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2. Contenido general de las Confesiones

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Nadie mejor que el lector para darse cuenta del contenido de la obra, a medida que se rinde ante ella. Sin embargo, por tratarse de una publicación con casi 1.600 años a sus espaldas, escrita entre el 387 y el 400 de nuestra era, resultará más fácil el acceso a ella, si uno tiene por adelantado la certeza de que lo que se dispone a leer está en estrecha relación con lo que a él mismo le pasa, pues se le parece mucho, y si descubre que los elementos del escrito aparentemente más distantes de la vida de quien en este momento le presta atención encajan al menos en la biografía de Agustín y, con mucha probabilidad, en la de cualquier persona. Efectivamente, por una parte, ninguna de las cuestiones que han suscitado el interés del escritor –nacimiento y muerte, amor y envidia, soledad y comunión, aprendizaje, memoria, tiempo, tradición y opciones propias, pecado y conversión, entre otras– son ajenas a la experiencia cotidiana de la gente, y todas tienen proyección en el futuro definitivo de la humanidad y de sus individuos. Por otra, las soluciones propuestas por Agustín y el enfoque que les da inspiran al lector respecto al modo de organizarse la vida en el presente. Apoyado sobre esta base de credibilidad puede uno sumergirse confiada y esperanzadamente en las páginas de las Confesiones.

Acerca de su contenido, cabe decir de modo muy general lo siguiente. Los tres libros últimos –en los que el autor, en vez de narrar acontecimientos por él protagonizados, nos deja ver sus reflexiones y crecimiento cristianos– contienen respuestas a preguntas planteadas en el primero. Describe en nueve libros su pasado, y en el décimo su situación actual. En el undécimo se presenta ya no como individuo aislado –miembro de una familia, vinculado a una tierra, heredero de una cultura, viajero del Mediterráneo y del espíritu–, sino como alguien que con todos los otros seres del mundo comparte condición de creatura: no enteramente autónoma, sometida al tiempo y, por eso, al cambio, al desgaste y a la muerte. En el duodécimo, habla como quien vive entre los dos orígenes primordiales de la creación con los que está en relación esencial, a saber, Dios y el cosmos: uno, sin principio ni fin, independiente y autosuficiente, oblativo, en consecuencia, por entero; otro, creado y perecedero, por entero indigente y menesteroso; origen, por tanto, sólo de lo que previamente recibe. En el libro conclusivo se expresa como quien, en la meta que da sentido al cosmos, la Iglesia de Cristo, tiene su hogar terreno, en lucha, empero, contra su hogar eterno, Dios y la Jerusalén celeste.

Quien el año 396 había publicado la obrita Sobre el combate cristiano –siete mil doscientos noventa y seis vocablos en treinta y cinco párrafos y unas veinte páginas de ordenador–, meses después emprende la redacción de las Confesiones. Sus nueve primeros libros escenifican y testimonian una lucha a brazo partido contra el error y la ignorancia, la frivolidad y la adoración de uno mismo; un yo tan escuálido, empero, que su contemplación desapasionada puede peligrosamente provocar la autocompasión y el autodesprecio. La guerra, que continúa en el libro décimo, nunca amaina, como se ve en los últimos. Sin cesar compromete Agustín a su lector en la búsqueda fraterna de la verdad y en el combate común por llevarla a cabo en la vida propia: no encuentro mejor resumen del contenido de este importantísimo escrito agustiniano. Tampoco mejor incentivo para leerlo y saborearlo, como no sean estas palabras de su autor: «Los trece libros de mis Confesiones por mis males y mis bienes alaban al Dios justo y bueno, y excitan hacia él el entendimiento y el afecto humano. A veces, por lo que se refiere a mí, esto hicieron en mí cuando fueron escritos, y lo hacen cuando los leen»[6].

Las Confesiones

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