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ОглавлениеIntroducción
Valeria L. Carbone y Mariana Mastrángelo
The flag follows the investor.1
Debemos contextualizar los orígenes del imperialismo moderno en lo que Eric Hobsbawm (1999b) denominó la “era del imperio”, que se dio entre 1875 y 1914. Siguiendo al autor, la era que se inauguró estuvo signada por un nuevo tipo de imperialismo: el imperialismo colonial. Por tratarse de instituciones antiguas, no podemos atribuirles a los imperios y los emperadores el mismo significado que cobraron desde la década de 1870. Una nueva acepción se le atribuyó al concepto de imperialismo (que durante mucho tiempo fue considerado como un neologismo) y fue producto de los debates que se generaron en la época en torno a la conquista colonial sobre el mundo no civilizado. El nuevo objetivo era llevar la civilización y el progreso a lo ignoto, a lo que por definición era “atrasado” y “bárbaro”. Significaba “vestir la inmoralidad de la salvaje desnudez con camisas y pantalones que una benéfica providencia fabricaba en Bolton y Roubaix” (Hobsbawn, 1999a: 63). De esta manera, el concepto de imperialismo adquirió una dimensión económica, que no ha perdido desde entonces.
A partir de 1880, la supremacía económica y militar de los países capitalistas se tradujo en la conquista, anexión y administración de tipo formal e informal sobre los países no desarrollados. Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, Estados Unidos y Japón se lanzaron a la conquista de África, Asia, Oceanía, América Latina y el Caribe. El acontecimiento más importante del siglo XIX fue la creación de una economía global y la división internacional del trabajo, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un nivel acelerado de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculó a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado (Hobsbawn, 1999a: 71). Las necesidades económicas de los países desarrollados requerían cada vez más de mercados para colocar su excedente de producción y fundamentalmente de materia prima, en especial las relacionadas con la combustión, como el petróleo y el caucho, propios de este período. El petróleo provenía casi en su totalidad de Europa (Rusia) y de Estados Unidos. Pero ya en ese momento los pozos petrolíferos de Medio Oriente fueron objeto de enfrentamientos y negociaciones diplomáticas. El caucho era un producto netamente tropical, que se extraía de la explotación de los nativos del Congo y del Amazonas y que luego se cultivaría en Malasia. El estaño procedía de Asia y Sudamérica; el cobre, fundamental para las industrias automotriz y eléctrica, se encontraba en Chile, Perú, Zaire y Zambia. Asimismo, existía una gran demanda de metales preciosos y de oro, lo que convertía a Sudáfrica y sus minas en un lugar muy apreciado por las grandes potencias.
Además de las demandas vinculadas a la nueva tecnología, el crecimiento demográfico en las grandes metrópolis significó la expansión del mercado de productos alimentarios. En principio, las demandas eran de productos básicos que provenían de zonas templadas, requiriendo carnes y cereales que se producían a muy bajo coste y en grandes cantidades en diferentes zonas de asentamiento en Norteamérica, Sudamérica, Rusia y Australia. Pero con las transformaciones y la rapidez del transporte se incorporaron productos exóticos y tropicales, como el azúcar, el té, el café, el cacao y las frutas tropicales (Ibíd.: 72-73).
Para las modernas sociedades industriales, según sugieren Scott Nearing y Joseph Freeman (1966: 12-13), no solo era necesario asegurar mercados para vender sus productos o controlar las fuentes de materias primas necesarias –como la comida, el petróleo o los minerales–, sino que había que garantizar las oportunidades en los negocios para las inversiones del excedente del capital. Hasta 1914, los países imperialistas habían establecido sus dominios en los continentes menos desarrollados y, siguiendo la máxima de la “bandera sigue a las inversiones” (Ibíd.: 13), organizaron una maquinaria militar y naval lo suficientemente poderosa como para proteger sus tratados y sus inversiones de los intereses de las potencias rivales.
Estos son los orígenes y las características del imperialismo moderno; ahora es necesario conceptualizarlo. ¿Cómo definimos entonces qué es imperialismo, un término tan complejo que fue tema de discusión durante más de un siglo? Dos versiones marcaron gran parte del debate sobre el tema. Una de ellas la planteó el autor liberal inglés John A. Hobson, quien consideraba que el imperialismo implicó el uso de la maquinaria gubernamental (o estatal) para satisfacer intereses privados, en su mayoría capitalistas, y asegurarles ganancias económicas fuera de sus países de origen (1929: 100). Como bien observó este autor, uno de los primeros en definir y nombrar este término, el imperialismo comenzó a estar en boca de todos y se utilizó para indicar el movimiento más poderoso del mundo contemporáneo. Los debates subsiguientes fueron muy variados y apasionados, y como señala Hobsbawn, no se centraron en el período 1875-1914, sino en las discusiones en el seno del marxismo. Fue el análisis del imperialismo realizado por Lenin en 1916 el que se convirtió en un elemento central del marxismo revolucionario de los movimientos comunistas a partir de 1917 (Hobsbawn, 1999b: 71-72). Para Lenin, el “nuevo imperialismo” tenía sus raíces en una nueva fase específica del desarrollo del capitalismo que, entre otras cosas, conducía a la:
[…] división territorial del mundo entre grandes potencias capitalistas y una serie de colonias formales e informales y de esferas de influencia. Las rivalidades existentes entre los capitalistas que fueron causa de esa división engendraron también la Primera Guerra Mundial. (1917: 66)
En este sentido, nos interesa aquí ampliar la visión economicista del concepto de imperialismo. Dado que este libro se centrará específicamente en imperialismo norteamericano, la temporalidad es amplia: parte desde 1898 y recorre casi todo el siglo XX. Para este fin, proponemos incorporar a su análisis otros elementos de índole cultural e ideológica. Siguiendo a Edward Said, el imperialismo se define como la práctica, la teoría y las actitudes de un centro metropolitano dominante que rige un territorio distante (1996: 43). El imperio deviene así en una relación formal o informal, en la cual un Estado controla la efectiva soberanía de otra sociedad política. Esta puede lograrse por la fuerza, la colaboración política, la dependencia económica, social o cultural. El imperialismo no es simple acumulación y adquisición, sino que se asienta en una estructura ideológica que incluye la convicción de que ciertos territorios y pueblos “necesitan” y “ruegan” ser dominados, así como en nociones que son formas de conocimiento ligadas a tal dominación: el vocabulario de la cultura imperialista clásica está plagado de palabras y conceptos como “inferior”, “razas sometidas”, “pueblos subordinados”, “dependencia” y “expansión” para justificar la dominación. Asimismo, ni la cultura ni el imperialismo están inertes; por lo tanto, sus experiencias históricas son dinámicas y complejas. Un análisis del imperialismo, en este sentido, debe partir de la idea de culturas híbridas, mezcladas, impuras, haciendo énfasis en el vínculo establecido entre la cultura dominante y la cultura dominada (Ibíd.: 51).
Podemos, de esta manera, afirmar que el imperialismo se define como un proceso o una política de establecer o mantener un imperio (Doyle, 1986: 45). La experiencia norteamericana se basó desde un principio en la idea de un Imperium, un dominio, un Estado soberano que se extiende en población y territorio, aumentando su fuerza y poder (Van Alstyne, 1974: 1). En este sentido, la geografía se modificó. En una primera instancia, se proclamó que había que construir el territorio norteamericano. Para tal fin, se combatió, desterró y exterminó a los pueblos originarios de este a oeste en tan solo un siglo. Y ya cuando la República crecía en el tiempo y en poder hemisférico, aparecieron esas tierras lejanas que se convertirían en vitales para los intereses norteamericanos, en las que había que intervenir y luchar: las islas del Pacífico, el Caribe, América Central, Vietnam, Corea y Medio Oriente. Paradójicamente, tan influyente había sido el discurso que insistía en la idiosincrasia norteamericana, en su altruismo, que el imperialismo como concepto o ideología dejó de estar presente en sus textos de historia.
La cultura imperialista norteamericana puede así palparse en su lenguaje, en su discurso, en su insistencia de llevar la libertad y la democracia a cada rincón del mundo. Es en este sentido que el imperialismo norteamericano se prefiguró también como un proyecto de expansión cultural y dominación ideológica que implicó no solo la construcción de un “otro” subalterno en los términos de la cultura dominante, sino de la configuración de una ideología de dominación de esos “otros inferiores”. Michael Hunt es uno de los historiadores que ha sabido destacar el peso de la ideología y de los valores culturales en la visión del “otro” y, en consecuencia, la definición de la política exterior estadounidense. Específicamente para el caso latinoamericano, Hunt ha resaltado que la política exterior estuvo plagada de nociones de dominación, tutelaje, supervisión y de la misión de “no permitir que [los latinoamericanos] corrompieran sus propias sociedades, impidieran el avance de la civilización en el Nuevo Mundo y causaran la intervención de potencias externas exhibiendo su derrumbe moral” (1987: 131).
Según la visión norteamericana, habría países diferenciados; sin embargo, no encontramos una unidad entre ellos, aunque sí una política basada en intereses estratégicos según la época y la cercanía con los Estados Unidos. En ese sentido, América Latina fue considerada como “el patio trasero” y área de influencia por excelencia, justificando su expansión y penetración en el destino manifiesto, la doctrina Monroe, el corolario Roosevelt, la política del gran garrote y la doctrina de seguridad nacional. Por ello mismo, en el presente libro los artículos seleccionados se estructuran en torno a la expansión de los Estados Unidos sobre Centroamérica, el Caribe y Latinoamérica, sumándose el caso de Filipinas, en el contexto de la guerra con España por los territorios de ultramar que esta perdió a fines del siglo XIX.
Podemos trazar una breve cronología de la expansión norteamericana sobre su “patio trasero”. El primer período se extiende desde 1898 hasta 1947. El eje central en esta etapa fue la intervención militar directa, la subyugación económica y financiera, la presión diplomática a favor de empresas estadounidenses y una pugna por imponer sus criterios e intereses e ir desplazando a otras potencias, fundamentalmente a los españoles, ingleses y rusos.
En un segundo período, desarrollado entre 1947 y 1959, Estados Unidos se enfocó en fortalecer la dominación que ejercía sobre la región en el complejo contexto de los cambios que se estaban produciendo en el orden internacional con el fin de la Segunda Guerra Mundial. El Gobierno norteamericano se propuso cooptar el apoyo de la región a sus políticas de Guerra Fría, patrocinando la firma de un tratado de seguridad colectiva suscripto por las naciones americanas (el Pacto de Río, 1947) y la creación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). En 1948 impulsó la concertación del Pacto de Bogotá, el cual aportó un componente de seguridad y cooperación colectiva “en caso de agresión externa” que quedó institucionalizado en la formación de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y fue reforzado en 1952 con la elaboración de una doctrina de seguridad nacional hemisférica de “contención global del comunismo”. El objetivo era imposibilitar la entrada y expansión del comunismo en una región que era considerada coto privado norteamericano desde la formulación de la doctrina Monroe, en la que los inversionistas norteamericanos jugaban un papel central en las economías de Centroamérica y Sudamérica, y donde su influencia era prácticamente indiscutible.
Un tercer período comienza en 1959. Este año se convirtió en un parteaguas por el acercamiento de la Revolución cubana a la Unión Soviética (URSS), lo que significó un peligro para la intención de hegemonía continental de Estados Unidos. Una vez establecida la hegemonía continental norteamericana, en la coyuntura de un crecimiento económico vertiginoso y de las postrimerías de la Revolución cubana, John F. Kennedy lanzó la Alianza para el Progreso. A partir de un planteo por el cual los Estados Unidos eran “socios” de América Latina, la Alianza fue un proyecto de desarrollo y reforma regional que –excluyendo a Cuba– abarcaba créditos para la conformación de industrias dirigidas a suplir necesidades regionales, la conformación de mercados comunes, la integración americana en un mercado único y la reforma agraria. Esto se combinaba con la creación de un sector técnico y capacitado para efectivizar este desarrollo, por lo que la educación recibiría un fuerte incentivo. Asimismo, se promovería la democracia (en versión norteamericana) como forma de gobierno. Los instrumentos privilegiados de esta política fueron: el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la OEA, el Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre (IADSL) y la Agencia de Información de los Estados Unidos (United States Information Agency, USIA).
Identificamos un cuarto período entre 1964 y 1976. Este “ciclo de dictaduras represivas” se inicia en 1964 con el golpe de Estado en Brasil y culmina con el golpe en la Argentina, en 1976. Esto le permitió a Estados Unidos eliminar físicamente los “proyectos políticos alternativos” y profundizar el proceso de reorganización de los aspectos socioeconómicos del continente. A partir de ese momento, se inició un período de democracias restringidas (proyecto de la Comisión Trilateral), en el cual, anulado lo que se entendía como “peligro anticapitalista” y eliminadas las posibles oposiciones, el planteo consistía en liberar el juego político. De lo contrario, se suponía que mantener la presión podría generar una renovada ronda de radicalización. Por ende, lo ideal eran regímenes electorales tutelados, cuyo modelo fue la reforma electoral chilena de 1980. Esta se basó en la reorganización política brasileña de 1979, con nuevos partidos oficialistas instrumentados desde el poder y presidentes nombrados de forma indirecta (como Tancredo Neves y José Sarney). De ahí la política de derechos humanos de Jimmy Carter (1977-1981), cuyo eje principal fue la relegitimación de la presidencia ante su propio electorado, pero que a su vez sirvió para generar presión en torno a las aperturas restringidas.
El surgimiento en 1977 de una nueva ronda de movimientos revolucionarios, esta vez en Centroamérica, y el éxito de la revolución sandinista obligaron a Estados Unidos a repensar su táctica antisubversiva. A partir de 1980, aprendiendo de la experiencia argentina y analizando el problema de la revolución, Estados Unidos decidió que no había que aplastarla, sino desangrarla. El objetivo era demostrarle a la población que la revolución social no solo no resuelve nada, sino que empeora las cosas. Tanto en Nicaragua como en Guatemala y El Salvador se aplicó la denominada “guerra de baja intensidad”. Otro eje importante del gobierno de Carter fue la modificación de la política de enfrentamiento con el comunismo. El criterio era que, en lugar de ser una confrontación Este-Oeste, debía ser un enfrentamiento Norte-Sur. Así como se buscó la distensión con China (diplomacia del ping-pong) también se generaron aperturas hacia Cuba y la URSS. La idea básica era que la superioridad de la vida cotidiana estadounidense (niveles de consumo) generaría contradicciones en estos países. Uno de los efectos fue la liberación de la posibilidad de viajar a Cuba, y el resultado fue el eventual éxodo del Mariel (1980).2 Esta política, a su vez, generó contradicciones en el seno de los sectores dominantes norteamericanos, por lo que la política osciló entre la agresión abierta (de bloqueo/invasión) y el ataque indirecto bajo el disfraz de aperturas. Como telón de fondo estaba el tema de la deuda externa: elemento clave no solo para comprender las relaciones con América Latina, sino también las estrategias de acumulación de Estados Unidos y la propia debilidad del sistema.
Un quinto período comienza con la década de 1980, cuando en el marco de la Segunda Guerra Fría lanzada por el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989) se apuntó a dirigir y consolidar las democracias restringidas. Estados Unidos no vio a América Latina como una unidad, o sea un bloque de países, sino como naciones con intereses claramente diferenciados. Eso le permitió privilegiar a algunos, como es el caso de Chile, y aislar a otros, por ejemplo, a Perú durante el gobierno de Alan García. En esta época, Brasil se perfiló como un desafío regional autónomo con una política exterior propia a partir del poderío económico generado por el “milagro brasileño”. La contrapartida fue Chile con una política exterior fuertemente ligada a Estados Unidos, dada su creciente participación en las exportaciones hacia el mercado interno norteamericano. En menor grado, Argentina intentó una política no alineada de acercamiento a Estados Unidos. Ante la iniciativa venezolana-brasileña para renegociar la deuda, Argentina participó para después hacer un acuerdo bilateral. El tema de la deuda externa (sobre todo en el caso latinoamericano) va ser fundamental para mantener el flujo de remesas de capitales que equilibran la balanza de pagos. En otras palabras, a partir de 1975 la balanza comercial de América Latina con Estados Unidos va a ser ampliamente favorable al primer sector, y se verá equilibrada por la balanza de pagos, que a partir de ese momento será ampliamente deficitaria.
Esta lectura hizo que durante los conservadores años ochenta, Estados Unidos orientara su política exterior latinoamericana en dos direcciones. Por un lado, apoyó a los grupos de cubanos exilados. Por el otro, reorganizó su “ayuda” exterior para que fuera otorgada en forma “indirecta”. Esto derivó no solo en fuertes presiones para que América Latina se alineara con la política de la Casa Blanca en la nueva y renovada Guerra Fría, sino que creció la incidencia de los organismos financieros internacionales para lograr el primer objetivo. Los contratos y asesorías generados por organismos como el Banco Mundial crearon un sector social propenso a mantener y profundizar esta relación y, al mismo tiempo, a difundir políticas económicas y sociales vinculadas a las estrategias norteamericanas.
La década de 1990 trajo serios problemas tanto para América Latina como para Estados Unidos. La caída de la URSS y la desaparición del campo socialista implicaron un desplome abrupto en el comercio exterior de los países latinoamericanos, puesto que la URSS era comprador de cantidades importantes de alimentos y materias primas. A su vez, las posibilidades especulativas y de inversión en estos nuevos mercados hicieron que el flujo de capitales hacia los países latinoamericanos, que ya venía en baja, se encontrara aún más restringido. Estados Unidos se convirtió en la única superpotencia de un mundo unipolar, aunque pronto debió enfrentar el desafío de países como Alemania y Japón (cada uno con sus expansivas áreas de influencia en la Comunidad Europea y en la Cuenca del Pacífico, respectivamente) a su hegemonía en solitario. Estados Unidos respondió a este nuevo escenario con la política de George Bush (padre) y con su propia propuesta de integración americana: primero el NAFTA (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) y en 2005 el ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas). Esto implicó implementar esfuerzos para reorganizar las economías latinoamericanas con el fin de que fueran más compatibles con la estadounidense, y también impulsar la apertura de mercados y la privatización de empresas del Estado.
En torno a esta propuesta, para América Latina surgieron varios “problemas”:
a. el día de la firma del NAFTA, apareció la insurgencia del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional);
b. Brasil organizó el MERCOSUR y, a partir de ahí, intentó negociar el ingreso al ALCA en condiciones más ventajosas;
c. en Colombia se fortaleció la insurgencia guerrillera;
d. el proceso de privatizaciones desestabilizó buena parte del subcontinente y generó un auge de movimientos nacionalistas (como, por ejemplo, el de Hugo Chávez en Venezuela) y de conflictos sociales;
e. Brasil giró levemente a la izquierda con la elección de Lula da Silva;
f. los “imperialismos competidores” (Alemania, Japón y China) comenzaron a invertir fuertemente en ciertos países latinoamericanos (sobre todo Brasil) como reaseguro de estar dentro del área comercial del ALCA y sus barreras proteccionistas;
g. establecida durante la presidencia de Bill Clinton (1993-2001), la política de generar crecimiento con especulación dio lugar hacia el año 2000 a una crisis cada vez más aguda, que se fue profundizando hasta hacer eclosión en 2008.
Dado que el futuro solo augura mayores conflictos en un proceso cada vez más rápido de integración de las Américas, que traerá aparejada la mayor intervención de Estados Unidos en los asuntos internos latinoamericanos, es que proponemos repensar las clásicas nociones con las que se aborda la relación imperialista que Estados Unidos mantiene con América Latina. Así, a través de una serie de artículos especialmente producidos y revisados para este libro, proponemos salirnos de las conceptualizaciones esquemáticas tanto del imperialismo estadounidense como de las críticas y las formas de resistencia a la dominación que emergieron desde América Latina.
La presente compilación se compone de dos secciones. La primera parte, denominada “Los orígenes del imperialismo norteamericano. Expansionismo territorial y visiones críticas desde América Latina en la primera mitad del siglo XX”, reúne producciones que giran en torno a dos grandes ejes. Uno de ellos explora los orígenes del expansionismo territorial estadounidense, la retórica imperialista y su carácter de “excepcionalidad”. El otro analiza algunas de las respuestas que surgieron en Latinoamérica sobre el avance del “coloso yanqui” y que se conformaron en los movimientos críticos denominados “antimperialismo latinoamericano”.
La segunda parte, titulada “Imperialismo cultural estadounidense. Expansionismo ideológico, hegemonía y resistencia antimperialista en la segunda mitad del siglo XX”, compila una serie de artículos que se centran en la complejidad que adoptó el imperialismo estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial. A través de lo que podríamos denominar “estudios de caso”, se analizan el accionar imperialista de Estados Unidos en Centroamérica y Sudamérica antes y después de la Segunda Guerra y la compleja dinámica entre el reforzamiento de la hegemonía norteamericana y la resistencia antimperialista de distintos actores regionales.
Bibliografía
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