Читать книгу Creación lírica y cancionero amoroso - Adela Codoñer Nácher - Страница 10

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2. TEMATIZACIÓN: MOTIVOS Y VECTORES

Como punto de partida vamos a retomar el esquema en el que se visualizaban las partes del poemario, puesto que en él se podían detectar ya una serie de motivos primarios que, articulados por unos vectores internos (tempo-espaciales y temáticos), iban trazando gradualmente un peculiar recorrido narrativo.

En efecto, el sentimiento de evolución sobre un corpus de medio centenar de poemas viene dado, en buena medida, por la sensación de avance en el tiempo (la sucesión de estaciones, por ejemplo) y en el espacio (la andanza), pero también por el progreso de ciertos motivos «temáticos» que van construyendo la particular trayectoria sentimental y vivencial, los recorridos del corazón y del alma. Habrá que distinguir, eso sí, entre estos motivos de progresión constante que se desarrollarán en un plano simbólico y otros que, intercalados, servirán para completar el argumento de la historia de amor que refiere el libro (encuentro, efectos y consecuencias) y que consideraremos como anécdotas.

Tal como se podía apreciar en el esquema, encabezando el poemario, el soneto 1 se exhibe desligado, al margen de los otros que quedan alojados en cada una de las tres partes. De hecho, este primer soneto retoma como título el epígrafe, Al soneto con mi alma, que justo se acababa de citar como dedicatoria, lo cual parece conferirle una función privativa: la prologal. Así, cabe esperar que los dos términos engastados en esa divisa actúen como hilos conductores: el soneto y mi alma. Convendrá, pues, que prestemos atención a esta composición preliminar porque en ella se nos están brindando ciertos motivos que ya se intuyen nucleares.

En primer lugar, resulta llamativo que el modelo compositivo que plantea el soneto proemio sea, precisamente, el simétrico, de proporciones perfectas y armoniosas. Para ilustrar esto veamos con mayor detalle su distribución: por una parte, los cuartetos crean un bloque compacto, una unidad temática {UT1}, a lo largo de la cual se extiende una compleja correlación de siete elementos con base comparativa: Como en A1-7 está B1-7, así en A’ (mi carne) está B’ (el total anhelo); por otra parte, los tercetos también integran un bloque homogéneo {UT2} en el que se cambia el enfoque, de la esfera del yo se pasa a la del («en ti, soneto»), apóstrofe de admiración y reconocimiento ante la matriz ideal, condensándose todo en torno a un símil sobre el contenedor y su contenido.

Tanto la estructura exterior (la simetría) como la interior (el símil) no son arbitrarias, sino que responden a una clara voluntad del poeta: lo simétrico, como un espejo, refleja las dos partes divididas por el eje, de tal manera que el total anhelo inherente a la carne se corresponde al ansia pura que hallará en el soneto su medio de expresión. El símil con su disposición en paralelo impone otro orden férreo parecido al que marca la poliestrofa, es decir, que a pequeña escala se reproduce el mismo efecto que a escala natural: el hecho de que una forma limitada y física contenga una fuerza ilimitada e intangible.

Pero pasemos, sin más dilación, a constatar todo esto en el soneto mismo (los incisos, subrayados y negritas son nuestros):

1

AL SONETO CON MI ALMA


Prácticamente en cada verso de la octava se engarzan las siete parejas de la correlación, integradas por un concepto material y otro inmaterial que se implican mutuamente, con el mismo recurso de la dualidad que veíamos en el soneto de Rossetti, las dos caras de una moneda: alavuelo, floresencia, llamafulgor, etc. La parte incorpórea, casi siempre matizada por un adyacente, infinito, errante, caminante, solo, etc., se impregna de unos valores fundamentales para la proyección del poemario. Estas parejas son, además, exponentes de lo más elemental y primigenio de la naturaleza para explicar así, de un modo natural, que el total anhelo es, por lo mismo, inherente a la carne.

Estamos, ciertamente, ante un caso de paralelismo binario basado en lo conceptual, procedimiento habitual en literatura y que, según D. Alonso y C. Bousoño (1970), «sirve para desplegar, con perfecta correspondencia, un complicado fenómeno de la realidad y una rebuscada imagen que a él se va amoldando elemento a elemento».

Este mecanismo constructivo del paralelismo que podría llegar a ser monótono por lo que tiene de repetitivo, Juan Ramón lo enriquece con algunas técnicas: sintácticas, por medio de dos distorsiones, una por encabalgamiento (vv. 3-4) y otra por desplazamiento (vv. 6-7), que imprimen dinamismo y vivacidad; semánticas, con la técnica de la variatio, que le habilita a mudar hasta tres veces de nexo comparativo (como, cual, lo mismo que); rítmicas, una doble rima categorial y semántica entre los sustantivos de orden celeste y ascensional vuelocielo y los adyacentes errantecaminante, por el contrario remitentes a lo terrestre y lineal.

Justo en el eje del poema, en el tránsito a los tercetos, se reflejan literalmente la carne y el soneto, cada uno en su plano, dentro de una misma estructura en paralelo. Como en una imagen especular, la simetría es exacta.

La poliestrofa, viene a decir el sexteto restante, va a ser la forma, el marco delimitado (tus orillas), donde ese total anhelo o ansia pura va a encontrar cabida y expresión. Pero, si ya de por sí es intrigante, en un principio, la dedicatoria a un molde estrófico, aún resultará más chocante la inadecuación entre este continente y lo contenido. He ahí lo que plantea el libro: la contradictoria configuración del ser humano entre materia y espíritu, en el que el cuerpo –como el soneto– tiene contornos definidos, pero el ansia que en sí alberga no tiene fin. Al igual que el espíritu trasciende el cuerpo perecedero, así reivindica Juan Ramón la excelencia del soneto, capaz de desprenderse de su envoltorio para convertirse en esencia.

A decir verdad, aquí se encuentra estampado el juicio de Juan Ramón sobre la entidad e identidad del soneto. De entre los aforismos que le dedica en Ideolojía (1990) se puede inferir que el poeta consideraba la poliestrofa como un molde muy convencionalizado y que por eso mismo la ha elegido, para proponerse el reto de superar su severa disciplina, de ir más allá de sus límites:

Y precisamente en el soneto, por lo mismo que es más artificioso de combinación métrica y sonora, esta verdad debe ser más evidente que en otra forma; es decir, que si el soneto le sirve para algo al poeta es para que él lo venza, lo oculte, lo anule con poesía libre.

El desafío del creador es, por tanto, hacer invisible la forma y dejar que se evidencie la esencia («Yo no hago el frasco ni la esencia del frasco; yo hago la esencia», dirá). Permea aquí, obviamente, el concepto que de la creación tenía el poeta, y que formuló con la oposición entre poesía cerrada/abierta –las «dos líneas permanentes» que él ve en la lírica española– y, en paralelo, entre los procesos de «lo fable» («más sustancial») y de «lo inefable» («más esencial», transido de «ángel» y «duende», «uno más cuerpo; otro más espíritu»).

La conquista de esa poesía abierta, inefable, desnuda se inicia ya con los Sonetos espirituales, en los que se hace bien evidente su «movimiento interior» y la desaparición de lo «esterno estatuario». En ese sentido, el soneto-prólogo –como original metapoema– ejemplifica a la perfección el conflicto con la forma, la tensión entre lo cerrado/abierto (En ti, soneto, forma, esta ansia pura / copia [...]), en consonancia, asimismo, con la concepción del poema que explicitará, por ejemplo, en estos términos (Ideolojía, 1990: 599-600):

El poema no es una sustancia que se sostiene gracias a un molde esterno, sino una sustancia que, sin necesidad de molde, se mantiene dentro de su propia forma interior.

Además de cumplir una función macrotextual, de apertura del poemario, donde se está introduciendo tempranamente el leitmotiv del libro, a saber, el ansia de infinitud, de traspasar los límites, de liberar al alma aprisionada en el cuerpo, el soneto inicial cumple también con una función ético-estética: el manifiesto de trascender el verso, de hacerlo libre, de desnudarlo para capturar su esencia pura.

Veamos en lo sucesivo el resto de motivos urdidos a lo largo de las partes. Para entresacarlos será necesario reconstruir unos vectores que, a modo de hilos conductores, recorren de principio a fin el poemario y en los que se tendrá en cuenta su dirección, su extensión, la conexión entre sus elementos (qué ley relaciona los eslabones) y su sentido o fundamento. Tendremos que distinguir, asimismo, entre vectores que se desarrollan de forma horizontal, esto es, se caracterizan por su progresión a lo largo de la historia, y aquellos cuya operatividad es vertical, dado que su interés es taxativo y puntual.

El vector temporal es el más llamativo de toda la urdimbre, ya que simbólicamente se inicia en Primavera y termina en Otoño, un ciclo natural al que se traspone el vital: de la plenitud a la renuncia, del vigor al abatimiento; de la búsqueda ilusionada del amor a la pérdida y frustración. Pero, a pesar de las apariencias, no es este un proceso negativo en absoluto, sino un proceso de liberación, de revelación e, incluso, de elevación estético-ascética, por lo que tiene de perfeccionamiento moral y formal.

A menor escala, dentro de la primera parte –«Amor»–, se reproduce el mismo ciclo: desde el soneto 2, «Primavera», hasta el soneto 20, «Octubre». En las dos partes restantes, si atendemos a los títulos de los poemas, pueden apreciarse ciclos internos que van regenerándose de manera incesante. Hay en esta concatenación estacional una estrategia que ingenia el poeta para demarcar y discernir las partes del todo y viceversa: los sonetos de los extremos quedan determinados con un título genérico referido a las estaciones, mientras que se emplean los nombres específicos de los meses para los sonetos interiores. La precisión es absoluta si, por añadidura, tenemos en cuenta que los primeros versos del poema inicial y del epilogal se abren con los meses plenos de cada estación a la que alude el título: soneto 2, «Primavera», Abril, sin tu asistencia clara, fuera, y soneto 55, «Otoño», Esparce octubre, al blando movimiento.

En el esquema que proponemos a continuación se puede ver nítidamente el despliegue de este vector en el poemario:

Vector temporal (horizontal)


Se trata, por tanto, de una «continuidad cíclica», como la denomina Torres Nebrera (1981: 241), que vertebra el interior del poemario y provoca dos sensaciones: una positiva, de permanente regeneración; otra negativa, de perpetua repetición. Todo este trepidante ritmo circular de estaciones, junto con la doble impresión de ilusión y hastío, se concentra en el soneto 52, «Esperanza», poco antes del desenlace del poemario:

¡Esperar! ¡esperar! Mientras, el cielo

cuelga nubes de oro a las lluviosas;

las espigas suceden a las rosas;

las hojas secas a la espiga; el yelo

sepulta la hoja seca; [...]

El título mismo, «Esperanza», parece reconciliar con su disemia la lentitud de la espera y la expectación de lo que ha de llegar. En algo más de un cuarteto el poeta ha sido capaz de aglutinar el paso de las cuatro estaciones a través de los símbolos que le son propios a cada una y que, además, se prestan a múltiples lecturas: la más inmediata sería la temporal, aunque a esta pueden superponerse la vivencial y la amorosa. Así, las rosas de la primavera, símbolo de enorme rendimiento, se asociarían a la lozanía, esto es, a la juventud y, en otros planos, a la belleza y al amor. Las espigas, emblema del verano, con su esbeltez denotan la madurez, la abundancia, representan en sí mismas el ciclo natural «porque contienen el grano que muere, sea para alimentar, sea para germinar» (Chevalier / Gheerbrant 1995: 478) y, por eso, en varias religiones se tomaron como símbolo de resurrección, entre ellas el cristianismo. Se va cerrando el ciclo con las hojas secas del otoño que advierten ya del deterioro producido por el paso del tiempo, de la vejez, hasta llegar al hielo del invierno, señal de muerte y desamor.

Si regresamos al esquema y nos fijamos una vez más en él, veremos que en ese ciclo predominan dos estaciones, la primavera y el otoño,1 y que, con su persistente transición, van evocando en nosotros el raudo transcurrir temporal: cómo la pujanza es vencida por el agostamiento y vuelta a empezar. Este es, pues, el marco perfecto para insertar el motivo de la regeneración del corazón identificado con una «semilla» en el s. 20 que germina en la sección segunda (s. 21) y que ha crecido en la tercera (s. 39): corazón = semilla > árbol joven > árboles altos. Son dignas de señalarse, por su relevancia, las posiciones que están ocupando estos sonetos.

Quizás el vector espacial no resulte, de entrada, tan visible como el anterior porque las referencias no se encuentran en los títulos, sino en los poemas, pero será igual de constante, surcando todo el poemario. De hecho, en el segundo cuarteto del soneto 2 ya se insinúa el motivo espacial con unos matices anticipadores: el de un recorrido oculto, apartado y personal; no definido ni directo, sino incierto y múltiple, casi laberíntico; de sentido ascendente. Es a continuación, en el soneto 3, cuando se reconoce como trayecto propio, «mi camino», aunque su trazado estará sujeto a una voluntad ajena. Así pues, se inicia la andanza con tesón y esperanza en llegar a buen puerto (la unión amorosa, «el abrazo» del s. 2), pero el desdén y el desamor de la amada conducirán al amante por paisajes arduos y hostiles hasta hacerle casi desistir de su empeño, de ahí la mención del s. 37 al «descenso», a la eventual interrupción y a la reanudación del caminar. El recorrido, por tanto, estará vinculado a un doble plano: el existencial, el sendero de mi vida que recuerda el famoso tópico de «la vida como camino», de larga tradición literaria; y el plano amoroso, ese sendero en flor (s. 28) o yermo y sin fragancia (s. 41).

Vector espacial (horizontal)


La meticulosa articulación de este vector, al igual que veíamos en el anterior, hace coincidir los momentos climáticos con los sonetos de destacada posición: en la apertura, el s. 2 haciendo alusión al recorrido («caminos» y «corredores») se ubica en una ladera, esto es, en el punto más bajo o el declive de un sitio elevado, y, en el cierre, el s. 55 finaliza con la ascensión a la colina, punto concluyente del periplo, lugar propicio para revelaciones y manifestaciones diversas (de índole divina, normalmente). Justo en posición axial, en el s. 28, se hace referencia al sendero en flor, placentero y esperanzador.

También aquí se recurre a mecanismos que infunden la idea de progreso en el espacio: la ascensión de la ladera a la colina ya entraña en sí misma un movimiento, pero, además, a lo largo del sendero que lleva hasta ella, la alternancia de parajes desolados (s. 13) y abruptos (los alcores del s. 41) con otros idílicos: prados, campos, jardines, etc., colaboran en esa ilusión de prosecución. Otra técnica muy elaborada es el paralelismo que se produce entre dos puntos de reposo: en el s. 20, v. 1, «Estaba echado yo en la tierra, enfrente / del infinito campo de Castilla», momento visionario en el que se medita una resolución, lanzar el corazón, como una semilla, para hacer germinar sus dones; y el s. 55, v. 11, «echado en el verdor de una colina», desde donde se contempla ya el fruto cosechado.

Este sendero que se va dibujando realza un motivo esencial: el del caminar que, en definitiva, simboliza el vivir como decíamos, y que va a entrañar un esfuerzo por su sentido ascendente y, en ocasiones, accidentado. Esta peregrinatio, el yo caminante la realizará en su condición de amante y de hombre solo, doble proyección que irá configurando una particular historia vivencial y espiritual, cada una con su respectivo símbolo de protagonización, el corazón (iter cordis) y el alma (iter animi). Sin embargo, más que un motivo, como también adelantábamos, nos encontramos ante un topos de alta funcionalidad y tradición literaria bien arraigada, que aquí simplemente dejamos apuntado, pero que retomaremos al profundizar en el apartado de las imágenes:


Antes de dar por concluido el análisis de este vector, quisiéramos señalar algunos topemas, es decir, localizaciones espaciales recurrentes (López-Casanova, 1994: 98), que aportan algunos matices al planteamiento espacial que estamos viendo. Se trata de los variados ámbitos idílicos que se pueden clasificar en espacios extensos, abiertos y apacibles, como el prado y el campo, que invitan a dar rienda suelta a los pensamientos; o bien, espacios más acotados, íntimos y exquisitos, como el jardín, favorable a encuentros confidenciales y amorosos. Inclasificable en uno u otro ámbito, el bosque sobresale aquí como enclave único por dos razones fundamentales: es un lugar extraño y silvestre, se diría sagrado, reservado a la ambientación mitológica: al refugio de Diana en el s. 26. La otra razón es más profunda, ya que se estaría utilizando como un símbolo para referirse a un estado del alma: de confusión o desazón. La expresión «mi bosque interno» surge justo en el s. 37, en una fase de abatimiento del sujeto. Símbolo, por cierto, empleado también en la alegoría inicial que abre la Divina commedia de Dante (ed. en italiano de P. Vetro, 1992: 2-5) con la que, desde luego, se da más de una concomitancia:

Nel mezzo del cammin di nostra vita

mi ritrovai per una selva oscura,

ché la diritta via era smarrita.

[...]

Ma poi ch’i’ fui al piè d’un colle giunto,

là dove terminava quella valle

che m’avea di paura il cor compunto,

guardai in alto, e vidi le sue spalle

vestite già de’ raggi del pianeta

che mena dritto altrui per ogni calle.

A mitad del camino de la vida/ yo me encontraba en una selva oscura/ con la senda derecha ya perdida// [...] Mas tras llegar al cerro que subía/ allí donde aquel valle terminaba/ que con pavor a mi alma confundía,/ al mirar a la cumbre, vi que estaba/ vestida de los rayos del planeta / que el buen camino a todos señalaba.// 2

Finalmente, si superponemos estos dos vectores, el temporal y el espacial, veremos que ambos confluyen en una localización espacio-temporal precisa, a saber: la unión en un solo punto (el soneto 55, final del viaje) de un tiempo de madurez (el otoño) y un espacio conquistado (lo alto de la colina), cenital uno y otro.

El último vector sigue una dirección vertical que, en lugar de evolución, va a implicar escisión y que hemos llamado temático-axial porque funciona a modo de eje, estableciendo un «corte» simétrico y simbólico del contenido: hay dos ejes secundarios que dividen, respectivamente, la primera y la tercera parte y un eje principal responsable de la sección del conjunto poemático.

Vector temático-axial (vertical)


En primer lugar, «Amor» consta de 19 sonetos que, por la acción del eje’, quedan repartidos en dos grupos de 9. Esta línea divisoria recae con gran precisión sobre el soneto 11 de sugestivo título, «Vijilia», que viene a enfatizar la nota de interrupción, «corte» del dormir. De hecho, se está insinuando el contenido del poema que versará sobre el desvelo del enamorado, un motivo recurrente derivado del penar de amor de la literatura cortesana. Veamos:

11

VIJILIA

Todas las noches vienes a mi sueño,

para decirme, dulce y quedamente,

que mi empeño en echarte de mi frente,

como a una maldición, es vano empeño.

Las torres que conquisto en el risueño

día para el olvido, en la doliente

noche las voy perdiendo, nuevamente...

¡Despierto esclavo si me dormí dueño!

Velo al sol, y a la luna, desvelado,

aguardo ansioso a que la sombra caiga

y asuste tu visión la amanecida.

El dormir ¡ay de mí! se me ha olvidado:

de día, porque el sueño no te traiga,

por la noche, esperando tu partida.

Todo el soneto está repleto de estructuras bimembres integradas por elementos opuestos. Especialmente, el segundo cuarteto constituye un verdadero alarde de distribución antitética, ya que hay tres parejas de antónimos ocupando posiciones versales estratégicas: en posición inicial, los sustantivos (día-noche), en posición central, los verbos (conquisto-voy perdiendo), y en posición final, los adjetivos (risueño-doliente). Como remate de esa octava, un verso que es una filigrana conceptista:


Perfecto paralelismo morfosintáctico cuyos componentes se oponen semánticamente. Desde luego, es notable que el ecuador de esta primera parte descanse en un soneto que reúne lo más paradigmático de esta sección, «Amor»: la tensión entre el yo del amante y el de la amada que permea a través de recursos estilísticos (pluralidades bimembres y antinomias) y temáticos (los tópicos: vigilia amoris y, de pasada, el militia y servitium amoris).

«Amistad», sin embargo, sigue por completo una pauta par, con 18 sonetos que forman un bloque compacto y unitario. Esto suscita un equilibrio, una especie de pronóstico de «continuidad», que, si bien es puesto en riesgo por los sonetos conclusivos, 37 y 38, acaba sirviendo de transición a la fase final. Es, precisamente, en esos sonetos donde se hace patente la importancia de la amistad, ya que, gracias al apoyo altruista de los amigos, el sujeto hallará alivio en su congoja y repondrá fuerzas para continuar su intrincada búsqueda.

Aprovechamos, pues, esta parte homogénea, que ejerce de contrapeso, para analizar el axis total del cancionero: el soneto 28, «Soledad», que dispone un reparto simétrico de 27+27 sonetos. El motivo de la soledad está ciertamente conectado con la construcción y el sentido profundo del libro y, dada su riqueza polisémica, hace posible la intersección de dos planos y sentimientos: el pesar por la ausencia (o el abandono) de la amada (plano real) y la dicha del retiro mundano para acceder a un estadio superior, donde saborear los dones del amor (plano utópico). Asimismo, en el interior del soneto se hace referencia al «amor solo», que vuelve a proyectar esa disemia, designando tanto un amor único, sin igual, como un único amor, una sola mujer amada. Del soneto axial se hará eco, veinte poemas más adelante, el s. 48, «Hombre solo», abriendo dos perspectivas novedosas: el hombre solo, en tanto que libre, y el hecho de instalarse en una realidad que contrasta con la ficción del s. 28, «Soñaba yo».

No lo reproducimos aquí porque, dada su relevancia, nos ocuparemos de él más tarde.

En «Recojimiento» se vuelve a una pauta impar y, esta vez, los 17 sonetos también quedan partidos, literalmente, por la intervención de un eje”: el soneto 47, «Hierro», alude de nuevo a un «corte». Ese hierro, por sinécdoque de hacha, hiende el árbol – emblema del corazón–.

47

HIERRO

...Duris ut ilex tonsa bipennibus

nigræ feraci frondis in Algido,

per damna, per cædes, ab ipso

ducit opes animumque ferro...

HORACIO

Vi el roble castigado, que, al constante

tornar de la sencilla primavera,

doraba la oquedad de su madera

con su tranquilo corazón fragante.

De hierro era el retoñar pujante

entre la paz de la estación primera;

parecía que el árbol devolviera

al cielo el hacha en ramo fulgurante.

Recordé el hacha que con tajo frío

abrió mi corazón, roble robusto,

primavera de oro y de consuelo.

¡Que mis brazos, verdor del pecho mío,

se levantaron solos, en augusto

poder, vibrando luz, al vasto cielo!

La cita es un fragmento que pertenece a las Odas horacianas (Oda IV, libro IV). En concreto, el pasaje reproduce unas palabras pronunciadas por Aníbal en honor a la resistencia de Roma. He aquí la traducción que propone A. Cuatrecasas (1984: 184):

[vigorosa como una encina que,] podada con dura hacha de doble filo

en el Álgido, feraz en negras ramas,

a través de desastres, a través de masacres,

extrae del propio hierro su fuerza y su ánimo.

Si la comparamos con la Oda XII a Felipe Ruiz de fray Luis de León (ed. C. Cuevas, 2001), veremos que hay una conexión directa:

Bien como la ñudosa

carrasca, en alto risco desmochada

con hacha poderosa,

del ser despedazada

del hierro torna rica y esforzada.

Asimismo, este motivo enlaza con un contemporáneo, Antonio Machado y su A un olmo seco (1912).3 La imagen en todos los casos es similar, cambia el referente al que se asocia el árbol: es Roma en Horacio, un amigo en Fray Luis y es Leonor, la amada mujer, en Machado. En el soneto de Juan Ramón esta imagen se despliega en forma de analogía entre cuartetos y tercetos determinando que igual que el roble rebrota con vigor tras ser podado con un hacha, así el corazón renace con redoblado poder.

Tratándose de un eje, el soneto 47 tiene más proyección de la que le pueda otorgar una simple imagen. En efecto, este soneto secciona (verticalmente) el vector progresivo (horizontal) del árbol. Es este elemento, el árbol, el que como símbolo complejo nos remite a dos motivos temáticos básicos, el corazón (s. 20) y el alma (s. 21) por lo que la dimensión de este eje se va a expandir fundamentalmente en dos sentidos: el antes, el corazón roto y el alma presa, y el después, el resurgir de ambos.

En la última parte del cancionero hay, en verdad, una tendencia a la depuración que se aprecia cuantitativamente en la disminución del número de sonetos, pero, fundamentalmente, en la confluencia de todos los motivos y claves (s. 55), que implicarán la superación del taedium vitae (la vana repetición) y la mitificación de la propia historia de amor.

1. Junto con ellas adquieren preponderancia también sus símbolos, las rosas y las hojas secas, de alta frecuencia, en contraste con las espigas y el hielo, que, a pesar de su gran carga simbólica, solo cuentan con esta única aparición.

2. Traducción de A. Crespo (1973).

3. El motivo del árbol talado aparece ya en La soledad sonora de J. R. Jiménez (1911) tal como resalta Senabre (1999: 121).

Creación lírica y cancionero amoroso

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