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1. DIOS: PROVIDENCIA, OMNISCIENCIA Y PERMISO

En la Introducción, al analizar las diferencias existentes entre el modo en que la literatura popular y los tratados demonológicos ingleses comprendían y describían el funcionamiento de la brujería, se mencionó que uno de los puntos de mayor contraste podía hallarse en la importancia que ambos tipos de documentos otorgaban a la figura de la divinidad. Mientras que los panfletos raramente incluían en sus relatos menciones o referencias al Creador, los demonólogos del periodo 1584-1648 se destacaron por haberle otorgado un rol central en su argumentación. Se señaló, incluso, que esa característica fue una de las más perdurables de los textos dedicados a discutir la brujería en Inglaterra durante la modernidad temprana, al punto de que las teorizaciones sobre esa cuestión podían hallarse tanto en los textos más tempranos como en los más tardíos, ya sea en la etapa inicial o en la de maduración.

El presente capítulo buscará profundizar en el análisis sobre este tema: estará dedicado a comprender el rol de la divinidad en los tratados demonológicos. Para ello se tendrán en cuenta dos problemas fundamentales ya aludidos, pero no explicados con detenimiento: el de la Providencia y el del permiso divino. El primero se relaciona con la existencia de un plan eterno e inmutable diseñado por Dios en el que todos los acontecimientos habidos y por haber juegan un papel y tienen una importancia específica para su cumplimiento. Sin importar lo nefastas o perjudiciales que puedan parecer sus consecuencias inmediatas, todas las calamidades –especialmente las asociadas con la magia nociva– acabarían redundando en un bien mayor y por ese motivo eran permitidas por la divinidad. El segundo eje tiene que ver con la existencia de una condición sine qua non para la intervención de los demonios en el mundo material: la autorización por parte de la deidad. La innegable importancia que los autores ingleses otorgaron a ambas cuestiones ha sido considerada como síntoma de una excepcionalidad del pensamiento demonológico desarrollado dentro de las fronteras del reino británico más austral. Uno de los objetivos del presente capítulo radica en demostrar que tanto el providencialismo como la necesaria autorización divina no fueron nociones exclusivamente inglesas, sino que, por el contrario, pueden hallarse en desarrollos teóricos patrísticos, escolásticos y en tratados demonológicos tardomedievales y temprano-modernos escritos allende las fronteras inglesas. Ello se relaciona con que los dos problemas que hay que considerar, además de relacionarse entre sí, se vinculan con discusiones centrales de la teología y la cosmovisión cristiana, entre los cuales pueden destacarse el problema del mal, la lucha contra el dualismo y la relación entre Dios y los espíritus impuros. De esta manera, nos encontraríamos frente a materias en las que la fractura confesional entre católicos y protestantes no habría producido diferencias de fondo. Para comprobarlo se planteará una comparación respecto de las consideraciones que los demonólogos francófonos sostuvieron en torno al providencialismo y la teoría del permiso. Si bien historiadores como John Teall han señalado que ambos asuntos interesaron poco a demonólogos como Jean Bodin, Nicolas Rémy, Henry Boguet o Pierre de Lancre, que a diferencia de los ingleses eran católicos y expertos en jurisprudencia antes que en teología, es una de las ideas que organiza el presente capítulo que ambas cuestiones también fueron importantes en sus postulados sobre la brujería y el estudio de los demonios.1 En otras palabras, es una de nuestras hipótesis que para los tratadistas ingleses y franceses, el rol de la divinidad, la forma en que ejercía su control sobre la Creación, sus capacidades y sus intenciones coincidieron significativamente. Así, la literatura demonológica habría sido durante la Edad Moderna una de las formas privilegiadas de apología de la doctrina de la soberanía divina.

PROVIDENCIALISMO EN AGUSTÍN Y TOMÁS

Entre los siglos II y III de la era común, la ortodoxia teológica, litúrgica y eclesiástica al interior del cristianismo estaba aún en construcción. No existían todavía acuerdos o bases comunes y estables sobre puntos fundamentales del dogma. Desde antes del Concilio de Nicea (325), una Iglesia todavía en formación había desarrollado a través del esfuerzo intelectual de pensadores como Irineo (c. 130-c. 202), Tertuliano (c. 160-c. 220) u Orígenes (185-254) diversos mitos cosmológicos para dar cuenta y explicar las ideas de San Pablo, por entonces la figura central de la teología cristiana, sobre la Caída y la Redención, así como para combatir el gnosticismo.2 La tarea de los Padres apologistas, sin embargo, se caracterizó por su incapacidad para dar a luz una cosmología unificada o universal, un problema relativamente menor frente a las no menos heterogéneas elaboraciones de las diversas ramas del gnosticismo cristiano occidental, pero que demostraría su potencial gravedad frente al ascenso y expansión del maniqueísmo, la expresión más exitosa, popular y hostil de aquel durante el primer milenio.3 Entre las propuestas centrales de los seguidores del profeta persa Mani (c. 215-c. 276) se encontraba la defensa del dualismo teológico y cosmogónico, según el cual existían dos principios increados e independientes, el Bien y el Mal, personificados por Dios y el Príncipe de las Tinieblas respectivamente, desde siempre enfrentados y cuyo antagonismo marcó el origen y la evolución del mundo desde su creación y continuaría haciéndolo hasta el Escatón.4 Estas dos eternidades dividían lo bueno y lo malo, la luz y las tinieblas, lo espiritual y lo material, no solo a nivel cósmico, sino también en cada ser humano, donde el espíritu pertenecía a Dios y la carne al Mal.5 Según los postulados de este mito cósmico, la divinidad –y el alma humana, que no era otra cosa que una porción de su sustancia– quedaba librada de culpa o responsabilidad por la existencia de cualquier acontecimiento negativo, cuyo origen se hallaba siempre en el principio maligno.6 El Mal, pues, era una entidad en sí misma, cuya raíz era independiente de la figura divina.

Los postulados del maniqueísmo atrajeron a un considerable número de adeptos, no solo en la Mesopotamia donde se había originado, sino también en el mundo romano merced a la espectacular capacidad proselitista de sus misioneros.7 Una de las regiones donde más éxitos cosecharon fue en el norte de África. El joven Agustín de Hipona (354-430) se encontraba entre quienes no pudieron escapar de su influjo. Fue justamente el problema del mal, que obsesionó al futuro santo desde su juventud hasta el final de sus días, el que lo acercó a los maniqueos. Varias de sus ideas centrales resultaban atractivas para alguien criado en el seno de un hogar cristiano: Dios era considerado completamente bueno e incapaz de todo mal, la Luz antagonizaba con la Oscuridad y el hombre era una criatura compuesta de cuerpo y alma.8 Esta última era perfecta e impecable, aunque encarcelada por la corrupción de la materia física que la rodeaba.9 Esta simpleza doctrinal basada en divisiones tajantes era otro de los atractivos iniciales del grupo: la concepción dualista eliminaba la necesidad de escrutarse internamente, desviando la mirada lejos de los problemas de la propia conciencia, inclinándose por una aproximación a la religión fundamentalmente intelectual y basada en la razón. Eso le permitía a Agustín ocuparse de los grandes problemas del mundo y concentrarse en la estructura del universo, lo que en parte explica la atracción que sintió durante aquella etapa de su trayectoria intelectual y religiosa por la astrología.10

Tras años como discípulo (auditor) de los elegidos (electi) maniqueos, la comodidad intelectual de los postulados del grupo ya no convencían a un Agustín cada vez más perturbado existencialmente. La propuesta espiritual de la religión le resultaba, además, estática: no había espacio para la mejora, para el crecimiento personal, para el enriquecimiento interior.11 El dualismo antropológico no explicaba la impiedad interna que percibía en sí mismo. Un maniqueo nunca constituiría un todo, y era precisamente esa integridad la que el de Hipona buscaba.12 Lo que en verdad lo rasgaba internamente no era una atávica tensión entre cuerpo y alma, sino sus propias falencias. Si el espíritu dejaba de entenderse como una porción de la divinidad y comenzaba a ser considerado como una creación inferior, falible e imperfecta, toda la existencia humana, así como la odisea espiritual que se atravesaba en vida, adquirían un cariz ontológicamente diferente. Esta transformación pavimentó su camino de vuelta al cristianismo, apuntalado por su viaje a Italia y la tutela que Ambrosio, obispo de Milán, ejerció sobre él. Distanciándose del presupuesto fundamental de las enseñanzas de Mani, el mal ya no era percibido como la causa del pecado, sino exactamente lo inverso.13 Agustín, sin embargo, defendía la idea de un Dios perfecto, omnisciente y, a diferencia de su etapa anterior, omnipotente, por lo que ahora ambas ideas debían conciliarse.

La célebre frase Unde malum («¿De dónde viene el mal?») es aquella con la que inició la construcción de su teodicea cristiana, una en la que el mal en tanto principio y sustancia independiente no podía existir.14 Su punto de partida era completamente monista. En efecto, sostenía que el mal no era nada en sí mismo, carecía de existencia intrínseca, es decir, no era más que ausencia de bien (privationis boni).15 Pese a ello, resultaba evidente que aquel existía y producía efectos reales, visibles y palpables en el mundo: muerte, pestes, guerras, hambre y todo tipo de destrucción.16 Para explicar esta aparente contradicción, el nacido en Tagaste distinguió entre el mal natural y el moral. Dentro de la primera categoría incluyó, por caso, todas las catástrofes naturales y las enfermedades. En la segunda inscribió al pecado, es decir, las acciones humanas mediante las cuales los hombres se alienan de la divinidad y de sí mismos al desear abandonar la naturaleza excelente.17 Por medio de los pecados se producía un daño a quien recibía los efectos de la acción, pero también el pecador se perjudicaba a sí mismo puesto que por llevarlos a cabo su alma se carcomía.18 Los primeros eran males que se sufrían y su autor era Dios, mientras que los segundos eran males que se hacían y su autoría era humana.19

Este punto resulta particularmente importante para nuestros objetivos porque está genealógicamente vinculado con la idea de la Providencia en Agustín. Desde luego, no fue el primer pensador cristiano en ocuparse del asunto. El tratamiento de la cuestión puede hallarse ya en las Escrituras, que, antes que nada, constituyen el relato del gobierno del mundo existente por parte de Dios.20 También fue un tema de considerable atractivo especulativo para los Grandes Padres Griegos. Basilio de Cesarea (c. 330-379) asociaba el concepto con la acción siempre actual y bondadosa del Creador sobre su obra. Gregorio Nacianceno (c. 329-389), por su parte, la consideraba como el medio por el cual la divinidad gobernaba el mundo y lo conducía hacia un mejor estado. Juan Crisóstomo (347-407), profundizando la orientación de sus contemporáneos, destacó que los hombres no escapaban de la acción precisa y particular de la deidad, por lo que incluso los peores sufrimientos que los victimizaban no eran más que malestares pasajeros y relativos, ya que todo lo que ocurría tendía en última instancia a un bien superior.21

Aunque Agustín conocía poco la lengua griega y su influencia en la porción oriental del Imperio no fue considerable, su visión sobre la Providencia no difirió respecto de la de los teólogos mencionados.22 Ninguno de sus tratados versa específicamente sobre el tema; su estudio está específicamente ligado al problema del mal. Dentro de su corpus, sin embargo, De Civitate Dei es la fuente principal para conocer su posición. En efecto, su opus magnum no habría sido escrito más que para reflejar cómo todo lo ocurrido en el mundo de los hombres desde su inicio ha estado ordenado o autorizado por la Providencia.23 En el capítulo XI del libro V señala que es inconcebible (nullo modo est credendam) que el Ser Increado hubiera dispuesto la existencia de un universo detalladamente perfecto solo para dejar la historia de los hombres por fuera de su gobierno.24 Así, la Providencia es entendida como la prerrogativa exclusiva del Ser Supremo para controlar la causalidad en toda su obra.25 La universalidad providencial, de hecho, fue el principal aporte de la visión agustiniana sobre el tema.26 Según el obispo, todo lo existente, desde lo más noble a lo más indigno, incluidos los males morales y naturales, forma parte de un plan establecido al comienzo de los tiempos por la divinidad, quien no solo lo diseñó, sino que controla permanentemente su cumplimiento aun en los detalles ínfimos: «la divina Providencia no solo gobierna a toda esta parte del mundo vinculada con las cosas mortales y corruptibles, sino también a las pequeñas cosas más viles y abyectas».27 Así, el teólogo norafricano distinguió entre el acto instantáneo de la creación y la actividad conservadora-providencial por la cual la divinidad protege su obra.28 Tal como señaló Gillian Evans en su clásica monografía sobre Agustín y el mal, el obispo de Hipona se caracterizó por el desarrollo de un cristianismo platónico de matriz optimista, basado en la idea de un mundo ordenado perpetuamente en el que el Creador está a cargo de su creación, y según el cual Él contiene el mal y acaba por hacer imposible que pueda cometer algún daño. De hecho, lo previó y planeó sacar lo mejor de él.29

Es justamente la idea de un plan providencial ideado y ejecutado por una divinidad omnisciente la que da coherencia definitiva al problema del mal en el pensamiento agustiniano. Su idea de la Providencia presupone la existencia en Dios de la sabiduría, la presciencia y la voluntad de crear y ordenar todas las cosas a fin de manifestar su propia bondad. Creó un mundo donde los males naturales eran posibles porque cumplían esa función específica.30 Las consecuencias nefastas que, por ejemplo, tornados, terremotos y enfermedades mortales traen aparejadas son interpretadas de manera completamente negativa porque la imperfecta perspectiva humana desconoce tanto el funcionamiento del cosmos como los detalles del esquema providencial.31 Desde la perspectiva divina, esos eventos desgraciados tienen otro significado. Sirven, por ejemplo, para castigar a los impíos y probar la fe de los justos. Aunque los hombres no fueran capaces de comprenderlo adecuadamente, servían a un bien mayor, a un propósito ulterior y más importante decidido por el Creador y, en consecuencia, indiscutiblemente justo, apropiado y benevolente.32

Con los males morales, aunque diferentes en esencia de los naturales, ocurre lo mismo. Aquellos consisten en la voluntad de una naturaleza racional que, ejerciendo su capacidad de libre albedrío, escoge pecar y, en consecuencia, alejarse del bien.33 El libre albedrío le fue dado al hombre precisamente para que pudiese decidir obrar rectamente, ya que sin la posibilidad de elegir en libertad entre hacer o no lo correcto, entre permanecer o no en Dios, el premio y el castigo no tendrían sentido, puesto que una u otra opción no se elegirían, sino que estarían determinadas.34 La libertad para escoger entre el pecado y la virtud, sin embargo, también formaba parte de la Providencia. De hecho, la divinidad conocía anticipadamente el camino que los hombres y los ángeles habrían de tomar y, pese a ello, permitió existir y contar con libre albedrío a aquellos que pecarían porque incluso esas acciones serían ser beneficiosas:

Así, la voluntad que se une al bien común e inmutable, consigue los primeros o más grandes bienes del hombre, siendo ella uno de los bienes intermedios. Sin embargo, la voluntad que se aparta del mencionado bien común, y mira hacia sí misma, o a algo exterior o inferior, peca (...) De esta suerte, el hombre soberbio, curioso y lascivo entra en otra vida, que, comparada con la vida superior, es muerte antes que vida. No obstante, la rige y gobierna la providencia de Dios, que pone las cosas en el lugar que les corresponde y distribuye a cada uno según sus méritos.35

El desarrollo teórico sobre la Providencia que el Doctor de la Gracia llevó a cabo durante las últimas cinco décadas de su vida pasaron a formar parte del mainstream teológico, convirtiéndose en lo que Robert Muchembled denominó una «reserva de sentido» para los teóricos posteriores.36 Tal es así que las especulaciones de Tomás de Aquino (1225-1275), uno de los filósofos más importantes de la Baja Edad Media, sobre aquel tema podrían ser consideradas como una continuidad respecto de lo escrito por Agustín ocho siglos antes. El Aquinate, por ejemplo, también sostuvo la existencia de un plan divino, precedente a todo lo creado. En todas las cosas hay un ordenamiento preexistente en la mente de la divinidad. Esa razón de orden es lo que el fraile entiende por Providencia, a la que define como «la razón de orden al fin que hay en las cosas y preexiste en la mente divina».37 Nuevamente, este control se plantea, además de en términos generales, de modo específico y minúsculo.38 De esta manera, Tomás refutó las proposiciones ya condenadas por la Universidad de París en 1270 que negaban la omnisciencia divina respecto de los singulares.39 Esa cuestión la resolvió definitivamente en la Summa Theologica, en cuya parte I cuestión XXII, titulada «De la Providencia divina», sentenció: «en todo subyace la Providencia divina, no solo en lo universal, sino también en lo singular».40 Además de potencia creadora, la divinidad era una potencia interventora; su tarea durante la Génesis no había cesado, sino que se mantenía activa a través de su labor de conservación. Para algo creado, existir un mínimo instante sin la asistencia divina significaría ser Dios, lo cual era imposible. Por eso, la influencia de la deidad en el mundo no era más que una continuidad de su acto creador.41

La idea de una Providencia sin restricciones también se vinculó en la obra de Tomás con el problema del mal. Según sus postulados, la causalidad divina también afectaba tanto a los acontecimientos virtuosos como a los dañinos, y en el caso de los seres humanos, a los honestos tanto como a los corrompidos.42 Lo que distinguía a unos de otros, es decir, lo que hacía que algo o alguien fuera «malo» continuaba asociado como en el pensamiento patrístico a las nociones de privación, desviación, caída y ausencia.43 Si bien es un tema aludido en buena parte de su obra, fue tratado específicamente en el De Malo, en cuyo primer artículo escribió: «llamamos mal a lo que es contrario al bien. Necesariamente, el mal es contrario a lo que es deseable. Y lo que es contrario a lo deseable no puede ser una esencia».44 Así pues, el mal no es. O, con un mayor grado de sutileza, no es más que aquello que universalmente se opone a un bien particular, de manera tal que solo puede ser considerado en relación con aquello deseable de lo cual se desvió. La cuestión es planteada mediante un silogismo sencillo: si todo lo que existe es bueno y el mal, por definición, es lo opuesto de ambas premisas (la existencia y lo bueno), entonces no existe.45 Ahora bien, que no exista, que no sea una cosa, no significa que no esté en las cosas. Está en tanto privación, por eso su «existencia» es conceptual (ens rationis) y no real (non rei).46

Los efectos de la ausencia del bien, aunque al margen de la intención de Dios (praeter intentionem Dei), están incluidos en el ordenamiento que estableció, es decir, forman parte de su plan eterno.47 Continuando la ortodoxia agustiniana, el Creador permite pero no causa el mal: lo que hay de ser y de obrar en la acción mala tiene a Dios como su causa; lo que hay en ella de defectuoso no remite a aquel, sino a la causa segunda defectuosa.48 El hecho de que puedan existir se debe a que los defectos y las desviaciones potencian el bien en el universo, ordenándolo hacia su fin que es el Ser Increado y, en consecuencia, el bien supremo.49 Esta idea puede observarse en las teorizaciones que el Aquinate desarrolló sobre los ángeles y los demonios, uno de los temas que más profundamente estudió. Antes incluso de proceder a su creación, la divinidad conocía que algunos se mantendrían en la gracia y otros pecarían.50 Lo mismo antes de la generación de los primeros hombres. Aun así decidió que las criaturas intelectuales (los ángeles al inicio de los tiempos y seres humanos durante toda su existencia) estuviesen dotados de libre albedrío y, de ese modo, unos escogiesen ser virtuosos y otros exactamente lo inverso.51 En el caso de las naturalezas angélicas, permitió que la rebelión de una parte de ellas (los que de allí en más serían identificados como demonios) tuviera lugar debido a que ese acto sedicioso sería instrumentalizado para, entre otras cosas, dar origen a la Encarnación del Verbo y la realización definitiva del plan providencial.52 Además de procurar el bienestar de la humanidad mediante la acción pedagógica de los ángeles buenos, encargados de guiar a los hombres hacia la gracia, la divinidad buscaría lograr el mismo fin por medio de los caídos, quienes a través de pruebas y combates testearían la convicción y firmeza de los hombres. Unos y otros, por lo tanto, estaban al servicio de la divinidad. Es así que las causas segundas (los demonios entre ellas) estaban completamente incluidas en la economía de la Providencia, tenían un rol específico en su realización.53 En otras palabras, para procurar el bien universal, Dios había permitido la rebelión cósmica de Satán y sus aliados, que serían utilizados para tentar y castigar a los hombres de manera que después de su pecado aquellos no quedasen excluidos de participar en el orden del universo.54 No deseó el pecado de aquellos, pero una vez ocurrido, le dio una utilidad positiva.55

A partir de este breve resumen de las posiciones esbozadas en el primer y el segundo milenio, resulta evidente que, desde el periodo patrístico hasta el auge de la escolástica, la teología cristiana planteó una cosmovisión completamente teocéntrica, basada en los principios de la omnipotencia, omnisciencia y omnibenevolencia divina. La participación de la deidad en su creación era siempre activa y constante. Esta doctrina permeó por completo el discurso demonológico durante la modernidad temprana, en el cual las intervenciones de los demonios y el accionar de las brujas, aunque indudablemente nocivos a primera vista, formaban parte de un plan divino cuyo objetivo, como hemos repetido, era un bien último.56

PROVIDENCIA EN LAS DEMONOLOGÍAS DURANTE LA MODERNIDAD TEMPRANA

En un exhaustivo análisis sobre la idea de la Providencia en Inglaterra durante los siglos centrales de la modernidad, la historiadora Alexandra Walsham explicó que la creencia en la existencia de un plan divino que guiaba el destino de la humanidad fue aceptada por una parte minoritaria de la población de aquel país, por lo que no había logrado erigirse como la explicación monopólica en relación con la causalidad de los acontecimientos beneficiosos o perjudiciales que le ocurrían al conjunto de los habitantes o a individuos particulares. Lo que existió, en cambio, fue una competencia entre interpretaciones tan distintas entre sí, tanto en su origen como en su organización argumentativa, que la autora las denominó «ideologías rivales».57 A grandes rasgos, aquellas podrían ser divididas en dos grupos. Por un lado, los que respetaban la idea de una causalidad de tipo providencial tal como la habían expresado Agustín y Tomás; por el otro, nociones de raigambre precristiana como fortuna (fortune), destino (fate) y la acción de una naturaleza independiente (Dame nature), ninguna de las cuales se organizaban a partir de la existencia de una figura rectora que intervenía en la vida humana para darle sentido de acuerdo a un plan prestablecido.58

La popularidad de las explicaciones basadas en el azar o el materialismo dio origen a una ambiciosa campaña pedagógica liderada por miembros de la elite cultural, especialmente teólogos y pastores, con el fin de combatir aquellas teorías causales que se oponían a los postulados básicos de la ortodoxia cristiana. Esta intención de modificar las creencias de la población no se habría limitado a alguna de las facciones en las que se dividía el campo protestante inglés, sino que gozó de una aceptación prácticamente universal dentro del mainstream reformado, algo sin duda relacionado con el énfasis que Juan Calvino (1509-1564), el más influyente de los reformadores magistrales en Inglaterra, colocó en la soberanía divina y su incesable intervención en la esfera terrestre, rechazando así cualquier explicación basada en el azar:

Para que pueda apreciarse mejor la diferencia, debemos tener en cuenta que la Providencia de Dios, de acuerdo a lo enseñado en las Escrituras, se opone a la fortuna y a los eventos fortuitos. Se ha aceptado en todas las épocas, y todos piensan así hoy en día, que todas las cosas ocurren de modo aleatorio. Lo que debemos creer en relación con la Providencia no debe ser nublado u oscurecido por esta opinión.59

A partir de lo visto en el capítulo anterior, es posible señalar que la brujería fue uno de los temas en torno a los cuales los providencialistas hicieron frente a quienes ofrecían explicaciones a las desgracias personales que rivalizaban con sus ideas. El hecho no puede resultar extraño puesto que, además de ser uno de los crímenes que mayor fascinación e interés despertaba en la población, el número de juicios (y panfletos que los describían detalladamente) había alcanzado sus cifras más elevadas entre los años 1580-1590, decenio en que aparecieron los primeros tratados demonológicos, todos ellos cargados de un notable sentido providencial. Frente a relatos folclóricos en los que enfermedades repentinas y muertes fulminantes eran explicadas a partir de poderes sobrenaturales de las brujas, los demonólogos argumentaban que provenían de una divinidad cuyo dedo debía divisarse detrás de cada hecho inexplicable.60

En su Dialogue Concerning Witches and Witchcrafts (1593), George Gifford advirtió de que las personas daban poca importancia (do so little consider) a la soberanía y el poder de Dios sobre todas las cosas.61 Uno de los aspectos cruciales de la Providencia se derivaba de las ideas de poder y control, por eso era frecuente que los teólogos utilizaran la frase «gobierno divino» como sinónimo de aquella.62 En las demonologías inglesas abundaba la utilización de términos que destacaran la capacidad de mando de la divinidad. Gifford, por caso, subrayó su omnipotencia, haciendo hincapié en que era el gobernante de todo (soveraigne rule over all), idea establecida ya en las Escrituras.63 En 1616, Thomas Cooper realizó su aporte al destacar que todas las existencias estaban bajo las órdenes de Dios (every creature is at his comand).64 Ya en pleno gobierno de Carlos I, Richard Bernard directamente aludió al poder divino (divine power) como principio rector del universo al mencionar su capacidad para gobernar (gobern) y determinar (disposing) la función de todo lo que existe.65 En todos los casos mencionados, el Creador es considerado como un soberano absoluto cuyo dominio, a diferencia del de los monarcas terrenales de la Edad Moderna, no conocía límites espaciales o temporales.

Esta idea de gobierno divino, desde luego, no estaba asociada a una supervisión aleatoria, sino que implicaba la existencia de un curso de acción determinado y conocido solo por Dios. Por ello es que, en un sentido técnico, el concepto de Providencia en la tradición cristiana implica al mismo tiempo poder y conocimiento. La idea que amalgama ambas instancias es la de orden. El médico John Cotta, autor de The infallible, true and assured witch, indicó que el Dios cristiano no era el de la confusión ni el del azar, sino el del orden.66 Dentro del equilibrio supervisado se incluían, por ejemplo, los procesos que permitían al mundo funcionar. El propio Cotta señaló que la naturaleza, su desempeño, sus características y cualidades no eran otra cosa que «el poder ordinario de Dios en el curso y gobierno ordinario de todas las cosas».67 Ese curso ordinario, además, ya estaba preestablecido: era inmutable.68 La existencia de un andarivel divinamente limitado dentro de cuyas fronteras infranqueables transcurría la existencia cósmica era muy popular entre los ingleses autores de demonologías. William Perkins sostenía que incluso el clima estaba determinado con anticipación y que los seres humanos solo podían intentar predecirlo, aunque sin ningún tipo de certeza.69

En el marco de la explicación de porqué la astrología y la adivinación eran disciplinas impías, Gifford señaló que en lugar de utilizarse como método para conocer eventos futuros, la observación de los cielos y la trayectoria de las estrellas únicamente debía practicarse como medio contemplativo y para sorprenderse con la majestuosidad de la obra divina reflejada en los diversos cursos de los planetas y sus movimientos establecidos de una vez y para siempre por su voluntad (fixed by an unchangeable decree).70 Este tipo de afirmaciones no resulta extraño en quienes proponían la existencia de un Creador único y perfecto. Era absolutamente lógico que los hombres, impresionados por la enormidad y variedad tanto del entorno natural que tenían a su alcance como de aquel que escapaba a su conocimiento y su campo visual, consideraran que estaba a su cargo. Con todo, el gobierno providencial no comprendía solo los acontecimientos ligados a las esferas celestes o los grandes misterios de la naturaleza. De hecho, la majestad del numen no podía ser completa si su influencia no alcanzaba también a los hechos más insignificantes y cotidianos, a las pequeñas cosas (particulas) mencionadas por Agustín. Esta idea fue planteada a partir de dos metáforas presentes en Mateo 10: 29-30 y recuperadas tanto por George Gifford como por Thomas Cooper. En primer lugar, el evangelista señala que los cabellos de la cabeza de cada ser humano están contados, por lo que ni uno solo caía sin el conocimiento o intermediación divina. El pasaje es mencionado en The Mystery of witch-craft: «nada, ni tan siquiera el pelo de nuestras cabezas puede ser tocado a menos que el Señor lo disponga».71 Por otra parte, el siguiente versículo bíblico refuerza la idea del anterior al indicar que hasta la caída de un gorrión al suelo es conocida por Dios. En su diálogo, el predicador de Maldon condensó ambos fragmentos resaltando: «un go rrión no puede caer al suelo. Todos los cabellos de nuestras cabezas están numerados».72 Este nivel de control y atención sobre lo que ocurría en el mundo de los hombres intensificaba tanto la soberanía como la magnificencia del Ser Increado.73

Además de incluir la polarización entre los procesos generales y los acontecimientos particulares en el plan providencial, los demonólogos ingleses hicieron lo mismo con las bendiciones y las desgracias. De este modo, tanto lo positivo como lo negativo que le sucedía a cada ser humano tenía a Dios como su responsable último, respetando de esta manera el monismo causal defendido a ultranza tanto por la Patrística como por la Escolástica. Teniendo en cuenta que los documentos estudiados son tratados dedicados a analizar el problema de la brujería, los infortunios personales a los que más atención dedicaron nuestros autores eran aquellos que popularmente se relacionaban con el poder destructivo de las brujas. Estos solían diferenciarse de los demás debido a su carácter inesperado y sin causas aparentes más allá de la intervención de poderes ocultos y ajenos a la naturaleza humana. El mal que las víctimas sufrían y el que los hechiceros provocaban (las dos caras de la misma moneda) provenían del Creador. A partir de esta noción, los tratadistas buscaron combatir dos ideas profundamente arraigadas en la población: que las desdichas tenían origen humano y que eran intrínseca y necesariamente negativas. En cuanto al primer punto, Perkins escribió: «quienes son embrujados deben pacientemente soportar las molestias del presente, reconfortándose en la idea de que ocurren por la Providencia especial del Señor, por su propia mano».74 Si antes mencionamos que la posición oficial de los teólogos ingleses era señalar que el dedo de Dios estaba detrás del funcionamiento y el orden a nivel cósmico, ahora queda claro que su mano también era la causante última de la brujería. Es por eso que cuando una persona sufría los embates de la magia nociva, su respuesta debía basarse en la paciencia y la confianza en los motivos por los cuales aquello ocurría. Demonios y brujas no eran más que instrumentos de una voluntad superior que los utilizaba en beneficio de su plan eterno.75

Esto nos lleva inmediatamente a la cuestión de por qué la Providencia contemplaba que ocurrieran sufrimientos derivados de la muerte de seres queridos, enfermedades propias, destrucción de bienes y pérdidas económicas, que como vimos en el capítulo anterior eran los blancos principales de los maleficia. Nuevamente la respuesta remitía a la ontológica superioridad de la divinidad; sus designios, así como su ser, eran humanamente inconcebibles.76 Su omnisciencia era la que le permitía conocer cuál era el medio más adecuado para conseguir el mayor bien, aun cuando ello significaba en ocasiones desviarse de la senda que aparentaba ser la correcta para tomar, como señaló Bernard, caminos errantes (wandring bypaths).77 En realidad, el camino trazado por la divinidad nunca tomaba desvíos o atajos, siempre conducía hacia un fin virtuoso. El recurso retórico a la existencia de distintos caminos era la forma en que los humanos trataban de comprender un esquema cuyo desenvolvimiento no conocían. Por ello explicaban las desgracias sufridas por individuos o por colectivos como el resultado de la inescrutable sabiduría del Creador.78 Aunque más adelante profundizaremos en ello, aquí resulta oportuno señalar que para los autores ingleses, las personas atravesaban situaciones difíciles, bien como prueba de su fidelidad a Dios bien como castigo por haberse alejado del comportamiento virtuoso. En ambos casos, el resultado que se perseguía era positivo: fortalecer y medir la virtud de los justos o escarmentar a los impíos. Por ello es que Cooper aseguraba que la deidad era capaz de obtener luz de la oscuridad.79 Por oscuridad puede entenderse, como hizo John Cotta, aquellos instrumentos –ángeles caídos y brujas– a través de los cuales producía los efectos pretendidos: «Dios todopoderoso puede comandar instrumentos malignos hacia el bien».80

Tentaciones y castigos, entonces, no eran males en sí mismos, sino medios que la ignorancia del hombre (mans manifold ignorance) así catalogaba por desconocer las reservas y decretos de su hacedor.81 Lo que determinaba la benevolencia de lo ocurrido era la voluntad divina, siempre orientada hacia la justicia y la perfección. Es menester comprender que desde esta interpretación, Dios no actúa de acuerdo a una norma de justicia o perfección, sino que Él crea la justicia y la perfección por medio de su accionar: esto se debe a que lo que hace es ipso facto correcto.82 Esto no significa, tal como vimos, que su proceder sea aleatorio y pueda ser revertido por ser volitivo: la divinidad siempre actúa de manera sabia, porque su naturaleza –aun cuando no puede ser conocida por los hombres– es justa.83 Por ello, el autor del texto más tardío del periodo continuaba advirtiendo a sus lectores acerca de cómo interpretar lo que les ocurría: «es el Señor, dejadle hacer lo que le parece bueno».84 La omnipotencia, omnisciencia y omnibenevolencia quedaban protegidas en el pensamiento de los autores seleccionados.

A partir de lo visto hasta aquí, resulta evidente que en las demonologías inglesas el papel de Dios en la historia no se había limitado al rol creativo. Además de aquella acción iniciática, el responsable de todo lo existente intervenía permanentemente en su obra. En este sentido, los demonólogos demostraron ser fieles seguidores de Calvino, quien décadas antes había escrito: «ciertamente Dios se atribuye omnipotencia, y nosotros se la reconocemos, pero no una vacía, ociosa e inconsciente como la imaginan los sofistas, sino siempre vigilante, activa y llena de eficacia».85 Eficacia y actualidad eran los términos adecuados para describir la participación de la deidad: no era un espectador pasivo del funcionamiento mecánico del mundo creado o un terrateniente absentista, sino una entidad enérgica que intervenía constantemente en los asuntos humanos.86 Tal como señaló Walsham, este intervencionismo constante no constituía una contradicción con la existencia de un esquema providencial rígido, puesto que aquel estaba contemplado y fijado en el plan desde antes que el tiempo comenzara.87

En uno de sus conocidos estudios sobre la brujería en la Edad Moderna, William Monter señaló que prácticamente todos los tratados demonológicos escritos por autores protestantes se destacaron por haber insistido en una serie de temas en común, principalmente la extensión de la Providencia y el poder de Dios.88 Los textos ingleses analizados hasta aquí podrían ser considerados como una expresión particular de esa afirmación general. Sin poner en discusión el postulado de Monter, creemos posible extenderla para incluir a otros demonólogos no protestantes. Los ejes hasta aquí analizados en los documentos de Inglaterra pueden hallarse también en los publicados por autores asociados al contexto cultural francés durante los siglos XVI y XVII. Tal como se ha mencionado más arriba, los escritores del espacio de civilización francesa escogidos para ser comparados con sus colegas del otro lado del Canal de la Mancha son Jean Bodin, Nicolas Rémy (1530-1616), Henry Boguet (1550-1619) y Pierre de Lancre (1553-1631). La caracterización de los autores como franceses requiere una breve aclaración. En sentido estricto, solo Bodin y de Lancre podrían ser considerados como tales, puesto que solo ellos dos nacieron dentro de los límites geográficos que constituían el Reino de Francia durante la Edad Moderna. Rémy y Boguet, en cambio, eran oriundos de territorios adyacentes: el primero nació y desarrolló su carrera en Lorena; el segundo, en el Franco Condado.89 Sin embargo, la influencia de la cultura francesa en el par de autores nacido allende las fronteras del reino resulta difícil de exagerar, no solo por la cercanía geográfica. El aspecto lingüístico y el universo de significados asociados a aquel fueron determinantes en el caso de Boguet, quien escribió su Discours exécrable des sorciers (1602) en francés, tal como Bodin hizo con la edición príncipe y definitiva de su De la démonomanie des sorciers (1580 y 1587, respectivamente) y de Lancre con su Tableau de l’inconstance des Mauvais Anges et Demons (1612). Rémy, por su parte, aunque redactó su Daemonolatreia (1595) en latín, atravesó su etapa formativa académica y laboral en Francia, donde vivió entre 1563 y 1570, periodo en el que estudió en la Universidad de Toulouse, misma casa de estudios que la década anterior había cobijado a Bodin.90 Es por ello que a pesar de los caprichos asociados con la ubicación de las fronteras imaginarias entre las diferentes unidades políticas no ha resultado problemático para la historiografía considerarlos parte de un mismo colectivo cultural.91

Así como los demonólogos que redactaron y publicaron sus tratados en Inglaterra compartieron en la mayoría de los casos un mismo origen profesional y confesional, el cuarteto de autores francófono también se caracterizó por un considerable grado de uniformidad en ambos campos. Interesante para la comparación, los autores de una y otra región provenían de universos intelectuales diferenciados tanto por su formación como por su orientación religiosa. Mientras que los ingleses militaron la causa reformada en su tierra, es posible asegurar que Rémy, Boguet y de Lancre, respetando la orientación de las máximas autoridades políticas de sus lugares de origen, se mantuvieron fieles al catolicismo, colaborando desde sus textos en la difusión de los estándares morales impulsados por la reforma tridentina.92 Los últimos dos autores, además, dedicaron pasajes a asociar la brujería con la herejía protestante, destacando el hilo conductor que unía ambas prácticas desviadas.93 El caso de Bodin, en cambio, resulta mucho más complejo. Es imposible encasillarlo en alguna de las ramas en las que el cristianismo se dividió entre los siglos XVI y XVII, hasta el punto de que ha sido considerado un criptojudío.94 Lo que sí resulta evidente, como señalaron Christopher Baxter y Jonathan Pearl, es que no compartió la tendencia de los demonólogos francoparlantes del periodo de utilizar las discusiones sobre el demonio para defender la fe católica y condenar al protestantismo.95 La Démonomanie se mantuvo al margen de las luchas partisanas que desangraron Francia en el último tercio del siglo XVI.96


Portada de la edición príncipe de De la Démonomanie des Sorciers (1580).

Por otra parte, si los ingleses eran expertos hermeneutas y predicadores de las Escrituras, los francófonos lo fueron del sistema legal, sus códigos, leyes y funcionamiento.97 Bodin, por ejemplo, fue uno de los juristas más influyentes de su generación. Luego de completar su entrenamiento legal en Toulouse, se instaló en la capital del reino, donde litigó como abogado en el Parlamento de París, bajo cuya jurisdicción se encontraba la mitad de los súbditos del rey.98 Sin embargo, al menos en lo que respecta a su capacidad para trasladar su obsesión por el castigo de la brujería a los miembros de aquel órgano, no estuvo ni cerca de ser exitoso.99 Su relación con la brujería fue teórica antes que práctica: aunque fue consultor en procesos judiciales por dicho crimen, no dirigió ninguno, por lo que, a diferencia de los otros tres autores, no puede ser considerado un cazador de brujas.

Rémy, por el contrario, fue un experto en la praxis punitiva. Su ocupación fundamental fue la de magistrado, tarea que comenzó desarrollando en la corte ducal de Nancy al regresar a Lorena tras su estadía en el vecino reino de Francia. En esa posición prosperó socialmente de manera notable, hasta alcanzar un título nobiliario y el cargo de consejero privado del duque Carlos III. En 1591 llegó al escalón supremo de la burocracia judicial local al ser nombrado fiscal general, posición que ocuparía hasta 1606, cuando renunció en favor de su hijo.100 Fue la punta de lanza del aparato judicial de uno de los principados europeos más severamente afectados por la cacería de brujas.101 A lo largo de su extensa y exitosa carrera como funcionario, Rémy afirmó haber condenado a más de 900 personas por el crimen de brujería.102 Más allá de la posible exageración en el número, Johannes Dillinger lo consideró un caso testigo excepcional del burócrata que se valió de su posición privilegiada para promover la persecución de brujas.103 Aunque su texto fue repuesto ocho veces y fue traducido al alemán, no constituye una de las piezas de demonología más sofisticadas del periodo.104 Más que de la teoría sobre ángeles y demonios, sus conocimientos e intereses derivaban de su experiencia de primera mano como verdugo de supuestos hechiceros.105

En el Franco Condado, Boguet combinó sus tareas como jurista y juez. Su interés en la brujería provino principalmente de sus deberes como grand juge en la abadía de St. Claude (1598-1609), un enclave autónomo ubicado dentro del Franco Condado, donde juzgó y condenó a decenas de personas, construyéndose una fama como cazador y experto en la materia que le valió el llamado desde Besançon, la capital regional, para dar su opinión sobre un controvertido caso en el que, finalmente, seis reos fueron ejecutados.106 En cuanto a la influencia del Discourse, William Monter señaló que las persecuciones en el Franco Condado alcanzaron su primer pico en la década posterior a su publicación, aunque el mismo autor señaló que para 1612 el texto perjudicaba más de lo que beneficiaba la carrera de su autor, que quedó enfrentado con el parlamento de Dole, cada vez menos permeable a promover o permitir represiones intensas del crimen.107

Perteneciente a la misma generación que Boguet, Pierre de Lancre fue el autor de la última gran demonología antes de que el Parlamento de París profundizara su desconfianza hacia la criminalización de la brujería en 1624, año a partir del cual no solo no decretó más condenas a muerte, sino que también ordenó que todos los procesos judiciales por aquella falta recibiesen automáticamente el derecho de apelación.108 El Tableau fue el único tratado demonológico publicado dentro del territorio de Francia por un juez con participación activa en juicios por brujería en aquel reino.109 Doctor en derecho por la Universidad de Clermont desde 1579, de Lancre fue un engranaje más de la maquinaria del Parlamento de Burdeos.110 En efecto, fue uno de los dos jueces (el otro fue Jean d’Espaignet, uno de los presidentes de aquel organismo) designados directamente por Enrique IV para responder a las alarmantes quejas de los habitantes de la región vasca ubicada en el extremo sur del reino a raíz de un brote de brujería.111 Su intervención daría inicio al célebre proceso de la región de Labourd, donde aproximadamente ochenta acusados fueron escarmentados en la hoguera, convirtiéndose así en el episodio de represión de la brujería más riguroso del Reino de Francia propiamente dicho.112 Su primer tratado demonológico (en total redactó tres) fue un recuento de la información obtenida durante los extensos interrogatorios en la mencionada localidad vasco-francesa.113 Más allá de su «éxito» punitivo en aquel territorio, sus ideas no gozaron del respaldo de sus propios colegas en el máximo tribunal bordelés, viviendo en este sentido una experiencia semejante a la de Bodin en París o Boguet en el Franco Condado.114 Sus elaborados relatos sobre encuentros nocturnos fueron descartados como evidencia probatoria del crimen en beneficio de las pruebas de magia maléfica, que por ser difíciles de obtener, redundaban en un número mínimo de condenas en relación con la cantidad de acusaciones totales. En parte por la escasa efectividad de un parlamento que lentamente comenzaba a imitar el escepticismo del parisino, de Lancre devino un denunciante del desinterés y la lenidad de la burocracia judicial frente a uno de los crímenes más atroces que se pudieran imaginar. 115

Ciertamente, las diferencias señaladas en las últimas páginas demuestran que la aproximación de franceses e ingleses al problema de la brujería y los postulados demonológicos partía de bases distintas. A primera vista, los intereses teóricos de un jurista o un magistrado parecerían distintos de los de un ministro o un teólogo. En relación con ello, Stuart Clark destacó que los tratados cuyos autores pertenecieron al campo reformado se diferenciaron de los católicos por no haber tenido un tono intelectual, sino homilético y evangélico. Sin embargo, si esa idea general se contrasta con los textos ingleses y franceses seleccionados, no resulta del todo precisa: ninguno de los corpora se caracterizó especialmente por su densidad teórica o academicismo. Centrándonos específicamente en lo que concierne al presente capítulo, es posible señalar que los puntos fundamentales del modo en que autores como Gifford, Perkins, Holland o Bernard entendieron la Providencia pueden hallarse en los escritos del cuarteto francófono. Las supuestas diferentes herramientas conceptuales con las que contaban no los llevaron a conclusiones o interpretaciones opuestas, más bien todo lo contrario.

Haciendo suyas palabras que perfectamente podrían hallarse en textos como los de Agustín, Tomás o Calvino, Jean Bodin escribió que la divinidad es «la causa eterna y primera» de todo lo que existe.116 La Obra de Dios, además, estaba caracterizada por tener un orden específico deseado y determinado por su único responsable.117 Para el jurista, esta disposición se extendía al firmamento: «Dios le ha dado el movimiento a los cielos en el comienzo, como hace aquel que le da a un reloj tanta cuerda como desea».118 El curso y la trayectoria de los cuerpos celestes, por otra parte, fueron adjetivados como invariables e inmutables (invariable & immuable).119 El ordenamiento establecido por el Creador, entonces, era tan eterno como su propia naturaleza. Bodin no fue el único de los autores francófonos preocupado por el rumbo decretado por la divinidad para su creación. Más de dos décadas después de la versión definitiva de la Démonomanie, de Lancre volvió sobre «el orden que Dios estableció en sus criaturas» (l’ordre estably de Dieu en ses creatures). Intentando darles sentido a las complejas confesiones de los testigos y acusados vascos, el autor del Tableau defendió la existencia de un plan que sentó las bases del funcionamiento de la naturaleza durante la constitución primera del mundo. Entre aquellas incluyó la existencia de la noche como el momento donde hombres y bestias recuperaban las fuerzas perdidas durante la jornada. Nada podía provocar la inversión de esa división y hacer del periodo diurno el de descanso y del nocturno el activo.120 Eso se debía a que las horas del día, las estaciones, la luz, estaban vinculadas con el ya mencionado curso eterno y fijo de los astros, que no podía ser alterado por ninguna fuerza que no fuera Dios.121

Más allá de la figura de la divinidad cósmica, creadora y garante permanente del universo, en los textos franceses también hay referencias a la preocupación de aquella por los detalles del mundo sublunar, específicamente los que involucraban al género humano. Nuevamente, una de las características más notables de la Providencia en relación con el devenir de la humanidad era su carácter opaco e impenetrable. La imposibilidad de conocer la voluntad divina antes de que se manifestara fue rechazada por Rémy. El magistrado lorenés auspició una idea común: «el conocimiento de los planes futuros pertenece solo a Dios».122 Ni siquiera las entidades angélicas podían acceder al conocimiento del porvenir.123 Eso se debe a que la existencia de distintos tiempos (pasado, presente y futuro) es propia de la inferioridad de los seres creados, que recurren a ese tipo de divisiones y clasificaciones cronológicas para ordenar sus propias limitaciones. Para la deidad, en cambio, toda la existencia es un perpetuo presente.124 El porvenir, coincidió Boguet en su Discours, «es un juicio secreto de Dios».125 Una de las consecuencias lógicas de esta interpretación fue, como en los textos ingleses, la condena generalizada de la adivinación. Rémy explicó que uno de los campos donde el diablo buscaba imitar (aemulator) a Dios para engañar a los hombres era en la predicción del porvenir, el cual en realidad solo era conocido por el Creador.126 Bodin señaló que una de las formas más eficientes de diferenciar los espíritus buenos de los perversos tenía que ver con la emisión de juicios sobre el futuro y lo desconocido. Si permanentemente estaban dándole a conocer a los hombres supuestas revelaciones, no cabía duda de que eran demonios, y brujos quienes recurrían a ellos.127

Más arriba citamos un pasaje de la demonología de Bodin donde se describía al Creador como la primera causa. Ese fragmento es sucedido por otro donde el angevino termina de pulir su concepción sobre la relación de la divinidad con el mundo: «de él dependen todas las cosas».128 Estas pocas palabras permiten evitar equívocos con otra frase mencionada del autor, donde aseguraba que el movimiento de los cielos había sido establecido como quien da cuerda a un reloj. El suyo, sin embargo, no es un dios relojero; no apartó la vista luego del Inicio, sino que aquello que surgió luego sigue bajo su control y dependencia. Tal como señaló Christopher Baxter, el universo según el jurista era una totalidad controlada.129 En otra coincidencia con los autores ingleses, el Ser Increado es, entonces, una entidad decididamente intervencionista. Boguet, por ejemplo, señalaba que la mano de la divinidad nunca había sido tan fuerte como en la época en que le tocaba vivir.130 Retomando este planteamiento, y aquí sí separándose de los tratados publicados en Inglaterra, Rémy se opuso a quienes sostenían que los milagros habían cesado en la era apostólica y remarcó que aquellos continuaban ocurriendo asiduamente en su actualidad:

Puede haber algunos que piensen que estos milagros fueron adecuados para aquellos tiempos, que Dios los permitía por ser útiles en la difusión de las enseñanzas del Evangelio, y que ahora no son necesarios, por lo que no hay que creer en ellos. A ellos les respondo que la historia reciente está llena de ejemplos de ese tipo de hechos, como veremos más adelante en este trabajo, y que instancias semejantes siguen saliendo a la luz cada día.131

Más allá del campo específico de los milagros, una de las áreas donde mejor se podía analizar la participación actual y efectiva de la deidad era la brujería, tópico a partir del cual los autores abordaron el problema del mal. Aquí también la influencia de Agustín y las similitudes con la tratadística inglesa resultan evidentes. Tal como veremos en el siguiente apartado, los actos de magia nociva –como cualquier otro– existían únicamente en virtud de que Dios los permitía. Antes de analizar la cuestión del permiso en detalle, puede plantearse que en los textos franceses actos dañosos como la brujería o entidades con inclinaciones netamente perversas como los demonios formaban parte del cosmos porque a partir de ellos podían producirse beneficios de mayor alcance. En este sentido, de Lancre señaló que la divinidad, conociendo que Satán se rebelaría momentos después de haber sido creado, de todas formas eligió que existiera porque la simple presencia de un enemigo tan poderoso haría posible que su propia gloria se manifestara con mayor potencia y claridad.132 Para Bodin, la Providencia incluía en su desenvolvimiento pérdidas, sufrimientos y males tales como la existencia del demonio y sus aliados, solo porque por medio de ellos se alcanzaba «un bien más grande».133 El principio monista de la ortodoxia cristiana quedaba así salvaguardado. El Hacedor era omnibenevolente, su naturaleza era pura y esencialmente buena, aborrecía el mal, pero lo toleraba a cuenta de los efectos positivos y deseables que podrían obtenerse de sus consecuencias inmediatas. Todo lo que había creado, pues, era naturalmente bueno (ny faire chose qui de sa nature ne soit bonne).134

De este modo, se partía de la indiscutible idea de que el bien y el mal existían, pero mientras que el primero siempre se imponía, el segundo era simplemente una ilusión.135 Este principio queda reflejado a la perfección en dos ejemplos, uno referido en la Démonomanie; el otro en el Tableau. En el primero, Bodin se apoya en las Sentencias de Pedro Lombardo y afirma que incluso un ladrón que comete el cruel acto de asesinar a un viajero para quedarse con sus posesiones podía estar realizando una acción beneficiosa, puesto que la víctima podría haber sido un parricida que ya no podría cometer más crímenes, o bien un fiel servidor de Dios que quedaba liberado de la existencia terrenal para recibir las bendiciones de la vida celestial.136 El segundo repite los argumentos del jurista, aunque en un caso de brujería. De Lancre explicó que los actos de infanticidio por medios diabólicos son permitidos porque la pérdida de la vida del niño evitaba el deterioro espiritual producido a raíz de los pecados de la juventud y la adultez, de manera que llegaba más rápido a la gloria del padre y en un estado de pureza.137 Como era costumbre, el magistrado señalaba que no se podía comprender los motivos (secrète disposition & volonté a nous incognue) por los cuales la divinidad escogía lograr sus objetivos mediante la autorización de acciones que los seres humanos no podían interpretar más que como ontológicamente depravadas.138 Boguet, no sin cierta resignación, afirmaba que poco más quedaba para los hombres que satisfacer sus inquietudes pensando que el gran maestro del universo no hacía nada sin una causa.139

En otras ocasiones, las intervenciones divinas en los casos de brujería eran más transparentes; el bien que se obtenía de ellas era más obvio. Un ejemplo paradigmático es el mencionado por Rémy, quien siguiendo lo planteado por primera vez en el Formicarius (1437) de Johannes Nider, sostenía que los maleficia no podían afectar a los magistrados porque estaban divinamente protegidos contra los embates de las brujas y los demonios.140 Pasajes semejantes pueden hallarse en Bodin y Boguet.141 En todos los casos, la acción directa de la deidad era inconfundiblemente benevolente. Más allá de estas menciones, el problema del mal mantenía la importancia de los siglos anteriores. A tal punto era inevitable que Stuart Clark señaló la existencia en el cristianismo de una deuda metafísica con el Mal, sin que ello implicara lesionar el monismo teológico sobre el cual se erigía. Existía una inconmensurable diferencia entre la paterna bondad de Dios y la tiránica crueldad del demonio. Mientras el Creador convertía las desgracias de los hombres en posibilidades para alcanzar la salvación, la criatura sembraba calamidades, destrucción y pánico.142 Sin embargo, esa incontrolable inclinación al mal siempre dependía del permiso divino, lo que hacía del Caído un ministro, una herramienta de la divinidad.

PERMISO Y MINISTERIALIDAD

En el esquema que hemos descrito hasta aquí, todo lo existente cumple una función determinada con anticipación. Incuso el mal forma parte de la economía providencial. A lo largo de la historia cristiana, aquel concepto ha sido objetivado en la figura de Satán y sus secuaces diabólicos. Si bien el próximo capítulo estará dedicado a analizar la concepción del demonio en los relatos demonológicos ingleses y franceses, en este apartado nos centraremos en una cuestión someramente mencionada en los párrafos anteriores: el permiso que recibe de la divinidad para actuar en el mundo material y su rol como ministro de la Corte Celestial.

La figura de referencia para comenzar dicho análisis es, nuevamente, Agustín de Hipona. Como ocurrió frecuentemente entre los teólogos del periodo patrístico, el de Tagaste remarcó en sus trabajos que el demonio podía manifestarse activamente en el mundo únicamente si contaba con autorización de la divinidad. Cualquier efecto que produjera en la Tierra, fuera ilusorio o real, no era más que el reflejo de su sometimiento, era una orden recibida y obedecida. Por ello, en Enarrationes in Psalmos, el obispo demanda que sus lectores atribuyan siempre a Dios los males que sufren, puesto que el Ángel Caído no puede hacer nada sin su venia.143 Ahora bien, esa licencia que el Creador otorgaba no era azarosa, sino que estaba orientada fundamentalmente a cumplir dos objetivos: castigar a los impíos y probar a los justos: «ese permiso se les otorga en conformidad con la justicia que todo lo gobierna, tanto por razones de prueba como de venganza, impuestas para la condena o para la corrección».144 No por casualidad este fragmento proviene de los comentarios al Libro de Job. En el celebérrimo relato bíblico, el Adversario afirma que el Patriarca amaba a Dios solamente en virtud de las riquezas materiales y espirituales con las que había sido agraciado, por lo que en cuanto su fortuna, familia y salud desaparecieran, lo mismo ocurriría con su fe. El desafío consistía entonces en que el diablo atacara a Job y pudiera probar su punto. Más allá del conocido final del reto (el protagonista soportó las más terribles calamidades con un inquebrantable respeto hacia su Creador), lo más interesante para nuestro análisis es que las plagas, enfermedades, destrucciones y muertes causadas por el Príncipe de las Tinieblas solo ocurrieron luego de haber obtenido el consentimiento divino, después de que la deidad hubiera establecido los parámetros en los que la apuesta debía desenvolverse y los límites que no podrían quebrantarse en su desarrollo. De allí el comentario de Agustín: «nótese que posee poder tanto sobre los hombres como sobre los elementos, pero este le viene de Dios».145 Fue propio del pensamiento de los Padres de la Iglesia, siempre vigilantes ante las tendencias dualistas, haber descrito al Enemigo como una entidad poderosa, pero estrictamente limitada.146 En palabras del Doctor de la Gracia, era un poder que estaba sometido a otro.147 Dios le permitía tener poder porque eso era algo bueno y porque Él tenía uno mayor.148 Esta versión del demonio, por lo tanto, sufría un severo caso de insatisfacción, puesto que siempre causaba menos daño del que deseaba.149 De esta manera, luego de su rebelión, aquel y sus cómplices se habían convertido en ministros de Dios, en herramientas de su Providencia.150 El demonio no tenía ningún derecho o potestad sobre los hombres, pero la divinidad en ocasiones le permitía ejercer de manera controlada aquello de lo que carecía para cumplir con el esquema providencial.151 Por eso había elegido crear a todos los ángeles, incluidos los que buscarían derrocarlo: acabarían siendo útiles a sus fines. Así, otorgarles permiso de acción era un medio para hacer el bien.152

El teólogo norafricano eligió graficar el estado de servidumbre de los demonios a la voluntad divina refiriendo a uno de signos que más claramente se asocian con aquel: la cadena. Tanto en sus comentarios a los Salmos como en De Civitate Dei, el Enemigo es descrito como una entidad encadenada que solo sentía sus grilletes aflojar cuando Dios consideraba que ello era beneficioso, tal como había ocurrido frente a la posibilidad de tentar a Job para confirmar su beatitud: «el diablo está encadenado para que no pueda hacer cuanto desea o quiere; pero se le permite tentar en todo aquello que redunda en nuestro mayor provecho».153 El cautiverio diabólico era necesario, puesto que de no estar en esa condición de sujeción, arrasaría con todo lo existente y sometería a los hombres a tentaciones completamente irresistibles.154 No podía moverse por el mundo autónomamente y sin oposición.155 La divinidad restringía o liberaba a su instrumento de prueba y castigo de acuerdo a las necesidades de su plan.156 El Enemigo, entonces, no hacía sino lo que se le permitía.157 En definitiva, la propuesta de Agustín en particular y de los Padres en general destacaba la falta de autonomía y libertad de Satán y sus émulos, siempre dependientes de la voluntad de quien los había creado primero y desterrado después.

Luego de consolidarse durante el primer milenio cristiano, esta forma de entender la relación entre Dios y el diablo mantuvo su influencia durante el segundo. En un artículo reciente, Fabián Campagne trazó una continuidad entre los paradigmas demonológicos de Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, aunque proponiendo una lista de correcciones e innovaciones introducidas por el fraile italiano que alteraron el tono de la mitología demoníaca heredada de los Padres. Esta fusión entre lo arcaico y lo moderno, propone el historiador argentino, dio origen a un humus conceptual que sirvió de fundamento intelectual para el desarrollo de la caza de brujas durante la modernidad temprana.158 Uno de los puntos de la perspectiva agustiniana revisados por el Aquinate fue el del permiso. En términos generales, sin embargo, el dominico reprodujo la Vulgata patrística. En la Summa contra gentiles, en el marco de la discusión sobre el tipo de reverencia que se les debía a los personajes más eminentes del culto y la historia cristianas, explicó que el más alto (latría) estaba reservada exclusivamente a Dios en su calidad de señor (dominus). Lo que lo hacía merecedor tanto de la forma más magnífica de veneración como del título mencionado era su capacidad de dar órdenes a todos y no recibirlas de nadie. Por ello, el Ser Supremo era dominus y no minister, término que denominaba a quienes obedecían voluntades ajenas. Los ángeles, tanto los que se mantuvieron fieles como los que fueron expulsados, ejecutan las órdenes de la divinidad (ministrare dicuntur et Deo, cuius ordinationem exequuntur) en su provecho y, por lo tanto, su condición es la ministerialidad.159 Tal como mencionamos páginas más arriba, la intención y la Providencia divina se orientan siempre hacia la consecución del bien, en ocasiones de forma directa, en otras indirecta. La primera tiene que ver con la utilización de los ángeles buenos, cuando por medio de ellos acerca a los hombres al bien o los aleja del mal. La segunda, en cambio, instrumentaliza a quienes acompañaron a Lucifer, y su objetivo es poner a prueba la fe del género humano y así ejercitar las virtudes de sus miembros.160 Esta idea fue profundizada en un pasaje de los comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo, en el que Tomás señaló que además de probar a los justos, los demonios castigan a los condenados. Sea cual fuere la causa para instrumentalizar su existencia, la condición necesaria para que los espíritus impuros pudiesen actuar provenía siempre del Creador: «A la sabiduría toca que las cosas que provienen de Dios sean ordenadas por Aquel de quien viene toda potestad (...) y por eso la potestad de los demonios para ejercitar a los hombres y para ejercitar a los condenados viene de Dios, y por eso debe ser ordenada según un cierto orden jerárquico».161 Ministerialidad y permiso, entonces, permanecían centrales en los textos del Doctor Angélico.162

Hasta aquí, las ideas de ambos teólogos no presentaban diferencias. La disparidad se produjo a partir de los detalles dados por el dominico en relación con las características del necesario permiso divino para las intervenciones demoníacas. El aquinate moderó la absoluta heteronomía característica de la propuesta agustiniana. Como señaló Hans Peter Broedel, en el corpus tomista, Satán y sus seguidores no dejaron de ser esclavos de Dios, pero sí habrían tenido un mayor grado de autonomía.163 En la Summa Theologica ello se especifica en la cuestión 64 de la primera parte, donde se señala la existencia de una distinción entre el permiso directo, concreto y específico que la divinidad le otorga al demonio para castigar (ad impugnandum) y uno más laxo y general para tentar.164 En otras palabras, Dios señalaba con suma precisión quiénes debían ser escarmentados por mediación diabólica, pero entregaba una autorización prácticamente universal para inducir a los hombres a cometer acciones reprobables. Una vez más, no es que la licencia divina no fuese necesaria, sino que era concedida con menos restricción que aquella asociada con acciones netamente punitivas.165 Tomás redefinió la teoría del permiso de manera que aquel, al menos en parte, quedó convertido en poco más que una supervisión; de esta manera los demonios y las brujas poseían una capacidad menos restringida para probar a los seres humanos mediante los maleficia que los primeros realizaban y las segundas fomentaban.166 Esta reformulación del permiso liberó al demonio agustiniano de las limitaciones que tenía para tentar; al menos en este campo, gracias a la distinción introducida por el teólogo italiano, no vería frustrado su apetito destructivo. Así, lo que en la teoría del periodo patrístico quedó latente, en la del escolástico pudo materializarse, estableciéndose las bases para las especulaciones demonológicas de la modernidad temprana.

Tanto en los demonólogos ingleses como en los francófonos pueden observarse rastros y huellas de las tradiciones teológicas preexistentes sobre la ministerialidad de los demonios y la teoría del permiso, convertidas para los siglos XVI y XVII en parte del sentido común de la ortodoxia cristiana. Incluso es posible plantear que, como ocurrió antes con el providencialismo, no puede establecerse una fractura entre los textos de ambas regiones basándose en si primaban a uno u otro lado del Canal de la Mancha la perspectiva agustiniana o la tomista, especialmente porque entre estas dos no existía una brecha, sino, como señalamos siguiendo a Campagne, una continuidad revisada.

Manteniéndose congruentes con la creencia en la existencia de un orden providencial que armonizaba el universo, los demonólogos ingleses establecieron una inquebrantable relación de jerarquía ente Dios y los demonios, cuya manifestación más cruda era que el primero disponía a voluntad de los segundos: «Dios todopoderoso usa a Satán para llevar a cabo sus juicios y signos en los cielos, el aire y la tierra».167 Si bien la divinidad podía intervenir en su creación de manera directa y sin necesidad de causas secundarias, escogía hacerlo por medio de los ángeles caídos y darles así utilidad a los rebeldes que había decidido no erradicar a pesar de su traición.168 Los textos redactados en Inglaterra mantenían el tópico de la ministerialidad demoníaca. Sus áreas de ejecución eran variadas; dentro de sus tareas típicas se encontraban esencialmente dos: la de verdugos y la de examinadores de conciencia. Como indicó George Gifford, los demonios eran herramientas que Dios utilizaba no solo como ejecutores de su venganza sobre los réprobos, sino también para asaltar, tentar, vejar y enseñar el camino de la rectitud a sus elegidos.169 Henry Holland, coincidiendo con su colega, señaló que ejecutan la justicia divina contra los hijos de la desobediencia y también afligen a los santos.170 Décadas después, Thomas Cooper caminaba en tierras conocidas al sentenciar que las entidades diabólicas azotaban a unos como consecuencia de su naturaleza impía, mientras que a otros los acosaban para probar o despertar su fe, para inclinarlos al arrepentimiento o directamente liberarlos de las miserias del mundo terrenal y empujarlos hacia la vida eterna.171

Tanto en su condición de verdugo como en la de inspector, Lucifer y sus émulos actuaban en reacción a una voluntad ajena, como observó Richard Bernard: «el demonio y los espíritus malignos, por medio del permiso de dios, pueden causar muchos males a los piadosos para su juicio, y en los impíos para su castigo».172 Este punto señalado por el teólogo y ministro fue una fijación de todos los ingleses que escribieron tratados sobre la brujería entre los siglos XVI y XVII. La autorización de la divinidad no era solamente necesaria, sin embargo, para cumplir con los dos encargos centrales de su rol, sino también para que los seres preternaturales pudieran desplegar cualquiera de sus portentos. John Cotta, por caso, advirtió que los espíritus podían causar enfermedades, pero únicamente en virtud del permiso.173 Lo mismo planteó Gifford al aludir a la posibilidad de que se manifestaran visiblemente y hablaran con seres humanos «cuando Dios lo permite».174 La habilidad para posarse sobre objetos (a pesar de ser seres inmateriales), moverlos rápidamente de un lugar a otro y penetrar en diferentes elementos también estaban atadas a la misma cláusula condicional: «si Dios lo permite».175 Un ejemplo de esto último eran las posesiones de cuerpos animales o humanos, que aunque aceptadas dentro de las facultades demoníacas, también quedaban supeditas al permiso del Ser Supremo.176 De esta forma, en la tratadística inglesa el Adversario también estaba limitado. William Perkins resumió esta propuesta en una oración: «Sin dudas, su malicia va más lejos, como su voluntad y deseo; pero Dios ha restringido su poder para ejecutar sus propósitos malignos, más allá de lo cual no puede ir».177 Gifford repitió de manera casi textual el párrafo de Tomás de Aquino en el que distinguía entre quién era Señor y quiénes ministros, así como el motivo en el que se basaba esa diferencia: los segundos no ejercían una autoridad absoluta, sino cierto poder cuando el primero (quien sí tenía aquel atributo) aflojaba las cadenas que lo apresaban para darle rango de acción.178 Holland denominó sus facultades como un «poder débil», puesto que no era capaz de causar efectos si la deidad no le daba la fuerza para ejecutar su voluntad.179 Era, en definitiva, lo que la teología patrística había establecido hacía más de mil años: un poder encorsetado por uno superior.180 No era dueño de su destino, menos aún un agente libre; su infinita malicia colisionaba permanentemente con su limitado poder.181 Solo cuando «Dios lo soltaba», explicó el clérigo Alexander Roberts, podía ser efectivo.182 En este sentido, como Euan Cameron oportunamente advirtió, aunque el lenguaje remitiera a las ideas de permiso y autorización, en realidad eran mandatos y prescripciones que el Creador imponía.183

Hasta aquí, la revisión de la ministerialidad demoníaca y la dependencia del permiso en los textos ingleses no se alejaban de aquellos registros en los que el mainstream teológico previo coincidía. Sin embargo, es posible hallar evidencias de que la revisión tomista, aquella que sirvió de puntapié al discurso demonológico radical, no pasó desapercibida en Inglaterra. Tal como señalara Nathan Johnstone en un libro publicado en la década pasada, los puritanos ingleses estaban obsesionados con la permanente presencia y amenaza demoníaca en la vida cotidiana. Aquella se manifestaba principalmente (aunque no exclusivamente) en las tentaciones espirituales e interiorizadas. El estudio de diarios íntimos de los hombres piadosos, sermones de pastores y otros textos devocionales, llevaron al historiador a concluir que, a diferencia de los católicos, los puritanos consideraban que la tentación demoníaca no era un evento puntual sino una condición de vida, un estado perenne de la existencia humana.184 Teniendo en cuenta lo visto anteriormente, es posible asociar la idea de Johnstone con la existencia de una suerte de permiso general de la divinidad hacia el demonio para tentar a todos los seres humanos. Sería posible plantear que las tentaciones constantes no estarían asociadas con órdenes específicas y ad hoc por parte del Creador, sino más bien con la supervisión laxa y general referida por Tomás. Aunque los mencionó ligeramente en su investigación, Johnstone no basó su trabajo en los tratados demonológicos. Ello no es óbice para creer que, en aquellos documentos, escritos todos por zelotes protestantes, no puedan hallarse rastros de los acosos diabólicos permanentes y, en consecuencia, de la mencionada idea del Aquinate. El Discourse del predicador puritano George Gifford puede aclarar nuestra inquietud. Allí, más allá de los pasajes de clara inspiración agustiniana, es posible advertir otros poco destacados usualmente. Por ejemplo: no siempre era necesario que la autorización divina fuera directa, no siempre era una orden. En uno de los párrafos más audaces de su primer tratado, Gifford aseguró que era posible que el demonio eligiera castigar y tentar específicamente a algunos hombres por creer que la divinidad le daría permiso, ya sea por la vida pecaminosa que llevaban o porque merecían ser inducidos a cometer errores (people are worthy to bee seduced and lead into vile errors).185 Aquí hay una diferencia sutil pero importante: aparece un alto grado de autonomía diabólica; creyendo que eso era lo que Dios deseaba, el Príncipe de las Tinieblas (o uno de sus subordinados) decidía actuar como verdugo o examinador.186 Aunque ello presentaba contradicciones en relación con la postura que el demonólogo tenía respecto de la Providencia o la ministerialidad del Diablo, intentó salvarlas (aunque no convincentemente) al indicar que las tentaciones, como siempre, dependían en última instancia de la voluntad final del Creador. El demonio tenía cierto espacio para intentar llevar algo a cabo, pero si ello ocurría efectivamente era merced a que la divinidad no se oponía. Lo que se reconoce, pues, es que existen instancias donde es posible interpretar que había un mayor nivel de autonomía, una cadena que podía mostrar diferentes grados de tensión y hasta estar totalmente relajada, aunque nunca dejaba de adornar el cuello del Maligno.

En relación con esto, Roberts advirtió que el permiso para tentar se daba a menudo.187 Por su parte, al repasar las creencias de la población en relación a la brujería, Bernard destacó la frecuencia con la que equívocamente se consideraba que los espíritus impuros solo podían causar daños si una bruja se lo ordenaba con anterioridad. En realidad, señaló el teólogo, las Escrituras demostraban que las intervenciones del demonio ocurrían a veces porque eran enviados por Dios, pero que también partían «de su maliciosa disposición en contra de la humanidad».188 Podía ocurrir, entonces, que en determinadas circunstancias la divinidad simplemente no se opusiera a que esa maldad se expresara en el mundo, en eso consistía esta versión más general del plácet. Con todo, la efectiva realización dependía, justamente, de que la deidad no objetara lo que el Maligno había decidido. Aunque estos pasajes representan una proporción decididamente menor en comparación con todos aquellos donde se afirma de manera clara y contundente que nada pueden hacer los seres preternaturales sin la autorización previa de la divinidad, no por ello deben ser ignorados. Creemos que es posible advertir una tensión entre la necesidad de defender el determinismo providencialista y el control rígido de la divinidad sobre todo lo existente, y la demanda de una permanente vigilancia por parte de los hombres acechados por temibles demonios que, como leones rugientes, buscaban a quien devorar.189

El infierno está vacío

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