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INTRODUCCIÓN
El Estado liberal desde las bellas artes

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En 1848, el Boletín del Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas insertaba entre sus páginas un breve ensayo en donde se reflexionaba sobre las obligaciones del Gobierno respecto a la promoción y protección de las bellas artes. Para el articulista, anónimo en este caso, el desarrollo artístico marcaba el grado de la civilización de la nación, una necesidad que «debe ser atendida por una administración inteligente», al igual que tutelaba otras áreas e intereses sociales. La Administración debía «satisfacer todas las necesidades legítimas del país»; en materia artística esto significaba: sostener academias y establecimientos –museos, conservatorios, escuelas especiales– para el cultivo de las artes, pensionar a los alumnos con talento e impulsar entre el público el fomento de las bellas artes. Más allá de estas actuaciones, el Gobierno no debía dar ocupación constante a los artistas ni sostenerlos con sus encargos.1 El texto exponía la transformación del sistema artístico dentro del proyecto estatal del liberalismo. Por un lado, el artículo describía los cambios producidos en el comercio de las artes, caracterizados por la incorporación de clientes provenientes de las nuevas élites sociales y la disminución de la Corona y la Iglesia como mecenas. Por otro lado, reflexionaba sobre la institucionalización del campo de la cultura entre la estructura del Estado. La administración era la palabra clave de su discurso, entendida como la herramienta con la que el Gobierno debía desarrollar sus políticas.

La preocupación del sistema gubernamental sobre las bellas artes se percibía desde años anteriores; en 1838 se inauguró el Museo Nacional de la Trinidad, en 1844 se crearon las comisiones de monumentos históricos y artísticos –distribuidas por provincias y coordinadas desde una central en Madrid–, se aprobó un nuevo reglamento para las academias y los estudios de bellas artes en 1849,2 y cuatro años después, se puso en marcha la organización de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes –con una edición bianual desde 1856–, cuyas obras premiadas eran compradas por el Gobierno e incorporadas a los fondos de las colecciones artísticas del Estado. ¿De dónde vino ese interés por la promoción de las artes? ¿Qué valor se le confería a la escultura, a la pintura o a la arquitectura desde las estructuras estatales? ¿Por qué los proyectos o instituciones artísticas eran sostenidos, coordinados y dirigidos desde la administración del Estado como el modelo natural para su desarrollo? Para contestar a estas preguntas y dar sentido a las respuestas hay que adentrarse en lo que podríamos llamar la construcción cultural del Estado-nación en el siglo XIX.

En 1998, María Cruz Romeo retomaba la reflexiones emitidas por José María Jover y Francisco Tomás y Valiente sobre los estudios históricos dedicados al reinado de Isabel II y desarrollados entre los años setenta y noventa. Para el primero, la monarquía isabelina se había convertido en el periodo más descuidado por la historiografía contemporánea; para el segundo, la situación había mejorado, aunque quedaban cosas por hacer, como aproximarse al sentido de nación, a los procesos de nacionalización y de creación de identidades nacionales desde la estructura del Estado.3 A estas líneas de actuación, María Cruz Romeo añadía la necesidad de atender a los elementos culturales como moldeadores de identidades colectivas y de actuaciones realizadas por los sujetos históricos.4

Desde finales de la década de los noventa y a lo largo de los primeros años del siglo XXI, la perspectiva cultural influyó en los trabajos históricos sobre la España liberal hasta percibirse en los trabajos dedicados a la construcción del Estado-nación. Influenciados por el cultural turn que había experimentado la historiografía europea desde la década de los ochenta, las investigaciones se alejaron de los grandes paradigmas dominantes y dieron protagonismo a los agentes históricos. De este modo, se puso en cuestión la visión del Estado como un objeto proveniente de la Edad Moderna y perfeccionado a lo largo de la época contemporánea; al igual que su consideración como resultado de una evolución puramente burocrática.

El giro cultural en la historiografía española ha permitido observar la construcción del Estado desde nuevas perspectivas. El Estado-nación ha empezado a entenderse como un espacio representativo de identidades con capacidades para formar valores cívicos y culturales.5 Las instituciones estatales poseen un poder cedido por la soberanía nacional y necesitan proyectar su legitimidad. Esto se realiza por medio de universos simbólicos –lenguajes y códigos– destinados a los ciudadanos con el fin de que interioricen y naturalicen el constructo estatal. Los lenguajes y discursos utilizados desde la oficialidad estatal pueden ser rechazados –y hay aquí importantes fenómenos de resistencia–, o interiorizados –consciente o inconscientemente–, por parte de la población.6 Las herramientas simbólicas estatales fueron estudiadas por Pierre Bourdieu. En Sobre el Estado. Cursos en el Collége de France (1898-1992), el sociólogo describió el Estado como un metacampo destinado a monopolizar el control del resto de campos originarios de la fragmentación social. Para conseguir ese control, las autoridades estatales necesitan dominar la violencia física y la simbólica por medio de un capital simbólico desde el que ejercer el poder.7

A raíz de las investigaciones en torno a las culturas políticas, ha surgido recientemente la noción de cultura de Estado, entendida como el universo simbólico –ritos, lenguajes y discursos– mediante el que se construye una idea de Estado compartida por un grupo social.8 En torno a este concepto han trabajado los investigadores del proyecto «Imaginarios de Estado: modelos, utopías y distopías en la construcción del Estado-nación español en perspectiva comparada (siglos XVIII-XIX)».9 En su conjunto, los estudios realizados en el marco de este grupo de investigación han indagado en el factor cultural de la construcción estatal y han permitido observar el papel de las ideologías políticas, los grupos sociales, los cuerpos administrativos y del funcionariado en la construcción de culturas de Estado. Esta tipología de análisis se incorpora a la exploración sobre el Estado liberal «desde abajo»; una perspectiva de estudio consolidada en la monografía El Estado desde la sociedad. Espacios de poder en la España del siglo XIX, un compendio de estudios que profundiza en temáticas anteriormente tratadas en la obra Estados y periferias en la España del siglo XIX. Nuevos enfoques.10 Todos estos trabajos permiten observar las injerencias sociales en la construcción estatal y abren el camino para comprender este proceso histórico como una construcción compleja, interdependiente entre el discurso y la práctica. Es decir, la construcción de los Estados contemporáneos se formuló mediante la combinación de imaginarios sociales, ideologías políticas, corporaciones, etc., que fueron moldeando la estructura estatal. Un proceso en el que se mezclaron lenguajes, representaciones y símbolos con los que se configuraron diversas culturas de Estado. Recientemente, la monografía que más ha profundizado en los elementos culturales de la construcción del Estado-nación ha sido el estudio de Juan Pro dedicado a la construcción del Estado liberal. Su investigación profundiza en la concepción de los Estados como proyectos en construcción planificados. Durante el liberalismo, cada partido político fue constituyendo un imaginario de Estado. En la práctica, especialmente fueron los Gobiernos moderados quienes asentaron las líneas del Estado español, una edificación que fue nutriéndose de otros diseños provenientes de los grupos progresistas, unionistas, republicanos y demócratas. La colocación de los andamios, la consolidación de los pilares y la continuidad de la obra fue un camino complejo que debe ser analizado en función de las dinámicas –políticas, económicas, culturales– y los ritmos temporales para entenderlo en su total complejidad.11 La ineficacia del proyecto –en algunos aspectos– no significa que fuera improvisado o espontáneo, una línea de pensamiento con la que se abre una fisura en la denominada, por José Álvarez Junco, crisis de penetración del Estado liberal. Esta teoría ha protagonizado gran parte de los debates historiográficos de las últimas décadas.12 Para algunos autores, esta crisis fue síntoma de la debilidad de las estructuras estatales, para otros, fue causa de una ineficaz legislación que ocasionó más problemas que beneficios a la población.13 Lo cierto es que la división de paradigmas sobre la naturaleza fuerte o débil del Estado liberal no satisface a todos los investigadores. Es necesario abordar la construcción del Estado desde nuevas perspectivas y prestar atención al amplio abanico de espacios desde los que actuaban los agentes estatales.14

Partiendo de estas reflexiones, en las siguientes páginas sobrevuela el análisis sobre el papel de los factores culturales, particularmente los vinculados a las bellas artes, en la construcción del Estado liberal. Concretamente, este estudio se acota al reinado de Isabel II. El periodo isabelino ofrece un espacio de estudio apasionante al identificarse como la etapa histórica en la que se asentaron los pilares de la cultura política contemporánea. Unos años, desde 1833 hasta 1868, en los que se debatieron conceptos, significados, representaciones e identidades políticas, que al mismo tiempo se pusieron en marcha a través de instituciones, prácticas y organizaciones políticas.15

Día a día nos encontramos con mensajes promovidos por las instancias estatales. Muchos de ellos son códigos simbólicos que penetran en nuestra experiencia y percepción de la realidad sin apenas percatarnos de ellos: estatuas en parques, rotondas y avenidas, retratos colgados en los despachos gubernamentales, frescos que decoran las paredes de edificios estatales. En ocasiones, la naturalidad con la que han sido admitidos estos mensajes choca con la experiencia vital del ciudadano y crean contradicciones y enfrentamientos. Recordemos, por ejemplo, las duras críticas que suscitaron los cuadros encargados por el Congreso de los Diputados para inmortalizar al expresidente de la Cámara Baja, José Bono, y al exministro de Fomento, Francisco Álvarez Cascos, en 2012 y 2013. Ambas obras sumaban un coste de 272.000 euros; sin embargo, a pesar de la oposición, el encargo de estas composiciones se relacionó con una tradición pictórica en la que los poderes públicos ostentaban el papel de mecenas artístico desde siglos atrás y daban así apoyo al desarrollo artístico nacional.16 La normalidad con la que, en aquella ocasión, se asumió la función de las instituciones del Estado como patrocinadoras de las artes está presente en el eje narrativo de este estudio. ¿Por qué se asume la protección de las artes por parte de los poderes estatales? ¿Cuándo se naturalizó y se institucionalizó esta salvaguarda?

La relación simbiótica entre arte y poder cuenta con una larga tradición. Sus vestigios se rastrean desde los restos arqueológicos de las civilizaciones antiguas, y se prolongan durante la Edad Media y Moderna por medio del patrocinio de la Corona y la Iglesia, hasta la aparición de los Estados nacionales decimonónicos. Al igual que hicieron monarcas y líderes religiosos, los políticos liberales entendieron la necesidad de apropiarse institucionalmente de las bellas artes para consolidarse y legitimarse ante la población, tanto en España como en otros países europeos.

El uso del arte para legitimar el modelo gubernamental del Estado liberal se promovió a lo largo del siglo XIX; un periodo histórico comprendido como el escenario de construcción de los Estados nacionales. La pintura de historia fue uno de los grandes hitos artísticos de la época, un género pictórico que alcanzó altas cotas de popularidad, en parte por la compra de estas composiciones que realizaron los Gobiernos liberales. La promoción de los certámenes nacionales de bellas artes, la compra de piezas artísticas por parte de los poderes gubernamentales, junto con otras medidas de conservación y promoción del campo de las artes, invitan a reflexionar sobre el origen del apoyo hacia el desarrollo de la pintura, la arquitectura y la escultura por parte de los poderes gubernamentales.

Este estudio se aproxima al espacio de mediación existente entre las instituciones estatales y el campo artístico del reinado de Isabel II, un escenario desde el que se bifurcan dos ideas principales: las bellas artes se utilizaron como una herramienta con la que legitimar el sistema gubernamental y el modelo de Estado, surgido a partir de 1833, al mismo tiempo que los agentes, instituciones y prácticas del espacio artístico eran adheridos a la maquinaria estatal como un engranaje más. Las bellas artes eran institucionalizadas e interiorizadas como un componente más de la nación y de ahí su control y regularización desde la Administración del Estado. Ambos procesos estuvieron llenos de contradicciones, debates y confrontaciones que han sido abordados en esta investigación desde tres grandes áreas: instituciones, símbolos e individuos. El objetivo era afrontar, sin una mirada reduccionista, el estudio de la configuración cultural del Estado desde un área concreta como la artística y profundizar en el objeto de estudio a partir de distintos puntos de vista.

En sentido metafórico, esta investigación se plantea como una exposición dedicada al papel del campo artístico en la construcción cultural del Estado liberal. En su conjunto, el trabajo ofrecido en las siguientes páginas constituye un recorrido cultural desde los inicios del reinado de Isabel II hasta los albores de la Primera República a través de tres grandes galerías que dotan de sentido al objeto central de la muestra:

El primer bloque, La colección del Estado: patrimonialización, patrimonio y museos, analiza las relaciones establecidas entre el mundo artístico –especialmente el académico– y las instituciones estatales a partir de la configuración de dos proyectos museísticos: el Museo Nacional de la Trinidad y el Museo Histórico de Artistas Contemporáneos. Ambos se originaron estrechamente vinculados al concepto de «patrimonio nacional», debatido social y políticamente durante la primera mitad del siglo XIX en España. El carácter poliédrico de este concepto marcó el desarrollo de las prácticas culturales de principios de siglo. El objeto de este apartado es observar las bases en las que se asentó la separación entre el Real Patrimonio y los bienes nacionalizados con el objetivo de observar su influencia en la práctica cultural, concretamente en la constitución de pinacotecas o colecciones de arte. Además, se indaga en la transición que supuso para el arte español el cambio de mecenazgo, que tradicionalmente ejercían la Corona y la Iglesia, al nuevo papel que se les atribuyó a los poderes estatales en este terreno. Se presta especial atención a los efectos sobre el sistema y la práctica artística producidos por el modelo de Estado impulsado durante los primeros años del reinado isabelino.

El segundo bloque, La sala de los paisajes: los universos pictóricos del Estado liberal, se centra en el estudio de los códigos simbólicos en torno a la constitución estatal a partir de fuentes iconográficas. Se analizan los lenguajes simbólicos impulsados por la Administración del Estado, desde su difusión por canales oficiales y oficiosos hasta su recepción por parte de los ciudadanos. Las palabras clave de este apartado son la representación, la sociabilidad y el espacio urbano. Con estos conceptos se profundiza en la creación, modificación e interiorización de narrativas simbólicas en los espacios de mediación entre los ciudadanos y las instituciones estatales. De este modo, se ha examinado parte de la cultura visual decimonónica desde tres escenarios: su uso para crear una identidad nacional, un paisaje político y un escenario de representación estatal acorde a los preceptos del Estado liberal.

El tercer y último apartado lo protagoniza La galería de los retratos: agentes culturales y grupos de influencia. Un bloque dedicado a explicar que tras cualquier proyecto artístico, normativa estatal o corporación museística hubo un grupo de individuos cuyas decisiones y opiniones contribuyeron a la construcción del Estado naciónal durante el siglo XIX. En este punto, el estudio se aleja del armazón normativo con el que se formularon las instituciones estatales para prestar atención a la actividad de las personas que trabajaron en su interior. El objetivo es conocer la red social en la que se entrecruzan nodos de diversos campos: culturales, políticos, económicos, etc., y observar las influencias, desavenencias o intereses generados entre ellos. En concreto, se indaga en el estudio de las redes de poder e influencia generadas en torno a la creación del Negociado de Bellas Artes en los diversos ministerios en los que se incorporó –Gobernación, Comercio, Instrucción y Obras Públicas y Fomento– y en sus relaciones con otros agentes culturales vinculados a espacios artísticos como museos, academias, comisiones de bellas artes, etc. El apartado se plantea como un estudio gradual que da un salto de lo concreto a lo general. De este modo, una vez estudiados los oficiales del Estado que trabajaron en el Negociado de Bellas Artes, se analiza su posición en el escenario cultural isabelino, su participación en espacios de sociabilidad –el Ateneo y el Liceo de Madrid– y su asistencia a eventos, ceremonias y conmemoraciones.

Las distintas perspectivas abordadas en el estudio se establecieron a raíz de la amplia diversidad documental. Por un lado, los archivos estatales –el Archivo General de la Administración (AGA) y el Archivo Histórico Nacional (AHN)– ofrecieron un amplio corpus de reglamentos, normativas y correspondencia interdepartamental con la que reconstruir la política administrativa del Estado en el área de las bellas artes. En ese corpus documental surgieron otras vinculaciones con instituciones culturales de la época como la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (RABASF) o el Museo del Prado, cuyos fondos han sido determinantes para rellenar los huecos existentes en la documentación guardada por la Administración. No obstante, estas fuentes históricas se acompañan de otro tipo de documentos menos habituales en los estudios de historia contemporánea –aunque más frecuentes en las últimas décadas– como son la literatura, las estampas, las caricaturas, las litografías de prensa y las obras de arte, desde el género del paisaje y la pintura de historia hasta el retrato.

La conexión entre los documentos escritos oficiales e iconográficos hubiese perdido riqueza sin la búsqueda hemerográfica en las cabeceras periodísticas del periodo. Las colecciones periódicas, tanto de la Hemeroteca Nacional como del Arxiu de Revistes Catalanes Antigues, han permitido rastrear las narraciones, significados e imaginarios percibidos tras el análisis de las fuentes escritas e iconográficas.

Del mismo modo que ocurre en el análisis de las fuentes documentales, los múltiples enfoques tratados en la investigación obligan a explorar diferentes corrientes metodológicas provenientes de disciplinas como la historia del arte o la sociología. Cada uno de los bloques está especialmente influenciado por líneas empíricas concretas, aunque todas ellas están presentes en el conjunto de la investigación. En el primero se asume la influencia de los estudios sobre la patrimonialización de Françoise Choay, combinados con los trabajos sobre la simbolización política de los museos desarrollados por Dominique Poulot. Los estudios de ambos autores sobre el patrimonio nacional y su construcción a lo largo del siglo XIX han sido esenciales para la primera parte de este estudio. A estos trabajos se añaden los realizados por las investigadoras Carmen y Encarna García Monerris sobre la conceptualización del patrimonio real y nacional en los primeros años del reinado isabelino. En el segundo bloque predominan los estudios versados en la sociabilidad –tanto formal como informal– unidos a las investigaciones sobre la construcción simbólica de la nación provenientes de los estudios de Pierre Nora. Los análisis de estos expertos nutren la segunda parte de este trabajo protagonizada por la formación de lenguajes simbólicos y su interiorización por los ciudadanos. En el tercer y último bloque predomina el estudio de redes y el análisis relacional, un término adoptado de los trabajos prosopográficos y sobre las élites realizados por la historiografía española desde la década de los noventa. Ambas metodologías permiten ampliar los conocimientos sobre la composición de un grupo concreto de oficiales públicos y analizar tanto sus dinámicas sociales como el significado de su representación colectiva en la esfera cultural isabelina. En cada uno de los apartados he profundizado en las teorías y metodologías utilizadas; no obstante, en términos globales todas ellas son una derivación del giro cultural en la historiografía.

En definitiva, esta investigación no se trata de un estudio de la historia de la cultura española, ni de la historia política isabelina, es un poco de ambas cosas; una aproximación político-cultural a la construcción del Estado nacional. Este monográfico constituye el análisis de una relación bidireccional entre el campo artístico y las instituciones estatales desde donde se configuraron representaciones, imaginarios y símbolos con los que se fue nutriendo el modelo de Estado español. Acompáñenme en este viaje por la esfera cultural del reinado de Isabel II hasta los inicios de la Primera República; observen sus colecciones artísticas, sus paisajes, sus retratos y, al final del camino, entenderán cómo las instituciones, normativas y disposiciones con las que se dio forma del modelo de Estado también estuvieron cargadas de símbolos y significaciones que permitieron su naturalización entre la realidad ciudadana.

1. «El Gobierno y las Bellas Artes», Boletín oficial del Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas 11, 1848, pp. 513-521 (esp. pp. 515-517).

2. R. D. del 31 de octubre de 1849, Boletín oficial del Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas 97, 1849, pp. 261-263.

3. María Cruz Romeo Mateo: «La política de Isabel II: comentario bibliográfico», Ayer 29, 1998, pp. 217-228 (esp. pp. 217-219).

4. Ibíd., p. 220.

5. Michael Keating: «Naciones, nacionalismos y Estados», Revista internacional de filosofía política 3, 1994, pp. 39-59.

6. Juan Pro: «La construcción del Estado en España: haciendo historia cultural de lo político», Almanak 13, 2016, pp. 1-30.

7. Pierre Bourdieu: Sobre el Estado: cursos en el Collège de France (1989-1992), Barcelona, Anagrama, 2014.

8. Juan Luis Pan-Montojo y Juan Pro: «Presentación: Culturas de Estado en la Península Ibérica», Historia y política 36, 2016, pp. 13-18 (esp. p. 14).

9. Proyecto HAR2012-32713 de la Dirección General de Investigación Científica y Técnica (MINECO), dirigido por Juan Pro entre 2013 y 2015.

10. Salvador Calatayud, Jesús Millán y María Cruz Romeo Mateo (coords.): El estado desde la sociedad: espacios de poder en la España del siglo XIX, Alicante, Publicacions de la Universitat d’Alacant, 2016; ibíd. (eds.): Estado y periferias en la España del siglo XIX. Nuevos enfoques, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2009.

11. Juan Pro: La construcción del Estado en España. Una historia del siglo XIX, Madrid, Alianza, 2019, pp. 615-619.

12. José Álvarez Junco: Mater Dolorosa: la idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001, p. 533.

13. Ibíd., pp. 540-544; Rafael Cruz Martínez: «El más frío de los monstruos fríos: la formación del Estado en la España contemporánea», Política y sociedad 18, 1995, pp. 81-92 (esp. pp. 85-86).

14. Ibíd., esp. p. 84.

15. Pedro Carasa: «Una mirada cultural a las élites políticas en los primeros pasos del Estado Constitucional», Trocadero 19, 2007 (pp. 31-54, esp. p. 34).

16. Agencia Europa Press: «José Bono tendrá un retrato en el Congreso de 82.000 euros», La Vanguardia, 28 de marzo de 2012; Agencia Efe: «El Congreso se niega a recortar en retratos oficiales o a sustituirlos por fotos», El Mundo, 13 de junio de 2013.

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