el curso escolar de 1881-1882, sus amistades, desventuras, dolores y alegrías. Todas estas vivencias están enmarcadas dentro de una exaltación constante de los valores nacional-patrióticos, confiada a las lecciones del maestro o a las páginas que el padre de Enrico añade al diario para explicarle cuestiones cruciales en su formación. Así, por ejemplo, en una página titulada «El amor a la Patria», el padre de Enrico le explica qué es la patria y por qué es importante amarla:

Puesto que el cuento del Tamburino te ha conmovido, fácil te será escribir esta mañana la redacción sobre el tema del examen: «¿Por qué se ama a la Patria?». ¿Por qué quiero a mi Patria? ¿No se te han ocurrido en seguida cien respuestas? Amo a mi Patria porque mi madre ha nacido en ella, porque sangre suya es la que corre por mis venas, porque es la tierra donde están sepultados los muertos por los que reza mi madre y a los que venera mi padre, porque la ciudad donde he visto la luz, la lengua que hablo, los libros que me instruyen, mi hermano y mi hermana, mis compañeros, el pueblo del que formo parte, el bello paisaje que me rodea, cuanto veo, lo que amo, lo que estudio y lo que admiro pertenece a mi Patria. ¡Tú no puedes sentir todavía ese gran afecto en toda su intensidad! Lo sentirás cuando seas un hombre, cuando retornes a ella tras un largo viaje, después de una prolongada ausencia, y asomándote una mañana desde la cubierta del buque, contemples en el horizonte las grandes montañas azules de tu país; entonces lo sentirás con el ímpetu de ternura que te llenará los ojos de lágrimas y te arrancará un grito. Lo advertirás en alguna gran ciudad lejana por el impulso del alma que, entre la desconocida multitud, te llevará hacia un trabajador desconocido, al que, pasando, le habrás oído decir alguna palabra en tu propia lengua. Lo sentirás en la dolorosa y profunda indignación que te hará subir la sangre a la cabeza, cuando de la boca de algún extranjero salgan expresiones injuriosas para la tierra que te vio nacer, y con mayor violencia y alteración todavía si la amenaza de un pueblo enemigo levanta una tempestad de fuego sobre tu Patria y veas el desasosiego por doquier, a los jóvenes que acuden en masa a tomar las armas, a los padres besar a sus hijos gritando: «¡Adiós! ¡Volved victoriosos!». Lo sentirás con insuperable júbilo si tuvieres la dicha de presenciar en tu ciudad los regimientos diezmados, cansados, con el uniforme destrozado, con aire terrible, con el brillo de la victoria en los ojos y las banderas atravesadas por las balas, seguidos por un número interminable de valientes que llevarán sus cabezas vendadas y brazos sin manos, entre una multitud enfervorecida por el entusiasmo, que los cubrirá de flores, de bendiciones y de besos. Entonces comprenderás lo que es el amor a la Patria, Enrico. La Patria es algo tan grande y sagrado, que si un día te viese regresar salvo y sano de una batalla en la que te hubieses hallado, por haberte escondido para conservar la vida, a pesar de ser carne de mi carne y alma de mi alma, yo, tu padre, que te recibo con tanta alegría cuando vuelves de la escuela, te acogería con la angustia de no poderte querer, y moriría con ese puñal clavado en el corazón.

TU PADRE15

A finales del siglo XIX, la mística biopolítica y sacrificial, tan bien ilustrada desde las páginas de Corazón, impregna los más diversos medios, las más variadas soluciones estilísticas y las más diferentes opciones políticas, moviéndose entre el cine, la poesía, la literatura, la escuela y las ritualidades públicas.

Uno de los ejemplos más impresionantes de la invasión de esta retórica lo ofrece una de las primeras películas producidas por una casa cinematográfica italiana, Il piccolo garibaldino, una película comercial, difundida en las salas cinematográficas del Reino en diciembre de 1909.16 La película narra la historia de un chico que, viendo a su padre partir voluntario para combatir con Garibaldi, sueña con unirse a él y luchar junto al «héroe de los dos mundos». Después de armarse de valor, el joven prepara sus cosas (un uniforme de garibaldino, una bandera italiana y una pistola), las mete en un saco y, después de despedirse silenciosamente de su madre y su hermana, que duermen, se aleja de la casa en el corazón de la noche para dirigirse a un puerto, donde encuentra una barca que lo conducirá al escenario de la guerra. Cuando llega al campamento de los garibaldinos, su padre lo acoge con entusiasmo, orgulloso de tener un hijo tan valiente; y junto a él y los otros compañeros, el muchacho se prepara para el bautismo de fuego. Mientras se libra la batalla, él está ahí, intrépido, preparado para combatir valientemente al lado de su padre. Pero en un momento en que se exhibe demasiado ante el fuego enemigo, una bala le alcanza. Es un golpe mortal. Su padre está desesperado, pero el muchacho ve pasar a Garibaldi, y casi despreocupándose del dolor de su progenitor, pide que lo lleven junto al héroe que, con la espada, hace un gesto parecido a una bendición. Después, se desploma en el suelo, sin vida. Y así llegamos a la secuencia final, la más desgarradora y la más densa. La escena se abre en el salón de la casa del pequeño garibaldino, donde se encuentra la madre, desesperada por la muerte de su joven hijo. De repente, la pared del fondo se abre y aparece una imagen: sobre una especie de pedestal se encuentran una alegoría femenina de Italia y el pequeño garibaldino. Ambas figuras están serenas, casi impasibles, y miran hacia la madre; esta, desconcertada, observa la visión con una mezcla de alegría y consternación. En ese momento, el pequeño garibaldino desciende del pedestal y, en el centro de la habitación, se abre la camisa y muestra una pequeña herida en el costado. La madre se le acerca, primero besa la herida y después besa la cara de su hijo. Él la mira sereno, mientras el subtítulo recita: «Mamá, mira: ¡he muerto como un soldado!». Después de esto, con gestos comedidos, el joven se aleja de la madre biológica para volver a subir al pedestal, donde la madre simbólica, Italia, lo acoge maternal y solícita, bajo su manto que no es otro que el tricolore.

El clímax de la escena se construye a través del contraste entre dos actitudes emotivas completamente opuestas. Por un lado, encontramos a la madre rota por el dolor, que llora y se desespera por la muerte del hijo; por otro, las apariciones de Italia y del pequeño garibaldino, que se caracterizan por una sagrada impasibilidad frente al dolor y la muerte. Cuando desciende del pedestal, el pequeño garibaldino se convierte en una especie de Cristo niño, cuya herida mortal, besada por la mater dolorosa, se convierte en el símbolo de la positividad del sacrificio. La apoteosis de esta mística sacrificial está marcada por la mirada estática y tranquila del pequeño héroe que, dejando a su afligida madre terrenal con la conciencia de haber realizado un acto glorioso, vuelve con su madre trascendente, la alegoría de Italia, que es impasible y hospitalaria al mismo tiempo cuando lo acoge con su abrazo bajo su manto-bandera.

La película Il piccolo garibaldino elige la vía de un medio de comunicación de masas para difundir la palabra nacional-patriótica. Si nos fijamos bien, esto no es un caso aislado. Si repasamos un listado, incluso parcial, de los títulos de las películas proyectadas en las salas a principios del siglo XX, nos damos cuenta de que estamos en el centro de un amplio continuum discursivo, que mucho toma prestado de la obra de referencia fundamental que, como se entiende por los títulos, es indudablemente Corazón; que mucho se inspira en la epopeya garibaldina, y que mucho utiliza de la mitografía más general del Risorgimento: Cuore e patria (Cines, 1906); Mario Caserini, Garibaldi (Cines, 1907); Il Fornaretto di Venezia (Cines, 1907); Piccolo cuore (Aquila Films, 1907); Mario Caserini, Pietro Micca (Cines, 1908); Il piccolo cuore (Itala Film, 1908); I carbonari (Itala Film, 1908); Il piccolo spazzacamino (Rossi & C., 1908); Esercito italiano: I Carabinieri Reali-primera serie (Cines, 1909); Esercito italiano: Artiglieria, Plotone grigio-segunda serie (Cines, 1909); Esercito italiano: Artiglieria da fortezzatercera serie (Cines, 1909); Esercito italiano: Genio militare. I pontieri-cuarta serie (Cines, 1909); Il piccolo garibaldino (Cines, 1909); Mario Caserini, Anita Garibaldi (Cines, 1910); Mario Caserini, Il dottor Antonio (Cines, 1910); La battaglia di Legnano (Cines, 1910); Per la patria-Epopea garibaldina (Cines, 1910); Garibaldi a Marsala (Cines, 1910); Eroico pastorello (Cines, 1910); I piccoli esploratori italiani (Co-merio, 1910); Il tamburino sardo (Cines, 1911); Il piccolo patriota (Milano Films, 1911); Luca Comerio, Dolorosi episodi della guerra Italo-Turca (1911); Luigi Maggi, La lampada della nonna (1913); Eleuterio Ridolfi, Il dottor Antonio (1914); Emilio Ghigne, Ciceruacchio (1915); Il piccolo scrivano fiorentino (Film Artistica Gloria, 1915); Il piccolo patriota padovano (Film Artistica Gloria, 1915); Il tamburino sardo (Film Artistica Gloria, 1915); Sangue romagnolo (Film Artistica Gloria, 1916); Dagli Appennini alle Ande (Film Artistica Gloria, 1916); Valor civile (Film Artistica Gloria, 1916).17

7.

En las décadas posteriores a la unificación, pues, el discurso nacional encuentra sus medios, sus intérpretes y sus narrativas, que son narrativas extremadamente positivas y que imponen el discurso nacional-patriótico como el credo público de la Italia liberal.

No se puede decir lo mismo de otro aspecto esencial de la estructura constitucional del Reino de Italia, la representación parlamentaria. Aquí se plantean tres cuestiones que merecen atención:

a) la primera es que las prácticas clientelares, que son propias del sistema político liberal italiano, así como de otros contextos políticos de la Europa contemporánea, parecen contradecir dramáticamente la nobleza y la sacralidad del credo nacional-patriótico, arrojando una sombra de descrédito sobre la dignidad de la representación parlamentaria;

b) la segunda es que la misma lógica de la representación parlamentaria parece chocar con la razón más profunda del credo nacional-patriótico. Más de un autor considera los partidos, o las divisiones políticas, como algo que entra en contradicción con el deber del organicismo, o de la cohesión nacional, que son un imperativo esencial del discurso nacional-patriótico;

c) el problema empieza a hacerse evidente cuando también la retórica antiparlamentaria encuentra sus narrativas de amplia difusión, pero que invariablemente son narrativas de tono negativo. Los poemas de Giosuè Carducci –uno de los intelectuales más reputados de la Italia de finales del siglo XIX–, los artículos de la Cronaca Bizantina, los numerosos ejemplos de «novela parlamentaria» o las sofisticadas obras teóricas de Gaetano Mosca o Vilfredo Pareto contribuyen a concentrar, en torno a las elecciones y a la representación, un discurso caracterizado por acentos tan sistemáticamente críticos que impiden que el Parlamento se convierta en un símbolo positivo de pertenencia a la comunidad nacional italiana.18

8.

El punto de conexión entre el discurso nacional-patriótico y el discurso antiparlamentario parece hacerse particularmente evidente en mayo de 1915, cuando en Italia el debate público sobre la participación en la Primera Guerra Mundial alcanza momentos de un paroxismo impresionante. Una aportación decisiva para el debate la ofrece otro famoso poeta italiano, Gabriele D’Annunzio, que el 5 de mayo de 1915 pronuncia en Quarto, en los alrededores de Génova, un discurso de particular intensidad. El poeta está allí para inaugurar el monumento a Garibaldi, realizado por el escultor Eugenio Baroni. Pero también está allí por otro motivo, para empujar al Gobierno y a la opinión pública a aceptar la «prueba de sangre», o sea, la entrada del ejército italiano en la guerra que se había iniciado nueve meses antes. A su alrededor se encuentra una multitud variada, autoridades locales y viejos garibaldinos; una multitud que los periódicos describen como numerosa y particularmente partícipe; una multitud que rodea de cerca a D’Annunzio, mientras que algunos jóvenes se suben al monumento que está detrás del orador. Es posible que los asistentes más alejados no consigan escuchar bien lo que dice D’Annunzio, debido en parte al estrépito producido por las sirenas de los barcos fondeados en el puerto que festejan el acontecimiento; pero también es cierto que el discurso tiene una circulación muy amplia, porque en los días siguientes se reproduce íntegramente en los principales periódicos.

D’Annunzio inicia así su discurso:

Majestad, Rey de Italia;

Gran pueblo de Génova, Cuerpo resucitado de San Jorge;

Ligures de las dos orillas y de Oltregiogo;

Italianos de toda generación y toda confesión, nacidos de la única madre, gente nuestra, sangre nuestra, hermanos.19

En pocas líneas D’Annunzio evoca de manera sugerente la imagen del parentesco nacional, que es una de las figuras profundas fundamentales con las que la retórica del Risorgimento ha definido la idea de nación. Para él, lo esencial es nacer de una única madre, compartir la «sangre» y, por tanto, ser hermanos no solo de espíritu, sino también, y sobre todo, de carne y sangre.

Hermanos; por consiguiente, hombres. A ellos, a los garibaldinos supervivientes, a los descendientes de Garibaldi, apela el poeta. Pero después, en su discurso, también aparecen las mujeres. Aparecen cuando recuerda la partida al alba, desde Quarto, de los Mil Camisas Rojas de Garibaldi, en mayo de 1860, cincuenta y cinco años antes. Las mujeres que acompañan la partida de los héroes son las que aparecen en su cuadro imaginario:

Las madres, las hermanas, las esposas, las mujeres amadas venían por el camino, arrastrándose, desde la Porta Pila a Quarto, a La Foce, mientras lloraban, rezaban, consolaban, esperaban y desesperaban, con lágrimas cálidas y voces trémulas, con tiernos brazos.20

Aquí, por enésima vez, se pone en escena una típica estructura de género. Los hombres combaten; las mujeres lloran, consuelan, esperan y se desesperan. Toda su fragilidad es comparada con la firme determinación de los soldados varones. Una determinación firme y necesaria, si se quiere que ellas, las mujeres, el eslabón débil pero precioso de la comunidad nacional, estén protegidas y a salvo; y, sobre todo, si se quiere que la figura fundamental, la mujer por excelencia, la madre arquetípica del imaginario nacionalista, sea rescatada y honrada:

Ninguna de esas criaturas vivas estaba tan viva, para los que partían, como aquella a la que se ofrecían eternamente, como aquella que abandonaba su cuerpo nocturno al mar de mayo, viva con un suspiro, una mirada y un rostro indescriptibles, amada por el amor, elegida por el dolor: la mujer de los tiempos, la mujer de los reinos, Italia.21

La Madre-patria es una amadísima mater dolorosa. Y para redimir su dolor, los caídos de otro tiempo resurgen de sus tumbas en torno a la figura de Garibaldi, que destaca en el centro del monumento que se está inaugurando:

Resurgen los héroes de sus tumbas, de sus carnes desgarradas se rehacen, por las armas muchos perecieron que ahora se rearman, de la fuerza vencedora se ciñen [...]

De sus vendas fúnebres haremos el lienzo de nuestras banderas.

Pero, de lejos, ¿las alas [de la Victoria que, en el monumento, coronan la estatua de Garibaldi], no parecen la talla de una mesa de altar, elevada por la ebriedad de los mártires? ¿Y no hay, dentro, una cavidad parecida a la fosa del sacrificio, para la sangre y para la llama?22

Los caídos resurgen como testigos de su fe. En realidad, resurgen como mártires, para invitar a las generaciones presentes al rito sacrificial colectivo que se debe celebrar sobre el altar de la Victoria:

Encendido está, sin embargo, el gran horno cerrado, oh gente nuestra, oh hermanos; y nuestro Genio quiere que quede encendido, y que el fuego arda y trabaje hasta que todo el metal esté fundido, hasta que la colada esté lista, hasta que el golpe del hierro abra paso a la sangre candente de la resurrección.23

La excitación visionaria de la retórica dannunziana alcanza aquí su cénit. El acero, la guerra, el combate, deben conseguir que la sangre sacrificial fluya, para que una «gran Italia» pueda renacer de nuevo. La inexorable evocación del martirio y el sacrificio da un tono religioso a la exhortación guerrera, que D’Annunzio reelabora en un impresionante final, en el que reconsidera, de una forma nunca oída, las Beatitudes evangélicas:24

Oh, bienaventurados aquellos que más poseen, porque más podrán dar, más podrán arder.

Bienaventurados aquellos que tienen veinte años, una mente pura, un cuerpo templado y una madre animosa.

Bienaventurados aquellos que, esperando y confiando, no dilapidaron sus fuerzas, sino que las preservan con la disciplina del guerrero.

Bienaventurados aquellos que desdeñaron los amores estériles para ser vírgenes en este primer y último amor.

Bienaventurados aquellos que, teniendo en el pecho un odio profundamente arraigado, se lo arrancarán con sus propias manos; y ofrecerán después su ofrenda.

Bienaventurados aquellos que, habiendo clamado ayer contra el acontecimiento, aceptarán en silencio la gran necesidad y ya no querrán ser los últimos sino los primeros.

Bienaventurados los jóvenes que tienen hambre y sed de gloria, porque ellos serán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos tendrán que enjugar una sangre resplandeciente y vendar un dolor radiante.

Bienaventurados los puros de corazón, bienaventurados los que regresan victoriosos, porque verán el nuevo rostro de Roma, la frente nuevamente coronada de Dante, la belleza triunfal de Italia.25

Con la exploración y recomposición de estos fragmentos narrativos y simbólicos, D’Annunzio inaugura su tour oratorio que acompañará al éxito a la opinión intervencionista, apoyando eficazmente la decisión del Gobierno de Salandra de llevar a Italia y a sus jóvenes a la masacre que será la Primera Guerra Mundial. No es una opinión aislada. Es, sobre todo, una opinión que se sitúa en una matriz narrativa que reside en la mente de gran parte de la burguesía y los estratos urbanos medios de la Italia de finales del siglo XIX y principios del XX.

Si los acentos dannunzianos, en el discurso de Quarto, son bélico-patrióticoen cortejo haciaunanimistas, cuando se traslada a Roma, D’Annuzio conjuga la retórica nacionalista con una polémica antiparlamentaria muy virulenta. En un discurso del 13 de mayo dice:

Oíd. Estamos a punto de ser vendidos como materia infecta. Sobre nuestra dignidad humana, sobre la dignidad de cada uno de nosotros, sobre la frente de cada uno de nosotros, sobre la mía, sobre la vuestra, sobre la de vuestros hijos, sobre la de los no nacidos, está la amenaza de una marca servil. Llamarse italiano será nombre de vergüenza, un nombre que ocultar, un nombre que quemará los labios. ¿Entendéis? ¿Habéis entendido? Turbia intriga. Esto es lo que quiere hacer con nosotros el maquinador de Dronero...26

La mañana del 14 de mayo, numerosos estudiantes romanos, después de abandonar las clases, se reúnen en la Sapienza, donde el economista Antonio De Viti De Marco, partidario de la intervención, da un discurso en el que, según Il Messaggero, utiliza «palabras de fuego contra aquellos que han intentando traicionar a la patria». El tema de la traición se retoma, con acusaciones completamente explícitas, a partir de una moción aprobada por los estudiantes, en la que se afirma: «Los estudiantes de Roma reunidos en mitin en el vestíbulo de la Sapienza, protestan contra el ministro de la mala vida e invitan a los compañeros de toda Italia a declarar a Giovanni Giolitti cómplice del extranjero y enemigo de la patria».27 Después de esto, «dirigiéndose en cortejo hacia Montecitorio,28 un pequeño grupo de estudiantes logra coger por sorpresa a los guardias y entrar en el palacio, rompiendo a pedradas la luz de la entrada, hasta que otros guardias, que venían de dentro, logran reducirlo».29 Por la tarde tienen lugar otras manifestaciones intervencionistas, entre las cuales es particularmente importante la serie de discursos de exponentes del intervencionismo celebrada en Fontanella Borghese, una plaza del centro de Roma. En esa ocasión, habla el economista nacionalista Maffeo Pantaleoni, que tiene palabras brutales, de pura incitación a la violencia, contra los neutralistas, traidores de la patria. Su discurso viene seguido del alegato, no menos violento, de Gaetano Salvemini, historiador democrático y partidario de la intervención.

La noche de ese mismo día, en un discurso pronunciado en el Teatro Costanzi, D’Annunzio, después de haber acusado a Giolitti de haberse vendido a los alemanes y de albergar planes de traición a la patria, incita a la venganza: «Todo buen ciudadano es un soldado contra el enemigo interno, sin tregua ni cuartel. Aunque corra la sangre, que esta sangre sea bendecida como la derramada en la trinchera». Esa misma noche y al día siguiente, se producen numerosos actos de vandalismo y violencia contra políticos neutralistas y, también, un intento de agresión contra la casa romana de Giolitti.30 Finalmente, en el número del 15 de mayo de la Idea Nazionale, periódico de la Asociación Nacionalista Italiana, en un artículo titulado significativamente «El Parlamento contra Italia» se puede leer:

El Parlamento es Giolitti; y Giolitti es el Parlamento: el binomio de nuestra vergüenza. Esta es la vieja Italia, la vieja Italia que ignora a la nueva, la verdadera, la sagrada Italia que resurge en la historia y el porvenir [...]. Y la ignora precisamente porque es el Parlamento. El Parlamento, es decir, la falsificación de la Nación [...]. El golpe es mortal. El Parlamento abatirá a la Nación, y retomará sobre Su santo cuerpo palpitante su labor de proxeneta para seguir prostituyéndola al extranjero, o la Nación derrocará al Parlamento, romperá los bancos de los estafadores y purificará a hierro y fuego las alcobas de los rufianes. De cara al mundo que espera proclamará la voluntad de su vida, la moralidad de su vida, la belleza augusta de su vida inmortal.31

En mayo de 1915 dos discursos aparentemente distintos, el nacional-patriótico y el antiparlamentario, parecen conectar de manera directa, articulando un proyecto político declaradamente antidemocrático. Esos dos discursos no nacen en mayo de 1915, ni tampoco a principios del siglo XX; ni se entretejen en una densa relación intertextual. De hecho, no son más que dos caras de la misma formación discursiva; dos modos diferentes, pero funcionalmente relacionados, de concebir el sujeto fundador de lo político en el siglo XIX italiano, la nación. Por un lado, un modo positivo: la comunidad compacta, con una base étnico-cultural, movida por devociones del virilismo, el belicismo y el martirologio. Por otro, un modo negativo: la comunidad dividida por discusiones inútiles que se producen en un lugar, el Parlamento, en el que la corrupción reina soberana y en el que no se hace más que degradar la dignidad y el honor de la nación. El futuro de una formación discursiva de este tipo está muy claro: algunas de las bases culturales más importantes de la experiencia fascista se encuentran ya aquí, en el juego de espejos que se crea entre la exaltación del credo nacional-patriótico y la devaluación de la representación como posible núcleo constitucional del Estado-nación.

Traducción de Mónica Granell Toledo

1. G. L. Mosse: The Nationalization of the Masses: Political Symbolism and Mass Movements in Germany from the Napoleonic Wars through the Third Reich, Nueva York, Howard Fertig, 1975 (trad. esp.: La nacionalización de las masas: simbolismo político y movimientos de masas en Alemania desde las Guerra Napoleónicas al Tercer Reich, Madrid, Marcial Pons, 2005).

2. He explorado el tema en el capítulo 2 de L’onore della nazione. Identità sessuali e violenza nel nazionalismo europeo dal xviii secolo alla Grande Guerra, Turín, Einaudi, 2005.

3. Cf. M. Cerruti: «Dalla fine dell’antico regime alla Restaurazione», y R. Tessari: «Il Risorgimento e la crisi di metà secolo», ambos en Letteratura italiana, I, Il letterato e le istituzioni, Turín, Einaudi, 1982; y a. Acciani: «Dalla rendita al lavoro», en Letteratura italiana, ii, Produzione e consumo, Turín, Einaudi, 1983.

4. Cf. F. Della Peruta: Mazzini e i rivoluzionari italiani. Il «partito d’azione». 1830-1845, Milán, Feltrinelli, 1974; F. Mazzocca (coord.): Romantici e Macchiaioli. Giuseppe Mazzini e la grande pittura europea, Génova, Skira, 2005; y A. M. Banti: «Sacrality and the Aesthetics of Politics: Mazzini’s Concept of the Nation», en C. A. Bayly y E. F. Biagini (eds.): Giuseppe Mazzini and the Globalisation of Democratic Nationalism, 1830-1920, Oxford, British Academy-Oxford University Press, 2008.

5. Para una exposición más detallada, remito a mis trabajos: La nazione del Risorgimento. Parentela, santità e onore alle origini dell’Italia unita, Turín, Einaudi, 2000; L’onore della nazione, op. cit.; y Sublime madre nostra. La nazione italiana dal Risorgimento al fascismo, Roma-Bari, Laterza, 2011.

6. E. Auerbach: Mimesis. Il realismo nella letteratura occidentale, Turín, Einaudi, 1956 (1946) (trad. esp.: Mimesis: la representación de la realidad en la literatura occidental, México, Fondo de Cultura Económica, 1979).

7. Utilizo el término biopolítica en la acepción de Foucault; cf. M. Foucault: La volontà di sapere, Milán, Feltrinelli, 1997 (1976), cap. v (trad. esp.: La voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI, 2005); íd.: Bisogna difendere la società, Milán, Feltrinelli, 1998, pp. 217-218 (trad. esp.: Hay que defender la sociedad: Curso del Collège de France (1975-1976), Madrid, Akal, 2003); e íd.: Sicurezza, territorio, popolazione. Corso al Collège de France (1977-1978), Milán, Feltrinelli, p. 13 (trad. esp.: Seguridad, territorio, población: Curso del Collège de France (1977-1978), Madrid, Akal, 2008).

8. R. Bizzocchi: Genealogie incredibili. Scritti di storia nell’Europa moderna, Bolonia, il Mulino, 1995.

9. C. Geertz: «Religion as a Cultural System», en íd.: The Interpretation of Cultures, Londres, Fontana, 1993 (1973), p. 100 (trad. esp.: La interpretación de las culturas, México, Gedisa, 1987).

10. Ibíd., p. 104.

11. A. M. Banti: «The Remembrance of Heroes», en S. Patriarca y Lucy Riall (eds.): The Risorgimento Revisited. Nationalism and Culture in Nineteenth-Century Italy, Londres, Palgrave Macmillan, 2012.

12. Banti: La nazione del Risorgimento, op. cit., pp. 172-173; y l. Riall: Garibaldi. Invention of a Hero, New Haven-Londres, Yale University Press, 2007, pp. 149-150.

13. Cf. M. Agulhon: «La “Statuomanie” et l’histoire», en íd.: Histoire vagabonde, I. Ethnologie et politique dans la France contemporaine, París, 1988 (trad. esp.: Historia vagabunda: etnología y política en la Francia contemporánea, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1994); R. Koselleck: «Les monuments aux morts, lieux de fondation de l’identité des survivants», en íd.: L’expérience de l’histoire, París, 1997; y G. L. Mosse: Fallen Soldiers. Reshaping the Memory of the World Wars, Nueva York, Oxford University Press, 1990.

14. Sobre el tema, cf. S. Patriarca: «Indolence and Regeneration. Tropes and Tensions of Risorgimento Patriotism», The American Historical Review, 2, 2005, pp. 380-408; y R. Bizzocchi: Cicisbei. Morale privata e identità nazionale in Italia, Roma-Bari, Laterza, 2008.

15. E. De Amicis: Cuore, Milán, Feltrinelli, 1993, pp. 75-76 (trad. esp.: Corazón, Córdoba, El Cid Editor, 2003, pp. 172-174).

16. La película, restaurada recientemente, se incluye en un dvd adjunto al volumen Da La presa di Roma a Il piccolo garibaldino. Risorgimento, massoneria e istituzioni: l’immagine della Nazione nel cinema muto (1905-1909), a cargo de Mario Musumeci y Sergio Toffetti (Roma, Gangemi, 2007), que recoge algunos ensayos que introducen y comentan la película (entre ellos, en particular, G. Lasi: L’immagine della nazione: da La presa di Roma a Il piccolo garibaldino; I. Nuñez: Note sul restauro de Il piccolo garibaldino; y S. Toffetti: Nascita di una nazione? Il Risorgimento nel cinema italiano).

17. El listado se ha extraído de las indicaciones contenidas en Lasi: L’immagine della nazione, op. cit., pp. 18 y 22-24; y Toffetti: Nascita di una nazione?, op. cit., pp. 45-47.

18. Resumo aquí, brevemente, una interpretación más larga presentada en «Antiparlamentarismo y liberalismo en la Italia de finales del siglo XIX», en Alcores. Revista de historia contemporánea, 7, 2009, pp. 87-119. Sobre la narrativa parlamentaria, cf. A. Briganti: Il parlamento nel romanzo italiano del secondo Ottocento, Florencia, Le Monnier, 1972; C. A. Madrignani (coord.): Rosso e nero a Montecitorio. Il romanzo parlamentare dela nuova Italia (1861-1901), Florencia, Vallecchi, 1980; y G. Caltagirone: Dietroscena. L’Italia post-unitaria nei romanzi di ambiente parlamentare (1870-1900), Roma, Bulzoni, 1993.

19. G. D’Annunzio: Orazione per la sagra dei Mille [V maggio MDCCCLX-V maggio mcmxv], en íd.: Prose di ricerca, t. I, a cargo de A. Andreoli y G. Zanetti (Milán, Mondadori, 2005), p. 11.

20. Ibíd., p. 14.

21. Ibíd.

22. Ibíd., p. 13.

23. Ibíd., p. 19.

24. «Sermón de la montaña» (Evangelio según San Mateo, 5, 1-12).

25. D’Annunzio: Orazione, op. cit., p. 20.

26. Cit. por A. Asor Rosa: «La cultura», en Storia d’Italia, Iv, Dall’Unità a oggi, 2, Turín, Einaudi, 1975, p. 1323. El «maquinador de Dronero» es Giovanni Giolitti, reputado líder de la izquierda liberal en el Parlamento, contrario a la entrada de Italia en guerra.

27. Las citas han sido extraídas de A. Staderini: Combattenti senza divisa. Roma nella grande guerra, Bolonia, il Mulino, 1995, p. 46. «Ministro de la mala vida» es un epíteto que Gaetano Salvemini, intelectual democrático, dirigió contra Giolitti, para criticar las alianzas que este había estrechado con políticos del sur, apoyados por grupos del crimen organizado.

28. Que es el palacio romano, sede de la Cámara de los Diputados.

29. Staderini: Combattenti senza divisa, op. cit., pp. 46-47.

30. Ibíd., pp. 49-50.

31. Cit. por Asor Rosa: «La cultura», op. cit., p. 1325.

Nación y nacionalización

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