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1. LÍNEAS ROJAS
El patrimonio nacional en los inicios del Estado liberal
ОглавлениеDesde 1837 hasta 1842, Federico de Madrazo, reconocido pintor romántico, viajó a París y a Roma para ampliar sus conocimientos artísticos. Durante este periodo se carteó habitualmente con su padre, José de Madrazo, pintor de cámara y director del Real Museo del Prado desde 1838 hasta 1857. En sus epistolarios ambos artistas reflexionaban sobre el devenir de las artes –tanto en España como en el resto de los países europeos–, comentaban el trabajo de sus compañeros de profesión e intercambiaban sus opiniones sobre el estado de la política española. Especialmente interesante son las impresiones compartidas entre padre e hijo en referencia a la constitucionalización del Real Patrimonio y los debates que suscitaron los bienes vinculados a él.
Un episodio respecto a los conflictos que suscitaba el patrimonio de la Corona aconteció en 1839; se puso en cuestión la potestad monárquica del Tesoro del Delfín.1 La publicación progresista, El Eco del Comercio, acusaba a la Corona de apropiarse de unas piezas artísticas pertenecientes a la nación.2 Estas declaraciones fueron tomadas por el director del Real Museo como un ataque directo a la reina Isabel II y un intento para reducir el Real Patrimonio por parte de personalidades del Gobierno. «¿Qué hace la Nación por las Artes, por las ciencias y por las demás cosas de la instrucción pública?», le preguntaba a su hijo Federico. Para Madrazo padre, los monarcas eran los auténticos protectores de las bellas artes, mientras que «las naciones, lo que hacen es destruir y vender lo más precioso que las honra».3
El pintor de cámara separaba la institución monárquica de los poderes del Gobierno liberal. A su entender, la nación reencarnaba unos poderes parlamentarios totalmente independientes de las actuaciones de la Corona. Sus palabras ejemplifican un arduo debate iniciado durante la Revolución francesa. En 1789, la nación se transformaba en un sujeto colectivo y sus bienes pasaban a ser custodiados por los representantes de la soberanía nacional. La separación entre los bienes reales y los nacionales protagonizó arduos debates parlamentarios desde los inicios del liberalismo español, especialmente desde el plano jurídico. Los intentos por esclarecer la separación de ambos bienes ha sido un objeto de estudio constante en la historia jurídica española. Fernando Cos-Gayón, liberal conservador y defensor de Isabel II, intentó clarificar esta problemática con su obra Historia jurídica del Patrimonio Real publicada a finales del siglo XIX.4 En esta monografía, el autor se remontaba a la monarquía visigoda como momento originario del patrimonio real. Con este relato pretendía aportar una base jurídica a los debates parlamentarios producidos entre 1869 y 1870 en torno al devenir de los bienes de la Corona. Unos enfrentamientos utilizados durante toda la monarquía isabelina para atacar la legitimidad de la reina. No se trataba de un asunto puramente jurídico; también afectaba a la imagen institucional y a la soberanía del Estado nacional, como así se ha demostrado en los últimos estudios sobre la conceptualización del concepto de patrimonio en el siglo XIX.5
EL PATRIMONIO DE LA CORONA COMO BIEN NACIONAL: EL CASO DEL REAL MUSEO DEL PRADO
El proceso revolucionario francés de finales del siglo XVIII removió los cimientos de las sociedades europeas. Planteamientos incuestionados durante el Antiguo Régimen comenzaron a ser debatidos. En este contexto, la monarquía española tuvo que hacer frente al cuestionamiento de su legitimidad histórica y de su estatus social. Los monarcas traspasaron su poder religioso y natural a una institución bajo el control de la soberanía nacional y sustentada por la lista civil. En marzo de 1814, las Cortes de Cádiz decidían abolir el Real Patrimonio para adaptarse a los preceptos del liberalismo. La titularidad de los bienes de la realeza se traspasaba a la nación manteniéndose alguno de ellos bajo la custodia de la familia real para realizar su función y mantener su decoro.6
A pesar de la voluntad de las Cortes gaditanas, el debate patrimonial no había hecho más que empezar. Las distintas coyunturas políticas, los debates entre los políticos moderados y progresistas y el propio papel de la Corona dificultó la consolidación de una línea divisoria entre patrimonio nacional y real.
Con el regreso de Fernando VII al sistema absolutista, el rey afirmó el carácter privado del Real Patrimonio en un intento de recuperar los derechos perdidos durante el periodo del liberalismo gaditano.7 Algo que no duró mucho; en abril de 1820, durante el Trienio Constitucional, el monarca cedía parte de sus bienes a la nación.8 Se trataba de una maniobra propagandística con la que mejorar su imagen ante los liberales, al mismo tiempo que difundía un mensaje sobre el poder regio: Fernando VII cedía parte de sus bienes en un acto voluntario y no por imposición de la soberanía nacional.9 Semanas después, el Gobierno liberal solicitaba al mayordomo mayor un listado con aquellas fincas, propiedad de la Corona, necesarias para el recreo de esta. El resto de los bienes pasarían al control de la Junta Nacional de Crédito Público.10
Durante los primeros años del reinado de Isabel II, la posición de la regente María Cristina fue similar a la de su marido. El objetivo era mantener, casi intacto, el patrimonio que heredaría su hija Isabel al alcanzar la mayoría de edad.11 Ello produjo contrariedades, manifestadas entre los liberales, durante los debates sobre la potestad de las piezas patrimoniales –como sucedió con el Tesoro del Delfín– y en el control de la colección pictórica del Real Museo del Prado.
En febrero de 1839, el diputado Fermín Caballero acusaba a la Corona de apropiarse de las alhajas que formaban el Tesoro del Delfín. A su entender, el legítimo propietario de estas riquezas era la nación. Por ello, exigía conocer si habían pasado a formar parte de los bienes reales. Salustiano Olózaga apoyaba a su compañero político e insistía en separar ambos patrimonios con la redacción de un inventario general de estos bienes, exactamente razonado, con el que se aseguraría no privar a la nación de sus glorias artísticas y de los antiguos recuerdos objeto de su grandeza.12
¿Quién era el titular legítimo de esas riquezas? Una pregunta de difícil respuesta si se tiene en cuenta la dicotomía de la figura monárquica; por un lado, representaba su persona privada y, por otro, reencarnaba a la nación.13 El conflicto se centraba en la línea de separación entre los bienes de dominio privado de la figura real y los pertenecientes a la Corona. Estos últimos, al estar incorporados a una institución del Estado, adoptaban un valor nacional que impedía su uso arbitrario por parte de los soberanos. Esta diferenciación había quedado establecida en 1838. Ese año se creó una comisión mixta para clarificar la propiedad del Real Patrimonio y dar respuesta a varias reclamaciones, emitidas por personalidades del campo artístico, por la puesta en venta de algunos bienes nacionalizados. Uno de estos casos ocurrió en el monasterio de El Escorial, parte de sus piezas artísticas fueron adquiridas al no delimitarse cuáles de ellas formaban parte de los bienes monacales desamortizados y cuáles pertenecían al patrimonio de la realeza.14 Dicha comisión estableció la titularidad del Real Patrimonio bajo el control de la Corona y del Estado e imposibilitaba la puesta en venta por parte de la familia reinante de todo, o de una parte, de estos bienes.15
La llegada al trono de Isabel II agravó la complicada cuestión patrimonial. Las sombras de manipulación sobre la testamentaria de Fernando VII, por parte de María Cristina, empañaron la imagen de la Corona y dificultó la relación de la reina con los representantes políticos. El Real Patrimonio era nuevamente cuestionado. Desde los escenarios parlamentarios y periodísticos, se manifestaron reticencias sobre los bienes jurídicamente vinculados a la Casa Real. Entre ellos se encontraba el Real Museo del Prado. La institución museística formaba parte de los enseres privados del monarca pero su naturaleza y su carácter público dificultaba la categorización del museo como bien real o nacional.16
Las puertas del Real Museo del Prado se abrieron en 1819 con una colección de difícil clasificación. ¿Real, nacional o ambos? Se preguntaba el historiador Pierre Géal en su monografía sobre el origen de los museos españoles.17 Los fondos pertenecían al Real Patrimonio, no obstante, su exposición en el Palacio de Villanueva otorgó al museo de un valor público del que no se pudo desvincular. El nuevo espacio artístico «hermoseaba la capital del reino, y contribuía al lustre esplendor de la nación» en palabras de la publicación oficial del reino, la Gaceta de Madrid. El edificio del Prado se convertía en un establecimiento público, ya que, según la legislación del momento, esta calificación se determinaba por la actividad que se realizaba en su interior y no por quien estuviese a cargo de su control.18
Cuando en 1820 Fernando VII cedió parte de sus bienes a la nación, entre el listado de las fincas que pasaban a la Junta Nacional de Crédito Público no figuraba el Palacio de Villanueva. El edificio y su contenido eran parte del patrimonio privado del rey.19 Esta naturaleza era recalcada por Luis de Eusebi, pintor de cámara y conserje del museo en 1824, en el primer catálogo de la pinacoteca.20 La sede museística y su colección pertenecían jurídicamente al Real Patrimonio. Sin embargo, popularmente fue conocido como el Museo Nacional al albergar en su interior el arte de la escuela española.21 Aunque no puede asegurarse que el discurso narrativo del museo estuviese orientado por un interés patriótico y de representación de la identidad nacional;22 el discurso social dotó a los fondos del Prado de un carácter público y de titularidad nacional. «Parece que el Museo Nacional [en referencia al Prado] es de exclusiva y absoluta propiedad de la reina», criticaban desde El Eco del Comercio,23 una apreciación errónea para los redactores, quienes argumentaban que el Museo era «una propiedad del país». No eran los únicos, El Clamor público solicitaba el control y la protección de la pinacoteca mediante una potestad compartida entre la Casa Real y el Gobierno.24
Por parte de los sectores conservadores, liberales e isabelinos, se argumentaba el intento de arrebatar de sus riquezas a la reina, como manifestaba José de Madrazo en la carta a su hijo Federico en 1839:
El mal genio de esta gente y en particular el de algunos exaltados de la Dirección [General de Estudios], no quedándose atrás en este particular Quintana [Manuel José Quintana], se han empeñado en esparcir ideas para que la reina sea despojada de la mayor parte de las cosas que siempre se han considerado del Real Patrimonio queriéndoselo apropiar todo a la Nación.25
Sus comentarios ante la idea de nación reflejan una posición crítica ante el modelo de Estado liberal en proceso de construcción. El director del Prado representaba un sector de la sociedad opuesto a los cambios en el sistema político y al principio de soberanía nacional. Como director del Real Museo emitía públicamente su opinión sobre la naturaleza privada de la institución. A su entender, la apertura de la pinacoteca obedecía a la grandiosidad de la monarquía y a su deseo de exhibir sus colecciones ante el público.26 Los defensores de la Corona apelaban a la solidaridad de la reina; esta imagen de la soberana era difundida constantemente entre los grupos políticos monárquicos para enfrentarse a sus oponentes e incentivar una mirada positiva sobre la institución real.
Los intentos de delimitar los bienes nacionales de los reales finalizaron en 1865. Fue entonces cuando se separó a la figura real del Real Patrimonio, que pasó a formar parte de los bienes de la Corona. Los bienes de la realeza habían sido un arma utilizada constantemente contra la monarquía. La ambigüedad sobre su origen y uso exponía directamente a la reina frente a la opinión política y pública. Así, la cesión de gran parte de este patrimonio al Estado se contemplaba entre los grupos favorables a la Corona como una estrategia con la que se solucionaría un problema histórico, al mismo tiempo que mejoraba la imagen de la reina como salvadora de su nación en momentos de dura crisis económica.27
El proyecto de la Casa Real enviado a las Cortes en 1865 proponía la solución final a los problemas patrimoniales de la nación. La reina aceptaba traspasar parte de sus enseres de la titularidad privada a la potestad de la Corona. El resto de los bienes serían enajenados y el 25 % de lo recaudado con su venta se incorporaba al patrimonio privado de la reina. Los bienes de la Corona se vinculaban a la institución y no a la figura real; se evitaba de este modo la división de las riquezas de la realeza. En el caso práctico se impedía, por ejemplo, la fragmentación de la colección del Prado como se temió durante la testamentaria de Fernando VII.28 El proyecto fue aprobado por las Cortes en mayo de 1865 y, finalmente, las piezas del Real Museo del Prado quedaron legislativamente vinculadas a la institución monárquica y entraron a formar parte de la herencia de la nación.29
El cambio de propietario no afectó a su desarrollo interno, los fondos del Palacio de Villanueva continuaron bajo el control de la Casa Real, como habían estado desde su origen hasta 1868. A raíz de la revolución de La Gloriosa, su naturaleza de bien nacional provocó transformaciones en su organización. La primera medida fue el traspaso de la dirección del museo a manos del pintor Antonio Gisbert; un artista de clara tendencia liberal progresista. Antes de La Septembrina, la dirección y los trabajadores del museo eran seleccionados por la institución monárquica y ello representó una enorme diferencia con la otra colección nacional, inaugurada en 1837 en el exconvento de la Trinidad.
La pinacoteca del Prado y el Museo de la Trinidad simbolizan culturalmente el proceso de construcción del Estado moderno decimonónico. Una separación entre el Gobierno y la Real Casa que se observa en la construcción y evolución de ambas instituciones culturales.30 Ambos espacios buscaban su papel en el engranaje cultural conformado desde el Estado liberal y que, en este caso, tenía el discurso patrimonial como eje central de todo su desarrollo. Los cimientos de ambos museos se asentaron en la conceptualización del patrimonio. En el caso del Prado, la separación entre los bienes reales y nacionales; en el caso de la Trinidad fue la propia constitución del concepto de patrimonio nacional.
PATRIMONIO NACIONAL Y DESAMORTIZACIÓN: LA INFLUENCIA FRANCESA EN EL CASO ESPAÑOL
En 1747, Étienne La Font de Saint-Yenne, intelectual y crítico de arte, publicaba anónimamente Reflexions sur quelques causes de l’etat present de la peinture en France. En su ensayo vinculaba la decadencia de las artes francesas, en concreto la pintura, a la ignorancia artística de la sociedad. Como forma de solventar la situación, reclamaba la apertura de una galería pública por el bien de la nación y la educación de su ciudadanía.31 Al valor estético y artístico de las piezas se le unió un valor social y educativo enmarcado en el proyecto político de la democratización del saber promovido desde el pensamiento ilustrado.32
La Revolución francesa retomó ese plan educativo y lo plasmó en su entendimiento del patrimonio como un conjunto de bienes colectivos pertenecientes a la nación. El sentido de herencia se anexó a un sentimiento de vínculo común que dotaba a la nación de una riqueza moral puesta a disposición de la ciudadanía.33 La autoridad colectiva sobre los bienes incautados a la Corona y a la Iglesia derivó en actuaciones vinculadas a la dimensión política del patrimonio: como arma psicológica en momentos de conflicto y como generadora de narraciones sobre el pasado.34 El primer caso se vio reflejado en episodios de vandalismo contra las tumbas reales de Saint Denis en 1790 y en la destrucción de las estatuas de Luis XIV en las plazas de Vendôme y de las Victorias en 1792. Un vandalismo ideológico autorizado por la Asamblea Legislativa francesa al aprobar por decreto la destrucción de todos los rastros de feudalismo y de monarquía existentes en la nación ese mismo año.35 Ante estos acontecimientos, surgió la reacción opuesta: la conservación de todo bien histórico independientemente de su origen patrimonial. En 1790, el arqueólogo Aubin-Louis Millin exponía ante la Asamblea Nacional un alegato a favor de la preservación de los bienes desamortizados durante la revolución por el bien de la historia de Francia. En su obra, Antiquités nationales, insisitía en la salvaguarda de los monuments nationaux, una calificación para todos aquellos castillos, abadías y monasterios que retrataran los «grands événemens de notre histoire».36
Derivado del concepto monumento nacional surgió el monumento histórico, una categoría para describir aquellas arquitecturas con las que se documentaba la historia nacional.37 Para evitar la desaparición de estos vestigios del pasado, Millin proponía la redacción de una colección descriptiva de todos los monumentos históricos nacionales; un proyecto influenciado por el enfoque historiográfico adoptado desde la historia del arte durante la Ilustración –a cargo de figuras como Johann Joachim Winckelman– que dio lugar a la redacción de amplios catálogos de monumentos antiguos.38 En 1791, un año después del alegato del arqueólogo, la Asamblea Legislativa enumeraba los requisitos necesarios para que un bien artístico se considerara histórico. En atención a estas instrucciones todo monumento anterior al siglo XIII debía conservarse, también aquellos sobresalientes por la belleza de sus formas y aquellos aptos para la enseñanza del arte o la historia.39 Este listado se convirtió en una de las primeras actuaciones para la conservación del patrimonio histórico, oficializado a partir de 1793 con la creación del Comité d’Instruction Publique y las Commisions des Arts. Esta comisión, formada en el seno institucional de la Revolución, homogeneizó las actuaciones de protección del patrimonio a nivel nacional y aprobó el procedimiento que todas las comisiones artísticas debían seguir para inventariar los monumentos históricos de Francia.40
El alegato de Millín y la actuación posterior de la Asamblea Legislativa reflejan el cambio en la percepción del concepto de patrimonio durante la Revolución francesa. Al mismo tiempo que se revalorizaba históricamente el patrimonio, los bienes enajenados al clero y a la realeza pasaron a concebirse como una riqueza económica transferida a la nación. Ello conllevó un proceso de patrimonialización monumental en el que se equipararon toda clase de antigüedades: desde las estructuras grecorromanas hasta las arquitecturas modernas. El valor nacional fue lo que las igualó. Una herencia catalogada e inventariada sobre la que se construyó un sistema de valores jerarquizado con el que se decidía el destino de la heterogénea herencia recibida. Según las investigaciones de Françoise Choay, el valor nacional se encuentra en la cumbre de esta jerarquía, al que le sigue el valor cognitivo, el económico y el artístico. Con el primero, el patrimonio construye diversas narrativas –políticas, sociales, artísticas– con las que educar a la ciudadanía, incide en la memoria colectiva al ser considerado como un testimonio del pasado. El valor económico se relaciona con la historia del turismo, convertido en un sistema de financiación de los Estados desde el siglo XX. Por último, su riqueza artística aparece al final de la jerarquía por la volubilidad de la noción estética.41
La inconstancia del valor artístico es compartida por Aloïs Riegl, cuyo sistema de valores es algo diferente al de Choay. Para Riegl, todo monumento era histórico-artístico porque aglutinaba unas cualidades existentes en el pasado que no existen en el presente, al mismo tiempo que representa un momento de la evolución de las artes. Pero a esa naturaleza le añadía una riqueza puramente artística vinculada al concepto estético de la modernidad.42 Dividía los monumentos en no intencionados e intencionados. En el primer caso, su creación pretendía satisfacer necesidades de las sociedades coetáneas, sin la intención de ser un testimonio de vida para generaciones venideras. Su atribución como monumento vino dado por las sociedades modernas, no por aquellas que lo crearon. En el segundo caso, son construcciones cuya finalidad desde su creación era evocar a la memoria un acontecimiento, evento o figura.43 Aloïs Riegl divide las valoraciones sobre los monumentos –pues no llega a utilizar el término de patrimonio– en dos grandes áreas: rememorativa y de contemporaneidad que marcan las diversas vías hacia la conservación y protección de los monumentos.
Ambos sistemas de jerarquización inciden en las diversas construcciones conceptuales del monumento histórico. Estas jerarquías valorativas son utilizadas en este estudio para analizar la conceptualización del patrimonio nacional español y así comprender el trasfondo del debate conceptual entre diversos sectores sociales: funcionarios, académicos, miembros del Gobierno, etc.
A diferencia del caso británico, en el que sociedades privadas y anticuarios se hicieron cargo de los primeros actos de preservación y conservación patrimonial y se encargaron de la apertura de las primeras galerías públicas, en el caso francés la responsabilidad recayó en los agentes e instituciones estatales. La estructura de protección patrimonial adoptó un sistema centralizado –con su núcleo en París– a cargo principalmente del Ministerio del Interior.44 El caso español contó con una mezcla de ambos sistemas. Por un lado, algunas instituciones semiprivadas participaron en las labores de protección y conservación de los bienes nacionalizados, principalmente a raíz de la desamortización de José Álvarez de Mendizábal de 1835. Por otro, desde el Gobierno se establecieron las normas para la catalogación, recopilación y gestión del patrimonio de la nación.
El proyecto desamortizador del trienio constitucional vino dado por la necesidad de cambio en el modelo de producción del Estado liberal. Los privilegios de la nobleza y la Iglesia impedían el acceso de la sociedad de un alto porcentaje de las fuentes de riqueza y poder, un sistema incompatible con los ideales del liberalismo. Como solución, las élites políticas liberales decidieron liberalizar esas fuentes de riqueza para ponerlas a disposición de la nación.45 En la práctica, significó la enajenación de las propiedades de la extinguida Inquisición española y de otras comunidades eclesiásticas.46
Entre los bienes desamortizados había fincas, conventos, monasterios y diversos bienes inmuebles decorados con numerosos objetos artísticos que pasaron a ser de propiedad nacional. ¿Qué hacer con todos esos enseres, ahora bajo la responsabilidad de los representantes de la nación? Durante las Cortes de 1822, una de las soluciones presentadas fue la adjudicación de un presupuesto que permitiera el traslado de las piezas artísticas a Madrid. José María Moscoso de Altamira, ministro de la Gobernación, planteaba la concentración de estos objetos en la capital del Estado con objeto de proyectar una colección museística. Una opción injusta para algunos diputados, como Manuel Gómez, al entender que con ese proyecto el pueblo madrileño sería el único beneficiario de la inauguración de dicho establecimiento.47
El plan del denominado Museo de Madrid trataba de otras cuestiones además de la puramente artística. El secretario de la Gobernación lo etiquetaba de «objeto de atención de los hombres ilustrados de Europa» y delimitaba las piezas que formarían parte de su colección. La institución museística albergaría los «objetos que son de primer orden», mientras que las copias de pintura y las esculturas consideradas «de segundo orden» quedarían depositadas en las capitales de provincia bajo el control de las diputaciones provinciales.48 En el trasfondo se retrataba un modelo de Estado: una organización institucional con un poder centralizado en la capital. Traducido al campo de las bellas artes, el núcleo central sería un Museo nacional, como lo denominaba el diputado Joaquín Ferrer.49 El proyecto del ministro Moscoso de Altamira mantenía la línea de actuación de las políticas francesas, nada extraño si se tiene en cuenta la colaboración de intelectuales afrancesados en el seno del Gobierno desde los últimos años del Trienio Liberal y a lo largo de la Década Ominosa. Figuras, como Javier de Burgos, que proyectaron un modelo de Estado influenciado por el modelo francés. La Administración se convirtió en la pieza central del modelo estatal; el poder se centralizaba y de ese punto neurálgico se ramificaba por todo el territorio nacional.50 En esta estructura, el campo de las bellas artes se incorporaba al engranaje del Estado con un museo adherido a la Instrucción Pública, desde donde saldría el presupuesto destinado al mantenimiento del establecimiento.51 Por otro lado, la formación de una colección nacional encarnaba la separación entre el Real Patrimonio y los bienes de la nación. En 1822, Madrid contaba con el Real Museo del Prado. El conjunto de piezas, exhibido en el Palacio de Villanueva, ocupaba poco espacio y perfectamente podría albergar los bienes artísticos desamortizados. No obstante, en ningún momento los diputados plantearon esta propuesta; su plan era construir una muestra artística totalmente independiente de las piezas reales.
A pesar de los intentos, el Museo de Madrid –o Nacional– no germinó. Las discrepancias entre los diputados incapacitaron la puesta en marcha del proyecto. Sin embargo, la construcción de este establecimiento no quedó en el olvido. Durante la regencia de María Cristina se reabrió el diálogo en torno a los bienes desamortizados y su uso público. Fue en este periodo cuando el debate sobre el patrimonio nacional se asimiló al efectuado en Francia durante los años de la Revolución francesa. ¿En qué consistía el bien nacional? ¿Cuál era la responsabilidad del Estado sobre su conservación? Unas cuestiones en las que el valor artístico, público e histórico de estos bienes se entrecruzaron en su conceptualización.
LOS VALORES DEL PATRIMONIO NACIONAL ESPAÑOL
Con el inicio del reinado de Isabel II, la clase política liberal asentada en el Gobierno desamortizó un nuevo porcentaje de los bienes eclesiásticos con el objeto de explotar su riqueza y mejorar la economía del Estado. Por un lado, la secularización del patrimonio de la Iglesia solucionaba parte de la crisis económica nacional y, por otro, daba respuesta a las posiciones antieclesiásticas de los grupos progresistas.52 En 1834, se configuró la Real Junta Eclesiástica con la finalidad de reformar el clero. De sus informes se concluía la reducción de número de conventos y de monacales a porcentajes adecuados a las necesidades de la sociedad.53 La combinación de esta situación con el agravio de la guerra carlista y la parálisis de la economía nacional propiciaron un nuevo plan desamortizador ideado por Juan Álvarez de Mendizábal, a cargo de la cartera de Hacienda. Ordenó la supresión de los conventos y nacionalizó su patrimonio, desde entonces dependiente del presupuesto del Estado.54 Parte de los bienes liberados se pusieron en venta, con la excepción de las piezas artísticas o de finalidad educativa. Los archivos, las bibliotecas, las pinturas y cualquier objeto útil para los institutos de las ciencias y de las artes pasaban a la responsabilidad de los gobernadores civiles de cada provincia, quienes deberían formar una comisión encargada de examinar, inventariar y recoger todos estos objetos con la intención de conservarlos.55
La incautación de los bienes estuvo caracterizada por el desorden y la descoordinación entre los tres ministerios implicados en las labores desamortizadoras: Gracia y Justicia, Hacienda y Gobernación. El primero se había encargado de la parte legislativa de la supresión de los conventos. Hacienda controlaba los bienes destinados a la amortización de la deuda nacional y Gobernación se responsabilizaba de los objetos culturales y artísticos.56
El devenir de los bienes nacionalizados españoles caminaba por el mismo recorrido del patrimonio enajenado en Francia durante la Revolución de 1789. La nacionalización de las riquezas eclesiásticas y de la monarquía se formuló en el país galo mediante la metáfora de la herencia quedando la nación bajo la responsabilidad del conjunto patrimonial. Lo mismo sucedió en España, el inventariado de los edificios desamortizados y la recopilación de los objetos artísticos se realizó porque los representantes de la nación eran los encargados del destino de esos bienes. Pero qué hacer con este patrimonio nacional era una cuestión más complicada de responder. En el caso francés se solucionó a partir de dos escenarios: un conjunto de bienes se vendió con la finalidad de mejorar la economía del Estado y los otros, se consagraron para la formación de colecciones nacionales con las que instruir al pueblo. La diferencia con España fueron las discrepancias sobre qué patrimonio debía mantenerse para el servicio público, es decir, las diversas concepciones existentes sobre la idea de patrimonio nacional. Entre los bienes desamortizados había lienzos, esculturas, retablos; pero también había iglesias, conventos y monasterios. ¿Cómo tratar la diversidad de estos bienes? ¿Cómo evaluar su riqueza? ¿En función de su valor económico, artístico o histórico?
En España, el valor cognitivo –con el que los monumentos franceses eran considerados vestigios del pasado con el que construir la historia nacional57 – se impregnó de un carácter ideológico que marcó la concepción de patrimonio nacional y la utilidad de dichos bienes. La narrativa histórica que construían los inmuebles –conventos, iglesias, monasterios– fue rechazada por una parte del segmento político. Su valor cognitivo configuró un discurso político que enfatizó su riqueza económica sobre cualquier otra. Es decir, la desaparición de las estructuras eclesiásticas aportaba mayores beneficios al Estado que su conservación. Sin embargo, en el caso de los bienes muebles la situación cambió. Los dirigentes políticos tuvieron una mayor consideración sobre la riqueza pedagógica de los objetos culturales incautados a la Iglesia, entendiendo su puesta a disposición del pueblo como un ejercicio de educación cívica.
Diversos destinos para un patrimonio colectivo
Los primeros efectos del plan desamortizador se hicieron notar en las ciudades, especialmente en Madrid. El proyecto de Mendizábal cambió el paisaje madrileño: si a inicios del siglo XIX el 47 % de las fincas urbanas estaba en poder del clero y la nobleza, la cifra descendió al 18 % en 1837 y al 14 % en 1846.58 Ramón de Mesonero Romanos enumeraba los cambios en su Manual de Madrid: la construcción de nuevos paseos, la restauración de la Plaza Mayor, la creación del Conservatorio de Artes y de la Bolsa de Comercio formaban parte de las mejoras urbanas con las que se había modernizado la capital dotándola de un «aspecto encantador».59
En enero de 1836, Juan Álvarez de Mendizábal anunciaba el destino de los edificios desamortizados. Unos serían destruidos y otros reformados en función de los intereses del Estado.60 Si para algunos sectores sociales las reformas simbolizaban el camino hacia el progreso, para otros eran actos vandálicos. La capital se convirtió en un escenario de lucha simbólica por el poder espacial: las cúpulas y capiteles que decoraban el horizonte madrileño durante el siglo XVIII –como se percibe en los lienzos Madrid Villa Capital del Reyno D’Espana y Real Corte de los Reyes Católicos, vista del puente de Segovia, o las panorámicas de Antonio Joli Vista de la Calle de Alcalá de Madrid y Vista de la Calle Atocha de Madrid– se redujeron consideradamente con la actividad desamortizadora, cuyos resultados generaron el enfrentamiento entre bandos con ideas políticas y artísticas muy distintas.
Como anunció Mendizábal, parte de los edificios enajenados fueron destruidos. Por un lado, su valor residía en la venta del solar donde se ubicaban; y por otro, en el uso de las piezas restantes para realizar las remodelaciones urbanas.61 Los políticos progresistas, y sus seguidores, premiaban la desaparición de la arquitectura eclesiástica. Bajo su punto de vista, los edificios religiosos eran un resquicio de tiempos pasados y con su derribo se crearían puestos de trabajo beneficiosos para la ciudadanía.62 En oposición, dirigentes conservadores y académicos de la RABASF –como Pedro de Madrazo, hijo de José de Madrazo– interpretaban tales demoliciones como un sacrificio «a las ideas mercantiles y la bastarda deidad de lo positivo».63
El debate social llegó a las Cortes a finales de 1836. Los académicos de Bellas Artes de San Fernando enviaron una exposición a los diputados en la que criticaban la destrucción del convento madrileño de las Baronesas. Para ellos, el mejor servicio que estos edificios podían dar al Estado era con su conservación, manteniendo con ello la gloria de la nación y del Gobierno.64 Salustiano Olózaga criticaba la postura de la Academia e insinuaba un interés oculto de sus miembros por mantener en pie las arquitecturas de la Iglesia.65 El diputado Ferrer confirmaba las acusaciones del político progresista; en la sesión a Cortes aseguraba que los académicos se valieron de toda clase de medios para evitar el derribo de los conventos, clasificando como monumentos «las obras más ridículas».66
El enfrentamiento mantenido entre los diputados continuó en las páginas periodísticas. Desde el Eco del Comercio, las medidas del Gobierno se analizaban con una mirada puesta en Europa: «No hay en Londres ni en París tantas cúpulas y capiteles como en nuestra corte». Desde la publicación progresista se proponía la construcción de nuevos edificios que reflejasen los avances de la modernidad y se dejase de exaltar las cualidades de los antiguos monumentos.67 Estas palabras fueron respondidas desde El Español, de tendencia moderada. La cabecera periodística solicitaba al Gobierno un cambio de actitud. Aunque aprobaba la eliminación de «los abusos y rancias costumbres, estorbos para una nación y estorbos para nuestros artistas», esta actuación debía realizarse «sin atacar las bases de nuestras actuales constituciones». Con ello, el articulista atacaba el argumento difundido por las instituciones gubernamentales, las cuales atribuían la destrucción de los edificios desamortizados a un acto fruto del progreso, la libertad y la juventud, características propias la sociedad del momento.68
Los cruces de opinión entre ambos grupos configuraron distintos conceptos de patrimonio nacional y del papel del Gobierno en su conservación. Al igual que durante la Revolución francesa, la secularización en España dio lugar a acciones de destrucción patrimonial permitidas e incentivadas gubernamentalmente. Unos actos enmarcados en el vandalismo legal legitimado desde la normativa estatal y diferenciado del vandalismo ideológico.69 La demolición de monumentos para vender el terreno que ocupaban ejemplificaba esta tipología de vandalismo normalizado. Los derribos de los inmuebles religiosos durante la desamortización entrarían en esta definición, al llevarse a cabo por causas económicas. Sin embargo, en su contexto, las demoliciones se rodearon de un discurso ideológico. Con estos derribos se atacaba duramente a la Iglesia, se la desposeía de su poder económico y de su presencia territorial, concretamente en la capital del Estado. No se trataba de un acto impulsivo como la destrucción de las estatuas reales en Francia, pero tampoco carecía de un factor ideológico.
¿Qué ocurría con la riqueza histórica que había marcado la patrimonialización de monumentos en Francia? El valor cognitivo era polisémico en el caso de España. Para los académicos de San Fernando y los seguidores de políticas moderadas representaba la riqueza nacional. Sin embargo, en el ámbito progresista simbolizaban la barbarie y se alzaban como «baluartes de la intolerancia, del fanatismo y de la tiranía»;70 por ello, debían desaparecer o ser transformados en monumentos dignos de la nación. El uso de los escombros para la construcción de edificios, plazas y avenidas se convertía en una transformación simbólica en la que los viejos símbolos se adaptaban a las necesidades del Estado liberal.71 Un argumentario similar al emitido por parte de la Administración estatal francesa cuando se destruyeron algunos bienes monárquicos y eclesiásticos «elevados por el despotismo en los tiempos de la esclavitud y que ciertamente no deben existir bajo el imperio de la libertad y la igualdad», según se anotaba en un informe policial del periodo revolucionario de 1789.72
El destino de los bienes inmuebles quedó a cargo de la Junta de Enajenación de Edificios Desamortizados. Los orígenes de esta institución se encuentran en una comisión creada en enero de 1836 formada por: el gobernador civil de Madrid, el corregidor de la Corte y tres individuos nombrados por la reina gobernadora en representación de los acreedores del Estado.73 Su finalidad era dar aplicación y destino útil a los edificios desamortizados por los R. D. del 25 de julio y 11 de octubre del año anterior. Considerando su capacidad y situación, la Junta debía decidir si lo mejor para el Estado era la demolición de los edificios –para usar sus materiales en el ensanche de calles o en la construcción urbana–, o bien mantenerlos en pie y adecuarlos para albergar cuarteles, hospitales o cárceles.
La composición de la Junta quedó establecida en febrero de 1836 bajo la dirección de Salustiano de Olózaga, gobernador civil de Madrid, Joaquín Vizcaíno, marqués viudo de Pontejos y corregidor de la Corte, y Joaquín María Ferrer, Ramón Llano y Chavarri y Juan Luciano Bales como representantes de los acreedores del Estado.74 No existían unos criterios establecidos sobre los que apreciar si un bien inmueble debía ser derribado o no. La Junta de Madrid debatía individualmente sobre cada edificio nacionalizado. La única aproximación a los posibles criterios que se pudieron manejar se desliga de los debates entre los propios miembros:
Se procedió á una discusión muy detenida sobre el uso que podría hacerse de cada uno de los edificios teniendo presente sus localidades, espacios, fábricas y demás circunstancias, así como también las necesidades y conveniencias de la población que en muchos puntos se encuentra sin plazas ni calles de travesía, tan necesarias en todo pueblo grande para el desahogo, esparcimiento y comodidad de sus habitantes, como para la debida ventilación que exige la salud pública.75
La localización espacial y la repercusión en los servicios urbanos marcaban los debates sobre el futuro de los edificios enajenados. Sobre la base de estos argumentos se decidió el derribo de ocho conventos durante su segundo día de reunión: San Felipe el Real, la Victoria, la Trinidad, la Merced, los Basilios, los Capuchinos de la Paciencia, los Capuchinos del Prado y Jesús, casi todos ubicados cerca de la Plaza Mayor y de la Puerta del Sol.76 Antes de finalizar la sesión, la Junta analizó el estado de San Felipe el Real. El convento iba a ser derribado. Sin embargo, varias corporaciones públicas solicitaban la autorización de alojarse en su interior. Finalmente, se decidió ceder el edificio a la Junta de Comercio. Una vez ubicada la institución, el espacio libre se utilizaría para tiendas o habitaciones «que concilien el ornato y comodidad pública con los buenos rendimientos que deben producir en un sitio tan preferente [ya que se encontraba en la Calle Mayor, muy cercano a la Puerta del Sol]».77
El valor histórico-artístico de los edificios religiosos no era objeto de consideración en los debates de la Junta. Carecían de apreciación histórica porque no mantenían ni la narrativa ni el canon estético que deseaba implantarse por parte del Gobierno para una capital moderna. Si en algún momento se tenía presente, se vinculaba a un poder pasado opuesto a las ideas de los liberales progresistas. De ahí que para aquellas edificaciones eclesiásticas destinadas a un fin público se pidiera la modificación de las fachadas y la eliminación de todo ornato religioso.78
Las posiciones frente a los derribos de los edificios eclesiásticos extrapolaban el debate sobre la modernidad impulsado en Europa desde la segunda mitad del siglo XVIII. El conflicto se nutrió de una multiplicidad de representaciones sobre sujetos individuales y colectivos con los que se intentaba configurar la sociedad posrevolucionaria.79
Por un lado, la posición de los grupos progresistas era la de una modernidad en la que se impone una nueva cultura opuesta a periodos históricos anteriores y en la idea de progreso contraria a lo reaccionario.80 La modernidad constituía el rechazo al pasado y su pérdida se asumía con esperanza ante la vista puesta en un nuevo futuro.81 En contraposición, la postura de los miembros de la RABASF se vincula a la reacción contra esa modernidad implantada por las revoluciones burguesas con la que se proyectaba una nueva realidad sociocultural. Se trataba de una resistencia ante una modernidad llevada al límite transformando el siglo «del progreso» en el «materialista».82 Los argumentos de los académicos se asimilaban a una experiencia de desasosiego e inquietud ante los valores del presente. Siguen la estela de autores alemanes y británicos, quienes desencantados por su realidad se refugiaron en un periodo premoderno desde el que ensalzaban la historia, las costumbres y las tradiciones del pasado.83 Eran los representantes del romanticismo moderado vinculado a un nacionalismo conservador en el que la tradición católica y la monárquica configuraban la esencia de la identidad nacional.84 Básicamente, se trataba del choque entre posturas de una élite social dividida ante la construcción de una identidad y una cultura nacional. Un desacuerdo que brotaba en diversos debates: el papel de la Corona y la Iglesia, la relevancia o no de los reinos de España, la naturaleza centralizadora o no del país, entre otras cuestiones.85
En cuanto a los bienes muebles, estos se dividieron en dos grupos: los destinados a su venta y los conservables. En el segundo bloque se encontraban los objetos de carácter cultural y artístico recopilados por las comisiones enviadas por el Ministerio de la Gobernación desde julio de 1835. A diferencia de los bienes inmuebles, su valor histórico y artístico fue menos cuestionado, convirtiéndose en un bien necesario de conservación por parte de la Administración del Estado.
Desde las primeras actuaciones desamortizadoras se intentó que la recopilación de estos enseres estuviese a cargo de expertos. Las comisiones creadas para tal fin debían formarse por «tres ó cinco individuos inteligentes y activos». Para el nombramiento de los comisionados debía consultarse a los miembros de las academias de bellas artes, a los encargados de los archivos públicos o a los participantes de sociedades económicas.86 Sin embargo, en la práctica, la especialización de los primeros miembros de estas comisiones fue prácticamente nula hasta que algunos gobernadores solicitaron la ayuda de miembros de la rabasf.87
Al desconocimiento en materia artística y científica se unió la diferenciación salarial entre los trabajadores de Hacienda y de Gobernación. Los primeros estaban incluidos en la nómina del Estado, mientras que los segundos no eran considerados funcionarios y no estaban asalariados.88 Según la legislación aprobada era difícil fijar una cantidad que indemnizase a los comisariados de Gobernación, por lo que se les pedía la remisión de un presupuesto aproximado que sería estudiado por el Ministerio.89 Esto produjo la venta ilegal de muchas piezas artísticas; ante tal situación, los miembros de la RABASF decidieron actuar proponiendo a la reina gobernadora dejar bajo el control de los académicos la recopilación de los bienes de arte desamortizados.90
Desde enero de 1836, la Academia había pedido al Gobierno una autorización para enviar comisionados de su seno a recoger los objetos de arte. La petición fue aceptada dando paso a la configuración de varias comisiones que recorrieron Toledo, Ávila y Sevilla a partir de febrero.91 No obstante, los académicos eran incapaces de llegar a toda la nación en pocos días. En consecuencia, a través de un nuevo escrito dirigido a la reina María Cristina, los miembros de San Fernando solicitaron la paralización de todo inventario e incautación de piezas de arte si no estaba presente ningún individuo de la Academia. Además, todo inventario, redactado por los gobernadores civiles, debía contener: el autor, el asunto y la época de los objetos recopilados. Para terminar, los académicos demandaban a la regente la aprobación de normativas para controlar el comercio de obras artísticas y eliminar la venta ilegal de estas. Esta última petición fue contestada desde la cartera de Gobernación en septiembre de 1836. El Ministerio publicó una circular a nivel nacional desde la que se exigía a las autoridades estatales la máxima cautela para evitar el comercio ilegítimo de piezas de arte,92 como habían denunciado los académicos de San Fernando en varias ocasiones. Entre los principales escándalos se enumeraban la venta de 300 cuadros, que el barón Taylor recogería en Valencia, y la entrega de varias piezas al embajador de Francia, un acto del que se acusaba directamente al Gobierno.93 Desde la RABASF, los artistas –como los pintores Valentín Carderera o José de Madrazo– lanzaron duras acusaciones contra la actuación gubernamental en la publicación artística más popular del momento: El Artista. Carderera denunciaba la poca vigilancia y la falta de honradez de los empleados encargados de la recopilación de los objetos artísticos.94 Al mismo tiempo, las carencias en materia artística de los gobernadores civiles y sus comisariados produjeron con frecuencia una mala catalogación de las obras recopiladas, como denunció El Español:
En las listas que han emitido los gobernadores civiles de los cuadros recogidos de los conventos, caracterizan las pinturas de este modo:
Tal cuadro: fino
Tal otro: ordinario
Tal otro: bastante ordinario, &c. &c.
Nos duele que se manifieste por objetos de arte, siempre interesantes, una indiferencia en cierto modo culpable y nueva como lo indican esas clasificaciones, desconocidas hasta ahora, cuando se califica una pintura.95
El problema se agravó al no tener un reglamento donde se enumerasen las características de los bienes histórico-artísticos, como en el caso francés. Esta ausencia en la normativa provocó enfrentamientos entre los académicos con el personal funcionario de las comisiones de recopilación. La falta de acuerdo entre los comisionados se manifestaba en la recolección de las piezas con dorados y mármoles. Para los expertos en materia artística eran piezas que debían preservarse para el estudio de las bellas artes, mientras que para los funcionarios de la amortización se trataba de objetos con un importante valor económico que debían venderse para favorecer a las arcas del Estado.96
A pesar de las dificultades, los miembros de la RABASF consiguieron inventariar un gran número de obras por todo el territorio español. En febrero de 1836, una junta interna de la Academia de San Fernando acordaba reunir los bienes artísticos con el objeto de formar un Museo Nacional y otros provinciales.97 Una actuación aprobada por el Ministerio de la Gobernación que desde entonces mandó a la Junta de Enajenación de Edificios Desamortizados la búsqueda de una sede para exhibir públicamente las piezas artísticas albergadas en los edificios desamortizados.
Tanto en Francia como en España, la conceptualización del patrimonio nacional se asienta en la idea moderna de la nación como sujeto colectivo. Las riquezas artísticas y monumentales recopiladas durante periodos anteriores pasaron a la potestad de una colectividad regida en términos políticos. No se trataba solamente de un concepto vinculado a una identidad cultural o territorial, la nación pasaba a ser un agente activo de la vida política.
Concretamente en el caso español, el término patrimonio nacional extrapoló los debates sobre el modelo de Estado en construcción. Por un lado, las cuestiones suscitadas en torno al Real Patrimonio, su separación en los bienes de la Corona y los privados de la figura real, representaban los conflictos políticos sobre la posición de la monarquía en el sistema liberal. El paso de parte de los bienes reales a una naturaleza nacional adquiría una simbolización política con la que se medía el grado de poder tanto de la Corona como de la soberanía nacional. La división entre ambos patrimonios representó la puesta en práctica de ideologías políticas que marcaron el debate político de la primera mitad de siglo. La etiqueta «nacional» atribuida a los bienes vinculados a la familia real, como el Real Museo del Prado, abordaba problemáticas más allá de la esfera cultural: el poder de la Casa Real en un Estado constitucional y la diferenciación entre lo público y lo privado.
Por otro lado, la organización de la recopilación de los bienes artísticos nacionalizados representó la aceptación del modelo de Estado administrativo con una clara influencia francesa. Se naturalizó la jerarquización política de los territorios, un planteamiento empleado en la estructuración del Estado y utilizado para desarrollar políticas culturales como la formación de una colección artística nacional, dividida entre central y provincial, a partir de la separación entre objetos de primer y segundo nivel. De la misma forma, la característica centralizadora del modelo administrativo, con un poderoso núcleo del que parten ramificaciones al resto del territorio, se observa en la organización del proceso desamortizador durante la regencia de María Cristina. Se redactaron normativas desde el Gobierno central para aplicarlas en todas las provincias y controlar así el destino de los bienes incautados. También, el caos en la coordinación entre los ministerios y los problemas con la venta ilegal de piezas artísticas reflejaron la debilidad de esta estructura estatal durante las primeras décadas del siglo XIX.
Finalmente, de las posiciones ante los derribos de los edificios eclesiásticos se desliga el debate sobre la modernidad tan instaurado en ese momento entre la sociedad decimonónica. Una característica del periodo romántico en constante enfrentamiento. Para unos venía unida a un progreso social, político, cultural, etc., en oposición a periodos anteriores a los que se les atribuían valores antiguos. Esta era la posición de figuras progresistas, políticos como Salustiano de Olózaga, que otorgaban a los edificios eclesiásticos un código simbólico alejado de concepto de modernidad. Por otro lado, estaba la posición de los miembros de la RABASF y de políticos moderados, cuyo concepto de modernidad atendía al mantenimiento de una tradición católica, una oposición moderna a la modernidad, como indicaría el investigador José Escobar y en la que entraba en juego la identidad nacional.98
1. Este tesoro se compone de una parte de la herencia de Luis de Francia, el gran delfín, heredadas por Felipe V. Concretamente se formaba de varios vasos, ornamentados y de gran valor, depositados en 1776 en el Real Gabinete de Ciencias Naturales por orden de Carlos III. Las piezas fueron expuestas en la denominada sala especial De las Alhajas y, con el paso de los años, el propio director de la institución, Pedro Franco Dávila, amplió la colección con la adquisición de otros ejemplares puestos a la venta en el mercado artístico. Así lo explica Letizia Arbeteta: El tesoro del Delfín: alhajas de Felipe V recibidas por herencia de su padre Luis, gran Delfín de Francia, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2001.
2. El Eco del Comercio, 3 de febrero de 1839.
3. José de Madrazo: Epistolario, Santander, Fundación Marcelino Botín, 1998, p. 319.
4. Fernando Cos-Gayón: Historia jurídica del Patrimonio Real, Madrid, Imp. Enrique de la Riva, 1881.
5. Carmen García Monerris y Encarna García Monerris: Las cosas del Rey: historia política de una desavenencia (1808-1874), Madrid, Akal, 2015: Ángel Menéndez Rexach: «La separación entre la Casa del Rey y la Administración del Estado (1814-1820)», Revista de estudios políticos 55, 1987, pp. 55-122.
6. Colección de los decretos y órdenes que han expedido las Cortes Ordinarias desde 25 de septiembre de 1813, día de su instalación, hasta 11 de mayo de 1814 en que fueron disueltas. Tomo V, Madrid, Imp. Nacional, 1822, p. 148.
7. Encarna García Monerris y Carmen García Monerris: «Monarquía y patrimonio en tiempos de revolución en España», Diacronie. Studi di Storia Contemporanea 16, 2013, pp. 1-20 (esp. pp. 2-3).
8. R. D. de 3 de abril de 1820, publicado en la Gaceta de Madrid, 4 de abril de 1820.
9. C. García Monerris et al.: Las cosas del Rey…, p. 52.
10. R. D. de 28 de abril de 1820, publicado en la Gaceta de Madrid, 9 de mayo de 1820.
11. E. García Monerris et al.: «Monarquía y patrimonio…», p. 4.
12. Diario de las sesiones de Cortes. Congreso de los Diputados. Presidencia del señor Isturiz. Sesión del sábado 2 de febrero de 1839, 72, 1839, pp. 1487-1506 (esp. p. 1505).
13. Álvaro Molina: Mujeres y hombres en la España ilustrada: identidad, género y visualidad, Madrid, Cátedra, 2013, pp. 19-20.
14. C. García Monerris et al.: Las cosas del Rey…, p. 126.
15. Ibíd., p. 127.
16. Alfredo Gallego Anabitarte: «Los cuadros del Museo del Prado. Reflexiones histórico y dogmático-jurídicas con ocasión del artículo 132 (y 133.1) de la Constitución española de 1978», en VV. AA: Administración y Constitución: estudios en homenaje al profesor Mesa Moles, Madrid, Servicio Central de Publicaciones de la Presidencia del Gobierno, 1982, pp. 227-310.
17. P. Géal: La naissance des musées d’art en Espagne…, p.143.
18. Gaspar Ariño Ortiz: «Sobre el concepto y significado de la expresión “establecimiento público”», Documentación Administrativa 155, 1973, pp. 9-29.
19. P. Géal: La naissance des musées d’art en Espagne…, p. 147.
20. Luis de Eusebi: Catálogo de los cuadros que existen colocados en el Real Museo de Pinturas del Prado, Madrid, Oficina de Don Francisco Martínez Dávila, 1824.
21. Tomás Pérez Vejo: La España imaginada: historia de la invención de una nación, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015, p. 221.
22. Eugenia Afinogénova: El Prado: la cultura y el ocio (1819-1939), Madrid, Cátedra, 2019, pp. 85-92.
23. El Eco del Comercio, 9 de mayo de 1847.
24. El Clamor Público, 27 de agosto de 1847.
25. J. de Madrazo: Epistolario…, p. 319
26. El Clamor Público, 27 de agosto de 1847.
27. C. García Monerris et al.: Las cosas del Rey…, p. 186.
28. Gonzalo Anes: Las colecciones reales y la fundación del Museo del Prado, Madrid, Amigos del Museo del Prado, 1996, pp. 97-115.
29. R. D. de 12 de mayo de 1865, publicado en la Gaceta de Madrid, 18 de mayo de 1865.
30. Antonio García-Monsalve: Historia jurídica del Museo del Prado, tesis doctoral dirigida por Gustavo A. Villapalos Salas, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2002, p. 113.
31. Étienne La Font de Saint-Yenne: Reflexions sur quelques causes de l’état présent de la peinture en France. Avec un examen des principaux Ouvrages exposés au Louvre le mois d’Août 1746, La Haya, Imp. Jean Neaulme, 1747.
32. F. Choay: Alegoría del Patrimonio…, pp. 65-70.
33. J. P. Babelon et al.: «La notion de patrimoine…, p. 18; André Chastel: «La notion de patrimoine», en P. Nora: Les lieux de mémoire…, pp. 406-450 (esp. pp. 443); F. Choay: Alegoría del Patrimonio…, pp. 98-102.
34. F. Van Geert et al.: «De los usos políticos del patrimonio…», p. 15.
35. F. Choay: Alegoría del Patrimonio…, pp. 93.
36. Aubin-Louis Millin: Antiquités nationales, ou Recueil de monumens pour servir à l’histoire générale et particulière de l’Empire françois, tels que tombeaux, inscription, statues, vitraux, fresques, etc., tirés des abbayes, monastères, châteaux et autres lieux devenus domaines nationaux, París, Imp. M. Drouhin, 1790-1798, p.2.
37. A. Chastel: «La notion de patrimoine…», pp. 424-425.
38. Anthony Vidler: El espacio de la ilustración: la teoría arquitectónica en Francia a finales del siglo XVIII, Madrid, Alianza Editorial, 1997, pp. 189-205.
39. F. Choay: Alegoría del Patrimonio…, pp. 106-107.
40. Félix Vicq-D’azyr y Thomas Lindet: Instruction sur la manière d’inventorier et de conserver, dans toute l’étendue de la République, tous les objets qui peuvent servir aux arts, aux sciences et à l’enseignement, proposée par la Commission temporaire des arts, et adoptée par le Comité d’instruction publique de la Convention nationale, París, Imp. Nationale, 1793.
41. F. Choay: Alegoría del Patrimonio…, pp. 87-102.
42. Aloïs Riegl: El culto moderno a los monumentos, Madrid, La Balsa de Medusa, 1987, pp. 23-43.
43. Ibíd., pp. 28-29.
44. F. Choay: Alegoría del Patrimonio…, pp. 100-101.
45. Josefina Bello: Frailes, intendentes y políticos: los bienes nacionales, 1835-1850, Madrid, Taurus, 1997, pp. 17-19.
46. «Lista de las fincas que poseía la extinguida Inquisición, según los testimonios de inventarios que de cada tribunal ha recibido, y los que la pasó el ministerio de Hacienda en 5 del presente mes», Gaceta de Madrid, 17 de agosto de 1820; «Continúa la lista de las fincas de la extinguida Inquisición», Gaceta de Madrid, 18 de agosto de 1820; «Concluye la lista de las fincas de la extinguida Inquisición», Gaceta de Madrid, 20 de agosto de 1820.
47. «Diario de las sesiones de Cortes. Presidencia del señor Alava. Sesión extraordinaria de la noche del 3 mayo de 1822», 78 (1822), p. 1155.
48. Ibíd., p. 1156.
49. Ibíd., p. 1156.
50. Juan Pro: «El modelo francés en la constricción del Estado español: el momento moderado», Revista de estudios políticos 175, 2017, pp. 299-329 (esp. pp. 305-308).
51. «Diario de las sesiones de cortes. Presidencia del señor Alava. Sesión extraordinaria de la noche del 1º de mayo de 1822», 74, 1822, pp. 1101-1102.
52. J. Bello: Frailes, intendentes y políticos…, p. 18.
53. Ibíd., pp. 40-41.
54. José María Ortíz de Orruño: «Desamortización», en J. Fernández Sebastían et al. (dirs.): Diccionario político y social del siglo XIX español…, pp. 235-240; Germán Rueda: «El proceso de la desamortización de bienes de origen eclesiástico (1769-1964) en España. Cuantificación y consecuencias socioeconómicas», en B. Bodinier (coord.): De la Iglesia al Estado: las desamortizaciones de bienes eclesiásticos en Francia, España y América Latina, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2009, pp. 177-204 (esp. pp. 186-193).
55. R. O. de 25 de julio de 1835, publicada en la Gaceta de Madrid, 29 de julio de 1835; R. O. comunicada por el Ministerio del Interior a los Jefes Políticos de provincia (29 de julio de 1835), ARABASF, Fondo Comisión Central de Monumentos Históricos Artísticos: Secretaría, leg. 2-55-2-8.
56. J. Bello: Frailes, intendentes y políticos…, pp. 80-81.
57. F. Choay: Alegoría del Patrimonio…, p. 99.
58. Rafael Mas Hernández: «La propiedad urbana en Madrid en la primera mitad del siglo XIX», en Luis Enrique Otero Carvajal y A. Bahamonde (coords.): Madrid en la sociedad del siglo XIX, Madrid, Comunidad de Madrid, 2 vols., 1986, pp. 23-88 (esp. p. 41).
59. Ramón de Mesonero Romanos: Manual de Madrid: descripción de la Corte y de la Villa, Madrid, Imp. M. de Burgos, 1831, p. 25.
60. R. O. de 19 de febrero de 1836, publicada en la Gaceta de Madrid, 21 de febrero de 1836.
61. J. Bello: Frailes, intendentes y políticos…, pp. 248-249.
62. El Eco del Comercio, 1 de enero de 1838.
63. Pedro de Madrazo: «Demolición de Conventos», El Artista 2, 1836, pp. 97-100 (esp. p. 97).
64. Exposición a las Cortes enviada por la Academia de Bellas Artes de San Fernando (6 de noviembre de 1836), ARABASF, Fondo General: Comisiones (Accidentales), leg. 7-128-1-314.
65. «Diario de sesiones de las Cortes Constituyentes. Presidencia del Sr. Gómez Becerra. Sesión del miércoles 9 de noviembre de 1836», 22 (1836), pp. 177-192 (esp. p. 178).
66. Ibíd., p. 178.
67. Eco del Comercio, 2 de marzo de 1836.
68. «Sin Bellas Artes nada seremos», El Español, 12 de junio de 1836. El debate apareció en más números del El Eco del Comercio: 7 de marzo de 1836, 23 octubre de 1837, 17 de noviembre de 1837; en El Español, el 14 de abril de 1836, 13 de marzo de 1837.
69. F. Choay: Alegoría del Patrimonio…, p. 92.
70. El Eco del comercio, 17 de noviembre de 1836.
71. Entre algunos ejemplos de estas nuevas edificaciones puede citarse: el ensanche de la calle Mayor y el primer edificio de apartamentos en Madrid realizado en 1838 tras la demolición del convento de San Felipe el Real; el espacio que quedó tras el derribo del convento de Nuestra Señora de la Merced fue utilizado para crear la plaza del Progreso. La conocida actualmente como Real Basílica de San Francisco el Grande era parte de un convento de mayores dimensiones. En 1837 se propuso la construcción del Panteón Nacional dentro de sus muros, una idea que no fraguó, y un año después dio uso como cuartel de infantería. Otro de los conventos que albergaron dependencias estatales fue el de las Carmelitas Descalzas, que pasó a convertirse en 1836 en la Dirección de la Administración Militar hasta ser demolido en 1870.
72. «Administration du département de pólice de Paris», citado en A. Vidler: El Espacio de la Ilustración…, p. 248.
73. R. D. de 25 de enero de 1836, publicado en la Gaceta de Madrid, 26 de enero de 1836.
74. Actas de la Junta de Edificios de Madrid (8 de enero de 1836), AHN, Hacienda, Caja 4315, exp. 3.
75. Ibíd.
76. Ibíd.
77. Ibíd.
78. Traslado del Ministerio de Hacienda al secretario de la Academia de Nobles Artes de San Fernando (30 de octubre de 1837), ARABASF, Fondo General: Comisiones (Accidentales), leg. 7-129-1-68.
79. Andrew Ginger: «¿Un yo moderno para España? C. 1830-C. 1860», en Alda Blanco y Guy Thomson (eds.): Visiones del liberalismo. Política, identidad y cultura en la España del siglo XIX, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2008, pp. 121-136.
80. Javier Fernández Sebastián: «Progreso», en J. Fernández Sebastián et al. (dirs.): Diccionario político y social del siglo XIX español…, pp. 562-575 (esp. pp. 564-570).
81. José Escobar: «Ilustración, Romanticismo, Modernidad», en Ermanno Caldera (ed.): EntreSiglos, Roma, Bulzoni, 1993, pp. 123-133.
82. Javier Fernández Sebastián: «Modernidad», en J. Fernández Sebastián et al. (dirs.): Diccionario político y social del siglo XIX español…, pp. 453-462 (esp. pp. 455-456).
83. J. Escobar: «Ilustración, Romanticismo…», pp. 123-133.
84. J. Álvarez Junco: Mater Dolorosa…, pp. 383-387.
85. Andrew Ginger: «Spanish modernity revisited: revisions of the nineteenth century», Journal of Iberian and Latin American Studies, 13, 2007, pp. 121-132 (esp. pp. 130-131).
86. R. O. de 29 de julio de 1835, publicada en la Gaceta de Madrid, 4 de agosto de 1835.
87. Oficio del Gobierno de la Provincia de Madrid dirigido al presidente de la RABASF, Madrid, 20 de agosto de 1838, ARABASF, Fondo General, Comisiones (Accidentales), leg. 7-128-1-2.
88. J. Bello: Frailes, intendentes y políticos…, pp. 107-108.
89. R. O. de 29 de julio de 1835, publicada en la Gaceta de Madrid, 4 de agosto de 1835, art. 7.º.
90. Memorial que dirige la RABASF a la Reina Gobernadora (27 de febrero de 1836), ARABASF, Fondo General: Comisiones (Accidentales), leg. 7-128-1-35.
91. M. T. Chávarri: La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando…, p. 207.
92. R. O. Circular comunicada por el Ministerio de la Gobernación del Reino (4 de septiembre de 1836), ARABASF, Fondo Comisión Central de Monumentos Históricos y Artísticos: Secretaría, leg. 2-55-2-46
93. «Junta Ordinaria de 7 de agosto de 1836», Actas de Sesiones de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Año 1836, en línea: <http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc183z8> (consultado: 05/03/2021).
94. Valentín Carderera: «Sobre la conservación de los monumentos de artes», El Artista 1, 1835, p. 128.
95. El Español, 19 de mayo de 1836.
96. J. Bello: Frailes, intendentes y políticos…, p. 149.
97. Ibíd., p. 313.
98. J. Escobar: «Ilustración, Romanticismo…, pp. 123-133.