Читать книгу Damnare silentium - Adrián Misichevici-Carp - Страница 8

CARTAS...

Оглавление

En el fondo, toda religión es una religión de amor para sus fieles y, en cambio, cruel e intolerante para aquellos que no la reconocen2.

S. Freud. Psicología de las masas.

Era una noche fría de noviembre en 1938. El aire húmedo y frío penetraba hasta los huesos de los pocos transeúntes que se escondían apresuradamente en sus cuevas artificiales. La luna, como una linterna sucia y símbolo del amor eterno, aparecía de vez en cuando entre las nubes. Su rostro pálido y lleno de manchas de un morado enfermo, ahora, como hace miles de años, miraba impasible y fría las atrocidades humanas. Si tuviera lógica alguna, no la encontraría en lo que estaba sucediendo allí abajo; la gente continuaba odiándose y matándose en su lucha por una supremacía inventada. Para demostrarse el uno al otro quién es el más preponderante, utilizaban los argumentos más ridículos, así como: la raza, la sangre, la religión, el idioma, la ascendencia, la forma de la nariz, el color de los ojos o del cabello, etc. Lo hacían durante miles de años, engullidos por la esfera de la historia que ellos mismos habían construido, de la que no querían salir para nada. En otras palabras, hacían un trabajo sisifico: pisando todas las mañanas el mismo rastrillo. Cada generación se llamaba a sí misma más civilizada que la anterior, sin darse cuenta de que no había ganado nada en comportamiento; eran iguales o incluso peores, porque en las guerras modernas no morían miles, sino millones. Continuaban rompiéndose las cabezas unos a otros, pero modernizando continuamente sus armas. Desde Caín y Abel en adelante, nada nuevo: el mismo odio fraterno indómito...

Emma Muller, era el único ser que rompía el silencio asfáltico con sus pasos apresurados. Algún tiempo atrás, había atravesado algunos charcos con profundidades impredecibles y sentía los pies escabechados y endurecidos de frío. Un flis-flis que salía de sus zapatos a cada paso la habría molestado hasta la médula en un día normal. Pero ahora estaba feliz, muy feliz; estaba segura, de que pronto terminarían todos los problemas. Ella y David tenían planificada una nueva vida: lejos de la Alemania de Hitler, donde solo tenían lugar los rubios y sus fanáticos.

Cuando llegó a casa, se levantó sobre las puntas de los dedos y pasó rápidamente a su habitación, donde después de cambiarse de ropa, se acostó en la cama. Se sentía poseída por una energía desconocida, una alegría extraña e incomprensible porque no venía de lo material. La impresión de una fuerza sobrenatural le hizo pensar que no iba a poder dormir en toda la noche, y el deseo de confesarle a alguien todo lo sucedido, se volvía insoportable. El único que sabía escucharla y al que le habría contado todo, era su padre, que ahora dormía sentado en una silla de la cocina, con la cabeza encima de la mesa y con la mano aferrada a una botella volcada de shnaps. Desde que lo trajeron herido del frente de la Gran Guerra, ya no era el mismo, y después de la crisis de 1924 entró del todo en el mundo del falso mejoramiento del alcohol. A su madre no podía decírselo, porque hacía mucho tiempo que no hablaban como amigas. Esta, hasta cierto punto, apoyaba la política del Führer. Según lo que decía el padre cuando se mareaba, era: «la única de la casa que puede cambiar la Biblia con la Lucha del poseído y viceversa».

Soñaba con los ojos abiertos; planeaba un futuro lleno de alegría, puro y hermoso. De repente, se le ocurrió una idea. Abrió el cajón de la mesita de noche, de donde sacó una hermosa libreta envuelta en cuero; la había recibido como regalo hace unos años y en la que todavía le costaba empezar un diario. Estaba sentada en la cama, con la punta del lápiz entre sus labios y el cuaderno en las rodillas. Sus pensamientos volaban caóticamente y no podía captar ninguno para comenzar. En la primera página escribió en mayúsculas: CARTAS PARA LOS NIÑOS. Borró «los niños» y escribió al lado, con las mismas letras caligráficas: EL FUTURO.

Este comportamiento primitivo, de querer compartir con alguien los sentimientos más profundos, buenos o malos, de euforia o desastre interior, nos persigue todo el tiempo. Ya sea Dios, un pariente, un amigo, un sirviente de la Iglesia, un psicólogo, un animal o simplemente una hoja de papel, simplemente necesitamos a alguien a quien descargar nuestros sentimientos internos que, de no ver la luz, triturarían nuestra alma. Siempre estamos esperando una respuesta que nos anime en nuestros sueños, pero muchas veces, esta nos devuelve a la tierra, nos lleva a la verdad. Visto desde otra perspectiva, tiene el poder de destruir los muros falsos que hemos construido nosotros mismos. En ausencia del oyente de confianza, un lápiz y una hoja pueden reemplazarlo. Parece que, al releer las notas, repasamos con la mente más fría nuestra explosión interior, revivimos el momento en una dirección diferente, y cuando iniciamos la confesión, dejamos algunas de las dificultades en el papel.

Emma estaba en la cama y quería traspasar el flujo de su conciencia sobre el papel, pero como nunca lo había hecho antes, no sabía por dónde ni con qué empezar. Luchó con sus ideas durante unos minutos, después de lo cual, se dio cuenta que el diario es algo personal, y puede traspasar sus preocupaciones sobre el papel como quiere ella misma, sin grandes exageraciones de escritor. Empezó...

CARTAS PARA EL FUTURO

¡Dios, estoy tan feliz! Parece que, al final, habrá cambios para mejor en mi vida y en la de David. Vislumbro una luz tenue al final del túnel. Nos falta un día más y nos vamos de este país de fanáticos locos. Nos casaremos en la primera religión que nos reciba e intentaremos olvidar esta terrible pesadilla por la que pasamos. ¿De verdad es importante para ti en qué iglesia oramos, siempre que seamos sinceros? ¡No lo creo! Este hábito de demostrar todo tipo de supremacías, solo la tenemos nosotros, los humanos. Por culpa de ellos, Señor, de los que se creen una raza superior, debemos huir de nuestro país.

¿Y si alguien encuentra mi diario antes de salir de Alemania? ¡Estamos perdidos! ¿Significará esto que nuestros planes han fracasado, o todavía tendremos alguna oportunidad? En el mejor de los casos, (tú, aquel, alguien) puedes seguir siendo mi cómplice silencioso, o para protegerte, chivarte de mí al sistema, considerándome su enemiga. Si hicieras esto último, tendrás razón. Lo odio con todo mi corazón, y David, igual está destinado a la perdición en este régimen despótico. Tal como están las cosas, no veo ningún rayo de esperanza. Así que, «querido» amigo (la ausencia o la presencia de las comillas, depende completamente de ti) en busca de un futuro mejor, necesitamos salir de aquí lo antes posible.

¿De qué me acusarían estos servidores del nuevo orden? ¿Que amo a un enemigo del pueblo alemán, un «parásito», que nos odia de todo corazón y trata de destruirnos, desde la más vieja antigüedad? ¿Que encontré mi felicidad en algo estrictamente prohibido por un paranoico, seguido por una multitud aún más loca? ¿Violé, la llamada ley para la protección de la sangre y el honor alemán? ¡Dios, qué estúpido y falso suena! ¿Qué pueden tener en común la sangre y la ciudadanía? David, el pobre, me ama tanto a mí como a este país que lo margina cada vez más. Donde ya no cabe él, tampoco me detengo yo...

Sí, tú, el que encontrará mi diario, decides ser mi amigo, conoce por lo que he pasado y saca tus propias conclusiones. Si decides lo contrario, que sepas que odio a todos los nazis (incluyéndote a ti) y amo a un judío. Sí, amo a un «enemigo» del pueblo y por eso me «merezco» que me dispares, con picardía, junto a un muro agujerado por balas, lleno de historias tristes, como la que ahora escribo.

¡Si nuestra huida falla, ni siquiera sé qué hacer! Lo que sé es que estoy cansada de vivir en este miedo impuesto. Me pregunto, ¿por qué soy tan pesimista?

¡Futuro, te dejo un poco de información sobre mi pasado! Nací el 21 de marzo 1919 en esta ciudad alemana, en una familia una vez feliz (antes de la Gran Guerra, es decir, antes de mi nacimiento). Unos meses después de mi llegada a este mundo, el 28 de junio de 1919, se firmó el Tratado de Versalles. Un jaque mate de varios países contra nosotros. Un tratado devastador para el pueblo, que lo obligaba pagar una gran compensación a los aliados. Querían 1 132 000 marcos de oro, y nos declaraban culpables de todas las atrocidades de la guerra. Encontraron a su chivo expiatorio. Que sepas que no se conformaron solamente con el oro, recibían de todo, desde: vagones de tren, locomotoras, barcos, caballos, vacas, ovejas, hasta nuestro último abrigo. Está claro que yo no me acuerdo de todo esto, lo aprendí: en la escuela, de los mayores, de los libros y los periódicos y de lo que me lo contó mi padre. Hasta el momento del tratado, Alemania estaba de rodillas, y después de él, la pusieron con la cara en el barro, bajo un pesado zapato en la nuca. Por ejemplo: en 1923 ibas a por una barra de pan por la mañana y pagabas 7000 marcos, por la tarde la comprabas por 140 000 marcos y al día siguiente pagabas el millón. Mientras hacías cola, los productos podían subir de precio unas cuantas veces. El pueblo estaba sufriendo terriblemente y mi familia tampoco se encontraba mejor.

Mi padre luchó los dos primeros años en el frente, hasta que a fines de 1916 lo trajeron herido y con inicio de gangrena, en una pierna. No demoraron en cortársela, volviendo un poco a la vida, solo después que yo naciera. Aunque esta chispa de responsabilidad no duró mucho, volviendo a encontrar la paz en la botella. Hacia 1924, con la culminación de la crisis económica en nuestro país, tuvieron que vender la casa donde nací. Una grande, ubicada en pleno centro. La misma suerte corrieron todas las tierras agrícolas, que estaban en nuestra posesión. Compraron esta casa tranquila al borde de la llamada civilización. Mi padre era el que peor la llevaba, no podía salir del pasado glorioso. Se sentía impotente y una boca extra en la familia. La pensión de los veteranos se redujo a nada y el dinero que quedaba de la casa y la tierra vendida, pronto dejó de tener valor. En 1928, empezó la recuperación y mi padre, junto con el país que comenzaba a salir de una crisis impuesta. Entonces, nos hicimos muy buenos amigos.

Inmediatamente después del final de la guerra, los verdaderos culpables comenzaron a buscar chivos expiatorios de todas las desgracias del pueblo alemán. Fueron acusados de alta traición: los judíos (todos, desde los más jóvenes hasta los más mayores), los socialdemócratas y los empresarios. Luego, lento pero seguro casi toda la culpa pasó a los judíos, especialmente con la ayuda de la actual dirección nacionalsocialista. Lo peor es que la mayoría se lo creyeron y lo siguen creyendo, especialmente lo que concierne a los judíos. Pocos son los que piensan como mi padre que dice: «un hombre que realmente conoce al menos un judío, no puede creer tal cosa»...

Dejó cuidadosamente el diario y el lápiz sobre la cama y enseguida abrió el cajón de la mesita de noche, de donde sacó una pila de papeles, la mayoría de ellos cortados de periódicos. Desde que estaba enamorada de David, ha tratado de reunir la mayor cantidad de evidencia del odio del pueblo alemán hacia el pueblo judío: «Cuando esto termine y vivamos todos en paz y armonía, mostraré a nuestros hijos por lo que debía pasar su padre. Este adoctrinamiento absurdo del pueblo alemán, como dice mi padre, no puede durar mucho, se despertará de una vez y será muy doloroso por todos aquellos que lo alimentan con mentiras y lo incitan al odio». Se lo decía Emma, cada vez que cortaba frases antisemitas, de diversas fuentes de propaganda nazi. Creía sinceramente que este odio no iba durar mucho.

Eligió algunas citas de la pila de papeles, solo aquellas de hasta 1933, y pensó: «Las pegaré en mi diario, para el futuro». Comenzó con uno de 1918:

«Ahora nos gobierna nuestro enemigo mortal: Judas. Todavía no sabemos cómo terminará este caos, pero podemos adivinarlo. Vendrán tiempos de huidas, de grandes penalidades, ¡tiempos de peligro! Todos nosotros, los que estamos en esta lucha, corremos peligro, porque el enemigo nos odia con el odio infinito de raza judía. Es la hora del “ojo por ojo y diente por diente”3». Rudolf von Sebottendorff, 1918.

El odio infinito es nuestro, del pueblo alemán, y lo llevamos dentro desde los tiempos más antiguos. Aproximadamente desde que nos llamamos civilizados y nos reunimos en las iglesias, reanudó su escritura Emma. Desde que tengo memoria, en la iglesia se nos dice que el pueblo judío es culpable de la muerte de Jesús. Repiten y repiten lo mismo, sin cansarse nunca. ¿Es decir que mi David, el que no mata una mosca, es culpable de crímenes cometidos hace miles de años por quién sabe quién?... Igualmente, con todo el pueblo judío, ¿cuál es su culpa? El mayor enemigo del pueblo de David es el poder actual liderado por Hitler. Este último no se avergüenza en absoluto de acusarlos de todas las desgracias del mundo, por todos los medios posibles: «Hay que impedir que el judío socave nuestro Volk, si es necesario, confinando a sus instigadores en campos de concentración. En suma: hay que limpiar de veneno el Volk, de arriba abajo4». Hitler, marzo 1921, periódico Volkischer Beobachter.

Este hombre desalmado no ama a nadie y se venga de los judíos. Llama toda la atención hacia ellos, para que no veamos sus verdaderos planes. El pueblo alemán se queda en silencio, o aún peor, lo está ayudando. De su libro, publicado en 1925, si eliminamos el odio del pueblo de David, no queda casi nada. Es solo una aversión a todo lo que no sea «puramente alemán» y especialmente a los judíos, que, como dije antes, son acusados de todos los problemas de la humanidad. A mi madre, como a muchos de los alemanes, este libro reemplazó la Biblia. ¿No se dan cuenta que está loco de atar y que se cree la diestra del Señor? Cree que nos está haciendo un favor, que nos está ayudando a sobrevivir a una batalla imaginaria.

«De débil ciudadano del mundo, que era, me convertí en un fanático antisemita». O: «La naturaleza eterna sabe vengar en forma inexorable cualquier usurpación de sus dominios. De aquí que yo me crea en el deber de obrar en el sentido del Todopoderoso Creador; al combatir a los judíos, cumplo la tarea del Señor»5. Mein Kampf.

¡Dios, qué loco está!... y mi madre... ¿Qué puedo hacer?... ¡Es mi madre!...

En aquel momento, una lágrima cayó sobre la palabra judíos. Quiso borrarla rápidamente, pero solo logró convertir la palabra en una mancha gris de la que no se entendía nada. Se quedó helada, miraba la mancha con los ojos llenos de lágrimas e, involuntariamente, se estremeció al pensar en el futuro. Por un momento lo vio como aquel sucio rastro en la hoja de papel: feo, incomprensible y terrible, para nada como se imaginaba en sus sueños. A la realidad la devolvió el reloj: dio las 00:00. Secó sus ojos, dejó caer el diario y el lápiz, se arrodilló pegada a la cama, juntó las palmas de las manos y murmuró una oración, como los marineros que se preparan para salir al mar. Cuando se calmó un poco, volvió a la escritura:

En unas horas huiremos de este país y construiremos nuestro futuro como dos personas normales. Dos personas que se aman independientemente de su: raza, religión, idioma y otras fronteras inventadas. Inicialmente queríamos huir a Polonia, al tío de David, pero hay todo tipo de rumores terribles sobre la situación de allí. Al final elegimos Holanda, donde vive mi tía. Por supuesto no le dije nada, si nos ayuda, bien, si no, nos arreglaremos...

¿Te aburrí con mis lamentos de chica enamorada? ¡Que sepas que no es fácil amar cuando te lo prohíbe hasta la ley! ¡Bueno! Volveré a la autobiografía. En 1935, cumplí dieciséis años y solo dos años después de que se estableciera el nuevo régimen, mi madre y yo tuvimos que buscar trabajo. Mi madre trabajaba desde casa, era costurera. Yo estaba lejos de este arte, así que tuve que buscar otra cosa. Finalmente conseguí un trabajo en un café, en la zona industrial de nuestro pueblo, con la ayuda de un conocido de un conocido de mi padre.

Éramos frecuentados por los trabajadores de las fábricas y los almacenes de la zona. En aquellos tiempos terribles, era un trabajo bastante monótono, todos los días la misma gente, las mismas bebidas y casi las mismas conversaciones. El primer año pasó desapercibido.

En 1936 empecé a interesarme por una mesa en particular. Me atraía cada vez más. Era la mesa de los zapateros, así la llamaba porque eran los trabajadores de la pequeña fábrica de zapatos dirigida por su jefe Jacob. Este era un hombre serio y muy amable al mismo tiempo. Lo conocían y lo respetaban todos los que frecuentaban nuestro café. Incluso la mayoría de los habitantes hablaban muy bien él. Si por casualidad entraba en el bar mientras las discusiones, de los de adentro, tocaban el tema del judaísmo, la discusión cambiaba de inmediato. Y si, calentado por el vapor del alcohol, alguien todavía seguía hablando de los judíos frente a él, inmediatamente se disculpaba: «Disculpa Jacob, tú eres normal, no tenemos nada en tu contra, estamos hablando del judaísmo internacional. De los que intentan destruir nuestro país».

¿Por qué esta mesa especialmente me atraía? Porque de vez en cuando, con Jacob, venía su hijo David. Después de todas las prohibiciones contra ellos, no le quedaba otra opción que aprender el oficio de su padre.

Cada vez que me acercaba a su mesa, sentía cómo se me subía la sangre a las mejillas. Mis mejillas rojas me delataban y me empezaban a temblar las manos, en las cuales las tazas de café bailaban caóticamente. Hice todo lo posible para no esparcirlos por el suelo, ¡pero nada! Un día, con mucho esfuerzo, llegué a la mesa con tres tazas de café. Nada más sencillo: el me miró, y yo, toda emocionada, las esparcí por el suelo. Me quedé como una piedra, no sabía qué hacer, solo deseaba tener el don de desaparecer. Me salvó David. Era la primera vez que me hablaba como persona, no como cliente: «Yo voy a recoger los fragmentos, usted busque un trapo para limpiar el café del suelo». Nunca hubiera imaginado que necesitaríamos una situación tan estúpida para hablarnos por primera vez. Estaba tan feliz y ni siquiera sabía por qué. Estábamos recogiendo fragmentos del suelo... Después del incidente, retomó su tono diario: una sonrisa educada cuando me acercaba a su mesa y nada más. El tiempo pasaba y su grupo disminuía continuamente. De los ocho, quedaron solamente tres: David y Jacob, acompañados por Oliver, uno de los pocos trabajadores «alemanes» que no pasaba del lado de los nazis y todavía aparecía en nuestro café. También fue el último valiente que quedaba en la pequeña fábrica de zapatos de Jacob.

Aquí tengo que hacer un pequeño paréntesis y recordarte que con la llegada al poder de los nacionalsocialistas (NS), la vida de los judíos en Alemania se volvía cada vez más difícil. Por ejemplo, una vez llegados al poder, empezaron a lanzar leyes cada vez más absurdas. Si el 30 de enero de 1933 Hitler asumió el mando del Estado alemán, en abril (que yo sepa) comenzaron a aparecer restricciones contra los judíos. Se les prohibió el ritual de la carne, el número total de estudiantes judíos no podía superar el 5 %, a los médicos judíos se les prohibió entrar en los hospitales estatales, se les prohibió sacar licencias para las farmacias, se les excluyó a todos de las asociaciones deportivas, los abogados eran muy limitados en sus movimientos, etc. Lo peor era que nuestro pueblo no era mejor que sus líderes. Las humillaciones públicas estaban a la orden del día. He oído casos en los que a los judíos ortodoxos se les cortaban las barbas en plena calle, y a las mujeres se les obligaba limpiar las calles con su ropa interior... Y después de todo esto nos llamamos civilizados.

Los camisas pardas, esta herramienta del diablo, no tienen ningún sentimiento humano. Aparte del odio por todo lo judío, ya sea anciano, mujer o niño, no saben nada. Nuestro pueblo los imita cada vez más. Azotar a una persona en la calle, solo porque es judío, se ha convertido en algo normal. Fui testigo el año pasado en Berlín, cuando llevé a mi padre a un médico. Un ciudadano tenía que recibir 50 latigazos por ser comunista y otros 50 por ser judío. Se desmayó el pobre después de los 30. Lo dejaron así inconsciente y extendido en la calle. Los niños del lugar le tiraban piedras, ante la orgullosa mirada de los padres. No pude dormir en toda la noche. ¡Dios, cuánto lloré! Lloraba y oraba por aquel pobre hombre y por todos los que corrían su misma suerte.

En septiembre del 33 se intensificaron las restricciones. Están excluidos de la prensa, el arte, la literatura, la música, así como de la profesión de agricultor, etc. ¡No tengo ni idea cómo resistió Jacob tanto tiempo!

Un día, mientras pagaba la consumición, Jacob me sonrió amablemente y me dijo: «Emma, cuídate mucho y gracias por todo. Para que no os traigamos problemas, no volveremos por aquí, ¡buen día!». Se dio la vuelta y se acercó a su hijo, que le estaba esperando junto a la puerta. David le abrió cordialmente la puerta y antes de irse, echó una última mirada hacia atrás. Nunca olvidaré aquel momento; nuestras miradas se encontraron. Durante unos segundos experimenté una sensación extraña, desconocida hasta entonces. He tocado un mundo sin sufrimientos inventados, un mundo buscado por los yoguis a través de largas meditaciones, un mundo interior fantásticamente hermoso. ¡Cómo y por qué, yo no puedo explicártelo! Te lo diré así: me tocó un ángel. A la dura realidad nos devolvieron: a mí los clientes impacientes y a David le despertó Jacob, quien aparentemente le llamó por su nombre varias veces.

Siguieron días de total decepción. Jacob no entraba más, así que David tampoco. Las discusiones políticas, de nuestro café, se intensificaban con cada día que pasaba. Algunos participantes, de los que no tenían opiniones «correctas» desaparecían. ¡Sí, estaban desapareciendo! Se dice que incluso fueron sacados de casa, en medio de la noche, por las «fuerzas del mal». Algunos regresaban sin personalidad, silenciosos y con la mirada en el suelo, y otros se disolvían sin dejar rastro alguno. Un amigo de mi padre fue sacado de casa, acusado de traicionar a su pueblo y no se sabe nada más de él. La esposa, en busca de la verdad, fue enviada de un tribunal a otro, y así durante varios meses. Sin embargo, no se acercó ningún paso hacia la verdad.

Yo me estaba poniendo cada vez más triste. No le podía ver a David en absoluto y ni siquiera podía buscarlo. En primer lugar, todavía éramos desconocidos; no nos acercamos más que algunas miradas fugaces. En segundo lugar y lo más importante, cualquier relación entre un «ario» y un judío estaba totalmente prohibida, desde el 15 de septiembre de 1935, por las leyes aprobadas en Nuremberg. Nos habríamos comprometido sin ningún sentido. Debo decir que, al aprobar esas leyes, nuestros líderes se han empeñado oficialmente en proteger sus intereses raciales y la marginación aún mayor de los judíos. Aprobaron dos leyes: la ley sobre la ciudadanía del Reich y la ley sobre la protección de la sangre y el honor alemán. Decidieron quién puede ser ciudadano alemán y quién no: la primera condición siendo la sangre (por supuesto, solo alemana) y la segunda, la lealtad al Reich. Dos cosas totalmente diferentes, pero si no eres leal a Hitler, tu sangre tampoco ayuda. Con la segunda ley, hicieron esfuerzos para asegurar la eternidad y la pureza de la raza germánica. Es decir, prohibieron las relaciones entre los «arrianos» y especialmente los judíos. El 14 de noviembre agregaron el primer decreto a la ley de ciudadanía del Reich: se hizo la clasificación legal, quién es judío y quién no. Después de eso, a los culpables se les dividieron en tres categorías: judíos plenos, mischlinge de primera y de segunda clase...

1936 fue el año en que me enamoré y el año de los Juegos Olímpicos en nuestro país. Los líderes políticos dirigieron casi todas las fuerzas en otra parte, tratando de enmascarar su gran odio por todo. Nosotros, la población, recibimos uno de los roles principales. Tuvimos que mostrar a los extranjeros lo felices que éramos, que bien estaba nuestro país bajo el liderazgo del Führer. Nos pusimos todos nuestras máscaras de alegría y a «pedido» de la dirección, aminoramos un poco la propaganda antijudía: de la radio, de los periódicos y sobre todo de las calles principales. Ya no aparecían los carteles o las frases escritas, sobre negocios judíos, así como: Sara, empaca tus maletas, eres un judío maldito, repugnante, mata a los judíos, lárgate de aquí, judío, etc. El ambiente era igual de falso, pero un poco más agradable. Las secuelas de este evento no tardaron en llegar a mi vida.

Era una noche como cualquiera; como de costumbre, después de terminar mi turno, echaba al último borracho del bar y cerraba la puerta principal. Daba la vuelta a las ultimas sillas sobre las mesas, terminaba de lavar el suelo y salía por la puerta trasera. Tenía que cerrar la puerta y desaparecer en la penumbra de la zona industrial. Aquella noche, sin embargo, mientras cerraba, vi una sombra mirándome desde la oscuridad. Estaba a unos pasos del único farol de la esquina del café, pero de tal manera que no fuera reconocido. Me asusté tanto que quise abrir la puerta y volver a entrar. La sombra notó mi agitación y salió rápidamente a la luz. «Emma, no te asustes, por favor, soy yo, David Stein, el hijo de Jacob». Me habló la sombra, la cual, en la luz recuperó su esplendor humano. «Disculpa mi atrevimiento, normalmente no hago esto, pero no puedo resistir sin verte. Tu mirada cambió mi vida más rápido que las leyes de Nuremberg. Si tienes miedo de hablar conmigo, o quieres denunciarme por mi proceder, sabiendo muy bien quién soy, hazlo sin el menor remordimiento. Pero antes de responder algo, escucha mi siguiente pregunta: ¿me permites acompañarte a casa?».

Le contesté asintiendo con la cabeza y casi corrí hacia la oscuridad. No quería que él viera que me sonrojé y que tenía los zapatos muy gastados y viejos; pertenecían a mi madre. Mi falda estaba llena de manchas de café, empezando desde donde terminaba el delantal de trabajo. Ya ni siquiera digo nada sobre mi cabello, era un desastre total. Así que no estaba en la situación en la que quería que me viera el hombre al que amaba.

Las noches en las cuales estaba sola, iba por la ciudad, luego entraba por la calle que conducía hacia fuera, hacia nuestra casa. Daba un gran rodeo, pero me sentía más segura. Tanto nuestra casa como el café estaban en las afueras de la ciudad; en línea recta hacía unos 3 kilómetros a través de la oscuridad, por la ciudad unos 5, pero a la luz. Con David, por supuesto, elegimos el camino recto, oscuro y lo más alejado posible de la gente. Las razones son más que conocidas: allí, ambos nos sentimos más seguros. De qué hablamos los dos aquella noche, no podría decirlo exactamente. Sé a ciencia cierta que habló más él, y que yo me reí como por todos los años anteriores. También sé con certeza, que no tocó el tema de la política, de la que se hablaba en aquellos momentos incluso en los sueños. No se quejó en absoluto de la situación en la que se encontraba. Aún recuerdo que no quería que se acabara el camino, que me pareció tan corto. Cuando lo pasaba sola, el camino parecía no tener fin, me asustaba por cada sonido de la noche y había muchos. Aquella noche, sin embargo, había alcanzado otro nivel existencial, otro lado del tiempo, del cual se dice que es el mismo siempre. ¡No es verdad! Al ser un invento humano, la velocidad del tiempo es directamente proporcional al estado de ánimo de la persona que lo mide.

Dios, qué feliz me sentía; por primera vez en tantos años era libre, me había olvidado de todo lo que nos rodeaba. Solo después de despedirnos, cuando estaba acostada en la cama y soñando con los ojos abiertos, volví a la realidad, con la ayuda del reloj, claro. Esta herramienta inventada tiene una extraña autoridad sobre mí. Inmediatamente me di cuenta de que David estaba solo, en la peligrosa oscuridad, con casi todo un país odiándolo. Estaba en peligro a cada paso. Giré mi rostro hacia la almohada, para que mi familia no me escuchara y lloré muy fuerte, hasta que me quedé dormida.

Desde siempre supe que era judío, porque ni él ni Jacob nos lo ocultaban. Desde pequeños nos enseñan a evitarlos como leprosos y también nos enseñan cómo distinguirlos en la sociedad, si de alguna manera intentan esconderse. En este «deber» hay que tener mucho cuidado a: la forma de la nariz, el pelo e incluso el olor. Aunque todo es una imposición oficial, esta disciplina es un mancha vergonzosa más sobre nuestra historia. David no es rubio con ojos azules y siempre es tomado por alemán, por quienes no lo conocen. Nos meten en la cabeza, por todos los medios posibles, que son los parásitos de nuestra sociedad, que quieren destruir nuestro país, que la raza aria sufre mucho por su culpa; bla, bla, bla. Mi David no es así en absoluto y creo que la mayoría de sus correligionarios igual. Correligionarios es mucho decir, él ni siquiera es un practicante. Una vez que lleguemos a Holanda, nos casaremos en la religión que realmente ame al hombre tal como es, si es que la encontraremos, por supuesto. La primera religión que realmente respete el Sermón de la Montaña, será la nuestra. (Mateo 5-7, si no lo sabes) Los nuestros lo han olvidado...

Gracias a mi padre, nunca odié a los judíos y en general, a nadie. «En el frente todos son iguales. La sangre de todos tiene el mismo color, independientemente del color de la piel, nacionalidad o religión y quien dice lo contrario es un tonto. He visto rubios con ojos azules cobardes, judíos valientes y viceversa. Mi mejor amigo en el frente era judío y me salvó la vida a costa de la suya. Me cubrió de una granada; él se hizo trizas, y a mí me hirieron en la pierna que luego cortaron. Esta estrategia política, que utiliza nuestro fanatismo y nuestra ignorancia como armas para arrodillarnos, primero a nosotros mismos y luego a los demás, nos costará muy caro». Eso es lo que solía decir mi padre a todos los que afirmaban lo contrario. A mí me explicaba de manera más simple: «Todos somos iguales, independientemente de la religión, el idioma o el color del cabello. No hay raza mejor ni peor, hay un hombre bueno o un hombre malo. Todos nacemos buenos, pero con el tiempo, especialmente si nacemos en circunstancias como las nuestras, bajo la presión de fracasados espirituales, nos convertimos en malos. Eso es todo».

Las horas pasaban como los días y los días como las semanas. Sufría muchísimo cuando no estaba con él. Cuando acababa el día, terminaban y mis sufrimientos secretos. Cerraba la puerta, a mucho tiempo de que saliera el ultimo cliente, y de la sombra aparecía él. Si las parejas «normales» podían estar en los bancos de los parques, en los cines, en los teatros, en las iglesias, en los autobuses, etc., nosotros estábamos privados de estos privilegios. Nos perdíamos en la noche, por senderos marginales ocultos a los ojos acusadores. Es por eso por lo que a cada momento que pasamos juntos ganaba encanto, era algo increíblemente hermoso y puro. Cuanto más sensacional nos sentíamos juntos, más arriesgada era nuestra relación. Nosotros lo sabíamos muy bien, nuestro amor era más puro y fuerte que el de Tristán e Isolda. No nos habríamos aburrido, el uno del otro, ni en mil años. Queríamos estar juntos todo el tiempo, y cuando estábamos lejos, ambos sufríamos. Entonces comprendí que la verdadera felicidad estaba en cosas pequeñas: una mirada, una palabra dulce, un toque, una flor en el pelo, un beso en la mejilla...

Después de medio año en la sombra, viendo que las restricciones se multiplicaban, llegamos a la conclusión de que en el país en el que estamos, simplemente estamos condenados a la muerte. Tarde o temprano, la verdad saldrá a la superficie, y en nuestro caso... Así nació la idea de emigrar; ambos elegimos Holanda.

¿Por qué estoy tan feliz esta noche? Porque hace unas horas, en la noche del 8 al 9 de noviembre de 1938, David me pidió la mano. Me regaló un anillo y me dijo que ya tenía todos los papeles, «en orden», para salir de aquí. El 10 de noviembre, a las 6:30, tenemos el tren hacia la felicidad. Hoy ya no nos veremos, nos encontraremos mañana en la estación de tren. (¡Yo, por supuesto, respondí un SÍ).

Un día más, Señor, un día más...

Cerró con cuidado el diario y lo escondió debajo de la almohada. Apagó la luz de noche y poco a poco se dejó llevar robada por el sueño. Se durmió con una sonrisa que solo los verdaderamente felices podían esbozar. Pero el subconsciente tenía otros planes. Inmediatamente después del pasaje completo, decidió mostrarle quién gobernaba realmente el reino de Morfeo.

Empezó a soñar. Parecía estar en algún lugar junto al mar. Un banco rocoso y muy empinado desde el que se extendía un puente de piedra hasta una roca clavada en el mar. Parecía un monstruo con escamas, petrificado por algún hechizo y dejado allí en mitad de las olas. Este dragón de piedra conectaba la empinada orilla con la roca que parecía rota, hace mucho tiempo, justo fuera de ella. Parecía que quiso huir de su cuna original, pero la gente la pillaron y la ataron allí. El monstruo de piedra servía de esposas al islote rebelde y de paso para quienes lo subyugaron. En su cuerpo rebelde cortaron cientos de escalones que conducían a la cima, y allí arriba, construyeron una pequeña iglesia, símbolo de la obediencia.

Mientras tanto, dos jóvenes aparecieron en el puente. No podía ver sus caras, pero estaba segura de que eran jóvenes y muy felices. Él, un moreno alto con traje negro, y ella, una rubia un poco más baja que él, con un vestido blanco y larguísimo. En su mano llevaba un hermoso ramo de flores, y su cabello envuelto alrededor de la cabeza en una especie de corona, estaba adornado con las mismas flores. El final del vestido serpenteaba detrás de ellos cogiendo la forma de las escaleras, mientras ellos subían felices hacia la cima. En un momento dado, el vestido se aferró a una piedra y ambos se volvieron para levantarlo. Cuando les vio las caras, se sobresaltó asustada, había dos manchas garabateadas como la lágrima del diario. El hombre tomó la parte de abajo del vestido en sus manos y siguieron su camino hasta la parte de arriba. Emma los miraba como un testigo oculto. A sí misma no se veía, pero sentía que estaba ahí, que era parte de la historia.

Al llegar a la cima de la montaña, los jóvenes se arrodillaron ante un clérigo que los esperaba humildemente junto a la puerta. Desde dentro de la iglesia se escuchaba una música de fondo, Emma se dio cuenta que era el Fausto de Wagner y no entendía qué tenía que ver con lo que sucedía. Trató de adivinar a qué religión pertenecía el pastor, pero fue en vano, el subconsciente no se lo permitía. Trató de escuchar lo que estaba diciendo, porque estaba de pie al final del vestido que se había vuelto aún más largo; pero el mismo resultado. Cuando el pastor le preguntó a la mujer de blanco si estaba de acuerdo en casarse con el hombre presente, ella escuchó todo menos sus nombres. Y cuando estaba a punto de preguntarle lo mismo al hombre, se dio cuenta que se encontraba en el cuerpo de la novia, y su compañero era David.

—Y tú, David —prosiguió el pastor su discurso—, ¿estás de acuerdo en casarte con Emma... —Se detuvo, frunció el ceño confundido y dijo con dureza—: ¡David!? ¿Cómo David? Ah, perro judío que eres, ¿cómo te atreves a contaminar la sangre aria? ¿Te estás burlando de mí y de nuestro pueblo? ¡Sacadlo de aquí ahora mismo y enseñadle lo que hacemos con parásitos como él!

En la iglesia se detuvo la música y cuatro hombres con uniformes de la Gestapo salieron del interior. Estos agarraron a David y empujándole se lo llevaron a algún lugar detrás de la iglesia. Emma quería gritar, llorar, golpearlos, morderlos, al fin y al cabo, pero estaba paralizada. De sus gestos salía solo un impotente ummm...

—No olvidéis de volver y a por esa traidora de su nación —gritó el pastor tras los cuatro que le arrastraban a David—. No os preocupéis, no tiene a dónde escapar. De aquí no escapa nadie sin nuestra aprobación. Después de todo, estamos en una isla.

—¿Por qué, padre? —gritó Emma y se despertó sudada. Se dio cuenta de que fue un sueño y que había gritado lo suficientemente fuerte como para despertar a sus padres. Escuchó con atención si alguien se movía por la casa y sin escuchar a nadie, puso su rostro en la almohada y estalló en un lloro histérico, repitiendo continuamente: «¿por qué, padre, por qué?...».

Damnare silentium

Подняться наверх