Читать книгу Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910 - Adriana María Suárez Mayorga - Страница 12

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Introducción

¿Cuál es la composición social de las ciudades victorianas y de los concejos municipales? ¿Cómo eran el prestigio social y el poder económico reflejados en la acción política? ¿Hasta qué punto los cambios en la estructura social y las fluctuaciones de ingreso y empleo determinaron las líneas principales de la política ciudadana? ¿Cuáles fueron las relaciones entre los grupos “establecidos” y nuevos en la vida local? ¿Hasta dónde la creación de maquinaria continuada para la administración municipal cambió el carácter de la dirigencia local? Todas estas cuestiones pueden ser respondidas sólo en el contexto de la vida de ciudades particulares. (Briggs citado por Almandoz, 2008, p. 75)1

Hay que comenzar este escrito explicando bajo qué parámetros se concibe la conformación del Estado. La historiografía producida en torno a dicha temática para entender la esfera colombiana se ha caracterizado por partir de un sustrato común: la teoría de Max Weber, según la cual el Estado es entendido como “una comunidad humana que se arroga (con éxito) el monopolio del uso legítimo de la fuerza física dentro de un territorio dado” (Bolívar, 1999, p. 12).

Lejos de desconocer los reparos formulados por algunos investigadores en cuanto a que esta definición “es sólo uno de los modelos posibles de conformación” estatal, lo que se quiere remarcar es que quienes comulgan con el pensamiento weberiano coinciden en aceptar que “el monopolio de la violencia” se encuentra indefectiblemente “atado a la configuración del Estado” (Bolívar, 1999, p. 12).2

La manera de acercarse al problema desde “la sociología, la ciencia política, y en menor medida, la historia, ha sido el método comparativo”, pues se considera que es el modo más idóneo de hallar “regularidades y patrones mucho más generales” (Forero Hidalgo, 2009, p. 232). Los análisis realizados para Colombia haciendo uso de la comparación señalan de modo ostensible el peso que tiene en ellos la obra de Charles Tilly, Barrington Moore y Michael Mann, cuyos textos son de citación obligatoria. No obstante, más allá de si la argumentación gira alrededor de preguntase por el “proceso de construcción del orden a partir del conflicto” (Ansaldi y Giordano, 2012, p. 15) o “de qué manera y hasta qué punto la organización denominada ‘Estado’ logra controlar los principales medios de coerción dentro de un territorio definido” (López-Alves, 2003, p. 24), lo cierto es que la guerra está en el centro de las disquisiciones.

Tal situación es, en efecto, la que explica por qué el contexto colombiano encarna un escenario inmejorable para poner a prueba dichos planteos; sin embargo, el hecho de reducir la explicación al fenómeno de la violencia, entendido como la capacidad o incapacidad del Estado para concentrar “de forma legítima el monopolio del poder de la coacción” (Forero Hidalgo, 2009, p. 232), ha fomentado que en el medio nacional no se tomen en consideración, o que se rechacen de plano, investigaciones realizadas desde otras perspectivas que son ciertamente pertinentes para comprender lo acaecido en el país.

En consonancia con lo que algunos años atrás sugirió Ingrid Bolívar (2010), acabar con este reduccionismo académico es esencial para poder replantear tesis historiográficas que continúan vigentes en la esfera nacional. La solución reside entonces en empezar a cuestionarse de qué manera “el conocimiento producido sobre el Estado” en virtud de este enfoque “tiende a ‘colonizar’, ignorar y/o despreciar experiencias políticas locales y regionales” (p. 94) que son cruciales para vislumbrar el proceso de configuración estatal en suelo patrio.

Un inconveniente que se denota al respecto es que ese universo comparativo recurrentemente está cimentado en un saber relativo a cada uno de los casos examinados. La propensión a centrar la atención en aquellos elementos que son cardinales para refutar o validar el referente teórico ocasiona que se recurra a las generalidades. La obsesión por definir las variables comparativas idóneas en función de un corpus teórico determinado suscita que los investigadores se olviden de que toda teorización es inútil si la interpretación dada no es consecuente con la realidad histórica.

Testimonio de lo anterior es el libro de Fernando López-Alves (2003) en el que las periodizaciones empleadas para abordar el ámbito colombiano omiten acaecimientos trascendentales para entender los principios sobre los cuales se erigió el Estado que forjó el movimiento regenerador. En tal dirección, afirmar que el mandato de Rafael Reyes va de 1904 hasta 1910 no solo supone eliminar la presidencia de Ramón González Valencia (1909-1910), sino, sobre todo, desconocer la relevancia que este último dignatario tuvo en la agudización de la lucha por la autonomía municipal, al mantener la política restrictiva y autoritaria del régimen reyista en materia local.3

Igualmente, aseverar que “el país experimentó un proceso intenso de centralización del poder y construcción del ejército durante las presidencias conservadoras de Rafael Núñez (1877-1889)” (López-Alves, 2003, p. 145) implica pasar por alto el origen liberal del cartagenero y negar la presidencia del general Julián Trujillo (1878-1880).4

En la misma línea, asegurar que la Regeneración “abarcó el período entre 1869 y 1900” (López-Alves, 2003, p. 146) obliga a hacer un recorte que si bien es justificable para la primera fecha si —y solo si— se acude al discurso pronunciado ante el Congreso el 1º de febrero de 1869 por el presidente electo, el general liberal Santos Gutiérrez,5 difícilmente podría aceptarse para el otro extremo de la cronología propuesta: aunque el golpe de Estado perpetrado por José Manuel Marroquín el 31 de julio de 1900 encarnó un acontecimiento trascendental en la época, otorgarle el fin del movimiento regenerador sería desconocer que fue precisamente la intransigencia de este dignatario frente a la insurgencia liberal la que dio pie para que se produjera la pérdida de Panamá y la posterior llegada de Rafael Reyes al mando.6

Finalmente, la interpretación proporcionada por López-Alves (2003) en lo que incumbe a la configuración del Estado colombiano sugiere que el siglo XIX debe entenderse como un continuo que va de 1810 a 1900. Tal posición es errada, pues es tangible que las medidas adoptadas por la Regeneración no se pueden equiparar a las medidas liberales de mediados de siglo ni a las medidas de la etapa posindependentista. La lectura que se haga de la centuria decimonónica debe afincarse en la asunción —y este es uno de los postulados medulares del presente libro— de que cada etapa histórica representó un decurso particular que debe ser examinado en su especificidad; si bien existieron problemas transversales para toda la centuria decimonónica (el municipio como ordenamiento político-administrativo es uno de ellos), su resolución atendió al contexto del momento.

Interesa llamar la atención sobre estas cuestiones porque ponen de manifiesto que el dato histórico no es simplemente un dato, sino un testimonio de lo acaecido. Ignorarlo o tergiversarlo no es un asunto menor: únicamente conociendo las bases de la ideología regeneracionista es factible hablar de la génesis del movimiento.

Progreso, modernidad y modernización

Una segunda acotación que se debe hacer concierne a la forma en la que aquí se enuncian los términos modernidad y modernización: el argumento que en esta dirección se sostiene es que ambos deben entenderse a la luz de la noción de progreso que se impuso entre los letrados de la época en estudio, la cual lo concebía como un estadio ideal (tipificado por una sociedad justa, próspera, y democrática) al que se debía arribar.7

En 1900, Antonio José Uribe dio relieve a esta conceptualización en un editorial publicado en el periódico La Opinión, en el cual aseveró que el país vivía en el atraso a pesar de tener “muchas riquezas naturales, una juventud enérgica é inteligente, una numerosa clase social de gran cultura, un Ejército disciplinado, de valor incomparable, y una masa popular sufrida, en su mayor parte laboriosa” (U., 1900a, p. 101).8 A su juicio, todos estos elementos, “dirigidos con acierto”, podrían llevar a Colombia “á un grado de progreso en el cual nada tendría que envidiar á sus hermanos de la América española” (p. 101).

La alusión del diplomático antioqueño a que, dirigidos con acierto, esos atributos conducirían al país al grado de progreso que lo pondría a la par con las demás repúblicas hispanoamericanas no era un recurso retórico, sino un indicio palmario del enfrentamiento que por entonces había entre dos posturas antagónicas que convivieron durante la Regeneración y que causaron una serie de debates que son imprescindibles para entender adecuadamente dicha etapa:9 una, fue la postura preconizada por aquellos letrados que anhelaban ser espectadores de las transformaciones materiales que, desde su perspectiva, traerían consigo la prosperidad del territorio patrio, y la otra, fue la postura defendida por los regeneradores, quienes reivindicaban la ausencia de esos cambios con el fin de priorizar la exaltación de los valores sobre los cuales se edificaba la ideología regeneracionista (por ejemplo, la virtud y el perfeccionamiento moral).10 La persistencia del antagonismo entre ambas posiciones no solo marcó los decenios en estudio, sino que además sentó las bases del decurso histórico posterior.

Inscrito en este horizonte, un interrogante que hasta ahora no se ha mirado con detenimiento, para los años que van de 1886 hasta 1910, es hasta dónde los procesos de transformación que la historiografía colombiana ha identificado acudiendo a esa noción de progreso se inscriben dentro de la “idea de modernidad” (Gorelik, 2014, p. 8).11 Tal como lo plantea Adrián Gorelik (2014), no se “trata, entonces, de definir un comienzo ontológico” de la misma, “sino de situar en la historia el momento” en que esos cambios “fueron interpretados como modernos, a la vez que fueron coloreados por esa interpretación, dotándolos de una dinámica” que incide “en las representaciones” (p. 7). La “espiral” que resulta de esa ida y vuelta es justamente lo que dicho autor llama modernidad (p. 7).12

Las pesquisas más relevantes en la materia señalan que esa la idea de modernidad supone la confluencia de la conciencia y la experiencia de un mundo que transmuta; en otras palabras, la “conciencia de tiempo específico, es decir, la de tiempo histórico, lineal e irreversible”, que camina “irresistiblemente hacia adelante” (Calinescu, 1991, p. 23), debe estar acompañada de las “transformaciones sociales y materiales” (Gorelik, 2014, p. 8) que cristalizan esos signos de cambio en la realidad. Y este último proceso es precisamente el que se conoce como modernización.13

La pertinencia de la definición anterior reside en que permite vislumbrar por qué la ciudad moderna se erige en “el sitio por antonomasia” de dicha metamorfosis, pues al identificarla con la noción “de progreso (o con sus costos)” (Gorelik, 2014, p. 8) se convierte en un instrumento inmejorable para arribar a ese estadio ideal de desarrollo.

Hablar de ciudad moderna implica, por consiguiente, hablar de un momento histórico en el que se da la confluencia de un proceso de modernización urbana con el nacimiento de una variedad de “valores y visiones” (Berman, 1991, p. 2) que daban cuenta de esas transformaciones. La experiencia del cambio, reflejada en las alteraciones físicas que sufre el espacio urbano, tales como la ruptura de los patrones tradicionales de asentamiento, la variación en el uso de ciertas áreas, la creación de barrios obreros, la dotación de servicios domiciliarios, etc., se une así a las representaciones surgidas de esos cambios, dándole de esta forma origen a esa ciudad moderna.14

Hay que hacer énfasis en este punto porque una dificultad persistente en las investigaciones que se enfocan en el espacio urbano bogotano de fines de la centuria decimonónica hasta mediados del siglo XX es la utilización indiscriminada de los conceptos ciudad moderna, modernización y modernidad, sin atender a las particularidades de cada uno de ellos. Lo que en esta dirección se quiere subrayar es que para comenzar a reflexionar adecuadamente sobre la materia es indispensable comprender que “la idea de ‘ciudad moderna’” nace de una “idea de modernidad” que, tal cual ha sido definida por los especialistas en el tema, “combina una experiencia histórica con una conciencia histórica” (Gorelik, 2014, p. 8).

La traducción de estos planteamientos al período en estudio constriñe a proponer una tesis central del libro: si bien no se puede negar que la actitud exhibida en estos años por algunos letrados colombianos anunciaba de modo incipiente (al exigirle al Gobierno que se pusieran en marcha los adelantos que requería el país para progresar) esa conciencia de tiempo específico de la que habla Matei Calinescu, lo cierto es que todavía no estaban dadas las condiciones para que en ese momento confluyeran, “en relación necesaria, las transformaciones sociales y materiales con las representaciones culturales que buscaban comprenderlas, criticarlas o guiarlas” (Gorelik, 2014, p. 8). Todavía no se había producido el cambio estructural requerido para que se juntaran, usando la terminología de Marshall Berman, “los procesos de ‘modernización’ y los ‘modernismos’” (p. 8).15 Bogotá, analizada bajo este lente, no experimentó ese cambio estructural durante la Regeneración porque los regeneradores legitimaron su poder en valores que marcaron “la vida institucional del país con el sello de la lucha contra la modernidad” (González, 1997, p. 49).

Las bases historiográficas

Tras realizar las aclaraciones de tipo teórico-conceptual, es preciso aludir de modo sucinto al sustrato historiográfico del que se nutre esta investigación. Una primera observación a efectuar es que, aunque en las últimas décadas se ha propagado la idea de que “el espacio local constituye una unidad analítica peculiar” (Ternavasio, 1992, p. 56) que posee una validez indiscutible dentro de la historia política para examinar el proceso de conformación de los Estados nacionales, la anuencia a este precepto no ha estimulado con la misma diligencia en todos los países del continente americano la iniciación de pesquisas sobre el tema.16

Tal vacío historiográfico se debe a las dificultades que se presentan para encontrar fuentes que permitan analizar a profundidad la [esfera municipal], así como a las singularidades del medio andino que, buena parte de las veces, se acentúan en el territorio [colombiano. Consecuencia] de lo anterior es que los investigadores han tenido que recurrir a formular planteamientos de tipo general que, o se encuentran a la espera de ser corroborados, precisados o refutados, en investigaciones posteriores, o no son pertinentes al revisar el problema desde la escala local. (Suárez Mayorga, 2018, p. 778)17

Más que abordar en detalle las diferentes fuentes secundarias consultadas, lo que se pretende en este apartado es enunciar algunas precisiones acerca de la manera en la que en la esfera latinoamericana se ha estudiado el papel cumplido por la administración local en el transcurso del siglo XIX. Con frecuencia, el acercamiento a este problema se ha presentado esclareciendo cuál fue el accionar de los cabildos luego de la declaración de emancipación del imperio español y qué modificaciones se dieron con la sanción de la Constitución de Cádiz, en aras de explicar la continuidad o la ruptura que sufrieron algunas instituciones coloniales.18

La predilección por aproximarse de este modo a dicha cuestión ha generado un cierto auge de la perspectiva constitucionalista, la cual se afinca en la idea de que, después de las guerras independentistas, el municipio se convirtió en la “célula política básica detentadora de soberanía” y las “comunidades locales” se erigieron “en fuentes de derechos políticos” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 24).

Lo sucedido en el territorio neogranadino es diciente a la luz de esta conceptualización: pese a que tan pronto se dio la ruptura con la Metrópoli se promulgaron actas de independencia y textos constitucionalistas (testimonio de lo cual es la Constitución de Cundinamarca del 4 de abril de 1811), ninguno de esos documentos estableció un ordenamiento administrativo basado en el ámbito local. Solo a partir de la promulgación de la carta magna gaditana, se reivindicó al municipio como pieza esencial del engranaje gubernamental.19

La característica fundamental de la Constitución Política de la Monarquía Española, aprobada el 19 de marzo de 1812 y jurada en los territorios americanos meses después, fue en efecto, la regulación “en materia de organización territorial del poder” de un “Estado unitario descentralizado” (Salvador Crespo, 2012, p. 11), situación que generó que la discusión sobre los artículos relativos a los municipios y a las provincias se estructurara alrededor de la preservación de la autonomía local y la función de las localidades como órganos de representación popular.20

“El gobierno interior de los pueblos” quedó allí establecido mediante la creación de “ayuntamientos” (Constitución de Cádiz, 1813, p. 101) en “aquellos lugares de población inferior a mil almas y cuyas circunstancias particulares, agrícolas o industriales lo aconsejasen” (Salvador Crespo, 2012, p. 31).21 Las atribuciones que se les otorgaron quedaron circunscritas a: desempeñar “la policía de salubridad y comodidad”; “auxiliar al alcalde” en todo lo que perteneciera a “la seguridad de las personas”, los “bienes de los vecinos” y la “conservación del orden público”; administrar e invertir “los caudales de propios y arbitrios conforme á las leyes y reglamentos”; recaudar y repartir “las contribuciones”, remitiéndolas a la “tesorería respectiva”; “cuidar de todas las escuelas de primeras letras” y demás instituciones “de educación” que se pagaran “de los fondos del común”; velar por “los hospitales, hospicios, casas de expósitos” y el resto de “establecimientos de beneficencia”, bajo las reglas que se prescribieran; vigilar la “construcción y reparación de los caminos, calzadas, puentes y cárceles, de los montes y plantíos del común, y de todas las obras públicas de necesidad, utilidad y ornato”; “formar las Ordenanzas municipales” y “presentarlas á las Cortes para su aprobación por medio de la diputación provincial”, y “promover la agricultura, la industria y el comercio [según] la localidad y circunstancias de los pueblos”, así como todo aquello que les fuera “útil y beneficioso” (Constitución de Cádiz, 1813, pp. 104-105).22

Los ayuntamientos adquirieron gracias a las competencias reseñadas “algunas características descentralizadoras y democráticas”, en la medida en que se reconoció que “los vecinos de los pueblos” eran las únicas personas que conocían “los medios de promover sus propios intereses” y que no había “nadie mejor que ellos” para adoptar las prescripciones oportunas en el instante en que fuera preciso “el esfuerzo reunido de alguno o de muchos individuos” (Salvador Crespo, 2012, p. 23).

Empero, si bien existió esa voluntad de permitir que los municipios se encargaran de dirigir su propio rumbo, es tangible que los constitucionalistas no estaban pensando en avalar la total autonomía municipal, razón por la cual en la norma se ordenó “la inspección de la Diputación Provincial” y “la imposición del jefe político como presidente de la corporación” (Salvador Crespo, 2012, p. 24).23 El corolario de lo anterior fue que el ayuntamiento se erigió en un ente en el que sus miembros debían ser

elegidos por los vecinos en razón de la eficacia, pero donde [era] oportuno el control de una autoridad política legitimada por la voluntad nacional. De este modo, el régimen municipal de la Constitución de 1812 [pretendió] un municipio que recupe[rara] la tradición nacional, pero en realidad condu[jo] a una institución sometida al poder ejecutivo. (Salvador Crespo, 2012, p. 24)

La dualidad que encarnó esta situación ocasionó que en el transcurso del siglo XIX los municipios lograran constituirse en “un poder que limitaba la capacidad de injerencia del Estado en las sociedades locales”, suscitando en consecuencia numerosos choques entre ambos “formatos representativos” en torno a la “pervivencia de las libertades territoriales y corporativas” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 24).

En términos de gobernabilidad republicana, ello provocó un continuo riesgo en dos sentidos: a) de disgregación del territorio, porque las discrepancias con las comunidades fueron un sustrato fértil para el surgimiento de movimientos secesionistas, y b) de debilitamiento del gobierno central, pues a medida que la esfera municipal fue adquiriendo mayor injerencia, los distintos regímenes instaurados se vieron en la necesidad, o bien de concertar las medidas a adoptar, o bien de restringir, por medio del uso del fuerza o de la implementación de disposiciones de tipo autoritario e incluso dictatorial, las atribuciones del ámbito local.

La tendencia que se percibió a lo largo del siglo XIX fue a aumentar paulatinamente el control sobre las localidades, lo cual estimuló que, desde la prensa u otros organismos de deliberación, se empezara a debatir cuál era el verdadero significado de las dicotomías Estado nacional-autonomía municipal, centralización-descentralización y ciudadano-vecino. Lejos de ser una problemática coyuntural, la preocupación por estas cuestiones no solo se extendió hasta la centuria siguiente, sino que además denotó una ampliación de la discusión a otros asuntos, que fue congruente con la complejidad que adquirió el sistema político.

Importa hacer hincapié en esto último porque los delegatarios que redactaron la Constitución de 1886 regresaron al discurso doceañista para sentar las bases de la descentralización administrativa propugnada por la Regeneración: sustentados en que la esfera local debía administrar sus propios negocios, les confirieron a las municipalidades múltiples atribuciones que en la práctica no pudieron materializarse debido a que entraban en pugna con las funciones asignadas a los distintos agentes de la autoridad central. La tónica de los años subsiguientes fue, precisamente, el surgimiento de numerosas críticas orientadas a exigir la concreción de ese espíritu autonómico.

Una temática que historiográficamente está ligada a la exposición previa es la de la representación política en la esfera local. Frente a este ítem es pertinente señalar que durante muchos años “la historia electoral latinoamericana” estuvo “prisionera de una nueva Leyenda Negra” que estipulaba que la “representación política moderna” en “el continente” había sido “un fracaso” por el protagonismo que los caudillos, el fraude, la violencia, etc., habían tenido sobre ella (Annino, 1995b, p. 7).24

Tras el giro historiográfico acaecido en los años noventa del siglo pasado, dicha concepción fue revaluada, procedimiento que no solo implicó enfocar el problema desde abajo, es decir, investigando el conjunto de prácticas que habían definido “la “entrada” de votantes heterogéneos” en un “mundo supuestamente homogéneo” (Annino, 1995b, p. 8), sino también analizarlo a través de la interacción de “las instituciones, los valores y los actores”, tres categorías políticas que generalmente pertenecían a áreas de estudio separadas (p. 9).

La puesta en práctica de esta opción metodológica significó asumir que, allende los fraudes perpetrados, cada debate electoral estaba ligado a un proceso histórico específico que debía examinarse con una lupa particular.25 Tomando esta ruta se logró constatar que, aunque “la idea de nación moderna, liberal”, apuntaba en la teoría “a la construcción de una monoidentidad colectiva”, en la práctica originó “polidentidades” que marcaron las particularidades de cada país (Annino, 1995b, p. 9).26

La “democracia de las urnas”, corriente disciplinar que nació a raíz de la aplicación de tales preceptos, se concentró entonces en reivindicar la pertinencia de abordar el problema desde las dimensiones constitucionalista, electoral e institucionalista, con el fin de explicar el funcionamiento político de la región, apartándose de la mirada tradicional que concebía a las elecciones “como una farsa o un instrumento de clase”; a los partidos políticos como “un formalismo elitista” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 21) o como “un cuerpo de notables ajeno a los principios de competencia y participación” (p. 26) y a la legislación como un organismo distanciado de la sociedad.27

Utilizando esta tríada analítica se llegó a concluir que la paulatina complejización del acto comicial propició, primordialmente, tres cosas: la primera, que los sufragantes estuvieran por lo general “enrolados en fuerzas electorales, movilizadas colectivamente por las facciones o los partidos” (Sabato, 1999, p. 21). La segunda, que se estimulara la creación de entidades (asociaciones profesionales, sociedades de ayuda mutua, clubes, etc.) que fueron cruciales para la consolidación de la modernización política en Latinoamérica, debido a que terminaron formando “una esfera pública” que se constituyó tanto en un espacio de acción para amplios sectores de la sociedad, como “en una instancia de mediación entre sociedad civil y Estado” (Sabato, 1998, p. 10). Y la tercera, que las personas aptas para votar no siempre desearan hacer uso de su derecho al sufragio.

Hay que anotar, de cualquier modo, que este ausentismo no originó que la población en general —“el hombre (en tanto sujeto de intereses, inclinaciones y expectativas particulares, que se agrupa para bregar colectivamente por éstas)” (Palti, 2007, p. 237)— se marginara de la actividad que se desenvolvió alrededor de cada elección, pues existieron otros mecanismos de intervención.28

La experiencia colombiana es ilustrativa en este sentido: los sujetos que se consagraban “a los menesteres políticos” sabían que no podían actuar despreciando a aquellos “sectores de opinión a los que era necesario persuadir y convencer” (Posada Carbó, 1999, p. 166), más allá de que no cumplieran con las condiciones requeridas para votar. Esto fue así porque, pese a que gran parte de la población era analfabeta, las personas que sabían leer comunicaban sus lecturas en “las conversaciones callejeras, en las tiendas, desde el púlpito” (p. 173), accionar que fomentó que se crearan escenarios de discusión política que estaban por fuera de los canales tradicionales de cooptación. La opinión pública se erigió así en una fuente inequívoca de legitimidad del poder político, ya que en función de ella correspondió a la población, encarnada en las voces emanadas desde los diarios o desde las distintas asociaciones que surgieron a lo largo de la centuria, controlar el gobierno representativo.29

La labor de la prensa alcanzó una fuerza notable en este proceso por dos razones primordiales: a) porque cumplió la misión de dirigirse a una audiencia general con la intención, tanto de “captar voluntades nuevas”, como de incidir “sobre la opinión pública en formación”, convirtiéndose de este modo “en un factor de peso creciente en la vida política local” (Sabato, 1995, p. 134) al politizar el clima de la ciudad, y b) porque se encargó de efectuar “un verdadero despliegue del tema electoral” (p. 133), usualmente organizado a conveniencia de las agrupaciones o de los dirigentes políticos que secundaba. Una de las empresas que acometió, dentro de este ámbito, fue relatar todo lo concerniente a la actividad comicial, reseñando de manera detallada las reuniones que se iban a realizar, citando a asambleas, convocando a sus lectores para que se registraran en las listas de sufragantes, narrando las jornadas electorales y denunciando los fraudes cometidos por la oposición.30

Vale advertir, sin embargo, que la condición sine qua non para garantizar el principio de deliberación fue permitir que los periódicos opinaran libremente, pues esto favoreció que, aparte de representar a la opinión pública, también la constituyeran como tal, desempeñando así una función excepcional “en la definición de las identidades colectivas” al permitir “a los sujetos identificarse como miembros de una determinada comunidad de intereses y valores” (Palti, 2007, p. 198).

La censura ejercida sobre las publicaciones capitalinas en las postrimerías del siglo XIX permite hacer, en conformidad con lo anterior, una doble lectura de lo ocurrido en la época: por un lado, es ostensible que las restricciones impuestas por el Gobierno a los periódicos que no comulgaban con el partido regente (o en contrapartida, los incentivos otorgados a aquellos afines al oficialismo) influyeron notablemente en el decurso de las elecciones municipales, justamente por erigirse en mecanismos de control político.31 Por el otro, es patente que, en su calidad de voceros de la población, algunos de esos periódicos actuaron como un catalizador de la inconformidad que sentían los citadinos frente a la Regeneración, lo cual propició que se pusieran en tela de juicio las bases del sistema que legitimaba la Constitución de 1886.32

La adecuada comprensión de la disquisición hasta aquí expuesta obliga a proporcionar unas directrices finales sobre la ciudadanía: a grandes rasgos, la conformación del ciudadano implicó crear un “universo abstracto de iguales que gozaban de los mismos derechos (y obligaciones) en las nuevas repúblicas en formación” (Sabato, 2010, p. 55). No obstante, la plasmación de estos preceptos en el orbe latinoamericano tropezó con una realidad disímil que no siempre encuadró dentro de los límites definidos por la norma: desde la perspectiva de los “protagonistas populares”, la construcción del vínculo con las autoridades fomentó la formación de “una cultura política específica, cimentada en prácticas de diversa índole”, desplegada en entornos variados, “no exclusivamente políticos” (Gutiérrez y Romero, 2007, p. 155), de las que no solo se derivaron instituciones concretas o instancias de intervención amplia, reguladas y controladas desde arriba —caso de las organizaciones electorales—, sino también de organismos informales, más autónomos, a partir de los cuales se fueron fraguando actitudes, valores e ideas que acabaron generando un tipo de actor particular.

La movilización política que resultó de la interrelación entre ambas esferas, a la par que “abrió espacios de contacto y negociación” (Sabato, 2010, p. 55), propició situaciones de confrontación que culminaron en los recurrentes episodios de violencia experimentados a lo largo de la centuria decimonónica. La representación, en síntesis,

canalizada a través de las elecciones, fue modelando un espacio político en el que no se pudo prescindir nunca de la legitimidad de origen fundada en el sufragio, pero cuya concreción dio lugar a disputas que ponían en juego, básicamente, las divisiones internas de la propia élite gobernante. (Alonso y Ternavasio, 2011, p. 283)

La dimensión territorial que adquirió este proceso, así como las pugnas que se crearon alrededor de la distribución de las atribuciones conferidas en razón del principio de separación de poderes fueron focos de disputa que si bien no pusieron en riesgo la forma de gobierno republicana afincada “en un régimen representativo de base electoral muy amplia”, sí ocasionaron que las prácticas que acompañaban a tales dispositivos fueran dotadas de “diversos contenidos y significados” (Alonso y Ternavasio, 2011, p. 283). El caso bogotano es ejemplo fidedigno de esta última afirmación.33

La estructura de la investigación

La exposición precedente faculta para trazar los derroteros que guiarán la argumentación. Lo primero que se debe mencionar al respecto es que, para dilucidar el proceso de conformación del Estado forjado por el movimiento regenerador durante los decenios en estudio, es indispensable ahondar en el análisis del ámbito municipal puesto que, como se verá más adelante, se formularon distintas propuestas de organización estatal en función del papel cumplido por el municipio dentro del andamiaje institucional.

Hay que subrayar, dentro de esta órbita, que a medida que la Regeneración entró en crisis, la esfera municipal alcanzó tal significación que fue concebida como la base de la República, noción que implicó que se la reivindicara como el lugar desde el cual se debía generar el cambio que permitiría a Colombia salir de la penosa situación en la que se encontraba. Fruto de ello fue que los municipios adquirieron la obligación de servir de “células madres del organismo nacional” (El Horizonte, 1909a, s. p.), principio que provocó el surgimiento de una correspondencia entre el progreso local y el progreso estatal, que en la presente investigación se enuncia en los términos de un binomio municipio-nación.34

La escogencia de Bogotá como núcleo del análisis se dio en razón de su capitalidad porque se consideró que era un ámbito privilegiado para: a) estudiar la relación poder local-poder central dentro del contexto específico de la administración municipal bogotana, a partir de la indagación de las actuaciones de ambas esferas con respecto al desarrollo urbano de la ciudad, y b) entender la dinámica interna de las dos instituciones más importantes del ámbito distrital: la Alcaldía y el Concejo.35

Tal preferencia tiene su génesis en la certidumbre de que es imperioso comenzar a examinar la urbe en su singularidad. Lo ocurrido en la capital colombiana es distinto de lo vivido en otros escenarios latinoamericanos y, si bien es innegable que existieron aspectos comunes, también lo es que sus particularidades son manifiestas.36

La periodización elegida respondió asimismo al interés por ahondar en la esfera local. La pesquisa comienza con la Constitución de 1886 porque esta supuso poner fin al federalismo hasta entonces vigente para establecer un sistema centralista en virtud del cual se unificó la legislación electoral, se reorganizó territorialmente el país y se instauró un régimen municipal que dotaba a los agentes gubernamentales de herramientas suficientes para coartar el accionar de los funcionarios distritales. Lógicamente, las críticas efectuadas a la carta magna durante estos lustros no solo sacaron a la luz el alto grado de conflictividad que generó esa subordinación al centro, sino que además se erigieron en pruebas fehacientes de que el orden instituido no había sido capaz de legitimar la autoridad estatal.37

La fecha de 1910 representa, en contrapartida, la materialización de los cambios que se pidieron al régimen municipal desde 1890, con lo cual se dio fin al ciclo regenerador. La transformación fue especialmente sentida en cuanto a la forma en la que, en adelante, los bogotanos concibieron e interactuaron con la esfera local: el control al que fue sometida la capital durante el Quinquenio suscitó que en el seno de la población surgiera un claro interés por defender las potestades del municipio, proceso que le otorgó al Concejo de Bogotá una relevancia considerable dentro del decurso político-administrativo de la urbe. La paulatina recuperación de la institucionalidad después de la salida del general Rafael Reyes de la presidencia se convirtió de esta forma en una declaración categórica de que la solución a los problemas de la ciudad dependía, en primera instancia, de las decisiones tomadas desde el entorno distrital.38

Interrogarse acerca de la forma en que la administración local de los decenios en estudio intentó darles solución a los problemas urbanos que exteriorizaba Bogotá también constriñe a esclarecer cuál fue la actuación de los entes involucrados en el desarrollo capitalino una vez subieron los regeneradores al poder. Investigaciones recientes acreditan que las transformaciones percibidas en el espacio bogotano han estado ligadas históricamente al desenvolvimiento político tanto de la ciudad como del país, correlación que permite comprender por qué durante la Regeneración el decurso de la urbe estuvo permeado por una suerte de lucha entre los intereses defendidos por la administración municipal, en procura de atender a las necesidades de su población, y los intereses defendidos por las autoridades nacionales, departamentales y provinciales.

Las reflexiones que sobre este tópico se expondrán a continuación giran alrededor de tres ejes —el normativo, el ideológico y el electoral— que serán abarcados a través del análisis de temáticas específicas que, al haber sido discutidas dentro de la Alcaldía y el Concejo municipal, hicieron tangible la relación poder local-poder central que se forjó en torno a la gestión urbana de Bogotá.

La exploración del eje normativo se realizará estableciendo cuáles fueron, desde la legislación, las atribuciones y funciones asignadas a cada uno de los organismos que tenían potestad sobre la ciudad, para luego confrontar lo dispuesto en la norma con el accionar que tuvieron en la práctica. Numerosos ejemplos se observan en la época acerca de las tensiones existentes entre las diferentes entidades oficiales a la hora de tomar decisiones ligadas al espacio bogotano; de hecho, un denominador común de estos años fue la injerencia del Ejecutivo en asuntos que concernían exclusivamente a la capital, con el fin de presionar para que se resolvieran según su conveniencia.

No en todos los casos, empero, esa intrusión fue compartida por el gobernador o por el burgomaestre, pese a que ambos funcionarios eran agentes del presidente. Esta constatación habilita para desvirtuar una de las tesis historiográficas que mayor notoriedad ha tenido en el medio académico colombiano: aquella que sostiene que la actuación del alcalde siempre estuvo en consonancia con las directrices trazadas desde el Gobierno, lo cual habría generado de esta forma un conflicto permanente con la corporación citadina.

Frente a la multiplicidad de fuentes que atestiguan dicha disputa, se optó por discriminar el análisis en tres niveles, privilegiando en cada uno de ellos un tema en particular: a) el nacional-local, con énfasis en lo sucedido con el ramo de aseo; b) el departamental-local, con hincapié en las rentas tanto seccionales como municipales, y c) el local-local, resaltando la pugna que se urdió entre el municipio de Bogotá y la Empresa de Acueducto, a causa de la prestación de este servicio en la ciudad.39

La aproximación al eje ideológico se llevará a cabo dilucidando cómo algunos letrados colombianos pensaron la antinomia centralización-descentralización y de qué manera las directrices políticas que se adoptaron con el transcurrir de los años pusieron en entredicho (o en contadas ocasiones, confirmaron) los planteamientos esgrimidos tanto desde la academia como desde la opinión pública.

La tónica de la etapa en estudio fue exaltar en el discurso la descentralización administrativa, pero imponer en la realidad un régimen fuertemente centralizado; de acuerdo con la coyuntura histórica por la que estuviera atravesando la República, este proceso propició el surgimiento de tres reivindicaciones —la de la separación de la administración de la política, la del federalismo en vez del centralismo y la de la autonomía local— que en sus respectivos momentos se instituyeron en la solución a la crisis en la que estaba sumida la patria. El abordaje del problema se acometerá contrastando los textos universitarios, los editoriales y las conferencias que se publicaron sobre la materia, con las providencias dictadas por el Estado en lo tocante a dicha cuestión. Un elemento que se advierte al profundizar en la dinámica enunciada es que el debate surgido en torno al sistema que debía regir al territorio patrio se erigió en una suerte de comodín al que recurrieron nacionalistas, liberales y conservadores para movilizar a la sociedad a su favor.40

El acercamiento al eje electoral se realizará, por último, analizando algunas de las elecciones para concejales municipales verificadas en la capital del país desde las postrimerías del siglo XIX hasta la primera década del siglo XX. La tendencia del período consistió en que progresivamente la ciudadanía manifestó mayor interés por tomar parte en los comicios (fuera a través del sufragio u opinando sobre la jornada electoral), allende las denuncias elevadas acerca de las irregularidades cometidas por el oficialismo para acomodar los resultados en beneficio de su círculo político.41

La aserción precedente no desconoce que la contienda comicial fuera interrumpida con el desencadenamiento de la guerra o que frecuentemente se registrara un alto grado de abstención; por el contrario, lo que se quiere indicar es que poco a poco la intervención en las votaciones para cabildantes capitalinos se asumió como una forma lícita de hacer política y de sentar oposición.

Indefectiblemente, el cariz que adquirió esta confrontación legal estuvo estrechamente ligado al centralismo reinante: en su búsqueda por mantener la hegemonía, el poder central implementó un sistema clientelar que garantizaba su permanencia en el mando.42 No obstante, lo interesante del proceso es que, aunque la urbe fue víctima de ese clientelismo imperante, también se erigió en uno de los principales focos de resistencia a esa práctica: en determinados momentos de la Regeneración, los partidos políticos que se hallaban por fuera del poder comprendieron, aún sabiendo que iban a perder en las urnas, que las elecciones para regidores bogotanos eran un escenario idóneo para enfrentarse, legítimamente, al oficialismo.

Teniendo en cuenta lo anterior, tres son, fundamentalmente, las preguntas que en este texto se pretenden dilucidar: a) cómo fue concebido el municipio durante la Regeneración y qué incidencia tuvo esa concepción en el desarrollo urbano bogotano; b) qué debates se dieron entre los letrados colombianos de la época en relación con la administración local y qué significado alcanzaron en la conformación del Estado, y c) cómo se llevaron a cabo los comicios para concejales capitalinos en el lapso comprendido entre 1886 y 1910 y qué efecto tuvieron en el devenir político del país.43

La decisión de privilegiar dichas cuestiones remite a la lógica que caracterizó al período: pese a que el municipio fue para los regeneracionistas el espacio político por excelencia y pese a que el movimiento regenerador se preció de otorgarle a las localidades múltiples facultades para que pudieran gestionar por sí mismas todo lo concerniente al desarrollo local, la realidad es que esa vocación descentralizadora estuvo cimentada en un sistema de contrapesos que tenía como único propósito subordinar el ámbito distrital a los intereses del poder central.44 Tal proceder generó que Bogotá acabara instituyéndose, en concordancia con su condición de capital nacional, en el símbolo por antonomasia de la centralización político-administrativa ejercida por el Estado.45

La situación descrita estimuló rápidamente que a finales del siglo XIX se produjera el surgimiento de una correlación capital-país que paulatinamente adquirió dos dimensiones distintas: la regional, profesada desde las secciones que veían la ciudad como la personificación de la opresión y la corrupción estatal, y la local, enunciada desde la esfera bogotana como una crítica a los gobiernos regeneradores por erigir dicho paralelismo en un mecanismo de control sobre la administración municipal. Los defensores del orden, como historiográficamente se ha llamado a los regeneracionistas, incluso se encargaron de reforzar esa percepción porque les permitió justificar el carácter antimoderno de la nación que ellos pretendían erigir.

La explicación previa permite comprender por qué Bogotá fue definida durante los decenios en estudio como “el cerebro y corazón de la República” (Suárez Mayorga, 2015, p. 217): en virtud de esa simbolización de la capital como reflejo del país, la ciudad quedó subordinada al poder central (con los efectos que esto tuvo en el espacio local, al obstaculizar que emprendiera su proceso de modernización urbana) y además se ganó el resentimiento de las regiones. La paradoja que encerró este devenir radicó en que la urbe no solo no fue la principal beneficiaria de la esfera nacional, sino que adicionalmente debió lidiar con los problemas originados a nivel departamental, al convertirse, según se denunciaba en la época, en la imagen más acabada de la ideología regeneracionista.

Hay que agregar, sin embargo, que tanto en el Concejo de Bogotá como en los ámbitos desde los cuales se fraguaba la opinión pública (fundamentalmente la prensa y la academia), hubo quienes se opusieron enérgicamente a dicha lógica, accionar que a la larga generó que la lucha de los capitalinos por desligarse del vínculo indivisible que unía a la ciudad con el Gobierno obrara como un motor de las demandas que se esgrimieron durante la Regeneración en lo concerniente a la necesidad de reformar la normatividad que regía a la esfera distrital.

Interesa remarcar estos planteamientos porque las fuentes recopiladas demuestran que la sujeción a la que fue sometido el espacio local no fue fortuita, sino que se afincó en un principio nodal del accionar regenerador: el andamiaje institucional establecido en la Constitución de 1886 se asentó en la idea de Rafael Núñez de que el progreso moral (término entendido dentro de la estricta obediencia a la doctrina católica) era más importante que el progreso material, pues para el cartagenero la existencia del primero aseguraba tarde o temprano la consecución del segundo. Instituir “la estructura nacional íntegra sobre desnuda base de utilidad perecedera, a estilo de maquinaria destinada únicamente a cosas materiales” (Núñez, 1950, p. 57) era, a su modo de ver, conducir al país a un ambiente de anarquía e inestabilidad.46 “Muchas veces”, según lo expresaba, “la aparente riqueza material” era “origen de miseria” (Núñez, 1946, p. 179).47

Vale acotar, empero, que dicha conceptualización no era inédita, sino que hacía parte de una “matriz ideológica” que se propagó en Colombia “en la segunda mitad del siglo XIX”, caracterizada por criticar “el progreso en forma más integral” (Melo, 2008, p. 4). En la terminología de Melo (2008):

[Esa] crítica hace parte de una visión católica relativamente integral del mundo, que afirma que lo valioso para el hombre es la salvación y que la búsqueda de la felicidad en este mundo trae el pecado, [...] el demonio y la carne. Los valores espirituales son eternos, y no hay progreso en ellos, y es ingenuo buscar el progreso moral a través del avance de la organización de la sociedad. Transformar las instituciones es más bien un riesgo, porque amenaza la supervivencia de los valores católicos e hispánicos propios de la cultura nacional. La tradición, las costumbres y valores heredados son los que corresponden a nuestra manera de ser y deben ser defendidos. El progreso, la búsqueda de lo nuevo, las ideas extrañas y ajenas a la tradición, como el modernismo, el liberalismo, el protestantismo […] no constituyen un avance sino que son un cáncer que carcome la cultura y destruye el orden social. (pp. 4-5)

Finalmente, el último tópico que se estima relevante de examinar, en aras de encarar los tres interrogantes atrás enumerados, es cómo se comporta el ordenamiento municipal “en relación con la existencia de regímenes federales o unitarios”, sondeo que resulta crucial para determinar cuál es “su incidencia en el cumplimiento de los roles locales” (Clichevsky, 1990, p. 501).48

Indagar sobre este aspecto es fundamental para discurrir sobre el caso colombiano, porque permite dilucidar cómo estaban distribuidos los poderes en el sistema administrativo bogotano y cuál era el grado de intervención en el entorno distrital que la propia legislación le otorgaba al gobierno central.

Lo que al respecto se quiere remarcar es que el ordenamiento político implementado con la aprobación de la Constitución de 1886 hizo posible que el recelo sentido en las regiones hacia la ciudad se erigiera en un componente primordial, tanto de los movimientos separatistas que aparecieron en la época, como de la petición realizada desde ciertos sectores de la opinión pública de regresar al sistema federalista. Las contrariedades suscitadas en razón de este devenir encarnan sin duda alguna un testimonio palmario de que Bogotá fue la principal perjudicada del centralismo regenerador.

Notas

1 El texto original referido por Almandoz es Briggs (1990).

2 Gonzalo Aravena Hermosilla (2011), acudiendo a Eric Hobsbawn y a Tulio Halperin Donghi, señala que “la nación no precede a la formación del Estado sino que al contrario, se crea para darle sentido al mismo, durante una época y un contexto determinado” (p. 110). Según este mismo autor, los Estados nacionales modernos fueron producto de un proceso histórico que en el contexto latinoamericano primero supuso construir el Estado para luego proceder con posterioridad o paralelamente a inventar una unidad cultural para un mismo territorio político: “un Estado debía corresponder sólo a una Nación” (p. 110).

3 Al respecto, ver López-Alves (2003, p. 167).

4 Sobre este tema, véase Ortiz Mesa (2010).

5 En concreto, las palabras del general Santos Gutiérrez fueron: “el país ha llegado a tal punto de decadencia, fruto de la intranquilidad más o menos absoluta de los últimos años, que es preciso empezar la grande obra de su regeneración por la rudimentaria base de restablecer su seguridad. Desde que la paz se considere como un bien cuya conservación depende de la honradez de los gobiernos y del apoyo de los pueblos, ella podrá resistir al embate de las pasiones y servir de base a una regeneración que reclama nuestro honor nacional y nuestra aflictiva situación” (Riaño, 1987, p. 14). La noción de regeneración política puede rastrearse hacia el año de 1811 en las cartas del canónigo Cortés de Madariaga. Al respecto, véase Martínez Garnica (2013).

6 Historiográficamente existen diversas posturas sobre el espacio temporal que cubrió la Regeneración. Luis Javier Ortiz Mesa (2010) estima que se prolongó desde 1878 hasta 1902, es decir, desde la presidencia de Julián Trujillo (1878-1880) hasta la derrota liberal en la Guerra de los Mil Días. Jorge Orlando Melo (1989) considera que va desde 1885 hasta 1896, fecha en la que el conservatismo historicista consolidó su lugar en la oposición pidiendo una reforma a la carta magna. Frédéric Martínez (2001) opina que comenzó en 1888, luego de ocho años en los que Rafael Núñez se dedicó a “establecer las bases de la ‘regeneración administrativa fundamental’ que predicaba” (p. 469) y terminó hacia 1900, cuando se produjo el golpe de Estado perpetrado por José Manuel Marroquín. Eduardo Posada Carbó (2015) asevera que empezó en 1880 con la elección de Rafael Núñez para la presidencia y terminó en 1894 con la muerte del cartagenero. La tesis que aquí se propone es que la Regeneración comprendió los años que van de 1886 a 1910, pues ambas fechas encarnan tanto el comienzo como el fin de la lógica política que tipificó a los regeneradores: a saber, aquella basada en un centralismo a ultranza, que en el caso de Rafael Reyes se exacerbó al punto de adquirir la forma de un centralismo dictatorial. Este decurso no sufrió modificaciones sensibles (posiblemente por el personalismo que también caracterizó a su sucesor) durante el corto mandato de Ramón González Valencia. Una cronología más cercana a la que se formula es la que plantea Alejandro Pajón Naranjo (2011) con base en el estudio de las leyes y decretos de Alta Policía expedidas durante la Regeneración; para este autor, dicha etapa va desde 1886 hasta 1906.

7 El concepto de letrados se emplea siguiendo los planteamientos de Ángel Rama (1984).

8 El pseudónimo “U” corresponde al diplomático antioqueño Antonio José Uribe (1869-1942), quien fue un colaborador asiduo de La Opinión. Este periódico fue creado por José Manuel Marroquín mediante el “Decreto número 26 de 1900” (Diario Oficial, 1900a, p. 541); se autodenominaba semioficialista, aunque en la norma citada se identificaba como oficial.

9 Melo (2008) asevera que en el país “los defensores del progreso no son un grupo homogéneo, con una teoría clara compartida por todos. Hay muchas posiciones diferentes, muchos diagnósticos distintos de las razones del atraso relativo de Colombia” (p. 3). No obstante, este autor también asevera que “entre 1886 y 1910 la idea del progreso pierde protagonismo, ante las dificultades para lograr un orden razonable y pacífico” (p. 6). Las fuentes consultadas ponen en entredicho este último planteamiento.

10 En antítesis a lo que dice López-Alves (2011) para Latinoamérica, en esta pesquisa se demuestra que los líderes de la Regeneración, como ocurrió en los Estados Unidos, creyeron que “la moral y el conjunto adecuado de valores debían ser puestos en primer lugar”, pues “el progreso material llegaría después” (p. 68).

11 Las páginas que se citan de este texto corresponden al manuscrito del mismo, al cual se tuvo acceso gracias a Adrián Gorelik.

12 La “idea de modernidad”, de acuerdo con el investigador argentino, implica, “en primer lugar, la aparición de un tipo preciso de experiencia en el tiempo, la de un presente en transición, disparado hacia el futuro, que genera la percepción del propio tiempo como ‘siempre nuevo’” (Gorelik, 2014, p. 8).

13 Cuando se habla en este texto de modernización se está haciendo alusión específicamente a la modernización urbana; el término en sí apunta a un proceso de transformación física de la urbe que se cristaliza en la realización de obras de infraestructura que generan un cambio radical en la morfología espacial. Al respecto, véase Suárez Mayorga (2006).

14 Un análisis historiográfico del concepto ciudad moderna empleado para referirse a Bogotá se encuentra en Suárez Mayorga (2017a).

15 Ser moderno, según Marshall Berman, es descubrir “que el mundo y uno mismo están en un proceso de desintegración perpetua, desorden y angustia, ambigüedad y contradicción” (Sarlo, 1988, p. 8).

16 En 1998 Franco Savarino Roggero criticaba la falta de atención de los historiadores por el nivel local de la política, incluso a pesar de la importancia que para entonces ya habían adquirido las pesquisas sobre “‘las patrias chicas’ iniciadas por Luis González y González” (p. 45).

17 No es accidental que desde comienzos de este siglo se hayan fomentado las compilaciones, los textos de conjunto, los seminarios, etc., que se focalizan en esa parte específica de lo que se denomina América Latina. En uno de estos trabajos, Posada Carbó (2003) sostiene que el municipio, “y en particular, las ciudades capitales, incluyendo las de las provincias” (p. 337), se constituyó en el centro de la vida electoral andina. Apreciaciones similares se encuentran en Suárez Mayorga (2020a).

18 Sobre este tópico, véase Annino (1995a).

19 Esta aserción está sustentada en un estudio sistemático y riguroso de cada una de las constituciones y actas publicadas en la Nueva Granada durante el período 1810-1815. Si se quiere conocer cuáles fueron las ciudades, villas y pueblos del Nuevo Reino de Granada que juraron obediencia a la Constitución de Cádiz, remitirse al texto de Martínez Garnica (2013).

20 Sobre este punto, véase Guedea (1991) y Salvador Crespo (2012).

21 Al respecto, véase también Martínez Garnica (2013).

22 El acatamiento de estos planteos en el orbe hispanoamericano dependió de la situación específica de cada país; sobre este tópico, remitirse a Reynoso Jaime (2009).

23 El entorno mexicano ilustra bastante bien este punto para el período que va de 1824 a 1835. Al respecto, véase Salinas Sandoval (2001) y Martínez Assad y Ziccardi (1987). Un libro clave, a mi juicio, en el tema de la administración local en relación con la experiencia mexicana es el de Rodríguez Kuri (1996).

24 Iván Molina Jiménez (2001) afirma que la historiografía costarricense todavía sigue reproduciendo ese modelo de la Leyenda Negra. Posada Carbó (2000), en la línea trazada por David Bushnell y Malcolm Deas, ha expresado la necesidad “de examinar de manera más sistemática las prácticas descalificadas como corruptoras del sufragio en Latinoamérica”, temática que para el año 2000 él consideraba había recibido “escasa atención por parte de la historiografía moderna” (p. 272).

25 Intentando revisar esa visión tradicional de las elecciones en el continente, Posada Carbó (1999) comparó los comicios de 1835 en Venezuela y los de 1836 en Colombia. En la misma línea, Conde Calderón (2009) realizó un acercamiento a las elecciones efectuadas en el Caribe colombiano durante el período 1820-1836.

26 En relación con el liberalismo en Latinoamérica en la centuria decimonónica véase Jaksić y Posada Carbó (2011) y Laguado Duca (2001).

27 La perspectiva constitucionalista se centra en la “instauración de las formas modernas de representación”, por medio del estudio de los códigos que regulan los diversos regímenes políticos. La electoral, se enfoca en “la organización, preparación y realización de los procesos electorales” y la institucional, se concentra en el examen de las “instituciones nacionales” que apuntalan “desde el Estado la aparición de ciudadanos” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 22).

28 Forment (2003) ha examinado ese proceso de participación llevado a cabo durante la segunda mitad del siglo XIX a partir del concepto democratization of antipolitics.

29 La implementación del orden republicano se fundamentó “en la construcción de un poder legítimo” que “remitía a la comunidad política instituida o que se buscaba instituir” (Sabato, 2007, p. 3), proceso que estuvo sustentado tanto en las prácticas del sufragio como en la opinión pública. A partir de “este basamento conceptual” se “establecieron normativas y se forjaron y articularon formas diversas de hacer política, es decir, de construir, sostener, reproducir e impugnar el poder” (p. 3).

30 Sobre este tópico, véase Escalante (1993), Chiaramonte (1995 y 1997), Murilo de Carvalho (1999), Ternavasio (1995, 2000, 2002, 2003, 2007), González Bernaldo de Quirós (2000), Sabato y Lettieri (2003), Annino (2004), Aljovín de Losada y López (2005), Alonso y Ternavasio (2011), y Sabato y Ternavasio (2015).

31 Posada Carbó ha estudiado la relación de la prensa con los políticos y las elecciones en Colombia para el período 1830-1930. Al respecto él afirma lo siguiente: “newspapers served as organs of the political parties. In this context, the press instated the roles of a party agent, from organizing campaigns to stirring up partisan spirit. Newspaper editors were also directly involved in electioneering. Next to the senators, representatives, and artisans who attended the Liberal convention in 1850 were the editors and redactores of leading papers, who attended not as reporters, but as party activists. Often, various factions of different parties organized themselves around a periodical publication” (Posada Carbó, 2010, pp. 954-955).

32 La influencia alcanzada por los periódicos igualmente residió en su aptitud para servir como vehículos “para la difusión de ideas”, en su potencial para fabricar argumentos que causaran un “efecto persuasivo” en “sus eventuales lectores” (Palti, 2007, p. 191) y en “su capacidad material para generar hechos políticos”, fuera “orquestando campañas, haciendo circular rumores, etc.” (p. 192).

33 A la luz de esta aserción (a saber, de no poner en riesgo el régimen representativo), el régimen de Rafael Reyes se presenta como una excepción, ya que, con el fin de contrarrestar la animosidad de ciertos sectores de la opinión pública, el general decidió poner en jaque el modelo republicano clausurando el Congreso y eliminando las votaciones populares para regidores municipales.

34 La carencia de firmas es frecuente en los artículos publicados en la prensa del período 1886-1910, motivo por el cual la citación se hará referenciando el nombre del periódico. La abreviatura s. p. significa que no tiene paginación.

35 Interesa subrayar que la capitalidad de Bogotá no se determina explícitamente en la Constitución de 1886; de hecho, la designación de la ciudad como capital del departamento de Cundinamarca se produjo meses después a través de la “Ley 21 de 1887” (Restrepo Hernández, 1900, p. 4). En la Constitución de 1863 tampoco se menciona esta cuestión, aunque allí se le otorga la atribución al Congreso de designar la capital de los Estados Unidos de Colombia. El Pacto de Unión, firmado el 20 de septiembre de 1861, sí establece, en contrapartida, que Bogotá es la capital de la Unión.

36 Siempre se aceptó (incluso para cuestionarlo) el rol directivo que durante los años en estudio tuvo la ciudad en la escena nacional. No en vano, el hecho de que Manuel Antonio Sanclemente no pudiera residir en ella y gobernar desde allí fue lo que sirvió de justificación para el golpe de Estado perpetrado por José Manuel Marroquín. Aunque la Corte Suprema avaló la actuación del vicepresidente, el voto de los magistrados no fue unánime, entre otras razones, porque uno de ellos alegó que ni en la carta magna de 1886 ni en otra normatividad se había designado a Bogotá como capital de la República. A la larga, empero, el ente resolvió respaldar el cambio de mandatario argumentando, con base en la constitución vigente, que el presidente no podía ejercer indefinidamente el cargo por fuera de la urbe y que su ausencia se consideraba una falta que debía subsanarse por quien estaba habilitado para sustituirlo. Sobre la capitalidad implícita de Bogotá en la Constitución de 1886 véase La Opinión (1900a, p. 214).

37 La propensión que mostraron los regeneradores a “utilizar el Estado como un instrumento esencialmente político”, “sin medir bien hasta qué punto” esa “politización” iba a constituir “un obstáculo” para “la consolidación de su autoridad” (Martínez, 2001, p. 547) fue usual aun en el gobierno de Ramón González Valencia.

38 Esa urgencia de recuperar la institucionalidad es la que explica el nacimiento de una coalición partidista (la Unión Republicana) que tuvo como único propósito hacerle oposición a Rafael Reyes. Posada Carbó (2015) estima que este movimiento fue dirigido por Carlos E. Restrepo, pero, en el ámbito capitalino, los líderes fueron el general Guillermo Quintero Calderón y Nicolás Esguerra. Quinquenio es uno de los nombres con que se designó al gobierno de Rafael Reyes.

39 No se creó un nivel para la esfera provincial porque si bien el prefecto provincial sí intervino en el ámbito distrital, sus acciones se pueden articular a lo acaecido con las autoridades nacionales y departamentales.

40 El hecho que las elecciones para concejales capitalinos se erigieran en un escenario de disputa es un tópico que no debe minimizarse; por el contrario, debería tener un rol protagónico para estudiar la historia electoral y la historia política del país. Los términos concejal, regidor, cabildante y consejero son sinónimos utilizados en la época para aludir a los miembros de la corporación bogotana, motivo por el cual en este escrito se utilizarán indistintamente. Es pertinente recordar que los nacionalistas eran quienes pertenecían al partido oficialista, el cual en su origen estaba ligado ideologicamente al conservatismo.

41 Uno de los productos de la investigación fue determinar, de la manera más detallada posible, quiénes fueron los regidores bogotanos para el período 1886-1910. Sin embargo, por problemas de extensión editorial esta información no se podrá incluir en este libro. Si se quiere tener algunos datos al respecto, véase Suárez Mayorga (2006, 2017a).

42 Palacios (2002) asegura que “el centralismo de la Regeneración se quedó en el papel” porque “la fórmula de la República unitaria contrapuesta al localismo de la República federal estuvo lejos de consumarse” (p. 271). Esta afirmación se pone en cuestionamiento al estudiar el problema desde la esfera local.

43 Se hace énfasis en las discusiones que dichos letrados fraguaron porque los argumentos, respuestas, discursos y normas que elaboraron fueron “instrumentos útiles” para “construir su propia legitimidad y construir el Estado” (Martínez, 2001, p. 532). Sobre este tema, también remitirse a Suárez Mayorga (2017a).

44 El término regeneracionistas pertenece a Alfredo Gómez Muller (2011).

45 La centralización implementada por el movimiento regenerador fue ampliamente cuestionada en el período en estudio. Rafael Uribe Uribe llamó la atención sobre este punto en un discurso pronunciado el 3 de septiembre de 1910 con las siguientes palabras: “Los pueblos excesivamente centralizados son pueblos enfermos, porque la vida entera nacional se les agolpa á la cabeza como una congestión, y son los más expuestos á esas apoplejías fulminantes que se llaman revoluciones y golpes de Estado […]” (Uribe Uribe, 1910, p. 237).

46 La cita pertenece al artículo titulado “La causa de las causas”; escrito aparentemente a comienzos de la década de 1890.

47 La cita pertenece al artículo denominado “Las crisis sociales” fechado el 31 de julio; posiblemente lo escribió entre 1890 y 1892. Rafael Núñez (1825-1894) es considerado la figura central de la Regeneración. Ejerció como presidente de Colombia de 1880 a 1882, de 1884 a 1886, de 1887 a 1892 y de 1892 a 1894. Según Melo (1989), él “no quiso residir en Bogotá ni ejercer directamente el mando, excepto en situaciones de crisis” (p. 53), por lo que Carlos Holguín (de 1888 a 1892) y Miguel Antonio Caro (de 1892 a 1898) fueron quienes gobernaron durante sus dos últimos períodos presidenciales. Esta situación no significó, empero, que el cartagenero perdiera su influencia sobre la política nacional, ya que los artículos que escribió hasta que murió en 1894 se convirtieron en una suerte de guía para quienes comulgaban con los principios regeneradores.

48 Para profundizar en esta cuestión en el contexto latinoamericano de finales del siglo XX remitirse a Roberts (2005).

Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910

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