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Shock room

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Al bajar de la ambulancia, el enfermero me prohíbe caminar; debo utilizar una silla de ruedas. Tengo la sensación de flotar. Las personas que cruzo me echan miradas de lástima. Mientras paseo, pienso en si alguna vez volveré a salir de este lugar. Entonces miro hacia atrás, a la calle, donde todavía hay sol; la gente sana pasea con sus perros, toca bocina y llega tarde a una reunión. Qué cerca está ese mundo que acabo de abandonar.

Se abren las puertas del shock room. Angie, que nunca soltó mi mano, se despide hasta dentro de un rato. “¿Y si es la última vez que la veo?”, me pregunto mientras cruzo el umbral. Veo varias camas con sus cortinas. Hay movimiento, aunque no es frenético como en las películas. Dos espacios están ocupados y tienen las cortinas cerradas. De uno de ellos sale un quejido.

Me toca la última cama, y una enfermera jovencita viene a pincharme. Tiene que ponerme una nueva vía y sacarme más sangre. Los estudios que me hicieron en el sanatorio anterior no sirven acá. Hay que hacer todo otra vez. La muchacha intenta tres veces, pero no encuentra la vena y mi mano duele. Se rinde y va en búsqueda de su jefa. No quiero más dolor. Ya estoy todo agujereado y esto recién empieza.

Un enfermero pasa a mi lado, necesita vaciar un recipiente con vendas. Son de la chica que se queja en la otra punta de la habitación. Cuenta que sus huesos se quiebran con facilidad y esta vez fue por una caída. Se tropezó con una baldosa, intentó atajarse con las manos y al apoyar las palmas sintió el dolor del crac. Dice que está cansada de ser tan frágil, aunque por suerte esta vez solo fue el brazo, porque hace dos o tres años le pasó con la cadera y el dolor fue insoportable. Alguien le hace compañía, podría ser una amiga. Ella la consuela y le ruega que tenga fuerza, que todo va a pasar. Puedo imaginármela acariciándole la cabeza. Angie no aparece, la necesito a mi lado y que me tome la mano.

Entretanto, viene la jefa de enfermería en reemplazo de la aprendiz que no pudo con mis venas. Me inyecta con suavidad; tan bien lo hace que apenas siento el dolor. Aburrido, cuento los puntitos en mis brazos: ocho en menos de veinticuatro horas. Pierdo la noción del tiempo. ¿Ya es de noche? Aparece un hombre de saco, corbata y barbijo, es el doctor Aguirre. Parece más chico que yo. ¿Cuánto años tendrá?, ¿38, 40? Me dice que ya hay un equipo de médicos trabajando para mí, que están viendo qué tengo, si hepatitis, dengue o alguna otra cosa. En su mirada percibo pena y me frota la mano con su palma. “Todo va a andar bien; en cuanto se desocupe una habitación te sacamos de acá”, me dice en susurros antes de irse. Las paredes están pintadas de un celeste apagado, ningún reloj a la vista. Me distraigo cuando veo pasar enfermeros y enfermeras apurados con sus bandejas de metal llenas de cinta, gasa y alguna inyección. Miro el suero y ya va por la mitad. ¿Llevo más de dos horas aquí?

Una mujer se para frente a mí. “Soy la hematóloga”, se presenta. Tiene la misma mirada de pena que el doctor anterior. No trae barbijo y sus dientes son de una blancura extraordinaria. Pero no son de verdad, son fundas relucientes sobre sus gastados dientes. ¿Cómo serán los reales? Su sonrisa es gigante y radiante. Tiene voz de fumadora. A los médicos les encanta fumar. ¿Será que sus dientes originales quedaron estropeados por el cigarrillo y decidió ocultarlos? Las fundas parecen de plástico, como si fueran de bajo costo. Ella sonríe y pregunta:

—¿Cómo te sentís?

—Sigo con fiebre, tengo frío —respondo. Siento una especie de borrachera que me tiene atontado.

—Mañana por la mañana vamos a hacer una punción de médula.

—¿Qué es? ¿Para qué sirve?

—Es para ver si tenés algo en la médula que te esté provocando la fiebre.

—¿Duele?

—Puede llegar a doler un poquito, pero no te preocupes, es con anestesia local y la hacemos en tu habitación. Acordate, es mañana a la mañana y tenés que estar en ayunas.

—Bueno —digo, y cierro los ojos. Pienso que esto se pone cada vez peor.

—Hasta mañana —escucho que me dice.

Al abrir los ojos, veo que llega Angie. Me toma la mano y entrelaza sus dedos con los míos. Parece que hubieran pasado días desde que nos separamos al bajar de la ambulancia. Vienen a buscarme, es hora de ir a la habitación.

Crónicas para renacer

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