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LA IDEA DE ESPAÑA Y LAS ARISTOCRACIAS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

ESPACIO POLÍTICO, CAMBIO SOCIAL Y COMUNIDADES IMAGINADAS

Bartolomé Yun Casalilla Universidad Pablo de Olavide, Sevilla

Desde principios del siglo XIX, muchos pensadores, como Mazzini, concibieron Europa como un conjunto de Estados nación de componente liberal que emergieron de las cenizas del Antiguo Régimen.1 Una visión como esta no pudo sino enfatizar el papel de la burguesía liberal en la historia y, en concreto, en la construcción de ese nuevo complejo político. De hecho, esa visión respondía a los propios intereses de este grupo social. Este se presentaba a sí mismo como el promotor de la ciudadanía y la nación, un concepto este último que al asociarse al primero encontraba así un nuevo contenido semántico. Nación y ciudadanía eran en realidad dos términos que habían viajado disociados durante mucho tiempo, pero que desde el siglo XVIII y debido en parte a ese maridaje, cobran un nuevo significado. E incluso se asocian ahora –emblemáticamente en las revoluciones liberales que tienen su arranque en muchas áreas del planeta– al concepto de igualdad jurídica de los ciudadanos ante la ley y de abolición, por tanto, de las jurisdicciones privativas de señores e incluso de ciudades y cuerpos políticos ajenos al propio Estado.2

Con estos deslizamientos semánticos, es lógico que la construcción de comunidades imaginadas que se desarrollaría a continuación dejara en un lugar muy secundario a grupos sociales como las aristocracias nobiliarias. De hecho, durante mucho tiempo, a veces inadvertidamente, hemos dejado fuera de esa construcción también al campesinado, un grupo social al que se ha considerado incapaz de ver más allá de la pervivencia de sus tradiciones y, por tanto, ajeno a un proyecto de construcción nacional.

Para muchos tratadistas, ya desde la época de la Ilustración, la alta nobleza era el ejemplo del antipatriotismo por muchas razones. Sobre todo, era esta clase la que, por la gestión rentista de sus patrimonios, obstaculizaba el aumento de la riqueza y el bienestar. Y se consideraba que los nobles, empeñados en mantener sus jurisdicciones, eran quienes creaban las cadenas que atenazaban a una sociedad de desiguales y vasallos.3 Hay además otro argumento, mucho menos conocido y menos repetido por los historiadores, que no debemos olvidar. Para algunos de ellos, el escritor José Cadalso es, creo, el mejor ejemplo en España, el carácter transfronterizo de esta clase social no solo era evidente –cosa que hemos olvidado durante mucho tiempo– sino que, además, constituía un obstáculo para su afinidad a la nación. Según este autor:

De aquí nacerá, si ya no ha nacido, que los nobles de todos los países tengan igual despego a su patria, formando entre todos una nación separada de las otras y distinta en idioma, traje y religión; y que los pueblos sean infelices en igual grado, esto es, en proporción de la semejanza de los nobles. Síguese a eso la decadencia de los estados, pues solo se mantienen los unos por la flaqueza de los otros y ninguno por fuerza suya o propio vigor. El tiempo que tarden las Cortes en uniformarse exactamente en luxo y relaxacion, tardarán también las naciones en asegurarse las unas de la ambición de las otras; y este grado de universal abatimiento parecerá un apetecible sistema de seguridad a los ojos de los políticos afeminados; pero los buenos, los prudentes […] conocerán que un corto número de años las reducirá a todas a un estado de flaqueza que les vaticina pronta y horrorosa destrucción.

Una idea como esta estaba en sintonía con una visión de las noblezas europeas que, cierta o no, daba por supuesto que las diferencias entre estas eran muy tenues. Como diría un noble de la época, «un noble de Suecia no se diferencia sino en nimiedades de otro de cualquier otro país». La frase pone el acento en una cultura aristocrática de tipo cosmopolita que, de nuevo, cierta o no, excluía cualquier posibilidad de protagonismo de las noblezas europeas en la construcción de las comunidades imaginadas en las que vivían.4

No es extraño, ante estas reflexiones, que hayamos buscado el origen de las comunidades imaginadas actuales en particular, y de los nacionalismos en general, en la acción de una burguesía que impondría sus ideas ya en el siglo XIX. Y ello incluso en aquellos casos en los que esa idea, obviamente, no se ajustaba a la imagen burguesa de «nación» como una forma de nacionalismo político que triunfaría en el siglo XIX.5 Los estudios sobre España, por ejemplo, han puesto el acento en cómo el paso de la noción de patria, como comunidad de nacimiento y no de pertenencia política, a un concepto de nación como comunidad política imaginada, se derivó sobre todo de otro tipo de instituciones, como las Cortes, que se suponen muy alejadas del mundo de la nobleza.6 Y, además, han olvidado preguntarse cómo se asiste en otros grupos sociales a dicho proceso.

Con ser correcta en lo fundamental, esta visión merece no obstante un contrapeso que nos dé una idea más compleja del proceso de surgimiento de las comunidades imaginadas y el papel de las élites en él. Ello es importante, porque, como ha demostrado el estudio de algunos casos concretos, como el de Prusia, si bien no se deben mezclar formas diferentes de entender el nacionalismo, sí es cierto que se asistió a una transición muy clara en el paso del siglo XVIII al XIX, e incluso que formas de nacionalismo étnico siguieron presentes durante el siglo XIX.7 El historiador del siglo XXI debería pensar además en posibles proyectos de construcción de comunidades «nacionales» y en formas de nacionalismo étnico existentes en la época y expresadas de maneras muy diversas que convivieron e incluso se mezclaron con aquellas. Lo que nos interesa aquí, en cualquier caso, no es el origen o desarrollo de la idea de España (o de cualquier otro país), si bien nos hemos de referir a ello. Nos concentraremos más bien en la presencia e implicaciones de las élites nobiliarias castellanas en ese proceso; un hecho este que, quizá porque convivía con actitudes muy diferentes dentro del mismo grupo social, se ha soslayado a menudo. No obstante, este hecho es importante para entender la naturaleza y evolución de los nacionalismos políticos del siglo XIX que se «inventan» sobre condiciones anteriores e incluso que van más allá de la pura invención.8 Se trata además de preguntarse por los contextos sociales en los que se produce este fenómeno y el modo en que puede haber condicionado el desarrollo y el uso de esas ideas; algo que no es siempre obvio.9 En otras palabras, lo que interesa aquí es la participación de la nobleza en una serie de ideas y la utilización que hizo de ellas y por qué. Debo aclarar que, al concentrarme sobre todo en Castilla (uso el término con las cautelas que en seguida se verán), no quiero decir que las noblezas de otros reinos de la monarquía no hayan tenido su papel en la construcción de este ideario españolista. Ni tampoco que este ideario no haya convivido con otros que aquí se tratan tangencialmente. Por el contrario, fue así, pero por razones de espacio me es imposible extenderme más en esa dimensión.

SOLAR, NACIÓN Y LINAJE. ESPAÑA EN LA ARISTOCRACIA DEL SIGLO XVI

La literatura reciente nos ha hablado de la aparición y el uso frecuente de una idea de España ya desde el siglo XV. Como es lógico, esa idea nada tenía que ver con un concepto de nación que, en la época, se refería más bien a una comunidad de nacimiento, muchas veces de carácter restringido. Pero como en otras áreas de Europa, las raíces de esa idea se hunden en las corrientes del Humanismo que intentaron ver en la antigüedad clásica (e incluso en situaciones anteriores) un claro precedente: España, no era sino el fruto de la «reconstrucción» de Hispania en el largo proceso de la Reconquista.10 Influyó en ello además, el desarrollo de lenguas cultas que, no solo en la Península, sino también en otros muchos países, se irían imponiendo, poco a poco por cierto, como lenguas oficiales sobre un mosaico lingüístico que, en algunos países como Francia, por no hablar de Italia, llegaría hasta la Revolución francesa. No hay que decir que en ese proceso se vio inmersa ya una buena parte de la clase señorial.11 Incluso en Italia, Il Cortiggiano de Castiglione, un auténtico «manual de nobles», hablaba de Italia y del italiano como lo que daba cohesión a ese espacio político.

Por otra parte, es evidente la importancia de una imagen de España que se percibe ya en Castilla y que a finales del siglo XVI está plenamente configurada. Como se ha dicho, se ha hablado sobre todo de la importancia de las distintas monarquías en ese proceso.12 Ese hecho sería asimismo reflejado por la literatura político-económica del arbitrismo, cada vez más intensa a medida que se entraba en un periodo de crisis política desde finales de dicha centuria. Así, la conciencia de postración política y económica hizo aparecer entre no pocos arbitristas una introspección colectiva que apuntaba a una «España» que debía ser restaurada.13 Y es interesante subrayar que buena parte de ese discurso, desde Sancho de Moncada a Martínez de Mata, se sustentaba en una reacción, por razones económicas sobre todo, contra los genoveses y contra las otras «naciones» que colaboraban en la ruina del comercio, la industria y la agricultura, o que había que mantener por indolentes, como los gitanos.14 Se olvida a menudo que esa visión se fragua asimismo en la experiencia de lo global derivada de la expansión americana y asiática. Obras como el Quijote, por lo demás, dejan clara la importancia del término España, al menos como espacio conceptual de referencia.15 Y algo similar se pudiera decir de la Historia General de España, del Padre Mariana, quien hace girar toda la obra en torno a este concepto.16 Un concepto que, por cierto, se habría de asociar, a propósito de la rivalidad con Enrique IV de Francia, con el de «Monarquía de España»,17 expresión, sin embargo, que no era totalmente nueva.18

Pero ¿qué se puede decir de la literatura más propiamente nobiliaria al respecto? En realidad, no hay una pauta única. Tenemos obras, como la Historia de la casa de Lara de Salazar y Castro, en las que ni aparece prácticamente el concepto, ni se percibe explícitamente un discurso que nos refiera al concepto de España.19 Las hay, sin embargo, en las que dicho concepto puede alcanzar la reiteración machacona. Es el caso del Libro de los Girones. Compendio de algunas historias de España, del licenciado Gudiel.20 Esa disparidad es significativa y lógica. Buena parte de las obras de literatura nobiliaria, en particular si se trataba de nobiliarios, historias de linajes, etc., eran obras de encargo. Estaban, pues, sujetas a las intenciones del comitente y este, por lo general, pretendía sobre todo ensalzar, en buena medida por razones muy prácticas, el linaje, otra comunidad (imaginada también en cuanto que era una realidad atemporal de la que no se conocía a muchos de sus ancestros)21 que, si no alternativa, podía entrar en conflicto con las comunidades imaginadas de nacimiento (naturaleza, con frecuencia asociada a lugar de nacimiento o patria) o de fidelidad vasallático-política (el rey).22

Lo cierto, en cualquier caso, es que una imagen de España está muy presente en no pocos de los tratados encargados por la aristocracia de la época. Un caso interesante es el del Libro de los Girones antes citado. Su propio título es ya expresivo de que no se trata de contar una historia de España. Se trata de escribir la historia de la Casa. Como otras en su género, difiere mucho de las obras clásicas de F. de Pulgar o de F. Pérez de Guzmán.23 Estos se ocupan de individualidades separadas, a las que se llega a retratar hasta por sus rasgos físicos, en la línea del Humanismo renacentista que exaltaría el surgimiento del individuo, y, en un segundo lugar, se hace referencia muy colateral a los linajes, de los que la concepción de la época no podía separar al individuo. En el Compendio, los individuos están presentes (a alguno, cercano, se le llega a retratar física y espiritualmente), pero la propia disposición de la obra y su concepción cronológica o su introducción sobre el sistema de nombres y apellidos en Castilla son una muestra de que se trata de hablar del linaje, cuya evolución se completa con un estudio de otras casas con las que se han creado lazos importantes. No cabe duda de que la comunidad imaginada más importante de la obra es la casa de los Girones.

Gudiel, sin embargo, usa un vocabulario muy expresivo de la existencia de otros referentes. Las menciones de «España» y, sobre todo, de «nuestra España» son abundantísimas.24 Expresiones como «los linajes nobles de nuestra España» (p. 4r) pueden incluso llevar a pensar en la posibilidad de que haya linajes «de España», que cruzan las fronteras entre los «Reynos de España» (otra expresión frecuente). Cuando habla de sus estados, el marco comparativo no es Castilla, sino «España» (prólogo s.p.). Y, a menu-do, España parece como la referencia a la hora de hablar de la importancia de sus linajes y la excelencia de sus «varones» (p. 1r) o se refiere a cómo las hazañas de estos señores hubieran sido «sumamente alabadas de los romanos y Griegos, si fueran naturales de su patria y nación».25 España es además un concepto que comprende a Castilla y la rebasa: «Esto verá muy claro quien leyere todas las historias Latinas de España […] y todas las castellanas, que comúnmente andan impresas, y otras de mano». Su libro va dirigido a «ilustrar nuestra España, y descubrir tan gran tesoro, de que tan rica y ennoblecida esta con los admirables hechos de sus naturales». «Me parecio que –sigue Gudiel– dos caminos ay los mas claros y descubiertos, aunque poco seguidos, para inquirir los principios antiguos, y la nobleza envejecida de los Españoles».26 Se refiere a que se pueden usar las «cronicas Españolas» y los «libros escritos de mano, que algunos curiosos aficionados a su nación han hecho de la nobleza Española». E incluso en un desliz, que posiblemente no es casual, Gudiel habla de Carlos V, como rey de España.27 O se refiere más adelante a «la victoria que los Españoles tuvieron de los Franceses».28

España parece sufrir así no pocos deslizamientos semánticos por los que pasa de un referente clásico, que es el espacio físico en el que actúan los Girón, una simple carcasa donde estos se desarrollan y engrandecen, a una unidad recuperada por la nobleza. Pues, en efecto, frente a la «Restauración política de España» de Sancho de Moncada, de lo que habla Gudiel es de la «recuperación» o «reconstrucción» de España. De hecho, como queda comentado, el libro entero es un relato de la labor de los Girones y otras familias en lo que, no solo Gudiel, sino Moreno de Vargas y todos los tratadistas de la nobleza, consideraron que fue la gran labor de la monarquía y de la nobleza: la reconstrucción o recuperación de esta España «tomada» o «destruida» por los moros; una empresa en la que las noblezas de todos los reinos se habrían empeñado y hermanado y que tendría en Granada, con el concurso de esas noblezas, su último episodio.29 Y una empresa que se habría continuado con el reforzamiento de otra identidad –la de católico– que se prolonga en el siglo XVI en su mecenazgo religioso, la caridad, la beneficencia, etc.30 A esa España, por otra parte, no se la sirve. Se sirve al monarca y no hay ni una frase en ese primer sentido en el texto.31 A España se la recupera. Pero, además, no son pocas las obras de la época que en su relato enfatizan un hecho para nosotros hoy bien conocido, como se ha dicho. La Reconquista fue, a menudo, una empresa común en la que se mezclan familias y linajes de origen solariego muy diverso, que van desde Vizcaya al Pirineo catalán y a Galicia y, cómo no, también a Portugal e incluso a Fran-cia. Dejaré para otra ocasión lo que eso significa, pero quizá sea conveniente investigar lo que en el imaginario colectivo de las noblezas peninsulares podía suponer el concebir la reconquista como una empresa común de linajes transfronterizos.32

La diferencia entre Moncada y Gudiel, si bien se debe tomar con la cautela que impone el que este escriba más de treinta años antes, no es baladí. Lo que se contrapone es un concepto premercantilista, el de Moncada, que se ha venido elaborando desde los años de Mercado y de Ortiz, con una visión clasicista de la comunidad imaginada. Es más, la «inspiración pragmática» de Moncada –como a Olivares– le lleva a pensar en una nueva función de la nobleza que no es ya solo la de la guerra, sino la de educarse en un oficio para el que cree necesario fundar una universidad en la Corte.33 Se trata de dos formas de entender la misma realidad porque se trata de dos culturas políticas diferentes. Estas pueden llegar a converger. El texto de Moncada parece haber contado con la aprobación del marqués de Villafranca y muy probablemente de otros nobles; de hecho, junto a los de otros pensadores, sirvió para asentar el proyecto político de Olivares.34 El de Gudiel se extiende en sus últimas páginas sobre el fomento de las «sciencias liberales», que además el duque fomenta en la universidad fundada en Osuna, o sobre la práctica de la «elocuencia» y la «gracia en el decir».35 Sigue así incluso algunas de las virtudes que Fernán Díaz del Pulgar y F. de Guzmán habían elogiado en los más claros varones de Castilla. Pero no se le atribuye al duque, ni a ninguno de su linaje, el planteamiento práctico de Moncada que anuncia el cambio fundamental que estaba por venir. Es más, el programa de Moncada implica servir al país –su término es la República– o, a lo sumo, al rey, pero a través de la reformación (aun cuando esta se plantee como una restauración, como no podía ser de otro modo). Gudiel habla de la contribución a la fe y a la reconstrucción de España, pero no de servir a España (o ni tan siquiera a Castilla), sino de servir al rey.36

Se puede entender el contexto en el que escribe Gudiel. Este es muy diferente del de Moncada, lo que acentúa aún más sus diferencias en la imagen de «España». Ciertamente, Gudiel es un catedrático de formación humanística e interesado en halagar a su señor. Su señor se encuentra en plenos problemas económicos, con su hacienda endeudada o a punto de serle embargada.37 Se está incorporando al mundo de la Corte, que le reporta ingresos extraordinarios siempre que sepa usar su prestigio (el que le puede dar Gudiel) de forma adecuada ante el rey. Y siempre que sepa usar la antigüedad de su linaje (cuyos lazos con los más prominentes linajes de Castilla se subrayan)38 en el mercado matrimonial de esta. Gudiel escribe para señores que han tenido experiencias transfronterizas y que añoran seguir la cultura de corte que las caracteriza. Moncada viene de la ciudad de Toledo, industriosa y mercantil si bien noble, y le preocupan sus problemas económicos y los del reino. El problema que él quiere arreglar –o por cuyo arreglo quiere que la Corte le dé los privilegios que pide– es un problema de economía política con vistas a «restaurar» los recursos del rey. Su experiencia trans-«nacional» es la de la competencia de los comerciantes genoveses, de los fabricantes de tejidos ingleses y de los comerciantes holandeses y flamencos. Los discursos de ambos autores no podían por menos que resultar –incluido el discurso sobre España– muy diferentes.

Como en otros textos de la época, esta España imaginada no es una evocación neutra de un pasado clásico, sino una trasposición de Castilla. En realidad, esta es también una constante de Moncada –y de otra literatura de la época– para quien «España es república de Reinos», pero quien toma todos sus ejemplos y argumentos basándose en referencias a Castilla. Conviene reseñar este lugar común en el caso de la cultura aristocrática de la época. Gudiel, y no es el único, llega a hablar de «la costumbre de España» para hablar de prácticas y tradiciones estrictamente castellanas.39 O, en una obra sobre «historias de España», elige solo familias de solar originario castellano y hace poquísimas o nulas referencias a casas con solar en otros reinos, incluso cuando se habla de los otros linajes; algunos de los cuales tenían no pocas conexiones fuera de Castilla, como es el caso de los Almirantes. No era la suya la única posición en este sentido, incluso si nos reducimos al género nobiliario. Poco antes, el geógrafo catalán Francisco de Tarafa escribió una obra sobre las grandes hazañas de los reyes de España y se limitó a una lista de una página de los reyes de Aragón para centrarse en todos los reyes de Castilla desde Túbal a sus días (por no hablar de su «olvido», que queda para comentar en otra ocasión, de las reinas, quienes, obviamente, no encajaban en el título, empezando por Isabel I y su hija Juana).40

En otro orden de cosas, es evidente que la aristocracia castellana estaba pasando por una necesidad evidente de reconocer equilibrios entre lo local y lo «nacional» o de integración de las distintas coronas. En efecto, el discurso de Gudiel y su prólogo están plagados de referencias a la casa solariega. Lo local debía así compaginarse con esa imagen de la España recuperada. La historiografía ha subrayado esto, e identificado con el concepto de patria, para contraponerlo al concepto, cada vez más flexible, de la «nación» como referente más amplio.41 El hecho se ha tomado como algo dado en múltiples ocasiones. Pero existen, sin embargo, razones que explican esa persistencia e incluso el reforzamiento de referentes territoriales identitarios superpuestos y, en particular, del solar o casa solariega –un concepto, por cierto, muy claro– con ese concepto moldeable y cambiante de nación.

Hay que tener en cuenta, por una parte, que la gran polémica de los siglos XVI y XVII es la de la forma de demostrar la nobleza, lo que equivale a decir también, la de la forma en que se había obtenido. Desde hacía tiempo Bartolo de Sasoferrato había abogado por la importancia de la nobleza concedida por el rey y su capacidad de asimilarla a la nobleza por antigüedad. El resultado fue una polémica que muchas veces se ha retratado como un debate de principios sociales, pero que implicaba también una lucha política. Esa idea significaba que el rey podía hacer nobles, lo que equivalía a regular la vida social de estos y su prestigio y capital inmaterial, con consecuencias decisivas para el grupo aristocrático, cuya misma definición como élite restringida se veía afectada. Implicaba asimismo que el rey podía hacer ascender en el escalafón nobiliario (que él mismo estaba regulando), pero también en el político, aquellas familias que deseara, con independencia de su antigüedad.42 En un mundo en el que los nobles se aferraban aún al principio de la justicia distributiva –es decir, que los de más estatus tenían más derecho a las mercedes–, este era un revulsivo de primer orden. Y, basándose en el principio de que la virtú era una cualidad natural que podía ser manifestada en las obras y reconocida por el rey, esto ponía en las manos del monarca un arma de un enorme poder.43 En este contexto, defender la antigüedad de la nobleza, refiriéndola a un «solar notorio», era, sobre todo por la aristocracia más antigua, una forma de competir en ese mundo del estatus e incluso que el propio rey no la pudiera poner en duda.

Pero, por otra parte, esa polémica, que se extendía a toda Europa, se mezclaba en la península con otra aún más fuerte: la limpieza de sangre; o, lo que es lo mismo, con el valor social de más peso en las estrategias familiares, en el mercado matrimonial y, consecuentemente, en los aspectos centrales de la vida de los nobles y la reproducción de sus linajes y sus economías. Conviene recordar a este respecto que la obra de Gudiel se escribe pocos años después de que empezara a circular y –nada baladí– se dedicara y mandara a Felipe II El tizón de la nobleza, de Mendoza y Bobadilla, en la que se reconstruían los árboles genealógicos de las grandes casas con la intención de hacer ver la contaminación con sangre judía de todos ellos. Ni que decir tiene que los Girón, duques de Osuna, se encontraban muy prominentemente en ese grupo: de hecho, venían directamente de Ruy Capón, el judío más tóxico imaginable para su autor.44

No es que los nobles no se hubieran defendido. Para sorpresa de muchos autores actuales, lo cierto es que la tratadística de la época había llegado a la conclusión –cómo no– de que la nobleza no estaba reñida con la condición de judío, como tampoco lo estaría con la de indio. Al estar ligada a la virtú y ser esta una cualidad que podían tener todos los seres humanos, también los judíos podían tenerla. Y, de hecho, los nobles judíos eran nobles. Quizá se pudiera hacer, si acaso, una distinción con los judíos venidos a Hispania, pues no se sabía qué linajes habían aceptado o participado en el martirio de Cristo.45 Pero, aun así, todo el mundo sabía que mejor no entrar en polémicas sobre cuestión tan capital y, precisamente por ello, era importante ser capaces de referir esa pertenencia a un espacio. Al fin y al cabo, esa era la mecánica de las probatorias de pureza de sangre: hacer investigaciones locales sobre los ancestros y obtener un certificado de ella. Ahora se trataría de lo mismo, pero basándose en tal grado de antigüedad que la prueba no podía ser del presente sino del pasado –y, por tanto, basada en las «crónicas españolas» y «algunos curiosos aficionados»–.46 En todo caso, autores como Bernabé Moreno de Vargas llamaban la atención sobre la importancia de este hecho que, además y según él, se complicaba porque muchos nobles habían tenido que huir hacia el norte tras la invasión musulmana, dejando sus solares hasta ser reconquistados.47 Tener «solar notorio» era, así, de vital importancia también por esa razón. Y lo era asimismo porque hemos de pensar en los linajes como estructuras piramidales que hunden sus raíces en las partes más bajas de la nobleza, donde muchos miembros de esta debían debatirse de forma más directa con los prejuicios. Esto era más importante aún dada la costumbre de las «alcuñas» o apodos que, al referirse a hazañas importantes de esas familias, se habían convertido en el nombre del linaje. Esto era todo un honor, como en el caso de los Girones, pero obligaba, si se quería tener indiscutible garantía de antigüedad y sangre, a insistir en el solar y la notoriedad de este y a poner un cuidado exquisito en la heráldica, los escudos, lemas o cualquier otro símbolo que pudiera servir para demostrar pertenencia al linaje.48

En suma, si los nobles tenían y usaban identidades muy amplias e incluso universales, como su condición de católicos, o se querían referir a un concepto de naturaleza que apuntaba a una forma de «nación» (de Castilla o incluso española, usadas según los casos), en ningún momento podían relajar el sentido, y la demostración, de la patria local. Entre estas diversas comunidades imaginadas no tenía por qué haber, en condiciones normales, una contradicción. Las dos eran fruto de una concepción familiar, de naturaleza, de la sociedad. Pero no faltarían los problemas.

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