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6. Propuesta de lectura
de las Confesiones
ОглавлениеUna obra desconcertante
Al leer las Confesiones, se encuentra uno con hechos sorprendentes: de cabo a rabo están dirigidas a Dios, como si fuesen un desarrollo prolongado de la súplica extensa con que comienzan; excursos dilatados, en los que se debaten cuestiones teológicas, filosóficas y psicológicas, parecen interrumpir continuamente la supuesta autobiografía; después de que en el libro noveno se ha llegado a una cierta conclusión con la muerte de Mónica, Agustín se salta un período muy largo de su vida, y a un análisis minucioso, agudo, de la memoria sigue la observación de su estado anímico actual; finalmente, el escrito desemboca en una exégesis dilatada y sinuosa del primer relato bíblico de la creación, interrumpida asimismo una y otra vez por elucubraciones sobre el tiempo y otros asuntos que el lector conoce, pues de ellos se ha informado al recorrer en páginas anteriores la materia de la obra. Naturalmente, todo esto dificulta su lectura e interpretación.
Ahora bien, Agustín mismo nos ayuda a leer y entender el más famoso de sus escritos presentándolo en trece unidades literarias y temáticas, cuyo argumento principal menciona al principio de cada una. No todas son igualmente largas, y las cuatro últimas son tan extensas como las nueve precedentes. Este conjunto se presenta a primera vista repartido en dos grupos: el primero trata del desarrollo de Agustín hasta la muerte de su madre; el segundo recoge cuestiones que el escritor se plantea, y que, al formularlas, propone también a sus lectores. Por eso, y sin ánimo de imponer una forma de lectura, puede resultar provechoso considerar las Confesiones como un díptico, precedido por un prólogo dilatado. Aceptar esta sugerencia, supone que el libro primero es un proemio, los numerados del dos al nueve integran la parte primera –descriptiva, narrativa y analítica–, y que la segunda –reflexiva, contemplativa– se encuentra en los cuatro libros novísimos.
Una puerta abierta
Que el libro primero sirva de introducción al resto no puede afirmarse categóricamente. Sí, en cambio, con modestia, si uno considera dos hechos, que no sería honrado pasar por alto. Por un lado, consta, como la obra completa, de dos partes, cuyas características son idénticas a las del escrito en su totalidad: una, interrogativa, reflexiva, contemplativa; otra, descriptiva, narrativa, analítica; teórica, digamos, la primera, y práctica la segunda. Por otro, en los cuatro libros conclusivos Agustín desarrolla, explica y fundamenta más de cerca temas que aparecen en la sección teórica del libro primero, esto es, los seis párrafos iniciales. Veámoslo.
Que el hombre –parte minúscula de la creación, pecador y mortal– quiere, según I, 1, alabar al creador se debe a que cuanto existe, también aquel, es, según XIII, 1-5, hijo de la voluntad buena de Dios. Y que el corazón humano yerra desasosegado mientras no descansa en Dios, se explica porque su peso, que lo atrae irresistiblemente hacia el lugar natural de su reposo es, según XIII, 10, el Espíritu Santo, regalado por Dios al hombre. A la pregunta inicial de toda la obra –qué es antes, invocar y alabar a Dios o conocerlo–, formulada en I, 1, responde el libro décimo afirmando en X, 26-34 que siempre tiene el hombre cierto saber sobre Dios, y el decimotercero diciendo en XIII, 9.43-48 que a Dios lo alaba la mera existencia de los seres.
¿Hay en el ser humano algo que abarque y, por tanto, comprenda a Dios? A esta pregunta, planteada en I, 2, responden el libro décimo y el último. En X, 15.26.35-37 se lee que el hombre no comprende su propia memoria –no la abarca, por tanto–, pero que ella sabe algo sobre Dios. En XIII, 12 se dice que, si bien el conjunto formado por la existencia, el conocimiento y la voluntad humanos es imagen de la trinidad divina, esta continúa incomprensible para el hombre; lo que nada sorprende, si se tiene en cuenta que él ni siquiera se conoce a sí mismo, pues no entiende del todo su propia estructura trinitaria interna.
Porque, según I, 3, el Señor llena el cielo y la tierra, ¿se puede decir que lo abarca? Los libros once y doce justificarán ampliamente la respuesta negativa. Con la imagen de Dios dibujada por contrastes en I, 4 –por eso tan fascinante y cercana a los seres humanos, a su vez, tan indefinibles por paradójicos– forma pareja la que de Dios siempre activo y siempre quieto diseña XIII, 52. ¿Tienen sentido –pregunta I, 5– las amenazas de Dios contra quien no lo ama? Sí, responde X, 30-34: porque por sí mismo, no por una voluntad exterior, arbitraria, ese desamor lleva a la infelicidad; sí, contesta XIII, 3-10: porque, sin la luz, que es Dios, el hombre sólo tiniebla es y posee. La sobria confesión agustiniana del pecado en I, 6 corresponde al despiadado examen de conciencia en X, 39-64. El deseo de no pleitear con Dios, formulado asimismo en I, 6, se explica en X, 1-3. En resumen, dada la relación evidente entre los seis párrafos iniciales del libro primero y los cuatro libros últimos, no sería descabellado considerar aquel, según ha propuesto alguna agustinóloga[29], como pórtico a todas las Confesiones.
Subida ardua
Quien lea atentamente los libros segundo hasta el noveno, constatará cuatro hechos: una trama argumental, en que se entretejen acontecimientos de la vida del autor desde el año 370 al 386; la presencia de la madre, Mónica, nombrada o sin nombrar; su ausencia, precisamente en aquellos libros, cuarto y séptimo, en los que el relato se remansa y emerge la reflexión; por último, la aparición periódica, seguramente no casual, de ciertos temas agustinianos y de referencias bíblicas, que emparejan el libro segundo con el noveno, el tercero con el octavo, el cuarto con el séptimo y el quinto con el sexto. Resulta, pues, una estructura que va estrechándose alrededor de los dos mencionados al final. Así arropados, quedan puestos de relieve. Invito ahora al lector a recorrer este conjunto y a comprobar la eficacia de su organización para transmitir contenidos. ¿Cuáles?
Uno, que engloba a los demás y puede denominarse «El camino ascendente de Agustín desde el más profundo abismo del pecado hasta la visión de Dios». En efecto, si el libro segundo presenta a su autor y, en general, la condición humana, hundidos en el pecado, el noveno narra la experiencia religiosa habida por él y su madre en Ostia, y la situación nueva en que desde entonces se encuentra el escritor: la de siervo de Dios. Las unidades tercera y octava tratan respectivamente de su caída en el maniqueísmo y de su conversión al Dios de Jesús, predicado por la Iglesia. A la lucha del autor por alcanzar el conocimiento asiste el lector del libro cuarto, en espera de que en el séptimo se vea, por fin, la solución de los problemas intelectuales que plantean los contenidos de la fe cristiana. Por último, en el centro del anillo, el libro quinto narra el distanciamiento de Agustín respecto al maniqueísmo, sin que por eso hubieran quedado superados aún errores de bulto, mientras el sexto presenta al autor impresionado por la Iglesia, pero aún sin ver clara la opción por ella. Así pues, la lectura sosegada de estos libros descubrirá que su emparejamiento no es arbitrario.
Parejas bien avenidas
¿Qué une los libros segundo y noveno? El verso evangélico «Entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,21)[30], y el versillo sálmico «Soy tu siervo, siervo de tu esclava» (Sal 115,16b), que tanto en II, 7 cuanto en IX, 1 se refiere al papel jugado por Mónica. También relatos de influjos que Agustín ha padecido: negativo, el de las compañías (II, 8); positivo, no sólo el de la madre (II, 7.8), sino asimismo el de otros (IX, 5.6.14.17). Se ha de añadir a esto el ejemplo edificante y la liturgia de la comunidad cristiana, en cuyo seno se siente ahora seguro. Vinculan además estos libros algunas metáforas: abismo (II, 7.9 y IX, 1); ascenso: desde el valle (II, 2) hasta la cumbre (IX, 24); paraje: fértil (IX, 24) y estéril (II, 18); audición: del ruido mundano (II, 2) y de la palabra que, por decirlo todo, acalla todo lo demás (IX, 25); cadena: opresora (II, 4) y rota (IX, 1); olor: repugnante (II, 8) y gratísimo (IX, 16); calor de Dios (IX, 8), frío de los pecados (II, 15).
Por su parte, los libros tercero y octavo dejan constancia de los estímulos benéficos que procuraron al escritor dos filósofos paganos: según III, 7.8, Hortensio, libro hoy perdido de Cicerón, le empuja hacia Dios de modo nuevo y a buscar un camino que desemboque en él; según VIII, 2-10 el ejemplo de Victorino, hecho cristiano, lo conmovió mucho, sin ser, empero, determinante para su conversión. Contrasta en ambos escritos la reacción del autor ante la Biblia: en III, 9 se le cae de las manos; en VIII, 30 confiesa haber hallado en ella lo que más necesitaba en aquel momento, el de su decisión de ser cristiano católico. En VIII, 30 se encuentra una referencia a un sueño de Mónica, narrado en III, 19.
Revelan vínculos estrechos entre estos dos libros también lo que en ambos escribe su autor sobre la misericordia, tanto divina cuanto humana, y su insistencia, en III, 1 y VIII, 25, en que la primera no necesariamente agrada de momento al hombre, pues este necesita antes percatarse de su eficacia bienhechora. Por último, como en VIII, 22-24 se extiende Agustín en refutar la existencia de una sustancia mala, afirmada por los maniqueos, así en III, 17-19 asevera, también contra ellos, que lo decisivo en el orden moral es la voluntad buena o mala del hombre, no el mero comportamiento. Y, si en III, 16 anatematiza la soberbia y canoniza la humildad, en VIII, 28-29 deja clara la eficacia de la gracia divina para iniciar y llevar a cabo la vida cristiana.
Numerosos son también los vínculos entre los libros cuarto y séptimo, amén de ocuparse ambos intensa y extensamente de la evolución intelectual del autor. Un acontecimiento en cada libro –respectivamente, la muerte de un amigo (IV, 26) y la lectura de escritos neoplatónicos (VII, 26)– impulsa el desarrollo interior agustiniano, frustrado siempre por la soberbia. La experiencia de cuán nociva es ella explica tres hechos comunes a los libros en cuestión: presencia en ambos del verso davídico «No desprecias un corazón contrito y humillado» (Sal 50,19b)[31] y del texto apostólico «Dios resiste a los soberbios, mas a los humildes da la gracia» (Sant 4,6)[32]; afirmación de la necesidad de la humildad, y explicación de por qué Agustín no pudo encontrar a Dios sino, como los neoplatónicos, verlo sólo de lejos[33]. En el libro cuarto repasa Agustín algunos fracasos y errores suyos, que en el séptimo rebate. Los huesos humillados de IV, 27 y los arrepentimientos callados de VII, 11 remiten al salmo penitencial por antonomasia, el quincuagésimo primero. Tanto el Dios que en IV, 18 es íntimo del corazón humano, cuanto la luz inconmutable que según VII, 16 habita el interior del hombre, remiten a quien un salmista denomina Dios de mi corazón (Sal 72,26).
Atención esmerada merece lo que en estos libros dice Agustín sobre Jesucristo: Verbo de Dios, Palabra encarnada, camino de salvación, luz verdadera, plenitud desbordante, generosa, necesaria al hombre, esposo no siempre amado. Esta cristología no escolar ni sistemática, sí intensa, atinada, se nutre evidentemente de la del evangelista Juan. Entrelazada con alusiones a Pablo, cuando este habla de la leche que alimenta a los cristianos (cf 1Cor 3,1-3), permite que, bajo la custodia divina que lo amamanta[34], se sienta niño su autor, quien de tal infancia no tiene por qué avergonzarse, si, como dicen IV, 19 y VII, 24, la Palabra fontal ha descendido hasta el hombre.
La influencia del obispo maniqueo Fausto y del obispo católico Ambrosio en el desarrollo religioso de Agustín, descrita respectivamente en los libros quinto y sexto de las Confesiones, los relaciona. Más recio resulta el vínculo entre ellos, al escuchar al autor reconocer en VI, 4-5 su equivocación respecto al antropomorfismo bíblico, que, mal entendido, le impidió, según V, 19-21, hacerse católico durante su estancia juvenil en Cartago, donde asistió a algunas conferencias sobre la Biblia. El lazo más apretado entre ambos libros se debe al papel que juega en ellos la providencia divina, como lo muestran V, 1-2.13.15.22 y VI, 23.24.26.
No sólo los libros segundo al noveno de las Confesiones están íntimamente interrelacionados tanto desde el punto de vista narrativo cuanto formal, como el lector ha tenido ocasión de comprobar con ayuda de los datos a que acaba de tener acceso. También lo están los cuatro libros últimos. En efecto, si, según el décimo, el hombre busca a Dios porque de él tiene necesidad, en el decimotercero Dios busca al hombre sin que este le haga falta alguna. Las criaturas, cada una y su conjunto, son diferentes de Dios pues son mudables, mientras él es eterno: esta enseñanza del libro undécimo la matiza el duodécimo afirmando que, efectivamente, lo creado no es igual a Dios, pero, si no fuese algo semejante a él, no sería ni existiría. Por otra parte en el libro décimo Agustín se considera, según la enseñanza paulina, salvado en esperanza, y en el decimotercero afirma que la ciudad de Dios, peregrina aún, está ya también salvada en esperanza. En el libro undécimo Agustín manifiesta sentir el tiempo como imagen de la actividad creadora de Dios, que es eterna, y en el duodécimo presenta el lugar de la creación frente al tiempo como medida de su proximidad a Dios.
Por último, las imágenes paulinas del hombre interior y exterior –las cuales, presentes en el libro décimo, significan a quien, partícipe ya del Espíritu de Jesús, cede aún a estímulos todavía no cristianos– se convierten dos libros más adelante en las del cielo del cielo y de la materia informe, que se leen en el Génesis al comienzo del relato de la creación: así nos muestra Agustín su persona y la de cualquier cristiano, en trance continuo de cristianizarse. Y si el libro undécimo invita a cada ser humano a ampliar las dimensiones de su corazón mediante la continua revisión de los valores a que responde y a la incesante limpieza de las actitudes que alimenta, el decimotercero habla de la Iglesia peregrina, dispuesta a acoger en su amplio seno a todo hombre que quiera caminar apoyándose en el bordón que ella le presta.
Otros contenidos de estos libros postreros de las Confesiones prueban también su ceñido enlace: el análisis agustiniano de la memoria en el décimo es necesario para comprender el que sobre el tiempo se lee en el undécimo; lo escrito al respecto en este ayuda a entender el pensamiento de Agustín sobre el cielo del cielo y la materia informe, expresado en el duodécimo y que, a su vez, contribuye a asimilar mejor la enseñanza del escritor, en el decimotercero, sobre la actividad de Dios en el tiempo y su descanso en la eternidad.