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Antecedentes

Meses antes de que estallara la Primera Guerra Mundial en 1914, Thomas Copeland era tan sólo un joven americano de 24 años de edad. Era un muchacho humilde y de bajos recursos que trabajaba en el campo.

En una mañana inesperada, se cortó accidentalmente y fue trasladado al hospital más cercano. Fue ahí donde conoció a Karen Madriguel, una amable y dedicada enfermera que más tarde se convirtió en mi madre. Karen era una estudiante de intercambio que había contado con el privilegio de ejercer su internado en Pearl Harbor. En cuanto se trataron, inmediatamente se enamoraron.

No obstante, esta inusual relación fue interrumpida por el inicio de la Gran Guerra. Sin desperdiciar más el tiempo, Thomas le propuso matrimonio a Karen y ambos se casaron en la playa durante un atardecer tranquilo. La ceremonia sólo contó con la presencia del sacerdote, los novios, algunos conocidos y familiares. Tres días después, Thomas la dejó prometiéndole sobrevivir a la guerra y regresar a su lado por el resto de sus vidas.

Desde aquella emotiva despedida, pasaron poco más de ocho meses y yo nací.

Cuatro años después, la guerra llegó a su fin con el Tratado de Versalles y Thomas nunca regresó como lo había prometido. Karen creyó que su esposo se había muerto, pero nunca recibió un telegrama ni visitas de oficiales para justificarle tal hecho.

A los pocos meses, se contentó al recibir un sobre con dinero de una postal desconocida. Karen se ilusionó al suponer que se trataba de él. Aunque los sobres no llevaran cartas escritas y firmadas por su Thomas, ella se negó a sospechar que ese dinero enviado fuera de otra persona; por lo que decidió laborar tiempo completo en el hospital esperando algún día recibirlo en una de las camillas o quizá encontrárselo de pie, frente a la ventana de la recepción.

Mientras ella esperaba y esperaba, el mundo comenzaba lentamente a preparase para la Segunda Guerra Mundial. Debido a que el Tratado de Versalles representaba un problema serio para Alemania. Esta situación de indefensión y constantes represalias combinadas con el factor de que nunca se llegó a combatir en el territorio alemán, originó la Teoría de la Puñalada por la Espalda.

La teoría mencionada atribuye la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial a determinados grupos internos quienes fueron culpados de no haber respondido a la supuesta llamada patriótica de salir a defender a su país. Inclusive subrayaron algunos elementos que habían saboteado el esfuerzo bélico, elementos identificados como judíos e izquierdistas.

Por consecuencia, el Ejercito Provisional Nacional usó esta enseñanza bajo el nombre de Dolchstosslegende para educar firmemente el pensamiento de Adolf Hitler quien, con apoyo del nuevo partido Nazi, creado por la desmovilización forzosa del Ejército causada por el tratado injusto, comenzaron a encontrar una manera de recuperar el poder, paso por paso.

Entre tanta conspiración y desorden extranjero, Karen murió en 1924 al tratar a un veterano de guerra quien portaba un virus letalmente indocumentado. Aun así, mi padre nunca regresó. Era todavía un niño para entender que mi madre no tenía idea alguna de su paradero, pero me dio mucha lástima que tantos años de espera hayan sido en vano.

Después del funeral, me enviaron a vivir a México con la familia de mi madre. Cuando cumplí los dieciocho años de edad, me escapé del desértico vecindario. Usando el dinero de los sobres enviados por mi padre, busqué la manera de conseguir su proveniencia y cubrir los gastos necesarios para el viaje.

Me sorprendió mucho y a la vez sentí miedo descubrir que los sobres venían de un establecimiento de correo en la ciudad de Berlín, Alemania. Fue cuando mi cabeza se llenó de una pregunta importante: ¿Qué rayos había estado haciendo mi padre todos estos años en Alemania?

Viajar al país no fue complicado gracias al empleo de mí credencial mexicana la cual me daba estatus de mayor. Lo complicado estuvo en ingresar a Berlín y esperarme en el establecimiento de correo hasta que mi padre fuera a enviar otro sobre. Lo cual le tomó varios días.

Obviamente le daba dinero al dueño para que me permitiera la estancia y en su proceso, no me deportara. En cuanto a la espera, aprovechaba mi atención en las noticias y prestaba sumo cuidado a la propaganda Nazi. El dueño solía ser amable en traducirme y contarme los hechos relevantes.

Este movimiento Nazi comenzaba a asustarme por las justificaciones escritas en su ideario, las cuales eran: la remilitarización para librarse de las antiguas potencias aliadas, la inestabilidad del país ocasionada por los movimientos sociales extranjeros o grupos de presión no alemanes y además culpables de haber apuñalado por la espalda a la Gran Alemania en 1918. Sin duda constituía un indicio de la desdicha que sufrirían los judíos. También yacía declarado el derecho de Alemania por recuperar sus propios territorios robados por el injusto Tratado de Versalles.

Algo que no olvidaré fue cuando se anunció a Adolf Hitler como el canciller de Alemania en enero 30 de 1933. Claro, no le di tanta importancia porque no tenía noción de quién fuera en ese entonces; pero si tenía un mal sentimiento tras haber leído la propaganda del partido a cual representaba con orgullo y exceso de confianza.

Tras dos semanas de ir y regresar al establecimiento esperando encontrarme a mi supuesto padre; milagrosamente apareció en el momento en que casi estuve a punto de renunciar. Sin embargo, aquél joven que me había descrito mi madre, se había convertido en un señor canoso en sus cuarenta años. Éste sólo se me quedó mirando y me rodeó hasta llegar con el encargado quien le aviso que yo, su hijo, lo había estado esperando.

Nunca podré olvidar su primera expresión ¿Cómo podría? Fue de ira mezclada con preocupación. Rápidamente me tomó de la mano y me sacó de ese lugar hasta detenerse en un callejón solitario.

Tampoco podré olvidarme de sus primeras palabras:

—¡Qué carajos estás haciendo aquí! —respondió con tanta fuerza que me costó trabajo intentar no contagiarme de su furia.

—Si también me da gusto conocerte finalmente —respondí con sarcasmo.

—Debes irte, te llevaré inmediatamente de regreso con tu madre.

—¡Está muerta! —contesté con disgusto. Enterarme que no tenía idea de lo que le había sucedido tras tantos años desperdiciados, lo justificaba—. Murió hace diez años esperando tu retorno, ignorando mi presencia porque le recordaba tanto a un muerto que nunca regresaría y ahora que estoy delante de ti, me doy cuenta de que esto ha sido una completa perdida. No necesito que me lleves, conozco el camino de regreso.

Me di la vuelta y comencé a alejarme en sentido contrario hasta que me detuvo.

—Espera… —dejo espacio para que le completara la oración con mi nombre.

—Christian.

—Christian —la forma como lo mencionó parecía extraña—, no tenía la menor idea de la muerte de tu madre y mucho menos sobre tu existencia.

—No me sorprende, nunca tuviste las agallas de mandarle la dirección de donde te hospedabas, ni siquiera de escribirle unas cuantas palabras.

—Es complicado.

—¿Por qué?

—No lo comprenderías.

—Sólo quiero saber quién eres y qué valoras más que a tu propia familia.

—Dos respuestas que tú ya las sabes, me sorprende que hayas venido hasta acá sólo para comprobarlas.

—Mi mamá pensaba lo contrario.

—Si no hubiera sido por esa bella cualidad, nunca me hubiera casado con tu madre.

—Y, aun así, nunca fue suficiente para mantenerte cerca.

Hubo un silencio largo e incómodo, mi padre tenía un rostro conflictivo. Como si estuviera a punto de hacer algo que no debía.

—La situación aquí en Berlín se está poniendo peligrosa.

—No es necesario que me lo expliques —como si demasiada propaganda no fuera suficiente para hacerme esa idea.

—Está bien, te llevaré a donde vivo y luego hablaremos de tu futuro.

La ida hacia su departamento fue incomoda, mi padre desprendía una vibra rara o misteriosa. Incluso actuaba de forma sospechosa y precavida. No era el hombre que mi madre había relatado. No sabía si la guerra era la causante de esta transformación y a la vez, lo hizo quedarse para nunca regresar a su hogar.

Había escuchado que la adicción a la adrenalina mantenía a ciertos hombres en la guerra, pero mi padre no parecía estar contagiado de esa necesidad.

Al llegar a su departamento conocí a su compañero Blake Stone, un buen hombre que nunca podré olvidar por el resto de mi existencia.

—¡Quién es este mocoso!

La forma de recibirme me dio tanta gracia que no pude disimularlo.

—Blake Stone, Christian Copeland —nos presentó formalmente.

—¿Copeland?

—Así es, mi hijo.

—Yo no sabía que tuvieras un hijo.

—Bienvenido al club, me acabo de enterar hace unas horas.

Blake se me quedó mirando con gran énfasis.

—Para que un jovencito como tú haya logrado rastrear a su papá, es simplemente impresionante. No cabe duda de que es tu hijo.

—No es lo único por lo que sé que lo es, tiene los ojos de su madre.

—Suficiente —interrumpí.

Tenía que hacerlo, la conversación se tornaba melodramática y además no quería que hubiera un tercer involucrado en el primer encuentro entre padre e hijo.

Curiosamente no pasaba casi tiempo con mi padre porque siempre se encontraba afuera y sólo regresaba unas cuantas horas al departamento. Mayormente para dormir, ni siquiera podía buscarlo en las mañanas, ya que salía desde muy temprano.

Los pocos minutos que verdaderamente tenía con él, nos la pasábamos discutiendo por los mismos problemas. Quería su absoluta atención y no la estaba recibiendo ni en lo mínimo. Por lo visto, nuestra sangre familiar era susceptible a la desdicha.

Me sentía frustrado porque no me decía exactamente qué era lo que hacía y sobre todo ignoraba la pregunta del por qué nunca había regresado a casa. Sería terrible mencionarlo, pero ¡qué bueno que mi madre murió antes de ver a este hombre enfrente de mí! Se hubiera desilusionado al no reconocerlo como apenas yo lo reconozco mediante uno que otro gesto que tiendo a adoptar.

Un día me armé de valor y decidí seguirlo, fue una tarde nublada de febrero 27 de 1933 y mi padre iba acompañado de Blake. Los dos se dirigieron al Parlamento Alemán llamado El Reichstag y entraron sin darse cuenta de que venía siguiéndolos.

Lamentablemente tuve que permanecer alejado de la seguridad del palacio ya que no contaba con ninguna autorización para ingresar y luego siendo un extranjero mexicoamericano, no sería prudente terminar encarcelado por los ideales del partido en el poder.

Los eventos que sucedieron aquella noche fueron tan fulminantes que me cuesta trabajo detallarlos. Sólo recuerdo haber escuchado un solo disparo muy específico seguido de un incendio propagándose por el artístico edificio del Parlamento.

El lugar se rodeó de militares y por temor, comencé a correr, pero en un instante me interrumpieron el paso y resbalé. No sé si haya sido por mi físico o mi iniciativa por huir, pero nunca había experimentado esta clase de miedo. No podía negar mi deseo por llorar mientras me levantaban del piso helado.

Entre mi desesperación comencé a gritar el nombre de mi padre esperando que de alguna forma apareciera y milagrosamente me rescatara, pero nunca salió de entre la multitud presente. Me dieron un golpe en el estómago y mis gritos se cortaron por la falta de aire.

Mis ojos fueron vendados y me subieron a un coche, el cual raudamente arrancó. No tenía idea de a dónde me llevaban hasta que inesperadamente el vehículo chocó. Eso creí en un principio, pero ulteriormente escuché varios balazos y alguna sustancia me salpicó en la cara.

Al quitarme la venda me di cuenta de que aquella sustancia era sangre de mis cautivadores que ahora yacían hechos un desastre sangriento a mi lado. Ingresé en un estado de conmoción hasta que detecté un rostro familiar acercarse a mí.

—Tu padre ha muerto, debo sacarte de aquí lo más pronto posible.

En ese momento mi mente se llenó de negación, pero a la vez me paralicé que Blake casi me arrastró desde este carro hasta el otro. Recuperando mi movilidad, me metí al auto en cuanto me abrieron la portezuela.

—¡Qué pasó y a qué te refieres con que mi padre ha muerto! —respondí finalmente cuando el vehículo comenzó a moverse.

—Tú padre no quería decírtelo, él y yo somos agentes especiales del Gobierno Estadounidense; nuestro objetivo consistía en monitorear la reciente situación de Alemania. Dado el nombramiento del Canciller Adolf Hitler, se nos ordenó eliminarlo para detener su dictadura de terror y posiblemente evitar otra guerra mundial, pero fuimos traicionados y lamento informarte que Thomas sufrió lo peor.

—¿Cómo lo peor? —tenía que saberlo.

—El traidor le prendió fuego.

Entonces revivió mi mente la repentina llamarada del Parlamento y me imaginé a mi padre gritando de dolor mientras el fuego lo consumía espaciosamente. Me recosté y dejé caer la cabeza por las náuseas de tal imagen. No quería vomitar, detestaba vomitar.

¡Sólo estuve dos semanas con él! ¡Dos semanas de las cuales las escasas horas que compartimos fueron desperdiciadas en resentimientos y conflictos del pasado! ¡Lo traté mal y ahora estaba muerto! ¡Nunca le dije que lo amaba o al menos, mentirle que lo perdonaba por habernos abandonado a mi mamá y a mí!

No existió catarsis después de todo.

—Lo siento mucho —exclamó Blake, tranquilizándome.

—¿Y qué pasará ahora?

—Antes de morir, tú padre me pidió que te sacara de aquí y justamente eso haré.

No sé qué habrá sido, pero sus palabras me aquietaron por unos minutos hasta que el auto se detuvo a unas cuadras de un aeropuerto.

—¿A dónde vamos? —pregunté asustado.

—Nos vamos de Alemania.

—¿Por qué? —contesté sorprendido—. ¡Todavía puedes cumplir con la misión!

—Es demasiado tarde para eso, asimismo el incendio le dará credibilidad y más poder a Hitler que le justificará ejercer su ideario con el control del Ejército.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Hace una semana descubrí que autorizó personalmente la construcción de un campo de concentración nazi cerca del pueblo de Dachau.

—¿Para qué necesita un campo de concentración?

—¡No presumes de haber leído la propaganda!

Ignoré su sarcasmo esperando una respuesta que honestamente no quería escuchar.

—Para encarcelar a los judíos, iniciar un holocausto, esparcir el miedo para retomar sus territorios y expandir su nuevo imperio.

Ahora me sentía fatal, finalmente podía comprender el por qué mi padre no regresó a Pearl Harbor. Aunque me costara decirlo, sinceramente había asuntos más importantes que su familia. Thomas estaba luchando por evitar una masacre, pero, sobre todo, por evitar otra guerra.

Rápidamente me bajé del carro y me mantuve cerca de Blake por la plataforma de aterrizaje. Nos acercamos a una avioneta y la abordamos para salir disparados de la maldita Alemania.

Mis manos no dejaban de temblar por los nervios de que a última instancia llegaran más soldados y nos impidieran despegar. Desafortunadamente mi presentimiento se volvió realidad, unas patrullas invadieron la pista para tratar de interceptarnos.

—¡Arranquen inmediatamente! —ordenó Blake.

La avioneta comenzó a elevarse a una extrema velocidad que ninguno de los balazos disparados la alcanzó a dañar. En conclusión, el peligro había cesado.

—Todo va a estar bien —expresó Blake—. Necesito hablar con mis compañeros, no tardaré.

—Está bien.

Blake se fue a la cabina y lentamente mi tensión comenzó a disminuir. Había sido una fuerte experiencia que dejaría cicatriz en mi interior.

Quizás hasta un hueco por llenar.

Descansé mi mente y silenciosamente en mi corazón, me despedí de mi padre conforme observaba por la ventana el país que se desvanecía entre el cielo nublado.

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