Читать книгу El Estado y el arte - Ainhoa Gilarranz Ibáñez - Страница 8

PRÓLOGO

Оглавление

El tema de este libro es la relación entre la construcción del Estado español en la época liberal y el mundo de las artes plásticas. Ambas esferas han sido frecuentemente tratadas por separado, debido a la especialización extrema de las disciplinas académicas –historia política, historia del derecho, historia del arte…– y al aislamiento que esta impone casi siempre a los investigadores. Moverse en un campo que se sitúa «a caballo» entre varias disciplinas, como ha tenido que hacer la autora, implica dificultades notorias, pues obliga a dar cuenta de bibliografías muy diversas y amplias, con lenguajes propios y, a veces, con lógicas explicativas divergentes. De ahí que una investigación híbrida como esta, poco frecuente, tenga especial relevancia para el conocimiento histórico.

De entrada, es relevante porque, al situarse en el terreno de la construcción del Estado nacional en el siglo XIX, aporta claves para entender la situación actual del país y el proceso entero por el que hemos llegado a ser como somos. Las características del Estado que entonces se formó han sido muchas veces preteridas por la atención exclusiva a confrontaciones ideológicas del siglo XX que se prestan mejor a la politización del discurso. Sin embargo, esas características de origen son fundamentales para entender la realidad de la España contemporánea: tanto sus problemas estructurales como las bases sobre las cuales se ha venido desarrollando, a lo largo de los dos últimos siglos, la vida política, económica y cultural de esta nación de la Europa occidental. Sin comprender el marco estatal en el que se han movido estos procesos de todos los ámbitos, no se pueden comprender los propios procesos, los factores que los motivaron, los límites que encontraron, los rasgos que los caracterizaron. Y, dado que ese marco estatal se definió en gran medida en las décadas centrales del siglo XIX, es allí a donde hay que ir a buscar explicaciones que no resulten anacrónicas, que no atribuyan al siglo XIX lógicas propias del XX o del XXI.

Durante mucho tiempo, el estudio de la construcción del Estado miró de forma exclusiva al ámbito de la política, complementado con el análisis institucional que proporcionaba la historia del derecho. Aquellos análisis se enriquecieron enormemente durante la época de predominio del paradigma de la historia social, con la incorporación de estudios sobre las bases materiales del Estado (que venían de la historia económica y, particularmente, de una rica tradición española de historia de la Hacienda Pública) y también de sugerentes aportaciones sobre las bases sociales del Estado en construcción (un tipo de historiografía atenta a la interrelación entre poder y sociedad, instituciones y grupos sociales, centro y periferia… frecuentemente desde la perspectiva local y regional que proporcionaba la necesaria visión «desde abajo»).

Pero faltaba, hasta tiempos recientes, la dimensión cultural, a la que empezó a reconocerse valor preeminente con el «giro cultural» que experimentaron la historiografía y las ciencias sociales desde el cambio de siglo. Primero a través del concepto de nación, por la vía de las identidades colectivas y el interés por explicar su formación histórica; y solo después, superando a duras penas el peso abrumador de las identidades nacionales en la historiografía y en la política españolas, interesándose por la dimensión cultural de la construcción del propio Estado. Ahí es donde se inserta, por derecho propio, este libro. Desbroza, por tanto, terrenos nuevos que podrán seguir cultivándose en el futuro; pero que ya quedan abiertos e incorporados al esfuerzo colectivo de explicar la historia contemporánea de España con toda su riqueza de matices y de facetas.

El libro de Ainhoa Gilarranz explora una relación entre el Estado y el arte que tiene dos direcciones –de ahí el título, con su referencia a «una relación simbiótica»–. Ambas resultan de enorme interés para entender el Estado decimonónico y la ambición con la que fue concebido (algo que tiende a quedar oscurecido en la mayoría de los textos de historia del siglo XIX por la equívoca etiqueta de «liberal», que desde la perspectiva actual parece hacer referencia a una neutralidad o renuncia al intervencionismo sobre la sociedad y la economía, que tiene poco que ver con la realidad de aquella época).

Por un lado, el libro muestra la voluntad desplegada desde los poderes del Estado para institucionalizar las bellas artes, convertirlas en una rama más de la Administración pública e incorporarlas en el empeño de unificar el territorio, centralizar el poder y cohesionar a la sociedad alrededor de un sentimiento de patria. Las bellas artes no eran un simple adorno en el edificio del Estado nacional, sino un componente estructural, que se consideraba crucial para legitimarlo y darle eficacia. La historia de los primeros museos oficiales creados en el marco de la desamortización, así como de las colecciones de imágenes patrocinadas por el Estado, dan cuenta de esa pedagogía de la patria y de las instituciones que la representaban. La historia del Negociado de Bellas Artes (que luego sería Dirección General) saca a la luz el trasfondo material de esta voluntad de poder, con la creación de una burocracia especializada en la gestión del mundo del arte, gradualmente sometido a una lógica administrativa que lo igualaba con tantos otros sectores de actividad, con tantos otros «negociados». Los creadores del Estado nacional aspiraban a llevar la lógica administrativa de «lo público» (de «lo nacional», habrían dicho ellos, en el XIX) hasta un terreno tan propio de la intimidad individual como es la creación artística; lo cual revela el designio de un Estado administrativo denso y grande latente desde la época de Isabel II, solo limitado por las posibilidades financieras de implementar el sueño de una Administración pública que lo abarcara todo y todo lo orientara en un sentido convenientemente patriótico.

Por otro lado, el libro desvela también la búsqueda del patronato estatal por parte de los artistas del siglo XIX, a medida que los viejos mecenas –la Iglesia, la Casa Real y sus émulos aristocráticos– iban perdiendo fuerza y apenas surgía un mercado libre capaz de reemplazarlos. La figura del artista tuvo que ser redefinida, como todas las figuras que componían la vida social y cultural española en este marco: como subproducto de un proceso de construcción estatal que iba delimitando los espacios asignados a cada grupo, profesión o individuo. Muchos fueron los artistas que entendieron que su futuro pasaba por colaborar en la construcción nacional desde su actividad creativa. Y este libro da cuenta de cómo contribuyeron a crear un paisaje nacional impregnado de estatalidad; cómo llenaron el campo visual de los españoles de símbolos e imágenes que ayudaran a transformarlos en ciudadanos. No estamos, pues, ante un sencillo acto de dominación, sino ante una verdadera simbiosis, que sentó algunos de los pilares de la modernidad en España: el decorado en el que se desarrollaría el «teatro» de la vida política contemporánea.

La estructura del libro añade en sus últimos apartados un elemento que enriquece esa doble vía de aproximación al tema con el imprescindible componente humano: galería de retratos, agentes culturales, grupos de influencia, collage de rostros, identidad grupal, espacios de sociabilidad… Las personas con nombre propio emergen aquí como protagonistas de una aventura que no se entiende si se relata solo como peripecia individual: es también una aventura colectiva, en la que hay compañeros de viaje, trayectos compartidos, empresas comunes, tanto como conflictos, alternativas y opciones que no se realizaron. La construcción del Estado fue también una revolución cultural; no está hecha solo de decisiones gubernamentales y luchas de partido, sino de las aventuras en las que se vio involucrada la gente de la cultura, codo a codo con funcionarios y políticos. Para explicarla se requería, pues, un relato encarnado con nombres y apellidos, como el que ofrece el libro de Ainhoa Gilarranz.

Estamos ante un libro de historia; inscrito, como toda buena investigación histórica, en la comprensión de la extrema complejidad de los procesos que analiza. No hay en él simplificación interesada, como la que frecuentemente encontramos en las obras de historiografía militante o ideologizada, que pretende hacer que todo encaje en un esquema o en unas conclusiones fijadas a priori. Aquí no hay nada de eso: investigación documental sistemática, marcos teóricos e interpretativos plurales y flexibles, fidelidad al carácter múltiple y paradójico de los factores que determinan la historia.

Procede de la tesis doctoral de su autora, que tuve el honor de dirigir, que presentó en la Universidad Autónoma de Madrid en 2018 y que obtuvo la máxima calificación. El reto estaba en hacer de aquella tesis un libro accesible para la lectura del público sin traicionar el rigor científico de la investigación; algo que Ainhoa Gilarranz ha conseguido sobradamente. Los múltiples hilos que tejen el relato han sido aquí cuidadosamente desenmarañados hasta hacerlos comprensibles.

El lector se dispone a adentrarse en un libro cuya lectura atrapa, porque tiene mucho de aventura y de descubrimiento de mundos especiales. Es el resultado de una investigación documental exhaustiva y modélica. Pero la autora ha conseguido que apenas se note ese origen académico, al prescindir de una erudición innecesaria y dejar solo las claves necesarias para entender un poco mejor qué fue esa España del XIX, mucho más rica y atractiva que lo que suelen contarnos los relatos convencionales.

Juan Pro

«Es una necesidad para los pueblos cultos

el goce de los adelantos que va trayendo consigo

el irresistible influjo de la civilización. Cuéntese

entre ellos la facilidad cada vez mayor

de adquirir objetos puramente artísticos: de aquí

la afición, también cada vez mayor

y más general, á disfrutar del deleite moral que

proporcionan: necesitamos estatuas, necesitamos

cuadros, necesitamos bellos edificios

por la razón suprema de que somos una nación

civilizada (…) Sentado, pues, que las bellas

artes influyen de algún modo y entran por algo

en el mecanismo social, dicho se está que

el Gobierno, ó mas bien la administración,

no debe, ni puede prescindir de influir

á su vez mas ó menos directamente

en su dirección y fomento»

«El Gobierno y las Bellas Artes»,

Boletín oficial del Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, n.º 11, 16 de marzo de 1848.

El Estado y el arte

Подняться наверх