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En la guardia

Vuelo de fiebre y mis pijamas están empapados al levantarme. Lo mismo la cama; el pobre colchón va a necesitar algún milagro para quitarle la aureola. Los escalofríos vienen y van. Necesito auxilio para salir de la ducha, apenas puedo controlar los temblores. Tanto, que tengo miedo de caer y golpearme con el lavatorio o el inodoro. Angie me abriga y ayuda a vestirme. Es momento de partir a la guardia. Voy hecho un ovillo en el asiento del acompañante.

En la sala de espera intento sentarme lejos de los que tosen o parecen enfermos; no quiero empeorar mi situación. Me atiende una doctora “especialista en fiebre”, según se lee en el cartel que cuelga de la puerta. Su panza, inflada como un globo, indica que está a días de dar a luz. Me siento en la camilla, ella palpa mi torso y me ausculta, pero no encuentra nada extraño. “Esto debe de ser algo viral”, me repite algunas veces. Ante mi insistencia en que vengo con una seguidilla de episodios febriles, me manda a hacer un análisis de orina en el laboratorio del sanatorio. La orden dice “Urgente”, así que en menos de dos horas tendré los resultados.

Estoy solo. Angie me dejó y fue a buscar a Martina, que sale del colegio. La dejará en lo de mamá y volverá a buscarme. La guardia es un lugar de mucho movimiento. A dos sillas de distancia, un chiquito llora y la madre lo hamaca para consolarlo. Más allá, una vieja angustiada le pide una y otra vez algo a la recepcionista. Sus manos tiemblan, aunque ella intenta disimularlo aferrándose al mostrador. Cerca del ascensor, un joven golpea la máquina de café que no funciona y le tragó su moneda. Lo hace con disimulo, no quiere tener problemas con el de seguridad. El sol entra por la pared vidriada y convierte el sitio en una pecera incinerada por el calentamiento global. Ideal para mí, que busco algún lugar tibio en donde cocinarme un poco y olvidar por un rato el temblor. Entonces, un enfermero acalorado pone el aire acondicionado a veinte grados y los enfermos empezamos a tener frío. Una señora se queja, pero un hombre protesta por el calor y comienza una especie de batalla por la temperatura del lugar. Finalmente, gana el clima templado, y la mujer felicita al enfermero, que disfruta de su nuevo poder a puro control remoto. Entonces, el señor derrotado pide agua, pero en esta pecera el dispenser no funciona, se puso de acuerdo con la máquina de café para arruinarles el día a los que andamos estropeados.

Los del laboratorio me dan el tachito del pis. Debo encerrarme en el baño y a trabajar. Golpean la puerta. Digo “ocupado”, pero insisten. Por la voz, es un hombre grande que no escucha cuando le digo que espere y no tiene mejor idea que insistir. Pareciera que es el único servicio en todo el lugar. Logro concentrarme y empieza a salir el chorro. A pesar del temblor, consigo no ensuciarme. Salgo, espero ver al señor que golpeaba hacía unos segundos, pero ya se fue. El frasco tibio en la mano me da la sensación de llevar una taza de té rumbo al laboratorio y siento ganas de tomar algo caliente. Misión cumplida. Vuelvo a la espera.

Pasan los números y ya voy más de una hora en este lugar que se pelea entre el frío y el calor. Me llaman, es la “especialista en fiebre” con sus nueve meses de embarazo y un sol de mil grados que viene desde la pecera.

—Acabo de recibir el estudio —dice en cuanto me ve entrar—. Tal como te dije, debe de ser un virus, así que no te preocupes. Ahora andá a la enfermería para que te den un inyectable de Novalgina y te baje la fiebre. Después, tomá paracetamol cada seis horas hasta que estés bien. Paciencia, otra cosa no puedo hacer.

—Gracias —digo, y voy a la enfermería.

Estoy mareado, tambaleante y con sudor en la sien y la espalda. No sé si es por el calor o la fiebre, o ambas cosas. Esto de andar mojado todo el tiempo es muy incómodo. No entiendo por qué, pero intento disimular mi estado.

—¿Estás bien? —me pregunta una médica—. Te veo un poco amarillo.

—Tengo fiebre, me tienen que dar Novalgina —respondo, mientras le alcanzo la orden firmada.

—¿Te molesta si te hacemos un análisis de sangre? Por cómo te vemos, nos quedaríamos más tranquilas —me dice su compañera.

—Bueno —digo, y busco un lugar para sentarme.

Un enfermero me coloca una vía y me extrae sangre para analizarla. Después, cuelga un sachet con dipirona al lado de un suero que va para una chica sentada junto a mí. Según cuenta, se desmayó en la calle. Está sola como yo y no puede dejar de hablar. Revive una y otra vez lo que le sucedió. Quiero que se calle y deje de torturarme con su voz. Por suerte, sus palabras se convierten en ecos lejanos a medida que la dipirona penetra en mi cuerpo. Me hipnotiza ver entrar el medicamento en mis venas. Fijo la mirada en las otras arterias de mi brazo. Son como raíces de sangre. Y mientras las contemplo, comienzo a sentir que me quedo dormido y cierro los ojos.

Alguien me toca el hombro. Despierto y veo a la doctora de la fiebre con su embarazo de nueve meses. Está parada con los brazos en jarra. Tiene un papel en la mano. Es el estudio de sangre y los resultados están a la vista.

—Te quedaste dormido. Vi que te pidieron un estudio de sangre —dice en tono suave, aunque en la forma noto cierto recelo.

—Sí, unas doctoras que no me vieron bien —respondo.

—¿Cómo estás? Ya te dimos una dosis de Novalgina con la que tendría que bajar la fiebre.

—Perfecto, todavía me siento un poco mareado, pero mejor.

—Qué bueno. Esperame en la sala que en una hora estará listo el estudio, te llamo.

A la hora y veinte decido golpear la puerta de su consultorio. Sale al pasillo y me recibe con unos papeles en la mano.

—Acá tengo el estudio de sangre y nada, debe de ser un virus. A tener paciencia —responde, y se aleja.

Recibo un mensaje de Angie, dice que acaba de llegar y no puede estacionar. Salgo tambaleante de la guardia y la veo a unos metros. Está agotada. Después de hacer mil maniobras logró colocar el auto en un lugar donde apenas se pueden abrir las puertas. Camino a los tumbos en dirección a ella. Su cara se transforma al verme. Soy un zombi amarillo con el brazo pinchado y a punto de desmayarse.

—¡Tu color! ¿Cómo te sentís? ¿Dónde están los resultados de los análisis que te hicieron? —pregunta.

—No lo sé, creo que se los llevó la doctora —respondo.

—¿Cómo que se los llevó la doctora? ¿No se los pediste?

—Me dijo que es un virus, ya va a pasar —digo mientras me siento en el auto—. Necesito descansar.

—Quiero esos análisis, quizá los tenga que ver otro médico. —Su tono no admite disidencias—. Vamos a buscarlos.

Entramos, pero la doctora de la fiebre ya no está, así que vamos al laboratorio y logramos tener en nuestras manos los resultados del estudio. Ahora sí podemos volver. El calor es agobiante y yo estoy sentado en el auto. Tengo algo menos de treinta y ocho de fiebre y mucho sueño. No recuerdo haber estado tan cansado en toda mi vida. Necesito algo que me envuelva y abrigue. La temperatura tiene que bajar pronto, dijo la doctora.

Al llegar a casa me tiro en la cama y duermo. Al despertar, ya son cerca de las cinco de la tarde. La fiebre no baja y ya van más de veinticuatro horas. Me siento en el living y miro el termómetro mientras transpiro. Mi remera está empapada. Empiezo a normalizar esta situación de tener que usar varias camisetas por día. Cata y Martu, a mi alrededor, preguntan qué pasa y les digo que tengo fiebre, que ya tomé el remedio y que pronto jugaré con ellas. Cata insiste con la polilla que le asesina la ropa y dice que es posible que el bicho sea el culpable de mi enfermedad. Me cansa estar con ellas, y sus preguntas me aturden. Así que vuelvo a la cama y pierdo la noción del tiempo. Angie me trae el termómetro por la noche. El aparato hierve a más de treinta y nueve. Esto no es normal.

—Mandale los resultados a María, que es médica —le pido a Angie.

—Sí, justo estaba escribiéndole un mensaje, ahí se los mando —responde sin dejar de mirar el teléfono—. Me contestó, dice que vayamos mañana a la Clínica Adventista Belgrano, donde ella trabaja en la guardia.

—¿Qué te dijo del estudio?

—Que no está bien. —Angie se pone a leer algo en la pantalla de su celular—. Dice que no hay que preocuparse, hay que ocuparse. Los resultados están mal. Tenemos que ir mañana temprano al sanatorio. Vos no podés manejar en este estado, tengo que hacerlo yo. Ella va a encargarte varios estudios para que te hagas ahí y ver qué es lo que te está pasando.

—Bueno, yo me voy a dormir, estoy muy cansado y esta fiebre no baja.

Crónicas para renacer

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