Читать книгу Damnare silentium - Adrián Misichevici-Carp - Страница 10

EL HIJO DE JACOB...

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Si supiera que llegaría,

siempre el hombre lloraría.

Si supiera lo que le pasaría,

hombre a hombre ya no amaría12.

Folclore rumano

Como de costumbre, David acompañó a su novia hasta cerca de su casa. Este corto período de tiempo, del recorrido desde el bar hasta la entrada a la ciudad, era su único momento de felicidad pura. La aparición de las primeras casas era para ellos una especie de: ¡ALTO! ¡Estrictamente prohibido! Entonces recordaban dónde estaban y se separaban con tristeza para no ser vistos. Una simple mirada hostil podría haber significado incluso la muerte. La supervivencia en aquel mundo adverso requería guardar el secreto en la mayor discreción. Su relación era un pecado mortal en el nuevo orden. Aquella noche fría de noviembre no era nada común para los jóvenes enamorados. Después de cada despedida, David regresaba triste y perdido, pero no aquella noche. Le había pedido a Emma que se casara con él y ella le contestó que sí. Estaba tan eufórico que quería gritar de alegría para que todos se enteraran de la noticia. Pero algo le detenía, todo un país que no quería verlo feliz; al contrario: marginado, deshumanizado e incluso destruido. Lo paraba el mundo hostil que se burló de él desde los primeros años de su infancia. Estaba tan acostumbrado a la situación, que no exteriorizaba sus sentimientos desde hacía mucho tiempo. Tanto la alegría como la tristeza las manifestaba solo en su mundo interior, nadie sabía lo que realmente estaba sucediendo en su cabeza. Viviendo en un estado falso, andaba con la respectiva máscara, tratando de parecer fuerte, incluso cuando estaba aplastado. Sus verdaderas emociones las mantenía ocultas y bien protegidas. Se había prohibido tanto tiempo la exteriorización de sus sentimientos, que ni siquiera sabía comportarse en aquella noche especial. Por primera vez, en mucho tiempo, dio rienda suelta: retozaba en campo abierto, parecía un niño que acababa de enterarse de que le iban a comprar una bicicleta en lugar de un piano.

Aquella fría noche, ni los perros ladraban sin motivos urgentes, estaban escondidos en algún lugar cálido. El silencio mortal estaba perturbado solamente por David, que cantaba alegremente; tenía que caminar alrededor de una hora y era la primera vez en tanto tiempo, que no se asustaba ante cada sonido inexplicable. Para no meterse en problemas no deseados, siempre regresaba por caminos ocultos. Los conocía a todos, desde donde la dejó a Emma hasta la ventana de su habitación. Desde que la acompañaba por las noches no usaba más la puerta; salía y entraba por la ventana. Aunque sus padres lo hubieran entendido y ayudado, tampoco quería que lo vieran.

Una vez que llegó a la ventana, la abrió y se apresuró a entrar sin hacer ningún ruido; estaba acostumbrado. Encendió la lámpara de la mesilla de noche y se puso rápidamente su pijama. Levantó con entusiasmo una tabla del suelo junto a la cama, de donde sacó unos papeles envueltos en un paño. Abrió el paquete del que sacó un fajo de dinero y unos documentos falsos que le habían costado una fortuna. Eran sus billetes hacia la libertad y los había pagado con oro del escondite familiar, sin decirle nada a nadie. Iba a contarles todo en el momento adecuado, un poco más tarde. Un documento era suyo con el nombre Gensler Niklas, y otro era de Emma con el nombre Gensler Aliz, su supuesta esposa. Quería asegurarse una vez más, antes de acostarse, que todo estaba en orden. Después de que se convenció, envolvió todo en el trozo de tela y lo escondió en el mismo lugar, debajo de la tabla del suelo. Se metió en la cama y empezó a soñar con la mirada en el techo.

Se veía en Holanda, casado con Emma, en una casa bonita y con dos niños como dos angelitos. Se amaban todos y estaban felices, vivían en un amor perfecto y nada les faltaba. Tenía los mismos ideales que Emma, nada fuera de lo común: edificar una familia en una sociedad libre y auténtica. En un mundo con aspiraciones nobles, donde el hombre es amado por lo que es: un ser con alma y no por el color de su piel o la religión. Saltando de un lado del ensueño al otro, se durmió sin darse cuenta. Se despertó al día siguiente al mediodía, animado y lleno de optimismo.

Sus padres y los tíos de Berlin, que vivían con ellos desde hace un tiempo, estaban ocupados con las preparaciones de la partida, así que no le prestaban mucha atención. Arreglaban los últimos preparativos antes del viaje. El tío Marc se había marchado temprano por la mañana a Hamburgo, donde debía actualizar las visas, abiertas en 1937 para Chile. Estaba arrojando mucho dinero para engrasar todos los bolsillos: tanto los legales como los ilegales, de lo contrario no podrías abandonar el área del Reich. Vivían en un país que los odiaba, pero de donde no podían salir con mucha facilidad. En primer lugar, costaba mucho dinero y, en segundo lugar, nadie los recibiría si no lo tuvieran en una cantidad considerable. La rueda de los vicios humanos comenzaba y terminaba en el ojo del diablo.13 La naturaleza humana no había traicionado sus intereses; muchos continuaban haciendo fortunas con el sufrimiento de los otros. La tía Rita y Jenny, la madre de David, estaban empacando. Su padre estaba ocupado con la venta de los objetos de valor que no podían llevar con ellos y que solo podían venderlos a cambio de nada. Las cosas cambiaban drásticamente cuando intentaba abastecerse de algo, los precios se volvían astronómicos.

Hace unos días, Jacob había «arianizado» su fábrica. La pasó al nombre del último trabajador alemán que se quedó con él a pesar de todas las restricciones. Este le pagó una suma simbólica, porque no tenía más, y Jacob no quería dejarla al Estado o a algún nazi convencido. Después de que se dieron las manos, se abrazaron como dos viejos amigos, Oliver dijo: «¡Gracias por todo, Jacob! Que sepas que, si un día la situación en este país se recupera y seguimos aún con vida, tu fábrica te estará esperando. Vuelve a casa y será tuya».

Cada uno estaba absorto en los preparativos para la partida, así que David se ocupaba de sus propios asuntos. Tragó algo rápidamente y desapareció en su habitación, donde comenzó a hacerse planes para su propia huida. En primer lugar, tenía que dejarles a sus padres la carta de despedida. Se sentó en el escritorio, sacó una hoja de papel y una pluma estilográfica del cajón y pensaba cómo empezarla para hacerlos sufrir lo menos posible.

Amados padres:

Primero que nada, si leéis esta carta, no os alarméis. Sentaros, calmaros y leer tranquilamente lo que os escribí. Me disculpo mil veces por tener que desaparecer y explicaros todo en estas condiciones. Espero sinceramente que aprobéis mi decisión, aunque sé que será muy difícil para vosotros.

Para comprender mejor lo que hay en mi alma, comenzaré por el principio. Hace unos años, una mirada fugaz cambió mi vida; si se le puede llamar vida a lo que estamos obligados a vivir aquí. En fin, me enamoré. Para no traer ningún inconveniente no deseado a nadie, no mencionaré su identidad, aunque, papá creo que se da cuenta quién es. Que sepáis que es un amor mutuo y verdadero. Un amor puro que en este país está condenado a perecer, incluso antes de nacer. Nos vimos y nos agradamos, este es nuestro pecado en este sistema injusto. Sin embargo, si nació, haremos todo lo posible para defenderlo.

Como bien sabéis, para nosotros los judíos, los marginados de esta sociedad bárbara, de momento no se prevé nada bueno en este país. Menos aún para nuestro amor, que es un crimen imperdonable en este estado inmoral, incluso mayor que ser judío. Aquí tenemos totalmente prohibido estar juntos y nosotros no podemos existir el uno sin el otro. No podemos separarnos y queremos vivir aún más, así que decidimos huir de este pantano de sufrimientos.

¿Por qué no os he contado todo antes, para que pudiéramos escapar juntos? Estoy seguro de que me habríais ayudado, pero no quiero comprometeros ni a vosotros ni a ella. Habría significado traer peligros adicionales y no deseados para todos. Tenemos suficientes ya sin eso. Consideramos que separados, tenemos más probabilidades de ver cumplido nuestro sueño a la vida.

Iros sin ninguna preocupación. En el momento que leáis la carta, nosotros estaremos de camino hacia nuestro futuro común. Espero sinceramente que todos tengamos éxito y de ninguna manera cambiéis vuestros planes por mi culpa; seguirlos exactamente al pie de la letra. Yo sé a dónde vais, y una vez que salgáis de aquí, os escribiré todo al detalle. Más tarde, quizás en un par de años, igual nos veremos.

¡Madre, te lo pido por favor, no llores! Tú me trajiste a este mundo y me enseñaste a ser como soy; ser bueno ante Dios y seguir mis sueños. Nosotros tenemos uno, que nos dejen vivir tranquilos en nuestro amor. Mientras en este país es un sueño utópico y no tenemos ningún futuro, estaremos condenados. Huimos con la esperanza de encontrar un lugar en este mundo rebelde contra el sentido común y las leyes de Dios. Queremos ser felices, eso es todo. No creo que sea un pecado.

Os lo vuelvo a decir, no os preocupéis por nosotros. Lo tenemos todo preparado y bien pensado. No somos los primeros y espero que tampoco los últimos de los que huirán de este país. Os ruego que no nos detestéis, que nos bendigáis y recéis por nosotros, así como nosotros oraremos por vosotros.

¡Os amo (amamos) mucho! ¡Buen viaje y que Dios nos ayude!

Vuestros: David y...

P.S: (Por el bien de todos, destruid la carta).

Metió la carta en un sobre y se dejó robado por los pensamientos. Estaba molido por sentimientos contradictorios. Se sentía extremadamente feliz, iba estar con Emma, en un futuro cercano, solo con ella y sin restricciones. Al mismo tiempo, estaba abrumado por una tristeza opresiva por dejar a sus padres a la buena suerte. Esta explosión interior le trajo en los ojos dos lágrimas juguetonas. Las secó rápidamente con la palma de la mano y se dijo: «Los hombres no lloran. Tengo que ser fuerte. ¿Qué tipo de llanto es este, un ojo llora de alegría y el otro de luto?». Sonrió de forma extraña, escondió la carta en el cajón y salió a ver si podía ayudar con algo por la casa.

A las ocho de la tarde estaban todos alrededor de la mesa. Solo faltaba el tío Marc, que debía presentarse en dos días con los visados. En la casa reinaba una atmósfera de ansiedad. Todos comían y miraban su plato, nadie hablaba. Una inquietud general se apoderaba de sus pensamientos; esta los estaba conquistando cada vez más.

El cabeza de la familia estaba atormentado por unas noticias desagradables, sentía que lo consumían por dentro durante meses: «Judíos a la venta a precio de ganga. ¿Quién los quiere? Nadie». Después de la conferencia de Evian el 13 de julio del mismo año, la mayoría de los periódicos alemanes escupían con frases horribles como estas: «Debates estériles en la conferencia de Evian sobre los judíos... nadie los quiere recibir14...». Jacob, no podía entender cómo se llegó a esta situación. Estas frases le conquistaban la existencia como lo hace un dolor de muela: cuando te agarra, solo en él piensas. El comportamiento de los nazis, de los ciudadanos alemanes, de los vecinos, al fin y al cabo, no lo asombraba ya hace mucho tiempo, pero del resto del mundo no esperaba tal cosa... Aquella vergonzosa conferencia le destruyó los últimos restos de tranquilidad espiritual. Estaba confundido y no sabía qué hacer. Vio todas sus esperanzas e ideales arruinados en un día. En aquel terrible día se pusieron todos de acuerdo en no ayudarlos, dejarlos en el foso de los leones. Hasta la conferencia vivía con la esperanza de que alguien les arrojara un salvavidas. No quería nada más que ser ayudado a salir a la superficie. No pensaba solo en él; se trataba de miles de personas inocentes, dejadas a la voluntad del ogro, y ellos, los políticos, seguían su rumbo establecido durante cientos de años: mucha charla y nada más. Fumaban, bebían y comían bien, luego volvían a empezar, y cuando había que tomar decisiones de las que dependían miles y miles de vidas, se encogían de hombros. «Dios, ¿qué mal les hicimos? ¿Por qué todos nos dieron la espalda?» pensaba el pobre Jacob con la mirada perdida en algún punto de la mesa, luego de lo cual, también él respondía en su mente. «Por otro lado, viejo Jacob, has pasado tiempo suficiente por esta vida para darte cuenta de que han hecho de la política un arte de la insensibilidad, una prostituta de los que tienen dinero y avaricia de poder. Necesitan un chivo expiatorio y en este momento nos han elegido a nosotros. ¿De los demás qué puedes desear? La gente se traga toda la propaganda de sus Gobiernos y se alegra de que no están ellos en nuestra situación. Si se les ha dicho que no merecemos ayuda, tal vez creen que así es. Mientras no sean ellos los proscritos, no pueden darse cuenta de que realmente necesitamos ayuda... Si Marc regresa con los visados, tal vez podamos salir de este maldito lugar, pero ¿qué harán los demás? ¡Dios, libera tu pueblo del cautiverio!...».

Jenny, la esposa de Jacob, estaba mucho más callada de lo habitual. Se encontraba muy preocupada; nunca había viajado más lejos que Francia, y ahora iban partir a otra parte del mundo. Para ella, Chile era sinónimo del fin de la tierra. Como verdadera esposa y madre, no podía evitar pensar en todos los peligros del viaje: si podrán salir de Alemania a salvo, si tendrán qué comer en todo el camino, si preparó la ropa adecuada para este éxodo forzado... Se preocupaba por todos, menos por ella. Ya no pensaba en sus sufrimientos, sufría por los demás. En aquel momento el propósito de su vida era salvar a su familia de las garras de Satanás y luego ayudar y a otros...

La tía Rita, la hermana de Jeannette, parecía la más preocupada. Su marido estaba en algún lugar lejano y le podía pasar cualquier cosa. La recorrían incluso los pensamientos más terribles. Uno de ellos era la posibilidad de que nunca volviera a verlo. Se veía que estaba muy afligida, aunque Marc intentó calmarla antes de irse: «No te preocupes, en Hamburgo no nos odian tanto como en otros lugares, estaré a salvo. Que sepas que me lo dijo el primo Joseph, así que no te preocupes. Regresaré sano y con las visas en regla. ¡Haz las maletas! Pone solamente lo más esencial...».

David los miraba a todos en silencio y se le rompía el corazón de dolor. Las personas que tanto amaba y que por lo general estaban llenas de vida, ahora estaban en la mesa sin vigor, tristes y miserables. A su vez, también estaba quemado por los pensamientos de los viajes: por un lado, lo consumía la idea de su viaje y Emma; y por otro, el éxodo de la familia.

El silencio ensordecedor solo era interrumpido por las cucharas que deslizaban suavemente sobre el fondo de los platos. Un fuerte traqueteo de cristales rotos sorprendió a todos. La fuente del ruido era una piedra que atravesó una ventana tocando un mechón del cabello de Jeannette. Siguiendo la trayectoria impuesta por una mano invisible, hizo añicos un jarrón de flores y fue detenido por una pared. Después del primero, a intervalos casi iguales, siguieron otro y otro. Parecía una lluvia ininterrumpida de meteoritos haciendo polvo todo a su paso. Jacob se levantó en un instante y cubrió a su esposa con su enorme cuerpo, luego la arrastró al refugio debajo de la mesa. Casi instintivamente, David hizo lo mismo con la tía Rita. Estaban acostumbrados, era la cuarta vez que alguien desde la oscuridad le rompía alguna ventana, y cada vez esperaban que fuera la última. Creían sinceramente que los autores de aquellas calamidades recapacitaran, se dieran cuenta que estaban atacando a personas inocentes. Estaban tan acostumbrados que nunca los odiaron, simplemente los creían las víctimas del régimen. Aquella noche, el 9 de noviembre de 1938, era otra cosa. Las piedras caían sobre ellos en grandes cantidades y eran arrojadas con un odio que no se ha visto nunca en aquella pequeña ciudad. Mientras toda la familia de Jacob estaba acurrucada y asustada debajo de la mesa, las piedras destruían todo lo que tocaban. Cuando cesó la locura del momento, se escucharon las voces de los culpables: «¡Estira la pata, carroña! ¡Fuera de Alemania! ¡Sara, haz las maletas! ¡Acaba con el perro judío!». Estas llenaban el silencio de la noche con todo tipo de expresiones inhumanas, salpicadas de risa bárbaras e hipócritas.

—¡Vamos, salid rápido y esconderos arriba, David y yo vamos a poner barricada en la puerta para que no entren en la casa! —ordenó Jacob asustado mientras salía de debajo de la mesa—. Este país se ha vuelto completamente loco.

David salió rápidamente de debajo de la mesa ayudando a su madre, mientras Jacob la ayudaba a Marta. Solo después de que todos salieron se dieron cuenta en qué condiciones se encontraba la habitación. Habían destruido todos los rincones: había piedras, cristales y comida por todas partes. Jenny al ver la casa de su familia destruida, el único lugar donde todavía se sentía segura, perdió el conocimiento. Al caer, se golpeó la cabeza con el borde de la mesa y se abrió una herida que inmediatamente empezó a sangrar. David la cogió rápidamente en sus brazos y se dirigió a Marta, mientras comenzó a subir las escaleras: «Tía, usted, traiga una toalla limpia, agua tibia y síganos. Tú, padre, tapa la puerta, yo inmediatamente vuelvo». Dejó a su madre en la cama al cuidado de su tía y bajó a ayudarle a su padre. Este trataba de hacer una barricada la puerta, pero en vano. Desde fuera la estaban destruyendo unas mazas laboriosas en manos fanáticas. Poco después, la puerta cedió y la sala se llenó de hombres con mazas, palos y barras de hierro. Alrededor de los brazos tenían envueltas unas esvásticas, estaba claro...

—¡H.H. y que mueran los judíos! —gritó uno, tras lo cual, se precipitaron todos sobre los hombres de la casa.

David cayó primero, logró ponerse en posición fetal, cogió la cabeza entre las manos y aguantaba la avalancha de pies que se derramó sobre él. Se le daba sin ningún remordimiento; estaban convencidos de que estaban extirpando un parásito que quería destruir su país. El que estaba cerca de Jacob se detuvo y vaciló por un momento. Se dio cuenta de que lo habían reconocido. Jacob cayó de rodillas con las manos en oración y lo miraba directamente a los ojos sin decir una palabra. Reconoció a su exempleado a quien solo le hizo bien y el cual ahora destruía su casa y golpeaba a la familia. En su rostro se leía una total decepción; era destruido, decepcionado y traicionado al mismo tiempo. Dos lágrimas temblaban en sus ojos, su respiración se hizo muy pesada y no veía nada más que la cara de quien había considerado antes un amigo. Entre sollozos, logró pronunciar unas palabras: «¿Por qué, Gunter, por qué?».

—¡No me mires así, parásito judío, eso es lo que eres! No te debo nada, entonces no sabía quiénes sois —contestó el chaval y le golpeó con toda su fuerza en plena cara. El anciano indefenso cayó al suelo perdiendo el conocimiento, pero no fue dejado en paz. Inmediatamente fue rodeado y golpeado sin piedad.

Cuando se cansaron de machacar a dos cuerpos inmóviles, comenzaron a destruir todo lo que encontraban por la casa. Pasaban de una habitación a otra con el mismo propósito. Cuando terminaron en la planta baja, subieron las escaleras en busca de nuevas conquistas. La puerta de la habitación donde estaban las mujeres se abrió de una patada. Marta, que estaba sentada en la cama, a la cabeza de su hermana enferma, se asustó y se puso de pie de un salto. Inmediatamente fue derribada al suelo por la palma del primer nazi que había entrado, el que derrumbó la puerta. Esta se arrastró hasta su hermana y la abrazó llorando. Rápidamente le cubrió la cara, temiendo que la golpeen también. Los de la raza superior destruyeron todo alrededor, las escupieron a ambas y las insultaron de todas las maneras, pero no las volvieron a tocar más. Bajaron cantando algo patriótico y antijudío. Al pasar cerca de David, que estaba tendido junto a las escaleras, le escupieron también y salieron orgullosos de sus hechos. Afuera, pararon para fumar y beber todo lo que encontraron en la casa. Después de arrojar las botellas vacías contra las paredes, desaparecieron en la oscuridad, cantando.

En la casa, primero se recuperó David. Le dolía todo el cuerpo y no podía abrir un ojo. Levantándose lento y sin fuerzas, trataba de averiguar qué había sucedido. Cuando vio a su padre tirado en el suelo, entre los fragmentos de cristales y lleno de sangre, corrió hacia él. Balanceándose, de un lado a otro, llegó junto a Jacob. Después de unos intentos fallidos este recuperó la conciencia, pero estaba muy débil. Inmediatamente quiso levantarse y subir las escaleras en busca de las mujeres. Trató de llamarlas pero no pudo, su boca y las cuerdas vocales estaban llenas de sangre seca. Había pasado casi una hora desde que la banda de los elegidos se había ido. Ayudándose mutuamente, llegaron arriba donde ambas mujeres se ahogaban en lágrimas. Jenny se recuperó y al ver todo destrozado, su hermana golpeada, estalló en un llanto incontrolable. Marta al ver a su hermana vuelta a la normalidad, también rompió a llorar de alegría, miedo, dolor y desesperación. Una explosión de sentimientos contrarios salía a la superficie en forma de lágrimas. Los hombres las encontraron abrazadas y llorando; Marta con el ojo amoratado y Jenny con la cabeza vendada y llena de sangre. Las mujeres cuando los vieron en qué estado entraron, apoyados uno contra otro y golpeados sin piedad alguna, se levantaron y se abrazaron todos en un círculo de sufrimientos.

Lloraban todos excepto David que no tenía lágrimas. Un fuerte dilema le rompía el corazón: dejar a sus padres e irse con Emma, o quedarse con ellos y dejarla sola en la noche llena de peligros. A sus padres no los podía dejar en absoluto, estaban completamente destrozados y necesitaban su ayuda. Habría querido avisar a su novia de alguna manera que no podía irse hasta que viera a sus padres a salvo, pero era imposible. Una vez sacados del foso de los leones podría haber escapado, pero en aquella situación era inimaginable. Sufría a causa de la impotencia que sentía más que por las heridas en todo el cuerpo. Tras ordenar un poco la habitación, dejaron descansar a los padres y empezaron, junto a Marta, a recoger los fragmentos de vidrio y los restos de objetos destrozados por toda la casa. Barricadaron la puerta destruida con la ayuda de la mesa de madera maciza y se fueron ellos a descansar un poco.

—¡Para aquí, esta es la última! —gritó Fritz señalando la casa de Jacob—. Nos quedan estos y podemos anunciar que tenemos una ciudad limpia de judíos.

El conductor se rio lleno de orgullo y sorbió unos tragos de la botella de coñac que sostenía entre las piernas, después de que se la pasó a Fritz. Este bebió también con una sed salvaje. Estaban muy borrachos, y atrás, en el camión, había cuatro más, ocupados con el mismo trabajo: vaciar las botellas de alcohol sacadas de casas y tiendas destruidas aquella noche.

—Para estos he preparado una sorpresa —continuaba expresando Fritz sus pensamientos—. En España, el año pasado, me enseñaron a hacer un juguete con el que los nuestros sacaban ratas comunistas de tanques o casas cuando ya no tenían granadas o algo más fuerte. Los sacaremos, como a unos parásitos que son, con fuego y humo.

—Como a ratones de campo —le interrumpió el conductor—. Cuando éramos pequeños, íbamos al campo a cazar ratones. Alguien metía un papel ardiendo en un agujero y los otros esperábamos junto a los demás. Cuando los dueños de la casa salían asustados por el humo, los atrapábamos y los convertíamos en leones. ¿Sabes cómo se hace?

—No —dijo Fritz sorbiendo con sed de su botella de coñac.

—Uno lo sujetaba de las patas traseras y otro la agarraba del pelaje y se lo tiraba hacia abajo. Le quitábamos la piel, sin ningún cuchillo. Se le desprendía todo menos el de la cabeza, tras lo cual lo dejábamos en el suelo, donde se arrastraban durante unos segundos hasta que morían. ¡Ahora no me digas que no hiciste eso!

—No, qué asqueroso eres —dijo Fritz con una náusea visible en su rostro—. ¡Bestia sádica, brutal canalla! Tengo ganas de vomitar, pero me gusta cómo piensas. ¿No teníais otro juegos, anormales?

—Tuvimos algunos interesantes con ranas o gatos, por ejemplo, ¿quieres escuchar? —respondió el chofer y sonrió con orgullo.

—¡No! ¡Cállate! Vamos a destruir esta guarida y vamos a dormir —dijo Fritz entusiasmado, golpeando la ventana que daba atrás, en el remolque del camión—. ¡Hemos llegado! ¡Bajaos, holgazanes, porque todavía tenemos un poco de trabajo por hacer! Llevaos también y la caja del rincón. Que no bebáis nada de allí, bestias, que se os quemarán los intestinos. Es shnaps barato, confiscado, mezclado con aceite para coches.

La noche resonaba de risas alcoholizadas. Seis hombres, atontados por los vapores del alcohol y la fuerza de la propaganda, se reían sin escrúpulos frente a la casa que estaban a punto de incendiar. Después de toda una noche de arrestos, por el bien de los arrestados, querían un espectáculo más fuerte. Los cerebros atolondrados exigían adrenalina y no les importaba para nada el destino de los de dentro.

—¡Escuchad! —resonó la voz ronca de Fritz sobre las risas de los demás—. Tomad una botella en la mano, encended el paño y arrojarlos por los agujeros de las ventanas. La puerta la dejamos libre para que tengan por dónde salir. De aquí los subimos al remolque y los llevamos al montón. Mañana si nos pregunta alguien por qué prendimos fuego a la casa, diremos todos que dispararon sobre nosotros. Vinimos a defenderlos y ellos empezaron a disparar, así que tuvimos que inventar algo para sacarlos de la casa sin pérdidas por nuestra parte. Una cosa más, si huyen por detrás de la casa, no hay problemas. Los atraparemos luego. No nos vendría mal tener una caza, así que no vigilad la parte trasera de la casa. Según los datos recibidos, adentro, debe haber cuatro personas en este momento, ¡así que adelante! —Después de terminar su monólogo, se rieron con ganas de nuevo y se reunieron alrededor de la caja para coger sus juguetes.

En casa, todos se encontraban reunidos alrededor de la chimenea. Estaban acostados sobre unos colchones junto al fuego, cubiertos con mantas. En las ventanas del salón, pusieron algunas alfombras para evitar el frío de la noche de noviembre. Después de que tomaron unas infusiones relajantes, el calor del fuego los calmó como un buen somnífero. Se adormecieron tan profundo por el agotamiento que no oían los gritos y las risas de la calle. El primero que se despertó fue David, cuando sintió muy caliente en las plantas de los pies; la manta con la que estaba envuelto estaba ardiendo. Abrió los ojos y vio que todo estaba en llamas. De las alfombras de las ventanas el fuego se extendió por las habitaciones y salía humo por debajo de todas las puertas.

De un salto se puso de pie asustado y comenzó a despertarlos a todos:

—Mamá, papá, tía, despertad que nos está ardiendo la casa, si no salimos rápido nos quemaremos también. Por el amor de Dios, levantaros —gritaba David mientras los sacudía violentamente y se ahogaba con el humo.

Los despertó uno a uno, pero estaban tan perdidos y cansados que no podía hacerles entender lo que estaba pasando.

—Este es el final —dijo Jenny, pero David la ignoró. Seguía empujándolos hacia la puerta y gritando—: ¡Salid más rápido, que si no, nos quemaremos vivos!

Cuando llegaron a la puerta, los empujó hacia afuera y recordó los documentos que había escondido en su habitación y sin los cuales no tenía ningún futuro.

—Alejaros de la casa, yo volveré en un momento —gritó tras ellos y regresó en la casa ardiente.

—¡No, David, no entres! ¡Vuelve, hijo! —gritaba la madre desesperada, y cuando lo vio desaparecer entre las llamas, se desmayó por segunda vez.

Jacob la agarró y cuando llegaron en la calle se dio cuenta quiénes eran los culpables del incendio. Estos se quedaron viendo la escena de la familia destruida. Marta lloraba tras su cuñado, Jenny yacía inconsciente sobre la hierba, Jacob se arrodilló junto a su esposa, llevó sus manos a la cabeza arrancando el cabello de la desesperación. Cuando Jenny abrió los ojos, ambos lloraban por David. El corazón materno lo entendió todo: su único hijo estaba adentro. Se levantó lentamente, miró a su alrededor y dijo ausente y casi en susurro:

—Este es el fin. Mi pequeño, tu madre no te dejará solo. ¡Estaremos juntos en el otro mundo si no es posible aquí! —Pasó junto a la gente de la Gestapo que la ignoró y entró en las llamas ardientes.

—Jenny —gritó su hermana y quiso correr tras ella, pero cuando llegó al umbral, dos policías la agarraron de inmediato y la tiraron al suelo.

—¡Jeannette, no hagas esto! —gritaba desesperadamente Jacob mientras se ponía de pie. Dio unos pasos hacia su esposa y cayó de rodillas. Una paliza en plena cara lo acercó a la muerte. Cayendo, se rompió la cabeza contra el duro asfalto. Lo dejaron así, inconsciente, tendido ahí mismo, respirando fuerte mientras se ahogaba en su propia sangre.

Todas las miradas estaban dirigidas a la casa que se derrumbaba bajo la abrasadora fuerza de las llamas. David y su madre estaban adentro.

—¡Esto es todo, se acabó la fiesta! —les gritó Fritz a sus hombres—. Vosotros dos quedaros en la escena del crimen, hasta la próxima disposición, el resto de vosotros cargad a estos dos en el remolque y nos largamos de aquí. Tenemos suficiente para hoy. Tú, saca el rifle oxidado de debajo de la silla de la cabina del camión y arrójalo a las llamas.

Después de tirar los cuerpos casi muertos en el remolque, subieron todos menos dos dejados de guardia y se fueron.

Subiendo rápido las escaleras, David sentía que se sofocaba. Ardía todo a su alrededor y apenas podía ver a través del humo. Llegado arriba quiso entrar en su habitación. Cuando abrió la puerta, una fuerte llama lo empujó a un lado. Se dio cuenta que no podía recuperar los documentos, la habitación donde creció estaba como un infierno en llamas. Por las escaleras no podía bajar porque se esparcían destruidas por el fuego. Irrumpió en una habitación que daba a la parte trasera de la casa. El fuego, sintiendo oxígeno, seguía sus pasos con una velocidad asombrosa, por lo que no tuvo más remedio que tirarse por la ventana. La abrió, se subió rápidamente al alféizar de la ventana y se arrojó lo más lejos posible de las llamas. Cayendo, se agarró de la rama del cerezo cercano. Esta se rompió y David cayó rodando entre las ramas hasta que se golpeó contra el suelo, extendido y boca abajo. Después de tanto golpes no podía respirar, y en ausencia del aire, parecía un pobre pez tirado a la arena. Solo sus labios se movían en busca del aire benéfico, pero era en vano; algo dentro de él se cerró y el oxígeno no podía penetrar hacia los pulmones. Sacaba un gruñido ronco y nada más. Poco a poco se recuperó y cuando logró ponerse de pie, empezó a derrumbarse la casa destrozada por fuego. Reunió sus últimas fuerzas y corrió hasta el final del huerto, donde comenzaba el bosque. No sabía lo que estaba haciendo ni hacia dónde corría, su cuerpo lo llevaba automáticamente lo más lejos posible de la casa. Tan pronto como llegó al borde del bosque, se quedó sin fuerzas. Atormentado y débil, cayó al suelo dormido. Hubiera sido un sueño benéfico y salvador de energía vital si hubiera sido en algún hospital cálido; pero fuera era el mes de noviembre.

Abrió los párpados, que parecían mucho más pesados de lo habitual, y se dio cuenta que no conocía el lugar. Estaba en una casa modesta y bien arreglada, hecha de madera maciza. Después de mirar alrededor por la habitación, vio una niña de nueve u once años de guardia a su cabeza. Esta, cuando lo vio despierto, saltó de la cama gritando lo más fuerte que podía: «¡Papá, papá, se despertó, se despertó!». Inmediatamente entró un hombre alto, de anchos hombros, con una barba larga y tupida, como la de un sacerdote ortodoxo. En una mano llevaba un plato de sopa caliente y en la otra un trozo de pan. En sus palmas tan grandes el plato parecía sacado del baúl de juguetes de la niña. Los colocó en un taburete junto a la cama y dijo seco, pero suavemente:

—¡Levántate y come! Tienes que salir de aquí, ¡te buscarán! Te esconderé en una antigua choza de caza, donde podrás recuperarte.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó David con voz perdida—. ¿Dónde estoy? ¿Qué le pasó a mi familia? Debo encontrarlos, ellos me necesitan...

—¡Come, partimos en media hora! Llevas aquí dos días. Nada más, las preguntas déjalas para luego —le interrumpió el desconocido a David, quien quería averiguar lo más posible—. ¡Ahora come rápido! Mientras estés aquí todos corremos peligro.

El desconocido salió de la habitación, y mediante la puerta entreabierta se veían dos ojitos azules y muy curiosos. David, después de un esfuerzo colosal, logró levantarse hasta quedar sentado, le dolía todo el cuerpo. Tragó unas cucharadas de sopa de pollo con la extraña sensación de que estaba comiendo brasas. Tenía todo el interior de su boca destrozado, lo que le provocaba un dolor y un escozor insoportables cuando la sopa entraba en contacto con las heridas. Apenas tomó unos sorbos y dejó la cuchara en el plato.

—¡Vístete! ¡Nos vamos de inmediato! —dijo el hombre arrojándole algo de ropa y agregó—: Te espero en cinco minutos fuera.

Unos minutos más tarde, David yacía en un carro de caballos, cubierto de heno. El destino de sus padres no le dejaba en paz y sus ojos se llenaron de lágrimas. Quería aullar de pena, dejar salir la explosión interior con un grito desesperado. Estaba listo para saltar del carro e ir en busca de los que le habían dado la vida, pero lo detenían aquellos ojos azules que lo han mirado a través de la puerta entreabierta. Los veía claramente fijados encima suyo y una voz como la de su madre le susurraba: «Descansa, hijo... no te preocupes... nosotros estamos bien... ya no sufrimos más...». Sin darse cuenta estaba entre dos mundos; aquella mirada angelical, la voz de su madre, el vaivén del carro y el olor de las hierbas secas calmaron su cuerpo débil y gravemente herido. Inmediatamente cayó en un letargo desierto y sin sueños.

Aquella noche del 9 de noviembre de 1938, iba pasar a la historia como «La noche de los cristales rotos». Lo peor era que no solo los habitantes de la pequeña ciudad, donde todos se conocían, se volvieron locos: se había vuelto loco todo un país. La familia Stein era una de las muchísimas familias que tuvieron que sufrir aquella noche. Miles de personas fueron detenidas, golpeadas, asesinadas, desaparecidas sin dejar rastro; comenzaba una nueva era.

Marc, al regresar de Hamburgo con visas para Chile, logró sacar a su esposa de las manos de la Gestapo. Intentó, con gran riesgo para su vida, sacar también a su cuñado, pero este le hizo jurar que lo dejarían en el país y que se irían ambos lo antes posible. El día 13 estaban ambos en el tren rumbo a Ámsterdam, donde los esperaba un carguero que los iba llevar al fin del mundo. Marta lloraba sin cesar, Marc intentaba calmarla, pero estaba con el corazón roto. La familia Stein estaba separada sin culpa alguna: el cuerpo de la madre yacía bajo los restos de la casa quemada, al padre que ya no tenía ninguna meta, se le extinguía la última chispa de vida camino a Dachau, mientras que David estaba exhausto, escondido en la casa de un desconocido. Tampoco se les hubiera pasado por la cabeza que en aquella noche maldita se iban a ver por última vez.

Damnare silentium

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