Читать книгу Democracia y desplazamiento durante la guerra civil colombiana - Abbey Steele - Страница 16

Prefacio

Оглавление

Visité Colombia por primera vez en enero de 2002. Durante ese año, junto con algunos amigos, puse en marcha un taller informal orientado a trabajar con adolescentes que residían en Altos de Cazucá, un barrio ubicado al sur de Bogotá. En su mayoría, los residentes son oriundos de otras partes del país. En la medida de lo posible, edifican de la manera menos inestable las casas en las que viven, que se aferran a las estribaciones andinas de la Cordillera Oriental. Muchos de ellos son desplazados, víctimas de la guerra civil.1 En ese entonces, comencé a preguntarme qué había hecho que las familias llegaran al barrio, llamado de forma pretensiosa “El Progreso”. Así que me planteé interrogantes como: ¿De dónde eran originarios? ¿Por qué se habían asentado en El Progreso? ¿A quiénes habían tenido que abandonar? ¿Pensaban regresar en algún momento a sus lugares de origen? Sin embargo, sentí timidez de preguntar, preocupada de que alguien pudiera sentirse incómodo.

Apenas un mes después de mi llegada, acabaron los diálogos de paz que habían comenzado tres años antes entre el gobierno nacional y las FARC, la insurgencia armada más grande de Colombia. Bogotá se estremeció con nerviosismo debido a la posibilidad de un ataque terrorista de las FARC. Al final, una agresión se produjo pocos meses después, en agosto, durante la posesión de Álvaro Uribe, quien hacía poco había sido elegido presidente. Los proyectiles de mortero usados en el ataque dejaron quince personas muertas y cuarenta heridas.

Una vez por semana asistía a una clase nocturna en la aclamada Universidad Nacional de Colombia, en la que existe una imagen del Che Guevara pintada en uno de los edificios de la plaza principal del campus. Mi clase, impartida por Donny Meertens, transcurría en un edificio espléndido diseñado por Rogelio Salmona, que era uno de los pocos que no habían sido pintados con grafitis como “fuera gringos” y “Camilo Torres, presente”. Más de una vez llegué al campus y encontré las puertas cerradas. De vez en cuando, las protestas estudiantiles conducían a que la universidad quedara clausurada. Incluso, en una ocasión, una tanqueta de la Policía había quedado abandonada frente a una de las puertas del campus.

A pesar de la incertidumbre que sobrevino después del fin de los diálogos de paz y de la inquietante vibración de la ciudad, Bogotá aún parecía estar alejada de la guerra. Nos encontrábamos refugiados en un altiplano (casi a 3.000 metros sobre el nivel del mar) y fuimos advertidos por oficiales de la embajada de los Estados Unidos para que no nos arriesgáramos a viajar fuera de la ciudad por carretera. Ese año, tomé varios vuelos que me llevaron a visitar otras ciudades: Cali, Cartagena, Barranquilla. Pero, en lugar de viajar a zonas afectadas de manera más directa por la guerra, lo que más pude aproximarme a la situación fue a través del diálogo con las personas que llegaban a las ciudades, desplazadas de sus hogares, de sus tierras y de sus comunidades, y que, en muchos casos, se encontraban sobrellevando con dificultad una nueva vida en casas inestables y en ciudades extrañas.

En 2006, cuando regresé a Colombia para comenzar el trabajo de campo para este libro, mi interés se centró en comprender las causas del desplazamiento. En ese momento sí pude visitar lugares en los cuales la guerra había sido experimentada de manera directa. La región del Urabá había padecido una temprana arremetida violenta, pero pasaba por un período de calma relativa en 2007. Aun así, creo que debí haber sido más cauta. Viajé sola en transporte público y solamente en algunas ocasiones recordaba avisar a mis amigos en Bogotá sobre dónde me encontraba. Asimismo, apenas dejaba que los desconocidos supusieran mi origen y me abstuve de ofrecer una historia coherente al respecto, debido a que me parecía complicado explicarme de manera convincente. Fue una decisión imprudente. En una ocasión, de forma sorpresiva, el conductor de un vehículo campero (usado en las vías sin pavimentar del país como alternativa al bus) supuso que yo era de Bogotá (“¿sus papás saben que está aquí?”). Después, visité una zona rural en la que el padre de un conocido se reunió conmigo y me llevó a un bar a las diez de la mañana. En ese lugar, agradecí haber sustituido la cerveza por el aguardiente, licor nacional anisado que él me invitó a probar. Cuando me encontré con una de las personas que quería entrevistar, mi contacto me presentó como su nuera europea (lo que intenté corregir más tarde en privado).

A pesar de mis traspiés, pude darme cuenta de que la región era vibrante y que en ella vivían personas comprometidas que estaban dispuestas a hablar conmigo de forma extensa acerca de sus experiencias. Muchos de ellos hablaron con orgullo acerca de su participación en el desarrollo de la ciudad de Apartadó, en la instauración de regulaciones laborales y en la configuración de la economía bananera. También visité Medellín, con el fin de rastrear personas que hubieran salido del Urabá y registrar sus historias. En esa tarea, encontré a varias personas con la ayuda de algunas ONG (organizaciones no gubernamentales) como Cedecis, dedicada a trabajar en las comunas enclavadas en las montañas que circundan la ciudad. Lo más complicado de esta labor fue apartar a las personas de su trabajo y de su familia para pedirles que compartieran conmigo sus historias dolorosas, con la certeza de que yo no podría ofrecer mucho a cambio.

Guardo la esperanza de que sus sacrificios no hayan sido en vano. En el mismo sentido, espero que este libro sean un reflejo fiel de sus experiencias. Asimismo, me gustaría que el trabajo pudiera resultar iluminador con respecto a patrones de desplazamiento en contextos de guerra civil, en especial, en la de Colombia. Si bien los hallazgos resultan desgarradores, quizás puedan contribuir a los esfuerzos que se adelantan en el país en materia de justicia y paz.

Este libro tiene la impronta de muchas personas con quienes estoy increíblemente agradecida. En primer lugar, agradezco a las innumerables personas que en Colombia hicieron posible este trabajo. Ante todo, estoy en deuda con los cientos de personas que de manera amable compartieron sus historias. Enilda Jiménez, Mario Agudelo y William Forero fueron en extremo generosos. Espero haber capturado la esencia de sus percepciones y recuerdos. Donny Meertens, Jorge Restrepo, Mauricio Romero, Consuelo Valdivieso y Pedro Valenzuela me proporcionaron apoyo y orientación en Bogotá. En especial, estoy agradecida con Ana María Ibáñez y Fabio Sánchez, quienes me acogieron en el Centro de Estudios de Desarrollo Económico (CEDE) de la Universidad de los Andes y en su vívido entorno durante mis estadías en Bogotá, y siempre me ayudaron a ubicar la información que necesitaba o compartieron la que tenían a su alcance. Andrés Gómez, Lizeth Herrera, Gloria Lema Vélez y Nidia Montoya fueron sumamente serviciales en Medellín. Ana Aldana, Mariana Blanco, Valentina Calderón, Juan Espinosa, Carolina Gómez, Luisa Lema Vélez, Claudia López, Andrés Mesa, Alf Onshuus, Eli Prado, Saúl Sánchez, Rebecca Tally, Harold Tenorio y Juan Vargas me brindaron serenidad, sabiduría y amistad, y transformaron Bogotá en mi segundo hogar.

Muchas otras personas me proporcionaron herramientas para tratar de entender los relatos que iba recolectando, así como el desplazamiento y la política. Contraje mi mayor deuda intelectual con Stathis Kalyvas, quien influyó de manera profunda en mi modo de pensar. Soy la científica social que he llegado a ser gracias a él. Libby Wood fue una mentora increíble, tanto en el aula como en el trabajo de campo, y me inspiró de forma constante para convertirme en una mejor académica y en una mejor persona. Habría resultado en extremo favorecida de haber tenido a Stathis o a Libby como directores. Es difícil dimensionar lo afortunada que he sido por haberlos tenido a ambos. Asimismo, la comunidad universitaria en Yale resultó invaluable. Adria Lawrence y Matt Kocher fueron amigos y confidentes que no solamente influyeron en mi forma de pensar, sino que me animaron en tiempos de crisis. Sue Stokes me impulsó a reflexionar más allá de Colombia y de las guerras civiles. Pierre Landry y Ian Shapiro también me alentaron y apoyaron. El Taller de Política Comparativa (Comparative Politics Workshop) y el grupo Orden, Conflicto y Violencia (Order, Conflict and Violence) moldearon el tipo de politóloga que soy. También, estoy muy agradecida con Jake Shapiro, quien me dio la oportunidad de continuar mi investigación en Colombia como investigadora posdoctoral. Su energía, que parece ser imparable, así como sus agudas intuiciones me forzaron a trabajar de forma más ardua y, espero, de manera más efectiva.

Varios años antes de cursar mi doctorado, Sheryl Kohl, David Patten, Jan Denman, Jeanne Hey, Sheila Croucher y Emile Haag me cautivaron, e influyeron en mi forma de ver el mundo, en los interrogantes que me planteo y en la manera en que trato de trasponer esa información en el papel. Adam Isacson se convirtió en un modelo de desempeño debido a su infatigable vocación de defensa humanitaria, basada en la descripción rigurosa y en un conocimiento profundo sobre Colombia.

Este trabajo ha sido posible, además, gracias al apoyo financiero de la Fundación Nacional para la Ciencia (National Science Foundation), el programa Hays de Fulbright para Investigación de Disertación Doctoral en el Extranjero (Fulbright Hays Doctoral Dissertation Research Abroad), el Programa sobre Orden, Conflicto y Violencia (Program on Order, Conflict and Violence), el Centro MacMillan de Estudios Internacionales y de Área (MacMillan Center for International and Area Studies) de Yale, la Beca Andrew Berlin (Andrew Berlin Award) del Instituto de Seguridad Nacional y Contra-Terrorismo (Institute for National Security and Counter-Terrorism) de la Universidad de Siracusa y el Grupo de Investigación sobre Política Económica y Gobernanza Transnacional (Political Economy and Transnational Governance Research Group) de la Universidad de Ámsterdam. La Universidad de Princeton y el Proyecto para Estudios Empíricos sobre el Conflicto (Empirical Studies of Conflict Project) también me brindaron apoyo a través de la Oficina de Investigación Científica de la Fuerza Aérea (Air Force Office of Scientific Research –AFOSR–), que me otorgó la beca número FA9550-09-1-0314. También estoy agradecida con Atsushi Tago y con el programa CROP-IT por apoyar de manera generosa mi año sabático en la Universidad de Kobe en 2015, etapa que me proporcionó el tiempo que tanto necesitaba para escribir.

Diego Avellaneda, de forma hábil y eficiente, transformó cientos de fotos en información manejable. Nicole Martínez Moore, Leigh Newman, Nury Bejarano, Jessica Di Salvatore, Karen Lugo-Londoño y David Ifkovits también me brindaron una excepcional e importante asistencia de investigación. El apoyo institucional de la Universidad de los Andes y del CEDE en Bogotá fue extraordinario, así como la temporada que pasé en Econometría, en la etapa final del proyecto, y el período con CERAC, al comienzo.

La preparación de la versión de mi libro en inglés fue patrocinada por el Institute for National Security and Counter-Terrorism de la Universidad de Syracuse, que me permitió traer al campus de esa universidad a Tom Pepinsky y al ya fallecido Will Moore. Me siento agradecida por haber vivido ese día, no solamente por haber recibido una retroalimentación sustancial y valiosa por parte de Tom y Will, sino también por la oportunidad que tuve de interactuar con Will. Algunos colegas de Syracuse, entre quienes están Matt Cleary, Seth Jolly, Dan McDowell, Quinn Mulroy, Shana Gadarian y Renee de Nevers, también comentaron varias secciones del libro y me ayudaron a mejorarlo. Dominika Koter y Juan Masullo leyeron algunos capítulos del manuscrito e hicieron generosos e incisivos comentarios. Rob Karl proporcionó un apoyo incondicional al proyecto desde el comienzo, despertó mi interés en el conocimiento sobre las FARC y fue mi asesor especializado para la elaboración de los capítulos históricos. Con paciencia y entusiasmo, Roger Haydon, en su rol de editor, contribuyó a que encontrara mi voz. También, estoy agradecida por los comentarios útiles de los dos evaluadores anónimos.

Algunas partes del capítulo 1 fueron publicadas en “Seeking Safety: Avoiding Displacement and Choosing Destinations in Civil War”, Journal of Peace Research 46, n.º 3 (2009): 419-429. Secciones del capítulo 1 y del capítulo 5 aparecieron en “Electing Displacement: Political Cleansing in Apartadó, Colombia”, Journal of Conflict Resolution 55, n.º 3 (2011): 423-455. También, algunos fragmentos de los capítulos 1 y 6 fueron publicados en “Warfare, Political Identities, and Displacement in Spain and Colombia”, Political Geography 51 (2016): 15-29 (con Laia Balcells).

Durante mis estudios de doctorado, y después de concluir esa etapa, también fui afortunada por haber conocido personas que no solamente admiro como académicos sino también como amigos. Ana Arjona, Juanita Aristizabal, Laia Balcells, Rob Becker, John Boy, Sarah Zukerman Daly, Steve Engel, Francesca Grandi, Sandy Henderson, Turku Isiksel, Corinna Jentszch, Oliver Kaplan, Steve Kaplan, Dominika Koter, Harris Mylonas, Rob Person, Livia Schubiger, Ryan Sheely, Paul Staniland y Michael Weintraub me ayudaron a darle forma a la investigación (también contribuyeron a que la aventura fuera agradable) y a todo ellos debo mi gratitud.

El sentido del humor, el amor y la perspectiva de Kim Abbott, Julie Beck, Cat Byun, Amanda Chawansky, Christine Kim, Doug Kysar, Sarah Govil, Chris Donahue y Manuel Somoza consiguieron, al mismo tiempo, inspirarme y mantener mis pies en la tierra a lo largo de los años. Fuphan Chou, Beth Feingold y Hannah Stutzman –mis novillas– se las han arreglado para retenerme y alentarme, incluso a larga distancia. Fu nunca teme adentrarse en análisis profundos de todo tipo, y me lleva a encontrar verdaderos tesoros. Con su entusiasmo generoso, Bethy siempre me inspira para emprender aventuras e investigaciones comprometidas con el bien común. Hannah, mi piedra de toque mitad cachaca y mitad del Medio Oeste, así como interlocutora en situaciones de crisis, tiene la capacidad de aportar sabiduría, sensatez y amor en grandes cantidades y de la manera más sutil. No sé dónde estaría sin ellas. Asimismo, debo una gratitud especial a Alex Fattal, mi apreciado amigo que me mostró Cazucá, las virtudes de Dylan y mucho más, desde los primeros días que pasamos juntos en Bogotá.

Mi mamá, Pamela Krohn, siempre me ha apoyado y animado, y confió en mí cuando emprendí mi propio camino, aun cuando este conducía a un país en guerra. Me siento muy agradecida con ella. Mi padrastro, David, ha sido también una fuente constante de apoyo, así como mis hermanastros Brian Krohn, Michael Krohn y Cheryl Klauminzer. El amor constante que el clan de los Peter me ha proporcionado a lo largo de los años ha sido casi incontenible. Mi amado hermano, James Steele, ha viajado conmigo durante toda la vida y a lo largo del camino me ha enseñado a observar. Además, siempre estaré agradecida por mis alegres papá y abuelos, quienes siempre expresaron su amor y su fe en mí. Aún sigo trabajando duro para que se sientan orgullosos. De no haber sido por Seiki Tanaka y su increíblemente generoso e inteligente apoyo no habría podido terminar el libro. Tampoco me habría convertido en mamá. Le estaré por siempre agradecida, especialmente por Rowen y Kai, mis amados hijos y mis faros.

Nota

1 Un desplazado es alguien que ha tenido que abandonar su hogar, su tierra y su comunidad, debido a una acción directa o indirecta por parte de un grupo armado, sea grupo paramilitar o insurgente, o la fuerza pública.

Democracia y desplazamiento durante la guerra civil colombiana

Подняться наверх