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0Preámbulo

Un breve recorrido por la historia de la relación entre cultura y espacio

La creatividad como recurso y el espacio como sujeto y contexto son elementos que se condicionan mutuamente y posibilitan el desarrollo de aquellas dinámicas construidas sobre el intercambio de información simbólica que generan transformaciones en la dimensión estética, emocional o espiritual de los individuos que componen una comunidad. Los espacios, su configuración y sus modos de gestión han estado siempre-de manera explícita o implícita- en el centro de los procesos culturales. La evolución histórica ha requerido una constante reformulación de los espacios según los modos, contemporáneos en cada caso, de creación, producción y distribución cultural.

En Occidente, en los períodos previos a la conformación de las políticas culturales modernas, el espacio que propiciaba la creación, el pensamiento y la interacción social tomó la forma del ágora en la Grecia clásica, la Academia platónica, el Liceo aristotélico o los Ateneos romanos. La característica común de estos espacios es que se basaban en la interacción entre eruditos, ofreciendo además en muchos casos residencia y mantenimiento financiero a quienes se dedicaban a la creación y el pensamiento. Otro tipo de espacios fundacionales, como la Biblioteca o el Museo de Alejandría, no sólo servían a la interacción de los sabios, sino que conformaban infraestructuras que concentraban un gran volumen de activos culturales, actuando de elementos básicos en la transmisión del conocimiento y la conservación de la tradición cultural. Los teatros o los circos servían a la difusión a públicos más amplios de las artes escénicas y otros rituales sociales, festivos o deportivos.

La Edad Media supuso la concentración de todas estas funcionalidades sobre el eje de la Iglesia. Los conventos, con sus privilegiadas bibliotecas, y las iglesias, decoradas con pinturas y tallas de los mejores artistas, servían como soporte para la creación y difusión de las artes con la intencionalidad explícita de difundir la palabra de Dios.

De forma paralela e incluso antagónica, el desarrollo de las ciudades fue permitiendo la aparición de otros espacios de manifestación creativa y cultural. El espacio público (las calles, las plazas, los mercados) acogía expresiones artísticas ambulantes, que posteriormente se fueron fijando en los corrales de comedias o, volviendo a vincularse estrechamente con el poder, en los espacios cortesanos, gabinetes de burgueses acaudalados y nobles.

El Renacimiento europeo significó la exacerbación de las manifestaciones culturales patrocinadas por los poderes políticos, económicos y religiosos. Entre ellos lucharon en competencia por atraer y apadrinar a aquellos individuos que componían el starsytem creativo de la época. Al mismo tiempo, se produce la consolidación del taller del artista y los gremios artesanos, que conformaban tanto un espacio de creación y de formación –de los aprendices- como un elemento señalizador de una determinada marca o tradición artística.

En el siglo XIX se consolidan las Academias, espacios de normalización canónica de las enseñanzas artísticas. Aparecen a la vez las primeras grandes instituciones culturales de acceso general, como los museos y las bibliotecas, significando la desamortización de las riquezas artísticas y del conocimiento de las instituciones tradicionales del antiguo régimen. Presentados en ocasiones como templos culturales (teatros, palacios de la ópera y grandes auditorios) estos espacios cumplen además con la función de comunicar la posición de los grandes núcleos de poder, las capitales de los nuevos estados-nación. Al mismo tiempo y casi huyendo de lo anterior, el Romanticismo reclamaba la naturaleza como refugio y espacio de inspiración para el pensamiento y la creación.

En el panorama crispado que dio entrada al siglo XX, nos encontramos con las vanguardias y su repudia a los espacios canónicos e instituyentes. Rompiendo con lo oficial, aparecen salones alternativos como el Salón des Refusés (1863), encargado de exponer obras rechazadas por el jurado del Salón de París, y frente a los Museos de Bellas Artes, surgen los primeros Museos de Arte Contemporáneo (MoMA, 1929). Las Academias se convierten en instituciones caducas y el taller del artista en un espacio de autonomía singular y distintivo, que determina el espíritu de la obra creada convirtiéndose en una parte de la producción misma.

Ya bien avanzado el siglo XX, con la aparición de la política cultural contemporánea a partir de las propuestas de Malraux, la democratización del acceso a la cultura se convierte en un objetivo general. Con la pretensión de desechar el elitismo de los grandes templos culturales, adquieren protagonismo las Casas de la Cultura, las cuales, ya desde la denominación, doméstica y cercana, pretendían acercar la cultura y las artes al común de los mortales. Estos espacios tienen una importancia especial en el ámbito de las ciudades medias y pequeñas, compensando una geografía de espacios culturales que hasta entonces tendía a concentrarse en las grandes urbes.

Recogiendo parte de estos planteamientos, comienzan a surgir en Gran Bretaña en la década de los 60 espacios de iniciativa pública enfocados a la creación artística que al mismo tiempo buscan la difusión a un público general. El Barbican en Londres (1982), orientado a las artes escénicas y musicales, es una de las propuestas en esta línea de mayor reconocimiento; y en 1977 se inaugura en París el Centre Pompidou, albergando un programa de usos complementarios formado por el Musée National d’Art Moderne, un centro de investigación musical y acústica, y una biblioteca con un aforo de 2.000 personas. El éxito de estas propuestas, que logran hacer converger un contenido cultural de alta calidad y el interés general, se convierte en un modelo muy repetido en centros de arte contemporáneo inaugurados posteriormente.

Una década después, el movimiento antiautoritario de Estados Unidos y Europa empieza a reclamar el espacio público en su condición simbólica como sustancia de producción cultural: el pop art hizo de la publicidad una fuente de inspiración, mientras que la Internacional Situacionis ta reivindicaba lo cotidiano como espacio de creación artística y empoderamiento político. En su sentido físico, el espacio público vuelve a ser soporte de expresiones artísticas alternativas, como por ejemplo las performances, totalmente liberadas de convenciones estéticas y espaciales. La idea de creatividad comienza así a transitar desde la perspectiva del creador individual al proceso social que requiere de la relación y atención a lo que ocurre a su alrededor.

Esta tensión entre la perspectiva autónoma y la necesidad de un contexto provoca una reflexión alrededor de la dimensión geográfica y espacial de los procesos creativos y culturales. Usando conceptos trasladados de la economía industrial, en los 80 aparecen en el discurso los distritos culturales, las creative milieux y las creative cities. Si bien estos conceptos contenían una confianza casi idealizada en la creatividad ciudadana siempre que se le dejase el espacio oportuno para intervenir en la ciudad, el reset geográfico que pareció anunciar la llegada de Internet vino a generar una gran confusión.

La obsesión por reconquistar un lugar en el mapa de un mundo global hizo que durante los últimos años del siglo XX proliferase la construcción de grandes contenedores culturales de nueva planta, muchos de ellos basados en la espectacularización arquitectónica, presentándose pomposamente y rodeándose de un discurso rutilante. A pesar de pregonar grandes ambiciones, muchos de estos iconos se mostraron incapaces de generar contenidos y usos por sí mismos. En España, donde esta tendencia adquirió especial énfasis, su momento de apogeo queda representado por las ciudades “de la Cultura”, en Santiago de Compostela, o “de las Artes y las Ciencias”, en Valencia. Tergiversando el concepto de ciudad, estos modelos omitían la naturalidad diversidad (de usos, de funciones, de personas) que caracterizan lo urbano.

Con este episodio llegamos a nuestros días, poniendo el punto y final a este preámbulo y el punto seguido de esta publicación. Nuestro estudio se inscribe en un escenario de cambios que afectan tanto al modelo dominante de política cultural como al de la producción creativa y artística. En relación con el primero, desde principios del nuevo siglo, las actividades culturales y creativas se posicionan como eje central de las teorías del desarrollo humano ambientalmente sostenible, gracias a la trascendencia de la creatividad sobre las dinámicas de innovación social y económica. Por otra parte y aunque pueda sonar contradictorio, en cuanto a la producción creativa vivimos un momento -motivado en parte por el retroceso de la acción administrativa en el contexto de crisis y acelerado por la irrupción de las nuevas tecnologías- de pronunciada dualidad entre la iniciativa institucional y las dinámicas espontáneas. Esta separación ha dado pie a un escenario complejo de posiciones intermedias, revisiones de modelos previos e innovaciones radicales.

Centrándonos en la relación contemporánea entre el espacio –físico o virtual- y los procesos de creatividad, presentamos a continuación ocho apartados que, más que una categorización rígida, pretenden identificar una serie de tendencias que hoy marcan el dónde y el cómo de los procesos culturales. Con el material que a continuación presentamos, queremos analizar sin aspirar a agotar las perspectivas y oportunidades de un panorama rico y complejo.

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