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EL MATRIMONIO...

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Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor.

I Corintios 13:13

Emma se quedó quieta y hacía todo lo posible para simular un sueño profundo y despreocupado. Habría sido perfectamente recibido si no hubiera recordado la noche del 9 al 10 de noviembre y el contenido de la carta en las manos de su padre. Intentaba con todas sus fuerzas parecer tranquila, mientras que por dentro estaba librando una terrible pelea. Sintiendo que, de un momento a otro, la iba perder, se aterrorizó tanto que escondió el rostro bajo el edredón y rompió a llorar frenéticamente. Realmente necesitaba un abrazo paterno, pero estaba avergonzada, no podía mirarlo a los ojos. Herman, su padre, sintiendo que era el momento, se levantó de su silla con la ayuda de la muleta que lo acompañaba a todas partes y, pegando su prótesis a la cama, se sentó junto a su hija.

—¡Emma, mi querida niña, cálmate! Estoy aquí, estoy contigo —dijo Herman entre lágrimas mientras levantaba suavemente el edredón del rostro de su hija. Pase lo que pase, que sepas que estoy de tu lado. Por favor, dime qué te molesta y te ayudaré en lo que pueda, y si lloras por la carta, que sepas que ni tu madre ni yo la hemos leído. Frederika ni siquiera sabe de su existencia. No se la mostré. La decisión es tuya, si quieres nos cuentas, si no, no. Si prefieres deshacerte de ella, la tiro al fuego de inmediato. ¡Dime algo, por favor!, no llores que me rompes el corazón de viejo padre.

—Tírala al fuego, papá, te contaré todo —respondió la niña entre hipos y sollozos.

El anciano se levantó pesadamente y cojeó hasta la chimenea. Arrojó la carta y un poco de leña al fuego, después de esto volvió a la cabeza de su hija enferma. Cuando se calmó un poco, Emma le contó todo sin olvidar detalle alguno, mientras Herman escuchaba cortésmente, con los ojos en lágrimas. Hasta entonces le parecía que había visto todo lo que pudo durante la guerra, pero en aquel momento, comprendió que no era así. La vida de su única niña había entrado en un torbellino de infortunios, y su impotencia al no haber podido ayudarla, le causaba un gran dolor paterno.

—Esto es, papá —continuaba la niña—, ahora estoy en la cama llorando, sin saber el destino de David. No sé qué le pasa, dónde está o si aún sigue con vida. Este estado de ignorancia me duele mucho, papá, me come por dentro. Ahora que lo sabes todo, dime, ¿qué debo hacer?

—Primero que nada, vamos a calmarnos —respondió el anciano secándose las últimas lágrimas—. Te voy a traer algo de comida, porque no has comido nada en dos días. A tu madre no le decimos nada, por lo menos durante un tiempo, porque parece que se está volviendo loca con toda esta propaganda. Ella te quiere mucho, pero de momento está un poco desorientada, como millones de conciudadanos. Se encuentra en una encrucijada y no sabe a dónde ir: por el antiguo y recto camino de la humanidad, o por el nuevo y terrible camino de este liderazgo actual. Le diremos que estuviste en una fiesta de estas vuestras, de las juventudes, de donde volviste con temperatura y sin fuerzas. No te dirá nada. Que sepas que descubriré qué le pasó a David, incluso si me costara la vida. Haré todo lo posible para un padre lisiado y un veterano viejo. Tengo un amigo del frente, que ahora trabaja en la policía. Ritter me ayudará sin demasiadas preguntas; si sabe algo sobre el destino del chico nosotros lo sabremos. —Besó a su niña en la frente y se fue a buscarle algo de comer.

Al día siguiente, al amanecer, Herman visitó a su amigo de las trincheras. Se conocían muy bien y tenían una gran confianza el uno en el otro. La guerra les enseñó a hablar directamente y al tema, sin estirarlo demasiado. Intercambiando algunas expresiones de cortesía, muy conocidas entre los veteranos de guerra, como, por ejemplo: «¿Como te va con tu salud? ¿Aún sufres de las antiguas heridas cuando cambia el tiempo? ¿Te sigue picando la pierna amputada? O ¿Te dejan dormir las pesadillas?». Se alejaron lentamente de las miradas curiosas para ir al grano. Una vez solos, sin hablar mucho, Herman le dijo que necesitaba su ayuda y que querría saber que le había pasado a la familia Stein. Ritter, sin realizar cuestionamiento alguno, comenzó a contar todo lo que sabía:

—El viejo Jacob fue enviado a Dachau, como miles de otros judíos durante este período. Jeannette, su esposa, se quemó viva en la casa, y su hijo David está siendo buscado. Parece que logró escapar. La noticia no es de las mejores si estas personas fueron tus amigos. Sus vidas fueron destruidas en muy poco tiempo, sin ninguna culpa. Herman, amigo mío, ten cuidado con quién hablas sobre estos temas. En los tiempos extraños que corren, solo por la pregunta que me hiciste puedes tener grandes problemas, y yo, por mi respuesta, aún más. Si hubiera sido otra persona en tu lugar, no le habría dicho nada. La gente ya no sabe qué es la amistad, está lleno de denuncias por doquier. Créeme, sé lo que digo. El marido chiva de su esposa, se chivan los hermanos, amigos, vecinos, personas que no se conocen. Algo terrible está sucediendo con nuestra sociedad. En el frente era mucho más sencillo, después de unos minutos de lucha feroz, sabías quién estaba a tu lado. En la vida civil, sin embargo, es muy complicado todo. Amigo Herman, té diré tonterías —continuaba su flujo de conciencia Ritter, mientras el interlocutor escuchaba con seriedad y sin interrumpirlo—. Extraño la vida en el frente. Ahora no creas que me he vuelto loco y no sé de qué estoy hablando. No echo de menos las matanzas sangrientas, a la suciedad, a las tripas por todos los lados, a los gases tóxicos en cualquier momento, al hambre, frío, enfermedades, ratas y barro, ¡no! Ten por seguro que las pesadillas no me dejan olvidar todas las barbaridades de la guerra. Echo de menos aquella seguridad en lo cercano, en la persona con la que compartes todo y puedes hablar lo que quieras, sin miedo a que te denuncien. La confianza que tengo en ti ya no la puedo tener en nadie, en estos inciertos tiempos. Hoy somos ciudadanos honorarios, mañana enemigos del pueblo, como la familia Stein. ¡Otra vez he cambiado de tema! No sé si te serví de algo, pero que sepas que estoy muy feliz por verte de nuevo y sano. Escuchaste mi monólogo sin decir nada, que sepas que te lo agradezco de todo mi corazón. ¡Me siento mucho mejor!

Hablaron un rato más como viejos amigos que eran, luego se dieron las manos y se separaron. El anciano veterano aceleró su paso mutilado para llegar cuanto antes a casa, donde lo esperaba su impaciente y enferma hija. Le traía una noticia relativamente buena: David había sobrevivido al pogromo, pero nadie sabía dónde estaba.

Sobre un lecho de tablas, en una choza abandonada, lejos de los ojos de la gente, sufría un joven. Le dolía todo el cuerpo: tenía algunas costillas rotas, no podía comer cómodamente a causa de su boca destrozada, un ojo casi no podía abrirlo en absoluto y estaba atormentado por pesadillas. El guardabosques y su hija le arreglaron la nueva casa, en la medida de lo posible, le dejaron algo de comida, encendieron el fuego, le prepararon una infusión y después de unas pocas instrucciones se marcharon. Al despedirse le prometieron que lo iban a visitar al menos una o dos veces por semana. La cabaña en la que lo dejaron, era muy pequeña pero cómoda: una cama, una mesita con dos sillas y un horno en un rincón eran todos los muebles. Sobre la mesa le dejaron: unas patatas y huevos cocidos, un pan casero, un trozo de carne ahumada y un cuchillo. Encima del horno, al calor, le dejaron una tetera llena de un líquido benefactor de hierbas. Abajo, cerca de la puerta del horno, colocaron una pila de leña para que le durara unos cuatro o cinco días. Al lado de la cama le pusieron un cubo de agua y una taza, para que no se levantara cuando tuviera sed. Cuando terminaron todos los preparativos, el hombre le estrechó la mano y le dijo que volverían pronto. El pequeño angelito lo besó fraternalmente en la frente, tras lo cual ambos desaparecieron en la noche.

Casi inmediatamente después de la partida de los rescatadores, David cayó en un sueño lleno de sufrimiento, un sueño que no le permitía descansar ni ganar fuerzas, por el contrario, lo atormentaba y lo dejaba exhausto. Primero se le proyectó una situación de la infancia. Estaba en el aula del colegio, cuando su compañero más travieso le regaló un trozo de cartón, que decía: «Billete a Palestina, de ida y sin regreso nunca»15. Miraba a sus compañeros confuso y asustado mientras estos lo rodeaban y gritaban sin el menor rastro de piedad: «¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!». Mientras los niños rugían a su alrededor, él se encogía continuamente y ellos se hacían más y más grandes. Alcanzó el tamaño de un botón e incluso los zapatos de los estudiantes le parecían enormes. Entonces el idiota de la clase levantó la pierna y con una risa satánica, lo aplastó como a un insecto. Inmediatamente, tras la oscuridad producida por la suela del zapato, se vio arrojado a otra dimensión donde estaba con Emma en una calle llena de personas, los cuales en lugar de hablar humano, ladraban. Emma estaba llena de moretones y sangre que recorría todo su cuerpo, y su ropa era solo harapos. Atado al cuello colgaba un cartel en el que decía: «Soy una cerda porque me junto con un judío»16. Los pequeños les arrojaban piedras mientras los padres ladraban cada vez más fuerte. Sus ojos estaban enrojecidos de odio y sus ladridos salían de bocas grandes y sonrientes, llenas de babas burbujeantes. Parecían bestias locas que se acercaban constantemente, e incluso habían empezado a rasgarlos. David abrazó a su novia tratando de llevarse la mayor cantidad de piedras y mordeduras posible. Sintiéndose impotente ante el inevitable final, le susurró a la chica al oído: «Emma, perdóname, no quería que nuestra relación terminara así, perdóname». En aquel momento, una piedra en la nuca lo trajo de vuelta a la cama de la choza; se retorcía en sudores y gritaba sin cesar: «¡Perdóname, Emma, perdóname!». Cuando recuperó la conciencia, recordó todo lo había sucedido en los últimos días. Se deslizó con dificultad desde el borde de la cama para caer de rodillas. Bajo la perturbadora influencia de las pesadillas y los acontecimientos recientes, comenzó a improvisar una oración: «Señor, no nos dejes...».

Desde otro lado del gran amor prohibido, Emma comenzó su vida diaria. Después de unos días en la cama, llenos de sufrimientos, lágrimas e insistencias paternas, el 15 de noviembre volvió a trabajar. El tiempo pasaba y ella no tenía ni idea del destino de David. Lloraba en su almohada todas las noches, recordando a su novio desaparecido. Lo peor era que no sabía qué hacer, de dónde ni cómo iniciar la búsqueda. Si su vida personal estaba en un gran estancamiento, entonces la vida política del país evolucionaba completamente al revés. Había entrado en un torbellino dramático que aumentaba su velocidad con cada día que pasaba, y «la noche de los cristales rotos» le fue un gran impulso. La caja de Pandora estaba arrojada en algún rincón del mundo, abierta y vacía, y todos los males recién liberados, tanto los imaginables como los inimaginables, buscaban silenciosamente a sus perpetradores, pisoteando la esperanza.

Una noche, sufriendo sin sueño, recordó el diario. Lo sacó del cajón de la mesita de noche y quiso empezar a escribir algo. Todas las ideas estaban bloqueadas en algún lugar por fuerzas invisibles. Las únicas libres eran las concernientes a David, sobre el cual no habría podido escribir nada, porque de inmediato se habría puesto a llorar. Se fue al armario y sacó del bolsillo de su abrigo un panfleto de propaganda nazi, que le fue entregado solemnemente en la calle, hace unos días, por un joven activista político. Aquellos mensajes satánicos, como los llamaba en sus diálogos con su padre, también un convencido antinazi, llenaban su mente de pensamientos e ideas ocultas. Algunas de las grandes cosas que Herman plantó en su mente, entre sus grandes agitaciones alcohólicas, fueron: el amor al prójimo, la semilla de la lectura y el poder de pensar por sí sola. Se sentó en la cama, desdobló el folleto y empezó a leer su contenido. Esperaba que el odio suscitado por su mensaje la hiciera olvidar sus propio problemas; no se equivocó:

«El 10 de noviembre de 1938, en el aniversario del nacimiento de Lutero, las sinagogas arden en Alemania»17. Nos cuenta el obispo de la iglesia luterana de Turingia, Martin Sasse, que en estos días difíciles, luchando contra los parásitos de la raza nórdica, no abandona a su pueblo. También nos recuerda lo que nos enseñó el gran padre espiritual, Martín Lutero. Ya en 1543, este nos advirtió con quién estábamos tratando y nos dejó las siguientes pautas para nuestra lucha contra estos gusanos venenosos de nuestra nación: Primero, sus sinagogas o iglesias deben quemarse. En segundo, sus casas deben asimismo ser derribadas y destruidas. En tercer lugar, deben ser privados de sus libros de oraciones y del Talmud, en los que enseñan tanta idolatría, mentiras, maldiciones y blasfemias. En cuarto lugar, sus rabinos deben tener prohibido, bajo pena de muerte, enseñar jamás. La furia de Dios contra ellos es tan grande que están cada vez peor. ¿Quién les impide a los judíos volver a Judea? ¡Nadie! Les proveeremos todas las provisiones para el viaje, para vernos por fin libres de este repulsivo gusano. Para nosotros, ellos son una grave carga, la calamidad de nuestra existencia. Son una peste enclavada en nuestras tierras. Yo les arrancaría la lengua de la garganta18.

¡Queridos compatriotas! ¿Qué pasa en nuestros días? Tenemos los mismos problemas de cuales nos advirtieron hace unos cuatrocientos años. Si nosotros no las vemos, nuestros líderes lo hacen por nosotros: «Todos queremos deshacernos de nuestros judíos, pero el problema es que ningún país quiere recibirlos». Nos dice Joachim von Ribbentrop. Nuestro gran Führer, que nos advierte durante muchos años, está muy sorprendido de lo que está sucediendo en torno al tema: «Es un espectáculo vergonzoso ver cómo todo el mundo democrático rezuma simpatía por el pobre atormentado pueblo judío, pero al mismo tiempo permanece insensible e inflexible cuando se trata de ayudarlos». Terminaremos con una cita del periódico Schwarzen Korps, del 24 de noviembre 1938, poco más tarde de nuestro gran despertar. Citamos: «Vamos a llevar el problema judío a su solución total. El programa es claro. Reza así: ¡Segregación total, separación total!, ¿qué significa esto? No solo la exclusión de los judíos de la economía nacional. ¡Significa mucho más! No cabe ni siquiera imaginar que un alemán siga viviendo con un judío bajo el mismo techo. Por tanto, los judíos deben ser expulsados de nuestras viviendas y de nuestros barrios, y llevados a determinados tramos de calles o bloques de casas, de modo que se concentren entre sí y tengan el menor contacto posible con los alemanes. Hay que marcarlos y cuando obliguemos —lo cual resultará necesario— a los judíos ricos a mantener sus correligionarios pobres, todos juntos, sucumbirán a la delincuencia. Así pues, en el proceso de la evolución nos hallamos, por tanto, en la dura necesidad de desarraigar el informado judío, de la misma manera que en nuestro Estado de derecho nos obligamos a desarraigar a los criminales con fuego y espada. El resultado sería el fin real y definitivo del judaísmo en Alemania, ¡su exterminio total19!».

¡Ha llegado el tiempo de los hechos! ¡Recuerda, pueblo alemán, tu futuro depende de ti y de tus acciones!

Después de leer la pequeña obra Lavadora de cerebros, Emma apenas pudo evitar llorar. Veía tanto a su novio, como a miles de personas inocentes en una situación desesperada. Recordó al mítico Sísifo empujando su piedra colina arriba sin interrupción. En su versión, una moderna, este, en la cima, habría necesitado un poco de ayuda de los lugareños. Tenía que encontrar a alguien que le ponga unas cuñas alrededor de la piedra, para no dejarla caer en el valle. El resultado de las expectativas era todo lo contrario. La cima de la colina estaba rodeada de alambre de púas, y los lugareños estaban de espaldas hablando entre ellos cómo ayudarlo. No reaccionaban de ninguna manera a los terribles gritos de desesperación del pobre.

Este, quedado sin fuerzas, dejaba caer su piedra en el valle, y el camino a por ella se volvía cada vez más peligroso.

¿Cómo podemos ser tan ingenuos como para volver a caer en las mismas trampas de la historia cada vez? ¿Cómo nos olvidamos tan rápido de los ideales humanos y nos convertimos en creyentes manipulados frente a personas visiblemente trastornadas? ¿Cómo podemos olvidar las enseñanzas del verdadero Pastor y seguimos como las ovejas a la peor? ¿Quién, de los miles que leerán este panfleto, se preguntará quién fue Lutero y quién es Hitler, cuál es el propósito de esta propaganda? ¿De verdad nuestros católicos (especialmente ellos) han olvidado quién era Lutero? ¿Han olvidado cómo a causa de este «borracho perverso» murieron miles de personas inocentes incluidos miles de pobres agricultores alemanes? Quién dijo, si no él, que: «El papa es el apóstol del diablo y enemigo de Jesucristo... La universidad de París es la maldita sinagoga del diablo, una puerta directa al infierno... Mis labios son los labios de Jesucristo, mis palabras son las palabras del Salvador». Nuestro «líder» actual nos dice continuamente que está cumpliendo la misión del Señor. ¿De verdad no ve nadie que son unos impostores? Estos pobres no aman nada más que su autoridad, por lo que no pueden cumplir la misión de Dios en la tierra de ninguna manera. ¿Por qué nadie recuerda: 1 Juan 4:20, Mateo 18:21, 5:22, 39, 44 del Sermón de la Montaña? ¿Por qué ninguno de ellos cita la definición del amor dada por el apóstol Pablo en la primera epístola a Corintios 13:4-9? ¡Aquí, por favor, perdóname! Sin estar segura de la supervivencia de la Biblia a las intervenciones humanas, te citaré la parte sobre el amor; es muy hermosa. Te dejo las otras menciones y espero que las conozcas, o aún las puedas encontrar. Si ya no las tenéis lo siento mucho por vosotros. Cito: «4. El amor es paciente, es bondadoso; el amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso, no es arrogante. 5. No se porta indecorosamente; no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal recibido. 6. No se regocija de la injusticia, sino que se alegra de la verdad. 7. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. 8. El amor nunca dejará de ser; pero si hay dones de profecía, se acabarán; si hay lenguas, cesarán; si hay conocimiento, se acabará. 9. Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos»20. Terminé la cita. Entonces, ¿qué puede ser más hermoso que el amor?

Primero nos olvidamos de la historia, luego olvidamos quiénes somos, y cuando no sabemos a dónde ir, vamos a por los falsos profetas. Una vez más estoy quemada por muchísimas preguntas... ¿Nosotros, los católicos no deberíamos guiarnos por la Biblia?, ¿por qué necesitamos tanta sangre y sufrimiento? Si ya no quemamos brujas, ¿por qué necesitamos otros sacrificios?, ¿quién los pide? ¡Nadie! Los inventamos solos. ¿Por qué colaboramos con el régimen, dándole información sobre los que no pertenecen a la Iglesia? ¿Quién le ayuda a marcar y aislar a «Israel» y a «Sara»?21 ¿Quién me quitó a mi Israel y dónde escribió la última frase casi inconscientemente? Cuando se dio cuenta lo que estaba escribiendo tiró el diario, como si la hubiera quemado, dejando la frase sin terminar. Se levantó de la cama y caminó por la habitación hablando en susurro: «Tengo que ser fuerte, David me necesita, tengo que encontrarlo, tengo que...». Cuando se calmó un poco, levantó el diario, cortó con cuidado el folleto para que entrara justo en dos páginas y lo pegó sobre lo que había escrito. Debo tener cuidado, ahora no puedo dar ningún paso en falso, David me necesita, y sin él no tengo por qué vivir, pensaba Emma mientras se metía bajo el edredón.

Era un día caluroso de julio. Habían pasado más de ocho meses desde que había visto a David, pero ya sabía que estaba bien. Incluso habían intercambiado algunas cartas llenas de amor y añoranza. Durante cuatro meses y medio no había sabido nada de su destino. Hasta mediados de marzo, cuando un desconocido pagando su consumo, le deslizó una pequeña carta diciéndole que solo ella escuchara: «Es del que estás buscando». Estaba tan asustada que no la abrió hasta altas horas de la noche, después de encerrarse dentro del bar. Las palabras: «Estoy bien», la devolvieron a la vida, le dieron un propósito. Después de aproximadamente una semana, comenzaron una correspondencia, a través del desconocido. Más o menos una vez al mes, le traía una carta de David y tomaba una de ella. Ahora le estaba esperando impaciente y no podía imaginarse cómo habría podido fallar.

Estaba pensativa, con la mirada en ninguna parte, cuando una discusión le llamó la atención. En una mesa se encontraba sentada una señora de unos sesenta años, con un hombre aproximadamente de la misma edad. Eran los típicos clientes que bajaban del tren y entraban en su bar a comer o beber algo, antes de retomar su marcha. La mayor parte del tiempo entraban por primera y última vez. La señora parecía un poco sorda, hablaba bastante alto, como una persona que no oye y le parece que los demás tampoco pueden. En el bar, solo había unos tres hombres, por lo que se escuchaba bastante bien, especialmente las palabras de la dama. Hablaba de política y se veía bastante claro que no estaban de acuerdo. En un momento dado, la mujer le dijo a su compañero: «Que sepas que Mussolini tiene más sentido político en una bota que Hitler en el cerebro»22. La fuerte voz de la mujer resonó por todo el bar. Inmediatamente se produjo un silencio inquietante. Callaron todos asustados de algo invisible, pero presente en todas partes. Tenían razón, pasaron menos de diez minutos y entraron dos hombres que se identificaron como Gestapo. Invitaron a la mujer a acompañarlos y se la llevaron. Emma se quedó helada de miedo. Sabía muy bien lo que pasaba a su alrededor, pero no esperaba tal cosa en su café. Además de los dos hablantes, había solo caras conocidas. Este hábito con las personas presentes le daba una falsa confianza, de la que se dio cuenta que tenía que deshacerse de inmediato. Si querían sobrevivir en aquel mundo deberían tener mucho cuidado. Estos hechos la devolvieron a la cruda realidad, le mataron sus últimos vestigios de romanticismo. Se quedó asustada rezando mentalmente para que no apareciera el desconocido cartero, aunque este aparecía siempre antes del cierre. En aquel momento casi no había clientes y los restantes estaban borrachos.

El guardabosques no apareció hasta unos días después. Dejó la carta, como de costumbre, y se alejó apresuradamente llevándose la correspondencia de la chica. Unos minutos más tarde, después de su desaparición en la oscuridad, Emma echó diplomáticamente a sus últimos clientes y se encerró dentro. Abrió rápidamente el sobre y leyó todo sin aliento. Aquella carta traía algo nuevo. Aparte de sentimientos, añoranzas y frases románticas, tenía el día y el lugar del encuentro:

«... te extraño tanto que ya no soporto esta salvaje soledad en el medio del bosque. Si encuentras una forma segura, ven el domingo a las diez de la mañana a nuestro árbol. Allí donde nos hemos visto varias veces antes, en tus días libres. Yo estaré allí esperándote».

La alegría de Emma era indescriptible. Por fin volverían a verse. Conocía muy bien el lugar descrito anteriormente, estaba en lo profundo del bosque, junto a un árbol viejo derribado por los años y alguna tormenta implacable. Incapaces de encontrarse como una pareja normal del mundo civilizado, en un parque o un cine, tenían que atravesar kilómetros enteros, en el reino de los animales salvajes, para poder estar tranquilos. Solían quedarse durante horas, sentados en la hierba fragante, sentados en el tronco del árbol caído, confesando su amor.

A lo lejos se escuchaba el reloj de la iglesia católica anunciando las ocho de la mañana. Una joven de penetrantes ojos azules caminaba apresurada, casi corriendo, por un camino rural. Era muy hermosa, especialmente con su vestido de verano de un azul verdoso que acentuaba el color de sus ojos. El sol subía lentamente por la escalera celeste, destacando las innumerables especies de flores, tanto en los campos como las margaritas en el vestido de la chica. Un círculo negro brillaba en su cabello dorado que caía sobre su espalda. Aparte de aquellos dos centímetros de su altura, no le faltaba nada para ser denominada la mujer perfecta en la tan codiciada raza pura del nuevo régimen. Emma, sin embargo, no pensaba en tal cosa. Tenía prisa, quería llegar lo antes posible al lugar de encuentro para ver a su novio. No lo había visto en casi diez meses, estaba muy emocionada.

Cerca del árbol en cuestión, al cual llegó casi una hora antes de lo establecido, caminaba de un lado a otro emocionada e impaciente, sobresaltado por cada sonido desconocido del bosque. De repente, hubo un crujido más fuerte y mucho más cercano. Se volvió espantada hacia el lugar de donde salía aquel sonido y se asustó aún más. De entre las ramas secas del árbol caído salía lentamente un hombre del bosque: debilitado y lleno de pelo, tanto en la cabeza como en la cara, y su ropa parecía como en un espantapájaros.

—No tengas miedo, Emma, soy yo, David —dijo con voz familiar desde el espantajo salido de las ramas.

El corazón de la chica se rompía de dolor al ver cómo llegó el hombre del que una vez se había enamorado. Para que no se diera cuenta de su mirada llorosa, lo abrazó rápidamente, besándolo por toda su cara.

Estaban en el pequeño claro junto al tronco del árbol cortado por el tiempo, abrazados y llorando. Se besaban incesantemente, incapaces de saturarse el uno del otro. Parecían arrancados de un cuento de hadas, dos jóvenes locamente enamorados, abrazados en el medio del bosque y besándose sin parar al son de la música de los pájaros. Finalmente, la bella y la bestia eran felices en su mundo marginal, en algún lugar lejos del humano. Por unos momentos olvidaron dónde estaban y por qué. Eran felices...

El tiempo corría acelerando los eventos y el autoproclamado mundo moderno se había vuelto loco. Estaban anexados y divididos los países, los gulags y los campos de concentración crecían como los hongos después de la lluvia, y un odio general flotaba en el aire reuniéndose como las nubes antes de la tormenta. Para ocultar esta aversión mutua, los estados firmaban todo tipo de tratados de no agresión y paz. Pretendían creer en el poder de la firma. La realidad era otra: quien no tiene Palabra puede firmar cualquier pacto, lo violará sin escrúpulos. La Palabra estaba en ruinas.

Nuestros jóvenes llevaban más de un año desde que comenzaron a quedar en el bosque. En verano y primavera, se veían unas dos o tres veces al mes. En otoño y en invierno, a menudo no se veían apenas. Eran felices a su manera, se acostumbraron a apreciar cada momento que pasaban juntos. Después del gran fracaso de la fuga de Alemania, ya no hacían grandes planes. Soñaban con un futuro mejor, como cualquier persona normal, pero también habían aprendido a vivir en el presente. Emma ya sabía dónde vivía David y cuando iba se sentía como en su casa. Le llevó ropa de su talla que había conseguido, también comida y de vez en cuando le cortaba el pelo. En sus días libres, cuando podía visitarlo, salía de casa muy temprano y siempre por las carreteras fuera de la ciudad. Si se veía con algún curioso, le decía que iba a casa de su tía, a su madre que frecuentaba la juventud hitleriana, y su padre sabía la verdad.

El agosto de 1940 estaba llegando a su fin, dejando que el otoño despegara lentamente sus tonos ocultos. Toda la naturaleza se beneficiaba de la fuerza benéfica del sol, excepto la gente, que vivía cubierta por un odio inmenso. Emma se apresuraba a salir del mundo humano y caminaba por el bosque hacia la cabaña de su amor. No la había visto desde hacía una semana, pero parecía que había pasado una eternidad. Como de costumbre, en su bolso no se ausentaba la comida. Generalmente lo abastecía el guardabosques, pero ella tampoco se iba con las manos vacías; siempre le llevaba algo. Tenía prisa y estaba emocionada; esta vez algo nuevo la molestaba, había tenido una pesadilla que le produjo un cortocircuito en algún lugar de su personalidad. No se despertó la misma chica ingenua y locamente enamorada, insegura y que no sabe lo que quiere. Al llegar a la modesta casa, besó a su novio, puso su bolso sobre la mesa y sin dejar que él dijera una palabra, dijo:

—¡Vámonos a nuestro manantial, tengo que decirte algo muy serio! —Lo cogió de la mano y salieron fuera, yendo hacia el lugar donde a ambos les encantaba estar acostados, escuchando el sonido del agua y los trinos de los pájaros.

—Según lo sabes —comenzó Emma, sentada junto al manantial—, desde febrero nuestro pueblo está deportando familias enteras de judíos. Nadie sabe cuánto durará esta situación ni cómo terminará. Nosotros teníamos nuestros planes que fracasaron por completo, así como los de tu familia, de los que me sigo lamentando. Tú me pediste la mano, antes de aquella noche fatal y yo acepté...

—¡Cariño! —intentó David decir algo, pero la chica le puso un dedo en los labios.

—¡Espera un minuto, déjame terminar, por favor! ¿Dónde me quedé? ¡Ah, sí! Matrimonio... Teníamos unos grandiosos planes, llegar a Holanda y casarnos, pero no fue así. Anoche tuve un sueño, en el que alguien me dijo que debíamos casarnos. Como no podemos encontrar un pastor, nos casaremos solos, bajo la mirada del que nos creó. ¡No me mires tan asustado! Significa mucho para mí. Quiero que vivamos como marido y esposa el resto del tiempo que nos está escrito estar juntos. ¿Estás de acuerdo, cariño?

—Sí, Emma —dijo David emocionado—. Pero cómo...

—Juramos para nosotros, uno frente al otro, y esto es todo. Ni a mi ni a ti no nos importa las diversas religiones organizadas. Sabemos muy bien que el Creador es uno para todos los alientos. Tú eres judío, yo soy católica; rompamos las fronteras y atémonos frente al Universo. Quién sabe cuánto nos queda, tenemos que apurarnos —le dijo Emma besándolo—. Déjame hacer los anillos. —Tomó dos briznas de hierba, de las que hizo dos pequeñas coronas—. Estos serán el símbolo de nuestro matrimonio hasta que podamos ponernos anillos reales. ¡Levántate!

Ambos se pusieron de pie y la chica dijo:

—¡Empezaré yo! Veo que te pillé por sorpresa. Escucha y recuerda, ¿de acuerdo?

David asintió en silencio, pero con una sonrisa de felicidad que no podía ocultar. Emma continuaba su ceremonia:

—David Stein, ¿amas a Emma Muller para jurarle amor, fidelidad y todas las otras...?

—Sí —respondió este—. ¡Juro amarla, serle leal y vivir solo para ella!

—¿La amarás mucho?

—Muchísimo, más que a mi vida —dijo David y la besó.

—¿Estás de acuerdo en tomarla como tu esposa, cuidarla, protegerla para bien o para mal hasta que la muerte os separe?

—Sí —dijo David solemnemente—. Lo juro ante nuestros testigos, este manantial y los pajaritos que nos cantan.

—Está bien —dijo Emma felizmente—, ahora pregunta tú.

—Emma Muller, ¿amas a David Stein, para poder jurar que serás suya y solo suya?

—¡Sí, juro ser solamente suya y vivir solamente para él!

—¿Aceptas tomarlo como marido, cuidarlo, ser la madre de sus hijos, amarlo para bien o para mal hasta que la muerte os separe?

—Sí, estoy de acuerdo —dijo Emma derramando dos lágrimas de felicidad—. Juro ante nuestros testigos que te amaré toda mi vida, hasta la muerte, solo a ti. Ahora nos ponemos los anillos y nos besamos como marido y mujer.

Se pusieron los aros de hierba, se besaron apasionadamente y se sentaron felices escuchando los sonidos del bosque. Estaban tan felices como si acabaran de casarse de verdad. Pero lo que pasó, se lo tomaron muy en serio.

—Que sepas, que hoy me quedaré contigo —dijo Emma, un poco tímida—. Quiero que tengamos nuestra primera noche, como todos los recién casados.

David permaneció en silencio, esbozando una sonrisa, mientras pasaba los dedos por el cabello de la chica.

El día pasó rápidamente, esperando emocionados la noche. Después de la boda estuvieron sentados mucho tiempo junto al manantial, luego caminaron por el bosque, casi en silencio y tomados de la mano. Al mediodía comieron algo rápido, y cerca de la noche hicieron una especie de limpieza general en la cabaña. Ambos parecían estar tranquilos y muy ocupados, pero en realidad eran dos volcanes emocionales, que a medida que se acercaba la noche, intensificaban continuamente su presión interior. Hasta entonces no se permitieron nada más que unos besos fugitivos. El amor siempre estuvo por encima de los instintos animales y los hizo usar guantes de algodón entre ellos. Pero ahora estaban casados. El momento que ambos habían esperado, en completo secreto, había llegado. Sus almas se llenaron de un miedo incomprensible, un miedo hermoso e inquietante del desconocido soñado. La falta de experiencia los hacía muy torpes y bastante vergonzosos cuando dejaban caer alguna palabra sobre lo que estaba por venir...

Cuando llegó la noche, todo estaba listo. La habitación brillaba, y encima de la mesa había una botella abierta de gewurztraminer, tomada por Emma del bar. Junto, en tres platos, estaban cortados: una barra de pan, unos huevos duros, unas patatas cocidas, un trozo de salchicha, un tomate y un pepino. Cerca de la pared había un chocolate y una vela encendida en un vaso con avena. Se acercaba la hora del banquete después de la ceremonia. Ambos estaban muy ocupados y llenos de hermosas emociones; David encendió el fuego para darle otra fuente de luz a la fiesta, y Emma preparaba la mesa cambiando continuamente los platos de lugar. La luz de la vela y el fuego del horno abierto le daba a la habitación un ambiente de cuento con todo tipo de sombras fantásticas bailando por todas partes, y el crepitar de la leña ardiendo imponía el ritmo.

En un momento dado, no tenían nada que hacer y no podían esquivarse más las miradas. Después de sentarse a la mesa en silencio, David sirvió un poco de vino en una taza y un vaso de cristal grueso. Brindaron sonriendo y aunque ninguno de ellos era bebedor, bebieron de un sorbo hasta el final. Se quedaron en silencio sin tocar la comida. David sirvió otra ronda, después de que no quedó casi nada en la botella. Emma tomó unos sorbos del licor semidulce, dejó el vaso sobre la mesa y se levantó tomando a su novio de la mano. Lo besó en los labios y sin ninguna palabra comenzó a quitarse su poca ropa de verano. David con nervios hizo lo mismo y después de unos momentos, se quedaron desnudos uno frente al otro con las miradas en el suelo. Parecían dos estatuas de la antigua Grecia que cogieron almas y, desorientadas, no sabían qué hacer a continuación. El desconcierto no duró mucho, los efectos afrodisíacos del alcohol, duplicados por el calor del fuego, libraron los instintos tan bien resguardados hasta entonces por el poder respetuoso del amor. Emma tomó su mano y la colocó sobre su pecho excitado, luego de lo cual juntaron sus labios en un baile frenético. David la levantó en sus brazos y la puso con cuidado en el lecho nupcial. Poco a poco, sus torpes movimientos se fueron convirtiendo en un baile de movimientos perfectamente coordinados, tiernos y suaves, que todos repiten desde que existe el amor. Las manos y los pies serpenteaban alrededor de sus cuerpos desnudos, y sus labios se ataban en agradables nudos. En un momento dado, después de tanta pasión vertiginosa, se convirtieron en uno. Emma se sobresaltó y viendo que David la miraba a los ojos con una especie de miedo, susurró:

—Continúa... —Después de lo cual cayeron ambos en un mundo completamente nuevo, desconectándose de todo, menos de la pasión...

Cuando regresaron al presente, ambos estaban acostados en la estrecha cama, cada uno mirando hacia un punto en el techo: ella con la cabeza en el brazo de su novio y ambos en silencio. Estaban tan felices que las palabras se volvieron inútiles, habrían arruinado la grandeza del momento. Así se durmieron: en silencio, bajo la música de los grillos y el crujir de la madera del fuego que se debilitaba cada vez más.

Damnare silentium

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