Читать книгу Lacanes. Historia de una superviviente - Alba Martín Aguiar - Страница 10

Оглавление

III

Al finalizar un trayecto, siempre parece más breve de lo que se puede intuir durante su transcurso. Detuvo el coche ante la puerta de entrada y antes de parar el motor observó a su alrededor. Todo parecía en calma, todo parecía igual que siempre. Esta vez su vista no engañaba a su intuición. Había asumido durante el camino que nada de lo que viviera a partir de entonces sería parecido a lo conocido con anterioridad. Paró el motor.

Como en un sueño, llegaron los timbres de unas voces infantiles y cerró los ojos. La imaginación puede llegar a ser tremenda, eso fue lo que aquel sonido le hizo pensar. Las voces quedaron en silencio en el preciso instante en el que volvió a abrir los ojos. Inquieta, miró de nuevo a ambos lados. Se giró para mirar atrás y cogió aire. Se sentía más segura dentro del coche, pero el anhelo de sus brazos, su pecho y su barbilla al apoyarse en su cuello le dieron el valor para salir sin pensarlo demasiado.

Una vez fuera, cerró el coche sin perder de vista la entrada. La casa era grande y el terreno que la rodeaba era también bastante considerable. Tocó el timbre, pero no hubo respuesta. Una, dos y hasta tres veces. Nada. Estiró los brazos, se agarró al muro y saltando, como si de un juego se tratara, intentó ver el interior. Parecía que estuviera vacía y todo cerrado. Dirigió la vista al coche y pensó que, dadas las circunstancias, no pasaría nada por subirse a él para poder colarse en la casa.

De nuevo le pareció oír las voces infantiles de antes, esta vez le llegaron con más fuerza. Por ello, antes de gritar llamándolo, esperó sobre el techo del coche. Todo quedó en silencio salvo por la pequeña brisa que se coló entre los árboles. Alargó los brazos hacia el muro, se impulsó y quedó sentada sobre él con una pierna a cada lado. La parte frontal de la casa permanecía como siempre, con la diferencia de que tanto puerta como ventanas se veían completamente cerradas. Echó el pecho hacia adelante hasta posarlo en el canto del muro, pasó la pierna que colgaba por fuera al interior de la casa y se dejó caer con suavidad.

Se acercó a la entrada y al golpear la puerta con los nudillos recordó a Luna. Tan ladradora como era ella con las llegadas le extrañó que no diera resuello. La respuesta siguió siendo la misma: nula. Intentó abrirla, pero nada cambió. Se dirigió a ambas ventanas, cuyas contraventanas de ruda madera permanecían igual de cerradas que la puerta. Trató de forzarlas mientras una sensación de vacío y soledad se apoderaba de ella. Perdió el control y arañó la madera en su frustrado intento de reencuentro. Paró cuando, entre lágrimas, sintió la calidez propia de la sangre serpentear por sus temblorosas manos. Con ellas a la altura de su mirada, apoyó la espalda en la fachada, que no pudo atravesar, y se dejó caer en el suelo.

—No puede ser, no puede ser. —Durante unos minutos estas fueron las palabras que dibujaron sus labios—. No puede ser.

De nuevo las voces llegaron a sus oídos, esta vez con mayor nitidez. Sin duda se trataba de niños. Al llegar a esta conclusión, la esperanza, la ilusión, hincharon su corazón y se puso rápida en pie, dispuesta a seguir aquellas voces que le mostrarían que no estaba sola, que todo era un mal sueño y que la realidad que había conocido permanecía donde la había dejado por última vez. Es el juego de la vida, que te enseña los caminos que no cogerás para preservar la sorpresa sobre el que de verdad será tu sendero.

Bordeó la casa girando a la derecha y enfiló el garaje que la llevaría a la parte trasera de la misma. Las risas infantiles se incrementaban a cada paso. Sus ojos se abrieron a la par que su comisura derecha se elevaba con ganas de sonreír. Necesitaba sentir la candidez propia de la infancia después de las grotescas imágenes que habían manchado su retina por el resto de sus días. Justo antes de girar la última esquina, se detuvo a escuchar aquellas risas que, lejos de ser obra de su imaginación, competían con el sonido propio del ambiente. «Son niños». Lo pensó antes de que su cuerpo la avisara, erizándosele el vello de los brazos, las piernas y la nuca. Ella misma se avisaba de que esas risas pertenecían a niños, pero no eran infantiles.

Lo primero que encontró fue a Luna, pegada al parterre del fondo y tirada sobre la tierra que los bordeaba. Estaba viva. Se intuía porque el hierro que le atravesaba las costillas se movía con la misma dificultad con la que la perra respiraba. Tres muchachos, sucios y harapientos, se tiraban con fuerza una especie de pelota parda mientras sus risas se hacían tan estridentes que dañaban no solo los oídos, sino también el corazón.

—¡Me aburro! —gritó el más pequeño, no debía de sumar más de siete años—. ¡Me aburro, me aburro!

Lo gritó tres veces y lanzó lo que tenía en las manos contra el peral que adornaba aquella parte de la casa. Cuando cayó al suelo fue cuando descubrió que se trataba de un jovencísimo cachorro que había llegado al mundo para perder su vida entre zarandeos. Sus orejas comenzaron a arder, su vista se nubló y su garganta se sintió irritada.

—¡Eh! ¡Tú! ¿Qué coño haces?

Sin pensarlo, se acercó al niño a pasos agigantados. Los otros dos echaron a correr sin preocuparse por nada más que su propia integridad. Agarró al que era el más pequeño ante la huidiza mirada del resto, que desapareció antes de que lo levantara por la camiseta del suelo.

—Te gusta, ¿eh? —Comenzó a zarandearlo con tanta fuerza que su cabeza se desdibujó en un movimiento curvo—. ¿Te gusta que te muevan así?

El niño comenzó a quejarse de forma intermitente debido al fuerte meneo. Lo tiró con rabia al suelo y él empezó a llorar.

—Tú puedes llorar, pero él no llorará nunca más —dijo señalando la pequeña bola que yacía junto al árbol—. ¿Lo ves normal?

En realidad, no era consciente de lo fuerte que chillaba y de cómo sus ojos estaban a punto de salir de sus órbitas. El niño se levantó con rapidez y salió corriendo. Ella necesitó un par de segundos para volver a la conciencia. Se acercó al árbol y lloró al ver al pequeño ser. Parecía tan suave, tan indefenso. Tenía uno de sus pequeños ojos oscuros abierto y la lengua sonrosada asomaba por su diminuta boca. No podía creer la crueldad de aquellos niños. Entonces se acercó a Luna, que todavía respiraba.

—Tranquila —le susurró—. Tranquila.

La perra la miró, no era una desconocida para ella. Sabía bien quién era e hizo por lamer sus manos.

—Tranquila. —Mientras se limpiaba las lágrimas de la cara con una mano, con la otra acariciaba con suavidad a la perra—. No estás sola, tranquila.

La perra conectó de nuevo con su mirada. Ambas respiraron profundamente. Con aquellos ojos que brillaban la perra hizo su último esfuerzo y los dirigió a la esquina más alejada de la casa. Fue su último movimiento y lo hizo de un modo tan intenso que la muchacha sintió la necesidad de acercarse y observar.

Comprobó como los latidos de Luna desaparecían en la palma de su mano y se levantó. Se sentía pequeña, dolida y confundida ante tanta violencia. Puro malestar. Aquella esquina se encontraba inundada de matorrales de menta y hierbabuena. La mezcla de olores la mareó aún más. Observó la superficie sin resultado y comenzó a mover los matojos con cierta suspicacia. Nada. Se incorporó sin desviar la mirada, confundida. Observó el cuerpo, ahora inerte, de la perra a la que tanto cariño había cogido desde que la conocía. Negó con la cabeza y volvió a agacharse para buscar con mayor atención. Cuando estaba a punto de rendirse pensando que la perra no quería transmitirle nada, escuchó un gemido corto, suave, breve. Al abrir los matorrales, la luz bañó la tierra; si no se hubieran movido, los habría pasado por alto. Dos bultos pardos, pequeños, se movían buscándose el uno al otro. Eran otros dos cachorros. La emoción entrecortó su respiración. Los cogió y los pegó a su pecho. Temblando besó sus cabezas. Eran tan pequeños, tan frágiles, tan indefensos. Se movían como si el aire les molestara, acostumbrados a sentir el suelo en sus pequeñas y suaves barrigas. Uno de ellos tenía un ojo abierto, pero el otro todavía tenía ambos ojos cerrados. Eran tan jóvenes. Los envolvió con la parte baja de su camiseta y sintió la imperiosa necesidad de proteger aquellas nuevas vidas. Utilizando su camiseta como si de una cesta se tratara, volvió al coche.

Lacanes. Historia de una superviviente

Подняться наверх