Читать книгу Lacanes. Historia de una superviviente - Alba Martín Aguiar - Страница 13

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VI

Poco a poco fue recuperando su movilidad normal. Ya no se mareaba al levantarse, pero sentía que algo no se había recuperado del todo. Los peores momentos eran al despertar, cuando se sentía como antes de que todo cambiara, cuando pensaba que tras levantarse escucharía las voces de sus padres que charlaban entre ellos. El choque con la realidad era brutal y pasó de llorar durante más de dos horas a que las lágrimas cayeran discretamente durante los primeros segundos de consciencia. Los cachorros ya caminaban por sí solos. Eran muy patosos todavía, blanditos y muy despiertos. Los quería, y ellos eran lo único que apaciguaba la intensa fijación de terminar con todo y dejarse mecer por el vacío de la muerte.

No se acostumbraba a que su casa estuviese ocupada por desconocidos. Habían arrancado todas las puertas de los pisos. La única que había quedado en pie era la del edificio. El Artesano había repartido entre algunos las copias de llaves que había encontrado y entraban en grupos. Pocos eran los que repetían estancia. Eran muchos los que entraban y salían, y por alguna razón que no lograba alcanzar, el Artesano había dejado claro que la puerta de su cuarto no se movería de donde estaba. Con el tiempo y las cordiales muestras que le iba dando logró sentirse a salvo en su presencia. Era un hombre interesante, todos lo respetaban y él trataba con respeto a los demás. Era inteligente y los demás sabían que si aquella descontrolada locura funcionaba, en cierta manera, era gracias a él. Ella todavía no comprendía el funcionamiento de aquella comunidad, pues sus movimientos se reducían a su cuarto y su baño, cuya puerta fue de las últimas en ser retirada. Ella esperaba a la noche para su aseo, ya que era cuando menos gente había rondando por el piso.

Estrella la ayudaba con casi todo lo que necesitaba y poco a poco sus charlas se extendían. Estrella era el nombre que le habían puesto al nacer y Estrella era el nombre que contaba su historia.

—Un grupo de salvajes entró en mi casa. Rompieron la puerta y entraron pegando tiros. Mataron a mi padre, mi madre y mi hermano mayor. A mí me pusieron una apestosa bolsa de tela en la cabeza y me sacaron a la fuerza. Me llevaron a la intemperie y me ataron una cadena al cuello y luego a un árbol. Rasgaron mi ropa y me dejaron desnuda. No conté las noches, pero cuando miraba al cielo no había nada. Ni luna, ni estrellas, ni siquiera un infinito por el que perderme. Una de esas asquerosas noches, mientras uno de aquellos asquerosos se restregaba se escucharon disparos. Entonces me quedé sola y el griterío fue perdiendo intensidad.

Cuando la escuchaba contar su historia apenas podía respirar y sentía que sus músculos se agarrotaban y no podía moverse hasta que el silencio no se apoderaba de los labios que contaban tan terrible vivencia.

—Cuando se hizo el silencio creí que había muerto porque por primera vez vi el cielo abrirse y brillar las estrellas. Entonces llegó él y me tapó. Me dolía todo y no tenía fuerzas ni para el rechazo. Se sentó en el suelo y me pegó a su pecho. Fue confortable, como una sensación de calidez. «¿Cómo te llamas?», me preguntó. «Estrella», pude susurrar yo. Supongo que creyó que me refería a las estrellas que por fin brillaban con intensidad. «Pues ya no estás sola, Estrella. Mira, todas ellas te acompañan».

Dos lagrimones caían por sus pómulos. El primer contacto de ambas fue un roce de manos inesperado jugando con los cachorros. Se miraron y se agarraron con más fuerza. Las tardes y las charlas habían creado un vínculo entre las dos jóvenes. Ella se sentía segura con Estrella y podía revivir su historia, hablar de sus padres, de su pareja, de su familia, del amor, de todo aquello que algún día estuvo vivo en su interior. Estrella también le relataba historias de los días en los que era feliz. Hablaba mucho de su hermano, tanto que llegó a sentir que lo conocía. Cuando el Artesano llegaba, ella se marchaba de la habitación:

—Te veo bien.

—Supongo. Quería darte las gracias, porque sin todo aquello que trajiste, ellos no habrían llegado hasta aquí.

—¿Y tú?

—También estoy aquí por ti.

—No, no. Si estás aquí es por ellos.

Las lágrimas brotaron al recordar aquel fatídico día, pero había algo que quería decirle y no pensaba dejar pasar más tiempo.

—Tú me salvaste de aquel asqueroso.

El Artesano clavó su mirada en ella.

—Puede que los demás nos ayuden a salvarnos, pero la auténtica salvación está en cada uno de nosotros.

Ella permaneció estática con la mirada perdida, reflexionando sobre esa afirmación.

—Estrella me ha comentado que piensas mucho en la muerte. Sus ojos brillaron, pero no cayó una lágrima.

—No puedo evitarlo. Este dolor es mucho dolor, llega hasta los huesos.

—El dolor nunca pasa, pero aprendemos a convivir con él y nos hace más fuertes.

Sonó un fuerte golpe en la puerta y se abrió sin esperar respuesta. Era un muchacho. Lo había visto alguna vez, pero jamás habían cruzado una palabra.

—Lo han hecho de nuevo, Asunción está muy mal. La están subiendo.

No hubo más palabras. El Artesano se levantó con rapidez y salió por la puerta seguido por el joven. Ella parpadeó sin entender bien lo que pasaba. Se levantó, cerró la puerta tras de sí dejando a los perros en la habitación y siguió el eco de las voces por el pasillo. Cuando llegó al salón dos hombres bastantes fornidos colocaban a una anciana sobre la mesa. Ella estaba en camisón. Temblaba. Entonces, el Artesano cogió su mano.

—Tranquila, estamos aquí contigo. No temas, lo vamos a solucionar.

—No tengo miedo.

Su voz era apenas un gorgojeo.

—¿Qué ha pasado?

—El gigante calvo. Escuché los avisos, los gritos, pero no me dio tiempo de llegar.

—¿Estás segura?

—Lo vi cuando me tiró al suelo. Después no paró de golpearme. Me hice la muerta. Funcionó.

Poco a poco se había ido acercando a la escena por curiosidad, pero se sabía una mera espectadora.

—Aguanta un poco más. Doc está al llegar.

—¿Ese carnicero? No quiero que me toque.

La afirmación creó sonrisas en los presentes.

—No, Artesano. Este ya no es mi mundo.

El Artesano apretó la mano de la anciana que comenzó a toser esputos de sangre.

—Tranquila. Respira, tranquila.

—No te preocupes por mí. Esto es solo dolor físico. Tú sabes lo que yo he sufrido. Cargas con el sufrimiento de todos.

La anciana respiraba cada vez con mayor dificultad.

—Tranquila, Asunción. No te fuerces.

—Es mi hora, Artesano. Solo quiero descansar.

Al escuchar esas palabras, no pudo evitar sentir un poco de envidia. Observó como el Artesano se agachaba y susurraba unas palabras al oído de la anciana. Luego se incorporó, la anciana lo miró y con una sonrisa de medio lado sus ojos se transformaron. Jamás había vivido ese instante de muerte tan cerca. Se quedó estática y fijó su atención en aquellos ojos abiertos que ya no expresaban nada. El Artesano soltó la mano de la anciana y la colocó con suavidad sobre su pecho.

Aquellos ojos brillantes, sin vida, miraban a la nada. Entonces recordó los disparos, como si volviera a oírlos; los golpes secos contra el suelo; las miradas de sus padres a través de otros ojos. Sintió contraerse cada músculo de su cuerpo hasta que sus muelas chirriaron unas contra otras. Sus ojos se rayaron y cogió aire de forma brusca y entrecortada. Nadie parecía darse cuenta del estado en el que entraba y ella se alejaba cada vez más de la realidad que la rodeaba mientras se perdía en un remolino de evocaciones. Los presentes, salvo el Artesano, empezaron a salir del piso. En sus oídos, un pitido. Con aquella lágrima que cayó sobre su pecho se sintió de regreso en su cuerpo entre aquel ambiente de muerte constante.

El Artesano cerró aquellos ojos inertes. Ella se acercó más a la mesa. Lo miró a la cara, pero no pudo descifrar la mirada de aquel hombre al que todos admiraban y seguían sin cuestionarse absolutamente nada. El Artesano se disponía a salir, pero ella lo agarró del brazo:

—Mis padres, ¿dónde están?

—Enterrados. Donde va a terminar ella.

—Llévame.

El Artesano afirmó con la cabeza y continuó su camino saliendo del piso. Ella quedó sola, observando el cuerpo de aquella anciana en un extraño estado al que jamás se había enfrentado. Entonces el silencio se adueñó de la habitación que permaneció estática un tiempo. Los recuerdos bailaron frente a sus ojos y lloró hasta que sus piernas se doblaron. El duro y frío suelo la recibió mientras se encogía sobre sí misma, deseando poder hacer retroceder el tiempo. La dura realidad la golpeó: lo que estaba ya no está.

Lacanes. Historia de una superviviente

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