Читать книгу Lacanes. Historia de una superviviente - Alba Martín Aguiar - Страница 8

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Desde entonces me siento encerrada.

Me siento crecer y encoger mientras mis músculos

se rompen contra los barrotes que me dejarán en hueso.

Después descansaré con las cenizas.

I

Llovía. Lo cierto es que, tras tres semanas consecutivas envueltos en esa fina seda que cubría sus miradas tras las ventanas, lo extraño sería la ausencia del repiqueteo. Su volumen era mínimo, como ella misma, pero tal era su constancia que se había convertido en un sonido vital más. A los veintisiete días dejó de llover y no se volvió a ver una gota hasta finales de aquel año, fuera cual fuera. La gente se abalanzó a la calle. Los que tenían coches antiguos, de la era del petróleo, no dudaron en lanzarse en busca de aquellos a quienes querían y no habían visto en casi un mes. Quienes se habían quedado sin transporte, o simplemente no tenían, no se quedaron en casa, dedicaron a pensarlo el mismo tiempo que los que sí lo tenían y se lanzaron a recorrer aquella distancia, ya fuera de metros o de kilómetros.

—Quiero subir.

—No vas a subir a ningún lado.

—Voy a subir.

—¿No lo ves? Solo han pasado cinco horas sin lluvia, no sabemos cuándo empezará de nuevo.

—Lo mismo ya paró y no volvemos a saber de ella hasta yo que sé cuándo. ¿No lo entiendes? Tengo que verlo, ver que está bien. No lo veo desde que bajó con el del correo. Y no había empezado a llover.

—¿Y si estás arriba y empieza? Espera, aunque sea un día. Y si no llueve, haces lo que te dé la gana.

No hubo más discusión. Sellado quedó el pacto en el silencio. Sentía una extraña presión en el pecho que asociaba a alguna desgracia venidera. Se intentaba tranquilizar repitiendo que solo era el miedo que le provocaba el desconocimiento. Por otra parte, su madre mostraba la dureza que anhelaba su tembloroso corazón. Lo sabía porque la conocía. El miedo la llevaba a desear que lloviera para tener cerca a su hija y que nada le pasara, pero la quería y sabía cuáles eran sus deseos. Era ese amor mutuo el que creaba esa discusión interna sobre las horas que estarían por venir. Y, efectivamente, siguió sin llover.

—¿Quieres que te acompañe?

—No te preocupes.

—No me preocupo, es para que no vayas sola.

—No. Quédate con mamá. No quiero que esté sola, está nerviosa.

—No quiere que vayas. Te quiere. Mucho.

—Yo también a ella. A los dos. Pero tengo que subir, necesito saber que todo está bien.

—No pares por nada ni nadie hasta que llegues.

—Ya.

—Te lo digo en serio, no sabes la cantidad de rumores que se cuentan. Por lo visto ha habido muchos muertos, y si solo la mitad de lo que se dice es cierto…

—No será para tanto.

—Por favor, cuídate. Ten cuidado.

Por primera vez levantó la cabeza de la mochila que preparaba. Miró a los experimentados ojos de su padre y ladeó su sonrisa.

—Lo tendré.

Ambos se abrazaron. Suavidad, firmeza y fuerza.

—Te quiero, papá. Ya verás que no pasa nada.

Él besó su cabeza. Volvieron a intercambiar miradas.

—De verdad, ten cuidado.

Asintió y volvió a meter la cabeza en la mochila. Su padre salió de la habitación y la dejó sola. Durante el día anterior, aquel primer día sin lluvia, habían escuchado más de una explosión cerca; de hecho, los rumores comentaban que más de la mitad de los que habían salido había muerto; además, decían que había grupos organizados que se dedicaban, como poco, a robar. No tenía ni idea del panorama que se encontraría. Tampoco pensaba demasiado en ello, porque cada segundo de sus pensamientos iba dirigido a él. Lo había conocido con diecisiete años, pero hasta un año después ninguno de los dos se había atrevido a rebasar las bromas amistosas. Ambos se entendían y a ambos les habían engañado mientras aprendían a gatear por el complicado sendero de las relaciones amorosas. Durante aquel año se apoyaron, se conocieron y se curaron el uno al otro las heridas que otros habían provocado.

Suspiró con su mente en aquellos momentos y se acercó a la mesa para coger el anillo de plata que le había regalado. Con los ojos vidriosos se lo acercó a los labios hasta posarlo sobre ellos. Inhaló todo el aire que le permitieron sus pulmones y se sintió con él a salvo y más tranquila. Al abrir de nuevo los ojos, comprobó que aún estaba en su habitación, rodeada de inseguridades, y todas esas otras sensaciones se esfumaron. Lanzó el brazo a por las llaves del Honda que había heredado y que, por suerte, vivió mucho más allá del apagón.

Sus padres la esperaban en el cuarto de la tele: él sentado con una pierna cruzada sobre la otra, ella no podía ni sentarse.

—No se preocupen.

—¿Cuánto vas a tardar?

—No lo sé, mamá. Si todo va bien, intentaré volver mañana, él me acompañará.

—Todo va a ir bien, ¿por qué no iba a ir bien? Ya verás.

No pudo más que devolver una sonrisa a aquella ejemplificación del poder de la autoconvicción.

—No corras, porque no sabes lo que vas a encontrar.

—¡Papá! Ya sabes que no corro con el coche.

—Bueno, pero mi deber es recordártelo.

Era lo que siempre le decía, «mi deber es recordártelo», y lo cierto es que el ambiente pareció desperezarse con aquella frase tan rutinaria.

—Ya lo tengo todo. A esta hora debería de haber menos movimiento, la gente estará comiendo. La cena de esta noche le toca a Candelaria, que no se escaquee. No vayas a dar nada que mañana nos vuelve a tocar preparar arroz.

—Cuando quieres eres pesadita.

Otra de las frases más costumbristas de aquel hogar. Seis brazos y tres corazones agolpados en su latir. La familia se convirtió por última vez en unidad. Así, puso ella sus pasos hacia el coche, sintiendo aún el cálido abrazo de quienes conjuraron para darle su existencia.

Una vez dentro del coche, se preparó. La pierna del embrague le temblaba un poco y en las maniobras necesarias para salir del garaje consiguió que el vehículo se le calara dos veces. Con la puerta enfilada, ante su incapacidad para conducir, detuvo el coche y tiró de la palanca de freno. Posó sus manos sobre los muslos e inhaló profundamente. Las entrelazó y cerró los ojos mientras se las llevaba a la cara.

—Relájate.

Se frotó los ojos con suavidad.

—¿Qué coño te pasa? Lo has hecho miles de veces. ¡Vamos! Sin más que pensar, presionó el embrague y metió la primera. Que la puerta estuviera abierta no le sorprendió, siempre había algún vecino que olvidaba cerrarla al salir. Paró y presionó el botón sin darse cuenta de que en el extremo donde la puerta cerraba con la pared había un pivote de hierro en el suelo que evitaría el cierre. Así, con la puerta a medio cerrar, comenzó su viaje.

Lacanes. Historia de una superviviente

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