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Presentación

Pablo Pozzi

En 2017 se cumplieron tres décadas desde que la Universidad de Buenos Aires (UBA) inauguró lo que fue, durante bastante tiempo, la primera y única cátedra de Historia de los Estados Unidos de América en Argentina. Desde aquel momento, y hasta el día de hoy, la UBA ha producido una cantidad notable de especialistas y obras que estudian a la potencia del norte. Al mismo tiempo, el objeto de estudio demandó planificar y desarrollar estrategias especiales para su abordaje. Estudiar a Estados Unidos desde América Latina necesariamente implica el planteo de objetivos, hipótesis y perspectivas distintos a los que se plantea la historiografía norteamericana. Eso no significa algún tipo de ponderación o valoración, ya que ambas perspectivas tienen mucho que aportar. De hecho, la interrelación entre ambas sugiere nuevas aproximaciones y enfoques.

Esta obra presenta una selección de trabajos cuyos autores se formaron en la discusión de esas perspectivas. Cada uno contribuye con su enfoque particular, tanto en postura como en hipótesis, a que América Latina mejore su comprensión global de la principal potencia del continente. La riqueza de los artículos no reside solo en la amplitud temática, sino en la variedad de enfoques y aproximaciones. Al mismo tiempo, todos tienen como objetivo dialogar con potenciales lectores latinoamericanos y contribuir a la comprensión de los Estados Unidos.

Tras cada uno de estos estudios subyacen algunos conceptos claves: la idea de que la realidad latinoamericana sugiere nuevas hipótesis; el supuesto de que sin investigación original estas hipótesis no pueden ser puestas a prueba; el postulado de que sin conocer en profundidad la realidad nacional no lograremos explicar los vericuetos de la política exterior que llevan a cabo los diversos gobiernos norteamericanos; la tesis de que la historia de América Latina es incomprensible sin tomar en cuenta la tensión y los conflictos con Estados Unidos. En la base de todo lo anterior existe la convicción de que la relación entre ambas zonas geográficas puede ser correctamente caracterizada como imperialista. Este es un término que ha caído en desuso desde el colapso de la Unión Soviética (URSS), por suponerse que era un concepto derivado de la teoría marxista, y las diversas teorías del imperialismo han dejado de ser centrales en el discurso académico-político mundial. Sin embargo, las usinas propagandísticas norteamericanas no han dejado de promover una visión que ubica a su propia nación como una potencia que jamás fue imperialista. Por último, más allá del silenciamiento del fenómeno imperialista que permea la historiografía actual, lo que hay que considerar es que ha cambiado el mundo. La era de la globalización y de la transnacionalización implica también la gestación de estados supranacionales y de un sustancial incremento en el flujo de capitales. En este sentido, el fenómeno imperialista, detectado por John A. Hobson, Nikolái Lenin y muchos otros entre 1900 y 1916, sigue siendo central para la comprensión de las relaciones internacionales. Asimismo hay que considerar que sus características se han agudizado y quizás hasta mutado, si bien retiene su esencia.

En realidad, más allá de que el término fuera originalmente acuñado por Hobson en 1902, “imperialismo” es un término analítico utilizado para describir una realidad existente, y no un adjetivo tomado de la lucha política. Contamos con una inmensa bibliografía científica que discute, estudia y analiza lo que significó, desde fines del siglo XIX, un nuevo fenómeno histórico, caracterizado por el reparto del mundo entre pocas potencias y los grandes flujos de capitales. Entre los marxistas Karl Kautsky, Nikolái Bujarin, Nikolái Lenin, Rosa Luxemburgo, Paul Baran y Paul Sweezy hicieron importantes contribuciones al debate. Las posturas contrarias tuvieron como protagonistas a importantes pensadores como Joseph Schumpeter, Pierre Renouvin, Leonard Woolf, David Landes y David Fieldhouse. Indudablemente, la postura más influyente en la historiografía norteamericana ha sido la de John Gallagher y Ronald Robinson, formulada originalmente en 1953. Su planteo hace eje en que, si bien el imperialismo es una función de la expansión económica, no es una función necesaria (1951: 2). Esto permite argumentar que Estados Unidos puede expandirse económicamente a través del mundo pero sin ejercer de potencia imperialista, lo cual sirvió como base de apoyo para que diversos historiadores norteamericanos diferenciaran entre la expansión norteamericana y la de otras potencias.

Estados Unidos llegó tardíamente al reparto del mundo, y recién se convirtió en una “potencia imperial” a partir de la guerra hispano-cubano-estadounidense (y filipina, podríamos agregar) de 1898. Esto le permitió producir formas imperialistas que tomaron cierta distancia de las tradicionales potencias europeas. De hecho, se desarrollaron nuevos métodos del imperialismo norteamericano, con expansiones territoriales que no se reconocieron como coloniales. La coerción económica se apoyó en el imperialismo cultural capitalista que homogeneiza deseos y consumos, y los conforma con el american way of life. Por detrás de un discurso republicano y democrático, y de una capacidad de cooptación notable de las elites locales, el imperialismo norteamericano se basó en lo mismo que sus pares europeos: la intervención militar y los flujos de capitales, combo destinado a poner la economía de las zonas dominadas en función de las necesidades de sus empresas y sectores dominantes. En este sentido, las definiciones planteadas por Hobson se aplican perfectamente a los Estados Unidos.

Como demuestran varios de los autores aquí presentados, el imperialismo norteamericano fue un fenómeno ligeramente diferente del europeo, porque sus objetivos se hallaron determinados por el hecho de haber llegado tardíamente en comparación con las potencias europeas. Su expansión fue territorial, pero sobre todo fue económica. La combinación de imperialismo y momento histórico (tardío) le otorgó a la expansión norteamericana una flexibilidad escasamente similar a la que tuvieron las potencias europeas. Esta flexibilidad se ha mantenido hasta nuestros días, e incluye conceptos como el “imperialismo de los derechos humanos”, el uso de las ONG como formas de penetración, el accionar de los organismos supranacionales (del tipo Fondo Monetario Internacional o Banco Mundial), la ocupación territorial vía bases militares de ultramar, e inclusive el ejercicio de su poder a través de subimperialismos, como en el caso de Israel. Dichos conceptos avanzan en paralelo a un imperialismo cultural mediante el cual la dominación de la potencia se ve reforzada a través de la penetración y difusión de sus criterios y de sus valores morales y políticos. Según los propios norteamericanos, es tan importante la Séptima Flota (destacada en el Pacífico) como Hollywood. En síntesis, el hard power siempre va acompañado del soft power. En este sentido, el imperialismo norteamericano ha sido singularmente consciente de que su poderío depende de dos apoyos centrales. El primero es el de su propia población, dentro de la cual algunos sectores se benefician directamente de la relación imperial (desde empresarios hasta estratos medios profesionales) y otros son fuertemente influenciados por construcciones ideológicas y culturales, como por ejemplo el racismo. El segundo apoyo es el de ciertos sectores sociales pertenecientes a las naciones dominadas. Estados Unidos se ha mostrado singularmente adepto a la idea de que el imperialismo no es una relación de dominación externa a la nación, sino un proceso que se desarrolla en alianza con la clase dominante local, la cual se beneficia en lo económico, y también encuentra un apoyo central en el poder imperial para reforzar y mantener su propia dominación. Esta relación simbiótica, donde el imperialismo es posible solamente por su articulación con los sectores dominantes de las naciones dominadas, demuestra que, como nuevo fenómeno histórico, el imperialismo no está vinculado a la expansión territorial sino más bien al flujo de capitales y a la dominación de una burguesía que se ha ido convirtiendo en una clase mundial.

El ex presidente George W. Bush señaló que el mundo tiene la suerte de estar dominado por una potencia relativamente benigna como lo es Estados Unidos (Grondin, 2006). Esto revela una visión imperialista que se remonta a la “misión civilizadora” por la cual los europeos eran obligados, por razones sobre todo humanitarias, a tomar el control de distintas partes del mundo. Bush dejó esto muy en claro al insistir en 2004 con que “Estados Unidos es una nación con una misión, y esa misión proviene de nuestras creencias fundamentales. No tenemos ningún deseo de dominar, ninguna ambición de imperio. Nuestro objetivo es una paz democrática, una paz fundada en la dignidad y los derechos de cada hombre y mujer”. Ningún primer ministro británico podría haberlo dicho mejor: bajo su percepción, el imperialismo se construye y se lleva a cabo como una misión civilizadora.

Bibliografía

Bush, G. W. (2004). XLIII President of the United States. Address Before a Joint Session of the Congress on the State of the Union, 20 de enero. En línea: <http://www.presidency.ucsb.edu/ws/index.php?pid=29646> (consulta:10-10-2018).

Gallagher, J. y Robinson, R. (1953). The Imperialism of free trade. En Economic History Review, segunda serie, vol. 6, núm. 1.

Grondin, D. (2006). Hegemony or empire? The redefinition of US power under George W. Bush. Nueva York, Routledge.

Anatomía de un imperio

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