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LA PARTIDA

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Tarde tarde tarde, tardía hora, tarde demasiado tarde y podrido año; viento enemigo, mar amargo, cielo gris, triste triste triste6...

T. S. Eliot - ***

El 9 de noviembre de 1938 pasaba muy lento y opresivamente. Emma, sin ningún deseo, tuvo que ir a trabajar. Allí, al cabo de unas horas, bajo el pretexto de que se sentía mal, pidió permiso para irse a casa. Dijo que tenía temperatura y que se quedaría en la cama unos días; seguía los planes preestablecidos. Se pusieron de acuerdo con David en no decírselo a nadie, simplemente desaparecer. En aquellos tiempos de delatores fanáticos, este plan parecía el más seguro. No podían deshacerse de la sensación de que la gente ya no controlaba sus acciones, se habían vuelto completamente locos: se denunciaban entre personas desconocidas, se denunciaban vecinos, esposas, parientes, se denunciaban hasta los perros, por eso eran muy cautelosos. Una atmósfera incomprensible y extraña flotaba en el aire, intensificándose continuamente por todos los lados. Tanto Emma como David se enfocaban en la partida secreta y no querían observar nada más de todo lo que sucedía a sus alrededores.

El 7 de noviembre, en París, se produjo un atentado muy conveniente para los nacionalsocialistas. El joven judío Herschel atacó al diplomático alemán Ernst von Rath, que murió dos días después, a «causa de sus heridas». La máquina de propaganda nazi se alimentaba y ganaba fuerzas de tales iniciativas. Aclamaban por lo alto que fue un ataque organizado por parte de los judíos internacionales contra el pueblo alemán. Este último se tragaba toda esta basura propagandística, aumentando progresivamente su odio hacia el pueblo elegido como chivo expiatorio. La situación de los judíos en la nueva Alemania se estaba volviendo cada vez más difusa. Sin embargo, nuestros jóvenes, aunque estaban involucrados directamente en este ataque informativo, quedaban lejos de la actualidad del momento. Vivían en un mundo paralelo e imaginario; estaban enamorados y contaban las horas hasta el gran éxodo personal.

Los padres de David tampoco se quedaron con los brazos cruzados; esperaban que se les llamara desde Hamburgo, para actualizar sus visas para ir a Chile. Por supuesto, ellos no sabían nada acerca de los planes de su hijo y planeaban la emigración para la familia completa. David tenía la intención de dejarles una carta, deseándoles buen viaje y pidiéndoles que partieran sin él. Las explicaciones iban a impresionar por una ausencia casi total. En lo que puso más énfasis fue en que no lo buscaran y que no se preocuparan; sabía hacia dónde se dirigían y más tarde, cuando fuera un hombre libre y pudiese, los encontraría y daría cualquier explicación que ellos necesitaran. Los padres de Emma, al ser arios, no corrían peligro directo. Ella iba a dejarles una carta en la que les iba explicar, en la medida de lo posible, todo lo sucedido. Las nubes de la política nazi amenazaban con desatar una tormenta sin precedentes, y los jóvenes enamorados contaban las horas hasta la partida.

Se esperaba que el día previo a la salida fuera largo y sofocante. Emma no quería ver a nadie, por eso inventó una simple enfermedad y se evaporó del trabajo. Al entrar en casa, rápidamente besó a su madre que estaba dando forma a algo en el salón, también besó al padre que estaba leyendo un periódico no muy alejado y con el pretexto de una migraña se fue a su habitación. Después de acostarse en la cama, comenzó a soñar con los ojos abiertos, mirando al techo. Se imaginaba su vida feliz en Holanda. Veía a David, la cabeza de su nueva familia, regresando a casa del trabajo por la noche. Inmediatamente estaba rodeado por tres niños: uno más hermoso que otro, y él, aunque estaba muy cansado, se veía feliz y jugaba con ellos. «Dejad a vuestro padre en paz, traviesos», les decía ella con una sonrisa en su rostro, besándolos uno a uno. «Jugad fuera, vuestro padre está cansado y hambriento». Los niños salían ruidosamente, después de que David los besara y ella ponía sobre la mesa los platos preparados con tanto amor y cariño. «¿Vosotros comisteis?» preguntaba David, y solo después de que ella respondiera asintiendo con la cabeza, comenzaba a comer. Mientras él cenaba con ganas, Emma le contaba cómo habían pasado el día, tanto ella como los niños. En un momento dado, entraban los tres en casa, con la pequeña llorando y agarrándose de las rodillas. David se levantaba de la mesa, la cogía en su brazos y le besaba la rodilla. Emma se acercaba y seguía su ejemplo, después de que la pequeña dejaba de llorar. Estaban tan felices todos...

Soñando así con los ojos abiertos, ni siquiera se dio cuenta de cómo se quedó dormida. Eran las dos y media y ella dormía enamorada, vestida y sin ninguna preocupación. Se hundió directamente en un letargo profundo y sin sueños del que se despertó asustada, sin saber dónde estaba, qué hora era ni cuánto tiempo había dormido. Afuera era de noche, así que saltó de la cama, miró rápidamente su reloj para ver si no llegaba tarde al tren y exhaló un suspiro de alivio. Eran las nueve y cuarto y le quedaban algunas largas horas. Se calmó lo más que pudo y comenzó a ordenar sus pensamientos; qué tenía que hacer y en qué orden. «Antes que nada, tengo que escribir la carta para los míos y que no se preocupen después de mi desaparición», pensó Emma. La hoja de papel y el sobre estaban preparados sobre el escritorio desde hacía varios días. Mientras Emma comenzaba su carta, la calamidad racista del país adquiría proporciones inimaginables.

Queridos padres:

Si encontráis y leéis la carta, significa que ya me estáis buscando. Primero, sentaos. Papá, dale a mamá un vaso de agua y no os preocupéis. La carta léela tú, porque veo a mamá temblando seguramente por el cúmulo de emociones.

Intentaré explicaros brevemente lo que pasó. Sin demasiados detalles para no poneros en peligro. Aun así, cuando terminéis de leerla, tirarla al fuego, por favor, por vuestro bien. Si veis que tenéis problemas debido a mi desaparición, renunciar a mí por escrito. Firmar que soy moralmente decaída, una ramera y me escapé con un chico a Polonia. Sé que os será muy difícil hacer tal cosa, pero por el bien de todos, renunciar a vuestra hija y os dejarán en paz...

Hace bastante tiempo, me enamoré. Un amor puro y recíproco. Un amor magnético al que le es indiferente de la forma de la nariz, del color de la piel, del pelo o de los ojos, un amor que no hace política, por lo que no puede estar sujeto a las leyes externas. Nos amamos locamente y una persona normal preguntaría: «¿Cuál es el problema? ¿Por qué no os casáis y no vivís felices hasta que la muerte os separe?».

El problema es este país con todas sus normas absurdas y sus falsos ciudadanos. Aquí la muerte nos separaría de antemano y nosotros queremos vivir un poco más, queremos amar y ser felices, eso es todo. Aquí, donde ya no puedes confiar en nadie, porque todos se están delatando, nuestro amor está prohibido. Parece molestar a los que no saben amar, a los que tienen el corazón lleno de odio.

En un mundo artificial, el amor puro no es bienvenido y se sofoca. Está quemado de todos los lados. Su pureza y transparencia llenan las almas negras de odio y envidia.

Por lo tanto, queridos míos, estamos seguros de que aquí no tenemos futuro. Hay muchas razones y espero que algún día os enteréis de todo y así, estaréis de acuerdo con nosotros. Hemos decidido huir de aquí. Que sepáis que ambos oramos para que algún día podamos regresar y estar cerca de vosotros.

Por mí, no os preocupéis, cuando pueda, os haré saber más. Aun así, espero que no os traiga problemas. Os pido por favor que nos perdonéis y que nos bendigáis. Realmente lo necesitaremos mucho. En vuestras oraciones recordarnos a nosotros, vuestros hijos. Os queremos mucho...

Vuestros: Emma y ... su otra mitad.

Metió la carta en el sobre, la dejó sobre la mesa y se quedó como congelada, mirando hacía el infinito; pensaba en cómo terminaría su atrevida aventura. Si hasta entonces la había visto en color rosa, sin ningún obstáculo, en aquel momento se apoderaba de ella una especie de pánico, un miedo a lo desconocido. Cuando despertó, después de unos minutos, miró asustada su reloj. Tenía una sensación que estaba saliendo fuera del tiempo y solo el reloj la traía cada vez de regreso a la vida de la que quería deshacerse. Lo odiaba y por eso en el momento en que lo miraba, su subconsciente empujaba a la superficie una respiración dolorosa, después de lo cual continuaba su meditación.

La escrupulosidad alemana hizo que la ciudad de Emma tenga dos estaciones de tren. Para la comodidad de los pasajeros, una se construyó en la ciudad y otra en la zona industrial. El tren de los enamorados partía de la primera a las 6:15 y de la segunda a las 6:30. La estación de la ciudad, y la primera por donde pasaba el tren, no estaba lejos de la casa de Emma, a unos diez minutos a pie. Sin embargo, la segunda, la del polígono industrial, estaba cerca del bar donde trabajaba. David, del otro lado de la ciudad, tenía que viajar unos 30 minutos hacia las dos. Como lugar de encuentro, eligieron la de la zona industrial por dos motivos: porque estaba fuera del pueblo, así que podían llegar por caminos ocultos a las malas miradas. La segunda razón y las más importante: la mayoría de los trabajadores eran extranjeros. Los vendedores de billetes no eran originarios y no los conocían. Si iba buscarlos la policía, esto sería un pequeño obstáculo. Hasta Dusseldorf querían ir con los documentos reales, pero separados. Allí se reunirían, cambiarían los documentos y viajarían a Eindhoven, como Niklas y Aliz Gensler.

Emma no encontraba su lugar. Parecía el lobo de la jaula del zoológico que camina de un lado a otro con la mirada difusa y soñando con la libertad. Como el animal que no entendía cómo su mundo ilimitado se redujo al tamaño de la jaula, ella se sentía prisionera del sistema y del tiempo en que se encontraba, sin poder comprender qué había hecho mal. La pureza de su amor prohibido redujo su espacio vital al tamaño de una jaula. Al no ser libres de expresar sus sentimientos, de vivir como quisieran, eran los esclavos del sistema. Comenzó a llorar esperando que todo terminara lo antes posible. Sintió que se sofocaba, le faltaba el oxígeno. Abrió rápidamente la ventana y llenó su pecho con el aire frío y húmedo de la noche. Se secó las lágrimas y se quedó en silencio ante la oscura extrañeza. Desde muy lejos le llegaban sonidos extraños: una especie de mezcla de canciones, gritos de entusiasmo y desesperación. Filtrándose a través de la confusa y angustiosa oscuridad, la alcanzaban como unos sonidos extraños de otros mundos; algo raro y nada más. Sin saber la fuente de aquel retruécano de sonidos, rápidamente cambió su atención a otra parte. Cerró la ventana y continuó su caótico ir y venir por la casa. No sabía por dónde empezar ni qué hacer para que el tiempo pasara más rápido.

Después de aproximadamente media hora de deambular sin rumbo por la habitación y de abrir la ventana unas cuantas veces más, se detuvo y miró su reloj. Eran casi las 00:00. Hasta las cinco tenía un largo camino por recorrer; lo que no tenía en absoluto: eran paciencia y sueño. Estaba segura de que no iba a poder cerrar los ojos en toda la noche. La impaciencia, el miedo a lo desconocido y la tensión que aumentaba la consumían por dentro. Recordó el diario que había empezado la noche anterior y rápidamente lo sacó del cajón. Se sentó como de costumbre en la cama y se dejó llevar por su musa personal:

¡Dios, qué emocionada estoy! Todavía me quedan cinco horas hasta que salga el tren y me estoy volviendo loca. Por mi cabeza pasan muchos pensamientos que son cada vez más terribles; no los controlo más. Ya no son aquellas fantasías mías, llenas de optimismo. El miedo al desconocido me consume, siento que me estoy volviendo loca. ¡Me gustaría poder quedarme tranquila aquí donde nací y amar a quien quiero! ¿Por qué tengo que huir? ¿Qué tienen que ver ellos con mi sangre? Todos se volvieron locos, de pequeños a grandes. Si un adulto, que ha visto la vida, todavía se puede dar cuenta dónde están las fronteras de la locura, y aun así sigue el camino establecido por los de arriba, ¿qué puedo decir sobre los niños que crecen en esta demencia absurda? Lo natural, para ellos, se ha vuelto todo lo que se les mete en la cabeza, por todos los medios posibles. Esta generación me hace temblar; su séquito normal es el odio. Los pobres están tan mareados que no pueden pensar por sí mismos, el Führer y su malvada compañía piensa por ellos.

Mi primo, de solo diez años, delató a sus padres en la escuela. Los escuchó saludar a su vecino judío. Los padres fueron llevados a las oficinas de la Gestapo, de donde salieron obedientes y correctos. Han aceptado llevar sus máscaras y ya no saludan a sus vecinos, y siempre que tienen la oportunidad hablan sobre los temas de la propaganda nazi, por supuesto, totalmente a su favor. El pequeño recibió un premio y un diploma de agradecimiento por parte de la escuela, los padres tuvieron que colgarla en la pared. Los líderes saben que mientras estemos solos, nos pueden reeducar por los gabinetes subterráneos de la Gestapo.

¿Quién es el Führer para prohibirnos amar? ¿Un monstruo con rostro humano, sediento de sangre? ¿Un pobre hombre que no se ama ni a sí mismo, y su corazón negro se alimenta de nuestros sufrimientos?

¿Por qué el pueblo alemán guarda silencio? ¿Por qué se deja esclavizar? ¿Por qué convierte su sufrimiento en aversión, subyugando a su vez a otros? ¿De dónde viene tanto odio y enemistad en los corazones humanos? Algunas preguntas de las cuales no tengo respuestas. Quizás algún día entenderé mejor lo que está pasando en el alma humana y podré responder. Hasta entonces, te dejo con un montón de preguntas y espero, de todo corazón, que nuestro pueblo se recupere de este entumecimiento indiferente.

Cerró el diario y lo colocó, con cuidado, en su bolsa de viaje, pero lo sacó de inmediato. Pensó que, si tuviera un control más serio en el camino, se metería en problemas. Si alguien le abriera el diario, terminaría el viaje antes de que comience. Tenía que ser arrojado al fuego, cosa que no quería hacer, o camuflado con algo para que no parezca en absoluto lo que era. Recordó el montón de papeles con todo tipo de citas nazis, acumulados a lo largo de los años y lo sacó rápidamente del cajón. La primera hoja de papel era de un periódico que citaba a Hitler del Mein Kampf. Esto le dio una idea; irrumpió en el salón, sacó de la biblioteca el libro del ciudadano número uno y volvió a su habitación. Tan pronto como abrió el libro, recortó muy bien la foto del Führer. Hubiera querido cortarlo en pedazos, pero lo necesitaba para otra cosa. Abrió el diario y la pegó ligeramente en la portada. En la parte inferior de la página pegó la siguiente cita:

«Nosotros, los nacionalsocialistas, creemos que Adolf Hitler es el emisario de una nueva Alemania. Creemos que Dios lo ha enviado para liberar el pueblo alemán de la judería chupa sangre y todopoderosa»7.

Julius Streicher Der Sturmer ,1932.

En cuestión de minutos, las pocas páginas que había escrito se llenaron de las citas de los nazis que odiaba con todo su corazón:

«No se combate a las ratas con una pistola, sino con veneno y gas»8.

Reinhard Heydrich, 1934.

«Los alemanes, especialmente los jóvenes, saben apreciar de nuevo la valía de la raza; se han liberado de las teorías cristianas que han gobernado en Alemania durante más de mil años y han provocado la decadencia de la Volk alemana, y casi han provocado su muerte»9.

Himmler, 1936.

«Ninguna nación de la Tierra posee un solo metro cuadrado de territorio concedido por el cielo. Las fronteras se trazan y modifican conforme a la voluntad humana solamente»10.

A. Hitler. Mein Kampf, 1925.

«El diablo es el padre de los judíos. Cuando Dios creo el mundo, invento las razas; los indios, los negros, los chinos, y también una perversa criatura llamada judío».

Poesía en un libro infantil 1936.

Cuando terminó de leer la última cita, sus ojos se empañaron: «Libro infantil», pensó Emma y las lágrimas escaparon de su control bajando por el rostro. «¿Cómo manchar unas almas tan puras con semejantes tonterías? El niño cree todo lo que se le dice, porque confía en quienes le enseñan, ¿y qué hacemos nosotros? Le llenamos el cerebro de tonterías y lo criamos como un monstruo. Este pecado nos va a costar muy caro», pensaba Emma mientras camuflaba las últimas letras que podrían haberla traicionado. Después de terminar el maquillaje de su diario con frases y fotos políticamente correctas, lo cerró y lo tiró a un lado sobre la cama. Este cayó cerca de Mein Kampf. Emma lo miró con los ojos todavía húmedos, miró el libro del Führer y su rostro cambió instantáneamente. Se llenó de un odio abrumador. Agarró el libro y lo arrojó en dirección de la chimenea. No tuvo éxito, tuvo que ir y levantarlo del suelo. Esta vez lo puso, incluso con su mano, sobre las brasas adormecidas. Las reavivó un rato con el libro y luego, estas, ya despiertas, comenzaron a devorarlo. Ogro desalmado que eres, mi madre pensará que te llevé conmigo, pero yo te envío a casa, en el fuego del infierno. Mientras trataba de controlar su cuerpo perturbado por la adrenalina del crimen, se le ocurrió otra idea. Escribió en la cubierta de cuero del diario, con letras grandes y hermosas: «MI LUCHA». «Aun si alguien lo abriera, encontrará lo que hace falta», pensó Emma un poco más calmada.

Las pocas horas que le quedaba hasta ir al tren, pasaron como amargos tormentos. Estaba consumida por pensamientos cada vez más pesimistas y no podía ahuyentarlos de ninguna manera. Seguía caminando de un lado a otro de la habitación sin ningún sentido. No sabía qué hacer y tampoco podía quedarse quieta. Equipaje no tenía que preparar; acordaron que no llevarían nada más que una pequeña maleta con ropa. David le iba poner algunas joyas, para que no llamara demasiado la atención. Las necesitaban como el aire, las iban a vender en Holanda para empezar su nueva vida libre. También él, como era de una familia bastante adinerada, escondió algunas piedras preciosas en las suelas de sus zapatos. El dinero estaba escondido en varios bolsillos secretos de la ropa y de las bolsas de viaje. En la billetera iba dejar para las necesidades del camino.

Cuando el reloj dio las cinco, Emma estaba vestida junto a la puerta de su habitación. Estaba allí desde hacía más de quince minutos. Solo el miedo la mantenía en la casa. Pensaba que, si salía demasiado pronto, tendría que esperar más tiempo en la plataforma, y esto podría atraer atenciones no deseadas. Respiró hondo, como una persona a punto de hacer algo inimaginablemente peligroso. Abrió la puerta con cuidado para que nadie pudiera oírla, echó un último vistazo a su habitación y salió al salón. Pasó toda la habitación rápidamente, sobre la punta de los dedos, como un ladrón que sabe que los dueños están en casa. Una vez fuera, cerró la puerta principal, escondió la llave debajo de una piedra y se precipitó hacia lo desconocido. Debido a la niebla, la noche parecía mucho más oscura de lo habitual y ella parecía un fantasma restante rehén en este mundo.

Emma seguía su destino con su ropa de fiesta: la mejor y la que solo se ponía en raras ocasiones. Los zapatos de cuero negro resonaban en la noche quieta hasta muy lejos. El abrigo, de lana gris de camello con líneas oscuras y cuello negro de cordero se convertía en un mancha difusa en la espesa niebla. El cinturón, del mismo material que el abrigo, convertía la mancha en una figura anfórica. En lugares más luminosos se veía el cuello del suéter blanco de lana. Sobre su cabeza se puso su sombrero negro en forma de campaneta. Una cinta, también negra, estaba atada de una forma muy bonita alrededor de su sombrero y su cabello rubio estaba cuidadosamente recogido hacia atrás. Las manos se las protegía, del frío de la noche, bajo uno finos guantes de cuero. En una sostenía una pequeña maleta de madera y cuero marrón, y en otra un bolso de cuero negro. Se apresuraba por caminos ocultos a las vistas. Salió de la ciudad: todo alrededor eran campos. Iba rápido por la carretera bien conocida: la que conducía al café donde trabajaba. Otra vez habría temblado de miedo ante cualquier sonido que salía de la oscuridad, pero no ahora. Tenía prisa hacia un futuro mejor. Venció el miedo a lo desconocido y quería que todo terminara lo antes posible.

Tras cruzar el estrecho puente de madera, entró en la zona de las fábricas y almacenes. Unas farolas, arrojadas bastante separadas entre sí, rompían la oscuridad de la noche y revelaban los movimientos de la niebla. Conocía muy bien aquella zona y sabía que la mayoría de las fábricas aún no estaban funcionando, pero muchas abrían a las seis, por lo que la mayoría de los trabajadores ya estaban dentro. Le quedaba aproximadamente media hora, después de lo cual las calles se convertían en hormigueros humanos. La estación estaba cerca, aun así se dio prisa; cuanto menos la vieran, mejor. En un cruce de caminos, escuchó mucho ruido y sonidos de ventanas rotas. Se escondió tras la esquina del edificio cercano y asomó la cabeza para ver qué estaba pasando. Cerca de siete u ocho hombres, todos con palos, mazas, armaduras, cadenas, estaban destruyendo un almacén. Casi todas las ventanas altas, custodiadas por rejas, ya estaban rotas. Dos tipos golpeaban con las mazas una puerta de hierro y los demás gritaban como los hombres de Neandertal frente a los mamuts. No pasó mucho tiempo antes de que la puerta cediera ante los salvajes, que desaparecieron gritando dentro del almacén. Emma sintió cómo un hilo de sudor le corría por la espalda. Le temblaban todas las articulaciones, pero apretó los dientes y decidió seguir su camino. Podía retroceder y dar la vuelta, pero perdía demasiado tiempo. Se adelantó por la calle devastada. Todos los malhechores estaban dentro desde donde salían los sonidos de los estragos. En la penumbra y la niebla restante todo parecía una pesadilla. Se acercó hasta a la puerta del almacén y se escondió detrás de un cubo de basura. Desde allí trataba de ver qué pasaba adentro. Los delincuentes no se percataban en absoluto, encendieron las bombillas y organizaban unas cajas, y lo que no les gustaba, lo destruían con la ayuda de las herramientas que trajeron consigo. Emma se pegó al cubo de basura y respiraba como si acabara de terminar una maratón. En aquel momento salió un hombre y les gritó a sus compañeros: «Yo voy a por el camión, vosotros hacéis limpieza a este judío inmundo. Que no prendáis fuego al almacén, porque los demás también pueden incendiarse».

—Y si viene la policía, ¿qué hacemos? —gritó uno tras él.

—No viene nadie, ¡te dije que no te preocupes! ¡Tenemos todo bajo control!

Se rio con euforia y desapareció tras la esquina, pasando justamente por al lado de Emma. Esta se cubrió rápidamente la boca y la nariz con las palmas de las manos, para que no se le escuchara ni la respiración. Cuando el joven ya no estaba en su campo de visión, se levantó temblando para ver lo que pasaba dentro. Todos estaban ocupados y nadie miraba hacia afuera. Emma sintió que era el momento y pasó rápidamente por delante de la puerta, sin que nadie la viera. Cuando estuvo detrás del edificio, en lugar de detenerse para recuperar el aliento, comenzó a correr. Así se mantuvo hasta llegar a la estación de tren.

Allí no había nadie, excepto un hombre que barría el andén. Hasta que arribara el tren tenía que esperar unos veinte minutos. Se sentó en una silla más protegida de las miradas de cualquier posible viajero, e intentaba hacer todo lo posible por no estallar en un llanto histérico. No entendía nada de lo que veía durante unos minutos. En su tranquila ciudad, no era nada habitual; estaba sorprendida. Sin querer se preocupaba por David, no sabía qué creer. Le molestaban muchísimas preguntas. Pasaban los minutos y él no aparecía, esto la puso aún más ansiosa. El vendedor de billetes ya abrió el mostrador, lo hacía siempre quince minutos antes de que saliera el tren. David no estaba por ninguna parte. Había llegado el tren, se quedó en la estación durante cinco minutos, tiempo en el cual subieron algunas personas y bajaron muchos trabajadores. Ni rastro de él. En pocos minutos la estación quedó desierta. Cuando vio que el tren comenzaba su viaje y él aún no aparecía, rompió a llorar. Inmediatamente saltó de su silla, se secó los ojos húmedos con un pañuelo y se puso a pensar, dando vueltas alrededor de la maleta sin darse cuenta: «¡Cálmate, Emma, céntrate y actúa con sangre fría! ¡Tendrás tiempo para llorar! ¿Qué le pasó a David? ¿Dónde está el pobre? ¿Y si me traicionó y ya no quiere que estemos juntos? ¡No! No puede, David no, le debe haber pasado algo grave, por eso no pudo venir y no me lo hizo saber. ¿Y yo qué debo hacer ahora? Necesito calmarme y hacer un plan. Primero y lo más importante, necesito averiguar qué le pasó y por qué no vino, ¡luego ya veré! No puedo volver a casa sin saber nada porque me volveré loca; le puede pasar cualquier cosa en este país salvaje. ¡Oh, Dios! ¡Por favor que esté bien! Iré a su casa. Sí, ¿y qué diré? Hola, soy Emma, amo a David, ¿por qué no vino al tren en el que ambos teníamos que huir? Mejor pienso en el camino lo que voy a hacer. El tiempo pasa y yo estoy aquí sin hacer nada. ¡Adelante, Emma, no pierdas el tiempo!».

Agarró su maleta y salió de la estación casi corriendo. Pasando por detrás del bar donde trabajaba, se dio cuenta de que la maleta era un lastre inútil y peligroso. En un pueblo tan pequeño, donde casi todo el mundo se conoce, no hay noción de vida personal; iban a preguntarle a cada rato a donde iba. Así que rápidamente se deshizo de ella, escondiéndola cerca del bar, debajo de unas tablas que estaban tiradas allí desde hacía años. Luego se dio cuenta de que su tía, la hermana de su padre, también vivía en el área donde vivía David, por lo que no tenía que explicarle a nadie nada. Iba con pasos rápidos, llena de confusión interior.

Pasando por el centro, su malestar aumentó; la perfumería y la farmacia, que pertenecían a dos familias judías, estaban destrozadas. Alrededor, un montón de bocas abiertas dando su opinión. Sin pensarlo mucho, tomó otra calle. No quería hablar con nadie y mucho menos comentar lo sucedido. Se sentía completamente desorientada, no entendía qué estaba pasando ni por qué. Aunque su corazón le decía que todo lo que había sucedido era contra los judíos, ella no quería y no podía creer que su David estuviera en peligro. Cuando le quedaban algunas calles más hasta la pequeña sinagoga, sintió un olor penetrante a humo. Al salir a la calle que conducía a ella, la vio solo como una pila de ceniza humeante. Se detuvo asustada, tratando de asimilar lo que había sucedido. Mucha gente, igual que antes, daban con sus opiniones políticamente correctas. A un lado, los bomberos terminaban de regar los edificios cercanos y algunos policías fumaban y se reían contándose chistes. Algunos niños tiraban piedras por los agujeros de lo que antes eran las ventanas de la sinagoga. En un camión se cargaban los últimos restos salvados del interior y en ninguna parte, ni rastro de los dueños. En esta zona vivían 11 de las 17 familias judías de la ciudad, incluso la de Jacob Stein; la casa de oración era solo cenizas, y de ellos no se veía ninguno.

Igual que la última vez, evitó la multitud y se dio prisa hacia la casa de David. Inmediatamente comenzó a reconocer las casas de las familias judías, especialmente según sus deplorables apariencias. Fueron vandalizadas de la peor manera posible: casi todas las ventanas rotas, muebles y cosas destrozadas por todas las partes, en las paredes y las vallas todo tipo de inscripciones, una más horrible que otra.

Mientras se acercaba a una de las casas destruidas, se intensificaba el ruido proveniente del interior. Hubiera querido no pasar frente a la casa en cuestión, pero no podía evitarla. Para llegar a la casa de David, habría tenido que saltar las vallas de los vecinos. Mientras pasaba frente a la puerta rota, vio una escena que le cambió su ser, sentía que algo sucedía en su alma, pero aún no sabía qué. En una silla, debajo de una bombilla, estaba sentada una mujer que amamantaba a un niño. Su ropa era solo harapos y su cuerpo estaba lleno de moretones y rasguños. Junto a ella estaba un policía, se veía que la vigilaba, pero de ningún modo en el sentido en que la policía tiene que vigilarnos. En el suelo, aferrada a los pies de su madre, lloraba fuertemente una niña de unos tres añitos. La pobre madre sostenía al bebé que amamantaba en una mano y acariciaba la cabeza de la niña del suelo con la otra, además se veía que le estaba diciendo algo. Intentaba calmarla. De otras habitaciones llegaban sonidos terribles; alguien era golpeado sin ningún remordimiento, o incluso torturado. Las voces de los inquisidores modernos repetían continuamente: «¿Dónde escondiste el oro, parásito judío que eres? ¡Dilo, inmundo, ahora!» seguían maldiciones, golpazos, gritos de dolor y algunas palabras incomprensibles.

—¡Mira, ha perdido la conciencia, el repugnante —gritó una voz ronca—. agarradle y llevémoslo con nosotros, ahí lo dirá todo! —Se echó a reír de buena gana y en acompañamiento se le unieron algunas voces más.

Emma se quedó congelada, no se le movía ni un músculo en todo el cuerpo. Su rostro se quedó al estilo giocóndico, toda su conciencia le decía que se tapara los ojos y que huyera llorando, pero ella estaba como de piedra mirando hacia adentro. En la puerta aparecieron dos hombres, seguidos por dos más, que arrastraban a alguien por las axilas. Era obvio que se trataba del atormentado; no tenía una parte reconocible en su rostro: lleno de sangre, los ojos hinchados y morados sin poder abrirlos. El labio superior, demasiado hinchado, caía muerto sobre el inferior, que colgaba roto. De su boca goteaba sangre y era fácil de ver que no tenía todos los dientes. La ropa la tenía rasgada y empapada de sangre. Lo estaban arrastrando detrás de ellos como a un trapo inanimado, y mientras sus piernas se movían caóticamente bajando los escalones, le saltó un zapato.

—Papá, papá —gritó la niña de tres añitos mientras se apartaba de su madre, bajaba corriendo aquellos escalones—, se te cayó el zapato, ¡tendrás frío, papá! —Recogió su zapato y quiso dárselo a su padre. En aquel momento, uno de los hombres la levantó en brazos y le dijo:

—Se lo daré yo a tu padre, tú corre donde tu madre, no tengas miedo, este es un juego de adultos. —Cuando quiso dejarla en el suelo, el otro hombre de afuera, que tenía las manos libres, le gritó al policía de la casa:

—Ni mamá ni nada, la bruja viene con nosotros, ¡tírala fuera, Kurtz! ¡A esta pequeña enciérrala en la casa Ancel! Vamos más rápido, enseguida tiene que aparecer Schulman con el camión.

El hombre de la casa agarró a la pobre mujer, que todavía estaba amamantando a su bebé, de su mano libre, la levantó de la silla y la empujó escaleras abajo. Esta corrió tropezándose por toda la longitud de las escaleras y cuando llegó al final de ellas, se quedó sin fuerzas; cayó aplastada al suelo. El instinto maternal la retorció de tal manera que todo el golpe con el suelo se lo llevó sola.

—Esto ya no es normal, sois unos sinvergüenzas —gritó Ancel, cubriendo los ojos de la niña.

Los demás se reían como bestias ante la debilidad de Ancel, mientras salían a la calle. En aquel momento, el que daba órdenes la notó a Emma, que estaba como de mármol en medio del camino. Rápidamente se dio cuenta que había sido testigo de todo lo que sucedió.

—No se preocupe, señorita, son judíos, y nosotros, verdaderos patriotas, limpiamos el país.

Emma murmuró algo incomprensible, sin siquiera mover los labios, pero sintió que podía mover su cuerpo. Le dio la espalda a su interlocutor y continuó su camino, con la misma sonrisa extraña.

El líder de los arios comenzó a cantar y los demás, excepto Ancel que sostenía a la pequeña en sus brazos, lo siguieron al unísono: «Cuando la sangre judía empape los cuchillos, ¡todo irá bien otra vez! Camaradas de la SA, ¡colgad a los judíos, plantad a estos cerdos frente al paredón!»11.

Estaba amaneciendo y Emma caminaba, devastada, hacia la casa de David. No podía creer lo que había visto, le parecía que estaba en una pesadilla y quería despertar lo antes posible. Hace unas semanas, después de tal escena, habría llorado amargamente, ahora no podía. Sentía un dolor en el pecho, que la sofocaba constantemente, pero no podía llorar. Una parte de ella mantenía las lágrimas cerradas y le decía que no había llegado el momento, tenía que ver qué le pasó a su novio. Cuando estaba a solo dos casas de la de David, la vio toda destruida y quemada. Era la única que ardió hasta la fundición y sacaba una tira fina de humo. En el portón de la entrada había dos policías. Sintiendo que se quedaba sin fuerzas, avanzó con dificultad hasta un banco, donde se sentó para recuperar el aliento. Se quedó inmóvil con los codos sobre las rodillas y la cara entre las palmas de las manos, tratando de encontrar una salida a la situación. «¿Qué está pasando? ¡Despiértame Dios, más rápido, si es que estoy en una pesadilla! ¡En nuestra ciudad todos se volvieron locos! Si atacan a mujeres con niños pequeños, ¿qué le habrán hecho a David? ¡No, no puede ser verdad! Tengo que hacer algo, tengo que ser fuerte, pero primero debo averiguar dónde está y qué le pasa».

Reunió sus fuerzas y se levantó de la silla. Se dirigió resueltamente a la casa de su querido David. Al llegar al portón, preguntó a los policías:

—¿Que pasó aquí, señores?

—Vigilamos la escena del crimen. Este nido de parásitos judíos atacó a la policía anoche. No se preocupe, señorita, ninguno se escapó, dos están con nosotros y dos... —respondió uno de los policías con una sonrisa sádica, volviendo la cabeza y apuntando con la barba la casa quemada.

Más tarde, Emma intentaba recordar lo que sucedió después de la respuesta del policía, pero en vano. Recuperó la compostura, solo dos días después, en casa, en la cama. Una vez que abrió los ojos, miró alrededor por la habitación y vio a su padre sentado en una silla a su lado. Estaba pensativo con un sobre en la mano. Entonces se dio cuenta que no era ninguna pesadilla del subconsciente, era una real y terrible. Rápidamente cerró los ojos y se quedó quieta, fingiendo estar dormida...

Damnare silentium

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