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Оглавление3. Movilidad sostenible y evolución de nuestras ciudades
Joan Olmos Lloréns
Ingeniero de Caminos. Profesor titular Universitat Politècnica de València
3.1. Introducción
La movilidad sostenible, un término confuso y a veces contradictorio, intenta hoy reconducir el proceso de transformación de nuestras ciudades como consecuencia de la creciente motorización experimentada a partir de la segunda mitad del pasado siglo. Una invasión progresiva de vehículos de todo tipo que ha generado profundos cambios en el espacio público, tradicionalmente reservado a las relaciones de sociabilidad y el intercambio comercial.
El «lugar simbólico donde ciudad, democracia y política se encuentran» (Ramoneda, 2003), es hoy un espacio amenazado: el miedo, las privatizaciones más o menos sutiles, la despoblación de las áreas centrales, la huida a las periferias… son entre otras, manifestaciones de esa crisis.
Pero sin duda, hay una de especial relevancia, la motorización, y a esta vamos a dedicar la siguiente reflexión.
3.2. Historia urbana y modos de desplazamiento
La ciudad es un fenómeno, si lo comparamos con la edad de nuestra especie en el planeta, muy reciente, que arrancó hace unos 10.000 años. En el 99% de nuestro tiempo, por tanto, hemos sido una especie nómada: el movimiento como motor del descubrimiento, de la aventura, de la supervivencia. Por su parte, a lo largo de su corta historia, los desplazamientos en la ciudad se han efectuado andando o, pero solamente una minoría, aprovechando la energía de animales domesticados. Hace poco más de cien años, en cambio, apareció la motorización, primero con el ferrocarril y después con el automóvil.
Siguiendo a Newman y Kenworthy (1996) podemos decir que a lo largo de la Historia, los seres humanos han adoptado asentamientos urbanos en los que la ergonomía ha dado forma a la naturaleza y el tamaño de nuestras ciudades: los desplazamientos intraurbanos, lógicamente mayoritarios a pie, no podían superar más de media hora de duración.
Este condicionante ha generado, en el tiempo, tres tipos –o etapas– en la evolución de las ciudades: La ciudad a pie, la ciudad del transporte público y la ciudad del automóvil.
Obviamente, estas tres etapas no se dan de manera excluyente, ni de igual manera en todas partes del planeta. Incluso en un mismo territorio pueden coexistir las tres.
1. La tradicional ciudad a pie se desarrolló desde el mismo origen del fenómeno urbano y todavía existe en algunos lugares. Se caracteriza por usos del suelo mezclados, relacionados los unos con los otros por calles estrechas. Todos los destinos se pueden alcanzar a pie en media hora, y estas ciudades raramente superan los 5 Km de diámetro. Por ejemplo, los nuevos centros suburbanos a lo largo del sistema de ferrocarril de Estocolmo o nuevos distritos como el de Arabella Park en Munich, también en buena parte de las ciudades del Tercer Mundo. Asimismo, las zonas centrales de todos los Estados Unidos y las ciudades australianas fueron en su día ciudades de este tipo. Algunos distritos de Nueva York, San Francisco, Melbourne o Sidney mantienen esas características.
2. En la última parte del siglo XIX las ciudades se extendieron cada vez más hacia fuera desde el momento en que el tren y el tranvía permitían trasladarse más rápido. Estas ciudades se caracterizan por una densidad media y áreas de usos mezclados en los nudos ferroviarios y a lo largo de las rutas del tranvía. Velocidades mayores permitían la extensión del perímetro urbano hasta 20-30 Km. La densidad de estas ciudades se redujo entre 50 y 100 personas por ha. Los ejemplos son numerosos.
3. La ciudad del automóvil. La motorización privada comenzó antes de la segunda Guerra Mundial, pero se aceleró después de ésta. El automóvil se volvió progresivamente la tecnología del transporte que transformó la ciudad. Junto con el autobús, permitió el desarrollo en cualquier dirección, primero rellenando entre las líneas del ferrocarril y luego más allá, hasta 50 Km (en algunas ciudades actuales la dependencia del automóvil es casi completa: en Detroit y Houston, menos del 1% del total de pasajeros por Km viajan en transporte público). El planeamiento urbano empezó separando las funciones o usos por zonas. La ciudad empezó a descentralizarse y dispersarse. La ciudad del automóvil redujo la densidad de nuevo entre 10 y 20 personas por ha. Por ejemplo, las ciudades australianas y norteamericanas han crecido mayoritariamente en la era del automóvil. Las ciudades europeas varían entre ciudades como Estocolmo, ya citada, basada fuertemente en un planeamiento de transporte público y sub-centros; y Oslo, Frankfurt y otras ciudades del Reino Unido, en las que han proliferado suburbios dependientes del automóvil.
Resulta necesario distinguir de manera clara los conceptos de accesibilidad y movilidad, a veces inconscientemente confundidos. La accesibilidad describe la facilidad con la que un lugar o alguien pueden ser alcanzados por una o varias personas, y no solo depende de la distancia que separa ambas partes. La movilidad, en cambio, describe la facilidad para trasladarse de un lugar a otro. La accesibilidad va asociada al concepto de proximidad y resulta fácil de entender cuando se traducen, ambos conceptos, a estrategias diferentes. En un barrio, la accesibilidad depende de la creación de proximidad, acercar ambos polos, mientras la movilidad trata de facilitar el encuentro, no importa la distancia a la que nos encontremos del lugar deseado.
3.3. Las respuestas históricas a la motorización
En los países industrializados, la mayoría de las ciudades adoptaron, al inicio de la motorización, una estrategia de adaptación al automóvil, lo que significó una amplia operación de cirugía urbana dirigida a aumentar la capacidad de calles, plazas y en general del conjunto del espacio público; con el objetivo de aumentar la velocidad y el flujo de vehículos, pero también la superficie destinada a aparcar esos mismos vehículos siguiendo, en parte, el modelo americano.
Muy pocas ciudades adoptaron medidas de prevención y contención, y las que actuaron en esa línea lo hicieron combinando medidas de potenciación del transporte colectivo con instrumentos urbanísticos dirigidos a frenar el crecimiento y la terciarización de las áreas centrales. Es el caso, por ejemplo, de grandes ciudades como Estocolmo, ya citada, o Londres; pero también otras ciudades medias y pequeñas se dedicaron a frenar la invasión de los coches en la escena urbana. Unos años antes, en el resto de Europa, ya habían aparecido las primeras contradicciones entre tráfico y ciudad.
Muy significativa resulta la crisis asociada del transporte colectivo, que tuvo especialmente relevancia en los Estados Unidos de Norteamérica. En este sentido es ilustrativa la reflexión de Noam Chomsky en una entrevista en 1995:
Corren pocos trenes por aquí cerca. El motivo es que, durante los años cincuenta, el gobierno de los Estados Unidos realizó, probablemente, el mayor proyecto de ingeniería social de la historia, destinando sumas fabulosas de dinero a la destrucción del sistema de transporte público a favor del automóvil y los aviones, al ser los que benefician a las grandes industrias. Este proceso se inició gracias a una conspiración empresarial para comprar y eliminar los tranvías. El proyecto entero dio paso a los suburbios residenciales a las afueras de la ciudad y alteró la fisonomía del país. Por eso pasamos a tener centros comerciales en la periferia y escombros en el corazón de las ciudades…
No hay que despreciar –salvando las distancias y los motivos– procesos análogos en nuestro país, donde los tranvías primero y buena parte de los servicios interurbanos de autobús después, cayeron en el abandono.
3.4. Qué ha ocurrido
El automóvil supuso, desde su aparición, algo más que una revolución en la manera de desplazarse. Modificó las costumbres y ha cambiado radicalmente la forma y funcionamiento de las ciudades. En los últimos cincuenta años, las ciudades españolas se han esponjado y extendido, han consumido tanto espacio como en toda su historia anterior, pasando de estructuras compactas y eficientes a otras más dispersas y antiecológicas. Una de las lacras que nos ha dejado la «década prodigiosa» con la burbuja inmobiliaria ha sido sin duda la creación de desarrollos desconectados de la matriz urbana, generando no solo dispersión sino, también, una insularización que a la postre han aumentado las necesidades de desplazamientos motorizados privados.
En su funcionamiento, el principal cambio se opera en la calle: de ser un espacio multifuncional y público –encuentro, paseo, fiesta, mercado, manifestación– ha pasado casi exclusivamente a ser el espacio de la circulación y el aparcamiento. La zonificación (separación de las funciones urbanas básicas, como trabajo, vivienda, estudio) ha aumentado las necesidades de desplazarse. Con la llegada de las máquinas a la ciudad, los ciudadanos se convirtieron en peatones, y poco a poco, en una especie urbana amenazada. Los sectores más frágiles de la sociedad –personas mayores, niños, discapacitados– han perdido en gran medida su autonomía de movimiento en la ciudad, dependen de los demás para trasladarse o se han resignado a permanecer inmovilizados en sus casas.
Por otra parte, los cambios sociales, culturales y económicos de las últimas décadas (rotación y movilidad laboral, aparición de nuevas formas de distribución comercial, etc.) han modificado las pautas de los desplazamientos, incrementando las distancias medias recorridas y la cantidad de dichos movimientos.
¿Y qué han hecho las políticas urbanas ante esta progresiva invasión de máquinas? En lugar de prever sus efectos y adoptar medidas correctoras, en la mayoría de nuestras ciudades la respuesta ha consistido en facilitar esa invasión. Ampliando las calzadas, reduciendo aceras, destruyendo bulevares y paseos, eliminando arbolado, construyendo nuevos accesos, túneles y rondas, el espacio de todos ha quedado desfigurado y monopolizado por la minoría motorizada. Adaptando, en suma, nuestras ciudades al automóvil, cuando lo racional habría sido justamente lo contrario. Algunos efectos como el ruido, los gases nocivos o el aumento de las temperaturas, invaden la totalidad del hábitat urbano, incluido el espacio edificado.
Y los costes de todo tipo (contaminación, deterioro económico de los centros históricos) hace tiempo que superaron con creces el límite de lo razonable. Pero sin duda las víctimas de los accidentes merecen, a mi juicio, una consideración especial y una reflexión que afecta, en buena medida, a la permisividad y tolerancia sobre el comportamiento incívico.
En 2001, nuestro añorado compañero Antonio Estevan (1948-2008) explicó en un texto brillante («Los accidentes de automóvil: una matanza calculada») su visión sobre esta terrible lacra, y las razones por las que a su juicio no constituye un auténtico aldabonazo político. Según Estevan, «todo el discurso de la ingeniería de seguridad vial ha sido construido sobre la hipótesis de que la expansión del automóvil es un imperativo social… imprescindible para el desarrollo económico». En ese caso, «los accidentes de tráfico mortales han sido considerados hasta hace muy poco tiempo como una consecuencia inevitable de la existencia de los automóviles. Nunca se ha planteado, por tanto, la posibilidad de atribuir responsabilidades globales sobre tales muertes a ningún estamento económico o institucional». La posición oficial suele atribuir la culpa a los propios ciudadanos, sean conductores, ciclistas o viandantes. Quedan liberados, por tanto, quienes diseñan las calles, sus sistemas de gestión del tráfico, los responsables de que las leyes se cumplan a rajatabla y por supuesto, la industria del automóvil.
«La ingeniería de seguridad vial… impulsada desde el entorno de los intereses económicos ligados al automóvil, nació para evitar que esta formulación obvia del problema de la inseguridad acarreada por la motorización masiva, se trasladase a la escena de lo político. En tal caso, inevitablemente hubiera acabado generando severas normativas de regulación para reducir drásticamente las víctimas», lo que sin duda, como ha ocurrido en algunos países con la regulación de la tenencia de armas o la lucha contra el tabaquismo, habría tenido consecuencias graves para los intereses de la industria automovilista.
En cambio –sigo con el citado autor– «la mejor política de seguridad vial será aquella que persiga como objetivos principales la reducción del número de vehículos en circulación, la reducción del peso de los mismos, y la reducción de la velocidad de circulación». Esta contracorriente fue generando, poco a poco, la técnica del traffic calming, o moderación del tráfico, introduciendo en las calles modificaciones en el diseño para advertir a los conductores de las condiciones de riesgo con que se encuentran. Así aparecieron progresivamente en zonas residenciales limitaciones de velocidad como las Áreas 30.
El concepto de Ciudad 30, más reciente, surge después de que en 2012 se aprobara una Iniciativa Ciudadana Europea para limitar la velocidad en toda la Unión. Un modelo que asume la posibilidad de mantener excepcionalmente límites ligeramente superiores en algunas vías de escasa o nula actividad urbana. Es fácil comprobar que una velocidad menor favorece una circulación más uniforme, menos distancia de seguridad entre vehículos y no afecta en demasía a la velocidad media de los vehículos, que apenas llega actualmente a los 20 km/h en nuestras ciudades (límite máximo vigente 50 km/h).
Las ventajas de esta apuesta son obvias, la más importante la reducción drástica de accidentes y por tanto, de víctimas humanas. Además, se consiguen otro tipo de mejoras, como la pérdida del miedo a circular en bicicleta o a caminar, y también aumenta la eficacia del transporte colectivo. Es cierto, como apuntaba Estevan, que los usuarios rechazan crecientemente las limitaciones de velocidad, ya que el entorno técnico en el que se mueven les hace sentirse excesiva e inútilmente «seguros», lo que impide a los gobiernos reducir los límites, con consecuencias nefastas para la seguridad real.
En el reciente proceso que ha culminado con la aprobación del Plan de movilidad urbana de Valencia (PMUS), varias de las alegaciones más sustanciales que se formularon iban en la dirección anterior y harían que la mayoría de las propuestas formuladas sobre la bicicleta o los peatones resultaran innecesarias, de admitirse la fórmula de Ciudad 30.[1]
3.5. Un círculo vicioso
Hace casi cuarenta años, Colin Buchanan (1963) señalaba en Inglaterra que la creación de más vías agravaría el problema de la congestión de las ciudades, puesto que iba a funcionar –como de hecho ha sucedido– como estímulo del tráfico privado y en perjuicio del transporte colectivo que inició, a partir de ese momento, un declive imparable. Más tarde, diversas instituciones internacionales han insistido en este principio y en la necesidad de cambiar la tendencia.
Confundiendo los síntomas (congestión) con la enfermedad (deterioro del hábitat urbano), los países desarrollados siguen apostando, en general, por crear más espacio para los coches. En los llamados países emergentes, el incremento de la motorización supera cualquier tendencia precedente. Las épocas de bonanza económica, con todas las desigualdades sociales inherentes, estimulan el aumento de la motorización y el uso indiscriminado de los coches. Algunos sectores sociales, no demasiado boyantes, fueron capaces en su día de prescindir de otros bienes teóricamente prioritarios antes que renunciar a ampliar o renovar el parque móvil familiar. La crisis actual ha modificado a la baja la tendencia por más que, todavía, estímulos de todo tipo e incluso ayudas oficiales, no faltan.
La posición oficial sobre la movilidad creó una serie de falsos tópicos y recetas: que si las restricciones al tráfico privado perjudican a sectores económicos de la ciudad, especialmente al pequeño comercio; que no hay que poner trabas a la libertad de desplazarse... y, en definitiva, que los problemas de tráfico se solucionan con más asfalto. Ahí hemos visto cómo, gobierno tras gobierno, se apuesta por nuevos planes millonarios de infraestructuras, como si partiéramos siempre de cero. Esta parálisis ideológica, con cierta complicidad social, nos priva de recuperar, como en otras zonas de Europa, los valores colectivos de la ciudad.
La alternativa a la ciudad de los coches no es la ciudad sin coches, porque éstos han producido ya cambios irreversibles. Pero este hecho no impide una racionalización a fondo de su uso. Más del 30% de los desplazamientos urbanos en Europa son de tamaño inferior a los tres kilómetros, así que no solo el transporte colectivo, sino también la bicicleta y el caminar pueden absorber una buena parte de los viajes motorizados. Al mismo tiempo, creando proximidad en vez de lejanía, evitando desplazamientos innecesarios y combinando inteligentemente los diversos modos de transporte, se puede recuperar la calidad ambiental y urbana de la calle.
Estas medidas, coherentemente ensambladas, han sido aplicadas indistintamente por gobiernos conservadores y de izquierdas en muchas ciudades europeas, y han conseguido una amplia aceptación social. En algunos países, como Alemania, Holanda o Dinamarca, se ha creado una nueva cultura de la movilidad. El catálogo de «buenas prácticas» en España es, por desgracia, todavía muy reducido y no configura un cambio positivo sustancial. Algunos municipios se adhirieron en su día a la Carta de Aalborg o a la Declaración Europea de los derechos del peatón, aunque a diario actúan al revés de lo que significan esos compromisos.
Seguir apostando por el modelo vigente, por mucha tecnología punta que le añadamos, nos lleva a un callejón sin salida. Por el contrario, recuperar el espacio público de nuestros barrios supondría, como ha ocurrido en otros países, la revalorización de la ciudad, su patrimonio, su comercio, y en definitiva, el orgullo de sus habitantes por volver a ser, definitivamente, ciudadanos.
El futuro debería empezar por mostrar lo dañino del modelo actual, evaluando correctamente todos los costes económicos, ambientales y sociales que genera, y aportando al tiempo medidas coherentes para superar la situación actual.
3.6. Leyes de movilidad... y sus contradicciones
Algunas Comunidades Autónomas, entre ellas la Comunidad Valenciana, han empezado a promulgar leyes de movilidad que obligan a los municipios mayores a redactar planes de movilidad urbana sostenible. La corta experiencia (la ley en nuestro caso es de 2011 y el plan de movilidad de ciudades como su capital, Valencia, no se terminó de tramitar hasta finales de 2013) nos lleva a plantear las siguientes cuestiones.
De entrada, resulta difícil entender que dichos planes se desvinculen del marco general del planeamiento urbano porque, como hemos visto en el caso de la ciudad de Valencia, las contradicciones entre ambos niveles llevan a situaciones absurdas, por no hablar de las imposiciones que plantean los Ministerios que promueven las grandes infraestructuras. Citaré un ejemplo: ¿cómo puede el plan de movilidad de Valencia apostar, como hace, por la reducción del tráfico de entrada a la ciudad mientras el Ministerio de Fomento sigue ampliando los grandes accesos a la misma?.
Por otro lado, las ordenanzas municipales que regulan el uso de «la vía pública» toman un sesgo difícilmente compatible con la estructura y el diseño de la red de espacios públicos. Quiero decir con todo esto que la única manera de dignificar esa red, básica para la identidad y funcionamiento de nuestras ciudades no es otra que generar un marco normativo único que no contenga contradicciones entre las distintas vertientes de la gestión y gobierno de la ciudad.
Por otra parte, los planes de movilidad suelen plantear modificaciones funcionales que necesariamente exigen cambios en el diseño del espacio público (digamos que el mismo instrumento no sirve para llevarnos a objetivos tan diversos) lo cual a su vez requiere que el planeamiento urbano, a través de los planes generales y de los planes parciales, planteen un nuevo enfoque en la construcción y remodelación de la ciudad. Acostumbrados a que el urbanismo, a través de las sucesivas etapas legislativas, se haya preocupado más bien poco por el espacio público –considerado significativamente en algunos casos como el «espacio vacío» de la ciudad– y mucho menos por sugerir tipologías o formas de crecimiento más acordes con los criterios de la sostenibilidad; la formación del viario en sus diferentes variantes ha sido prisionera, en la mayoría de los casos, de la potente presencia de la movilidad motorizada.
Es por eso que urge un cambio en el diseño del modelo de movilidad y en consecuencia, del espacio público urbano. Me parece interesante citar aquí un trabajo de investigación que trata de cubrir ese sorprendente vacío que hay en las relaciones entre planeamiento urbano y movilidad sostenible. Se trata de «La ciudad paseable» (2009), un libro que recoge los resultados de ese trabajo e intenta orientar las bases teóricas para corregir los desequilibrios citados. Si partimos, como hace este documento, del supuesto de que generando condiciones adecuadas para el caminar y el pasear se solucionan buena parte de las disfunciones actuales –que afectan a otros modos, como la bicicleta o el transporte colectivo– estamos en el camino de resolver de manera eficiente los graves problemas que son consustanciales al modelo dominante.
Algo similar y de modo complementario ocurre cuando se avanza en el concepto de «Ciudad 30» que hemos señalado anteriormente, ya que se trata de una propuesta que, al disminuir la cantidad y la velocidad de los vehículos que transitan por la ciudad, los (mal) llamados «modos alternativos» encuentran el marco adecuado para actuar, como ya hemos visto.
En un momento en que lo público ha perdido el control sobre el urbanismo, el futuro solo puede corregirse con una mayor participación de los ciudadanos en la construcción de la ciudad y en el control sobre el espacio público, y para eso resulta imprescindible aumentar su formación en este campo, formación ciudadana para poder discutir en plano de igualdad democrática, con técnicos y responsables públicos, en vez de convertir el urbanismo en un asunto exclusivo para tecnócratas.
Notas:
[1]. La Plataforma Ciutat 30 realizó alegaciones al PMUS de la ciudad de Valencia en un sentido coherente con las reivindicaciones de la plataforma a nivel europeo, que apuesta por la pacificación del tráfico en toda área urbana reduciendo la velocidad máxima autorizada a 30 km/h, con posibles excepciones únicamente en vías especiales y de naturaleza no urbana. Las alegaciones de la plataforma en este sentido no fueron atendidas, aunque el PMUS sí que ha recogido finalmente la ampliación de las llamadas «zonas 30» en la ciudad. Puede consultarse algo más al respecto en el trabajo de Diego Ortega que incorpora el capítulo cuarto de la tercera parte de esta obra (nota de los editores).