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4. Las Confesiones en la actividad
de Agustín polemista
ОглавлениеEncarnizado buscador de la verdad, a ella se abrazó Agustín con avidez cuando creyó haberla hallado en la doctrina cristiana expuesta por la Iglesia católica. ¿Cómo extrañarse, pues, de que luego, vehemente, la defendiese incluso del mínimo desdoro y contra quienes, ignorándola adrede, la menospreciaban y adulteraban? La intensa y continua actividad polemista de Agustín nace no de un temperamento furioso, descontentadizo, avasallador. Tampoco se explica sólo por el ejercicio responsable de su función pastoral como presbítero y luego obispo de Hipona. Se debe, sobre todo, a su experiencia –vacío de certezas, el corazón humano sufre indeciblemente– y a su amor a la verdad y al prójimo. El aprecio por ella, testificado por las palabras: «¡Oh, verdad, verdad..., con cuánta violencia suspiraban por ti mis entrañas!»[11], lo convierte en su celoso caballero guardián, siempre vigilante. La estima cordial hacia el prójimo lo estimula a presentarle de mil maneras y en toda ocasión la hermosura de aquella y la devastación intelectual, moral y social a que conducen su ausencia y, sobre todo, su rechazo querido y obstinado.
Tener en cuenta esto ayuda al lector de las Confesiones a comprender por qué su autor califica en ellas duramente a adversarios, a veces anónimos. Los tacha de curiosos, es decir, ávidos de informaciones, de las que vanagloriarse ante aquellos mismos a los que por carecer de ellas desprecian; de arrogantes y, por eso, contradictores orgullosos. ¿De quiénes se trata? Sin duda de los maniqueos. Pero, puesto que esta obra revela, arraigadas profundamente en Agustín, genuinas convicciones cristianas, que años después verá atacadas y necesitadas, por tanto, de defensa, no me parece ilegítimo ni apresurado referirme también aquí a quienes las han combatido, si bien sus nombres no se leen aún en las Confesiones.
Maniqueísmo
Los maniqueos, con los que el autor de las Confesiones ha llegado a las manos apasionadamente, lo retuvieron casi un decenio, del 373 al 383: ¡en sus años más bellos, de los diecinueve a los veintiocho![12]. Liberado de sus lazos, lo tacharon de tránsfuga, que había abandonado el maniqueísmo por miedo a las persecuciones, cartaginés pérfido, pobre ciego. Según ha comprobado ya el lector al recorrer los contenidos de la obra, entre estos se halla la exposición de la doctrina maniquea y la denuncia tanto de su influencia nefasta sobre Agustín cuanto de su absurdidad. Él se les acercó tanto y tan a gusto, entre otros motivos, porque la afirmación que ellos hacían de dos realidades absolutas –una, mala; buena, otra– le ayudó a justificar sus comportamientos reprobables: no él, sino el principio malo pecaba en él. Descubiertos, por una parte, la responsabilidad humana, que acredita la dignidad del hombre, y, consiguientemente, por otra, el fraude y devaluación a que lo había sometido el maniqueísmo, Agustín rompe con él, lo combate con ardor y lo considera, digamos, como a Egipto los israelitas: situación opresora, de la que Dios lo ha liberado a través de experiencias múltiples y dolorosas.
Donatismo
De mil modos y durante casi cuarenta años –desde el 392, en que siendo aún presbítero, escribe su carta vigésimo tercera, hasta el 429, cuando redacta su obra Sobre las herejías–, Agustín ha andado a la greña con los donatistas, que querían construir una Iglesia sin pecadores y que muy probablemente contribuyeron a la redacción de las Confesiones[13]. Sacaron, en efecto, a luz pública la vida de su autor, anterior a su conversión: precisamente en África, región de esta secta, se había comportado viciosamente; sembraron dudas sobre su bautismo, y sobre la pureza de su conducta actual; lo despreciaron tachándolo de charlatán, escéptico, presbítero maniqueo, fugitivo expulsado de Cartago con sentencia del procónsul Mesiano.
Entonces, mediante las Confesiones –ese género admirable de testimonio, fidedigno por su transparente sinceridad, desnudo de todo exhibicionismo y convertido por él en loa a la gracia misericordiosa de Dios–, ante todo el mundo rinde cuentas de su vida, al tiempo que transforma los datos biográficos y psicológicos en lugares teológicos, porque así los revive el ahora obispo de Hipona. De hecho, a través de los primeros presenta y ofrece su imagen de Dios Trinidad: Creador y Padre, Salvador, Restaurador. También la de la Iglesia: entrañable, por haber acogido en su seno materno incluso a alguien antes enemigo suyo, algunos de cuyos actos habían sido antípodas de los inculcados por sus pastores y libros sagrados; madre fecunda, hasta el punto de que justo a él, tan muerto, lo ha engendrado como hijo suyo y así hijo de Dios.
Debido precisamente a su pasado y a la conciencia duradera de sus errores y debilidades –lúcida compañera suya hasta la muerte, sin angustiarlo, empero–, toda la actitud eclesial de Agustín estaba, por adelantado, instintivamente armada contra la aspiración donatista de una Iglesia cuyos miembros fuesen todos sin mancilla. Antes de haber existido donatista alguno, él hubiera sido y, de hecho, era antidonatista. A título personal, en efecto, y en nombre de todos los pecadores y necesitados de una oportunidad nueva en la vida, ha reclamado la necesidad y, por tanto, quizá el derecho a un hogar en que ser acogido, amado y rehecho.
Pelagianismo
Del nombre de Pelagio[14] se deriva el de la corriente teológica patrocinada por él y sus seguidores, especialmente Celestio[15] y Juliano[16]. Todos ellos se negaban a atribuir a la gratuita esplendidez divina –al amor de Dios hacia los hombres, siempre desmesurado y anterior a todo mérito de ellos– cualquier movimiento de la voluntad humana hacia él. El pelagianismo, simultáneamente doctrina y actitud, alimentadas ambas con obstinada reciprocidad de ida y vuelta ininterrumpida, amargó la vejez de Agustín. Y ¿cómo podría haber sucedido otramente, siendo así que tanto su comprensión de la doctrina bíblica y eclesial al respecto, cuanto su experiencia propia y ajena, le habían suministrado abundantísimos y muy convincentes documentos en sentido contrario? Durante los dieciocho años últimos de su vida, desde el 412 hasta el 430, el obispo de Hipona, cada vez más consciente de la insuficiencia humana para llegar hasta el Señor del Amor, como no abra él personalmente las puertas de su misericordiosa benevolencia, se empleó a fondo contra el pelagianismo. Enseñanza, de fundamentos teóricos sólidos al parecer, arropados y avalados por prácticas ascéticas loables y por conductas virtuosas. Postura, de más cabezas que la Medusa de siete y cuya vitalidad en ambientes piadosos continúa fabricando víctimas de la intransigencia moral.
El lector de las Confesiones, sobre todo si es cristiano, se sorprenderá gozosamente al escuchar el sonoro mentís que su autor da a esa herejía, al menos una docena de años antes de enfrentársele con la totalidad de sus recursos teológicos y dialécticos. Todo paso que el pecador Agustín –como él y con él, cualquier hombre– da hacia Dios se debe a la iniciativa y empresa –curativa, iluminante, robustecedora–, que el Padre de Jesús ha puesto en marcha en favor de la humanidad toda, a la que recupera gracias a la mediación de su Hijo y a la recreación operada en la comunidad eclesial por el Espíritu Santo.