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8. Conclusión

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Treinta años vivió el autor de las Confesiones tras publicarlas. Su existencia se cierra el 28 de agosto del 430 en Hipona, asediada por las huestes de Genserico. Colgados ante sus ojos de enfermo los llamados Salmos penitenciales, agoniza –lucha, pues, aún– confesando con ellos, como había hecho tres decenios antes, la misericordia del Señor y los pecados propios. Ni polémicas ya ni proyectos de obras grandiosas. Sólo queda desnudar por última vez su vida ante el Dios clemente, para que sus hermanos de todos los tiempos confiesen con él el designio salvífico divino y la precariedad humana, en cuyo favor ha sido diseñado. Transcurridos cuarenta y cuatro años sin pensar en sus intereses, habría firmado estos versos:

«Las palabras se me van

como palomas de un palomar desahuciado y viejo

y sólo quiero que la última paloma,

la última palabra, pegadiza y terca,

que recuerde al morir sea esta: Perdón»[38].

La existencia de Agustín es la confesión por antonomasia, hecha a Dios y a los hombres. También, el testimonio cálido y convincente de la magnimidad del Uno y Único, y de la insuficiencia de quienes en tantos aspectos, y no siempre loables, son recíprocamente «los otros». Así, vida, confesión y Confesiones de Agustín forman una trinidad merecedora del respeto, atención y agradecimiento de los lectores de cualquier época. Su existencia, alimentada por ellas, se va transformando en salmo de alabanza a quien con generosidad incesante les ofrece su vida, como acto de suprema y enamoradora misericordia.

José Anoz, OAR

Las Confesiones

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