Читать книгу Lacanes. Historia de una superviviente - Alba Martín Aguiar - Страница 15
ОглавлениеVIII
Se sentía extrañamente aliviada, pero las manos le ardían y su cuerpo se quejaba casi con cada movimiento. Cuando llegó, los perros dormían acurrucados en su cama, tan pegados que no se sabía dónde empezaba uno y terminaba el otro. Cogió el plato donde acostumbraba a darles la papilla y empezó a prepararla. Cuando terminó, puso el plato en el suelo y se sentó junto a los cachorros. Una media sonrisa la sorprendió cuando vio las pequeñas narices de los perros moviéndose para indagar en el aire aquel olor conocido. Los bajó al suelo y disfrutó de aquel momento, de su soledad, de su compañía. Cuando terminaron de comer, los subió a la cama y jugó un rato con ellos. Jugó como ellos, con una cándida y delicada suavidad. De nuevo los cachorros se durmieron.
Salió del cuarto y se sintió extraña. Todo a su alrededor estaba en silencio. Su casa estaba igual que siempre, igual que antes de toda la locura. «Un mal sueño», pensó. Se dirigió al baño y empezó a desnudarse para ducharse. Todo era familiar, todo era conocido. Se tocó el pelo, lleno de tierra, y se metió en la ducha. El agua fría la devolvía a la realidad después de aquel mal sueño que jamás contaría a nadie. Se tocó con suavidad comprobando como la tierra desaparecía por el desagüe. Cuando terminó, abrió la cortina y vio que el Artesano la observaba apoyado en el marco donde ya no había puerta. No se escandalizó. Cogió la toalla y envolvió su cuerpo con suavidad. Clavó su mirada en aquel hombre y comprendió que el verdadero sueño había sido lo vivido antes. Cuando salió de sus pensamientos, ya no la observaba nadie.
Abrió el ropero y cogió la rapadora. Debía quedarse en la realidad y olvidar los sueños. Tenía miedo de aquel estado en el que a veces entraba. Necesitaba estar centrada para tomar la decisión que tanto tiempo llevaba planteándose: morir. Clavó su mirada en la imagen del espejo. Estaba más flaca. Se tocó los pómulos, que habían empezado a marcarse. Tocó el contorno de sus ojos tristes, su pequeña nariz, la marca sin curar con forma de luna menguante de su cachete; sus labios, que parecían mayores por su delgadez. Se recogió la parte alta del pelo con un coletero, al igual que un samurái. Lo tenía largo, tuvo que darle unas cuantas vueltas para poder contenerlo todo en aquel moño. Activó la máquina y empezó a rapar los laterales de su cabeza. El pelo caía al lavabo en manojos para liberarse y resbalar por el mármol. Se trilló más de una vez, pero el dolor de los tirones no la incomodaba. Cuando terminó, por fin se reconoció en el espejo.
Se observó con detenimiento. Soltó el moño y le gustó la sensación de libertad a los lados de la cabeza. Se hizo una coleta baja con algo de volumen en la parte superior de la cabeza. Se sentía tan violenta como su imagen. Cuando dirigió la mirada hacia el lavabo y vio la cantidad de pelo que había, pensó en quemarlo. Cogió un fósforo, lo encendió y lo tiró sobre aquel cabello. No esperaba el mal olor que inundó sus fosas nasales y rápidamente abrió el grifo para apagarlo. Recogió el pelo y lo tiró a la basura. Regresó al cuarto con sus pequeños y dejó la puerta abierta.
—¡Qué asco! ¿Qué es ese pestazo?
Por la puerta del cuarto apareció Estrella.
—Pero ¿qué? ¿Qué te ha pasado?
—No sabía que el pelo quemado oliera tan mal.
—¿Te has quemado el pelo?
—No. El pelo que me rapé.
—A ver, así de primeras impacta. No sé, pareces otra.
—Soy otra.
—Pero una vez asumido el impacto he de decir que no está mal. Impresiona.
Estrella se acercó a la cama y se sentó a su lado. Se inclinó hacia ella y rozó el lado izquierdo de su cabeza. Sintió la cálida yema de sus dedos bailando sobre su oreja, y su nuca se erizó.
—Me gusta. Te queda bien.
Se quedaron un rato mirándose a los ojos.
—Desde luego con estas pintas nadie se atreverá a decirnos ni mu.
Estrella estalló en una carcajada, mientras ella sonrió. Vio como se recostaba y apoyaba la cabeza en su regazo. Ambas se quedaron así un rato, observando los juegos de los cachorros y escuchando los pequeños gruñidos que emitían.
—Serán grandes y fuertes.
—Eso creo.
—Si algo es seguro es que ellos siempre estarán contigo.
—¿Y tú?
Estrella sonrió y clavó sus profundos ojos azules en ella.
—Siempre que tú me dejes. Con ese pelo no me atrevo a llevarte la contraria.
Fue la primera vez que rio desde que todo había empezado. La conexión entre ambas se hacía fuerte con cada minuto que compartían. Se sentía a gusto en silencio, conversando, observando. Estrella era tan directa y abierta, no se escondía. Al contrario que ella, no tenía miedo a mostrarse. Para ella era muy distinto. Tenía miedo de lo que le estaba pasando, pero su compañía apaciguaba todos sus tormentos.
—Tengo que irme. Solamente pasaba a saludar. ¿Quieres acompañarme?
Ella pasó su mano por la cabeza de Estrella, que seguía en su regazo.
—Quédate un rato más.
—No puedo. Acompáñame.
Estrella se incorporó y se situó a su altura.
—No.
—Como quieras. Me tengo que ir.
Ambas se miraron. Estrella acercó su cara a la de ella, que no se retiró. Besó su comisura con suavidad y se marchó, regalándole una sonrisa.