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Tengo fiebre

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Primer domingo de abril. Todos en remera menos yo. Ya vamos unos días de otoño, pero aquí sigue el calor. Cualquiera diría que estamos en alguna tarde de verano. Sin embargo, llevo puesto un buzo. Es que tengo frío. Uno que es casi una borrachera. Estoy en la casa de mis padres y mamá me ve algo pálido. “¿Tendrás fiebre?”, pregunta. “No otra vez”, suplico. Es que en menos de un año ya tuve tres episodios y son cada vez más fuertes. Los médicos insisten con que algún virus anda dando vueltas y se las ha tomado conmigo. Coloco el termómetro debajo del brazo y espero. Tengo treinta y siete, es una febrícula y debo ir a la cama.

La vida continúa a mi alrededor. Sentado, miro a mis hijas. Tienen tres y seis años. Martu, la menor, llora del cansancio y forcejea con Angie, mi mujer, porque no quiere ponerse las zapatillas. Cata, la mayor, se queja porque su remera tiene un agujero. “Las polillas están matando mi ropa”, dice.

—Tengo treinta y siete, es una febrícula —le digo a Angie—. Voy a tomar un paracetamol.

—¿Otra vez? Vamos ya —me responde.

Me late la cabeza y necesito llegar a casa. Siento algunos escalofríos y un leve entumecimiento. Sobre mi espalda, una capa de sudor. Insisto en manejar el auto y hacer de cuenta que no es nada. Hoy no haremos la rutina de pasar por la casa que compramos hace unos meses y está en refacción. En unas semanas iré al médico para hacerme un chequeo general. Hace tiempo que pospongo la visita. La última vez que me hice un control fue a los cuarenta, y ya pasaron tres años.

Angie está preocupada, lo veo en sus ojos. Llegamos al departamento y subimos con las chicas dormidas en brazos. Las recostamos y me tiro en la cama. Mientras, Angie me prepara un té.

—Tu fiebre me inquieta —me dice cuando entra. En tanto, me coloco el termómetro y empiezo a temblar.

—Sí, es raro. Ya es la cuarta o quinta vez en menos de un año —respondo casi sin poder hablar de lo que me castañean los dientes.

—Mañana tendríamos que ir a una guardia.

—Treinta y ocho y medio —digo, y cierro los ojos.

Vuelvo a transpirar. Tanto, que debo cambiarme la remera. No tengo dolor, pero los temblores me acompañan toda la noche. Mi cuerpo se sacude y me cuesta coordinar los movimientos. Hay calor en el ambiente, pero yo necesito mantas y abrigos para protegerme del frío que siento.

Crónicas para renacer

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