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MI TÍO JESÚS
ОглавлениеJesús Casas Castañeda, muerto heroicamente al pie de las trincheras de Lincoln el 9 de agosto de 1900.
El dolor de la guerra de los Mil Días se sintió muy duro en la familia. El relato del capellán del Ejército del Norte, reverendo padre Tenorio, de la batalla de Lincoln es desgarrador.
A las diez de la mañana mi espíritu ya no podía de angustia ni mi cuerpo de fatiga. A esa hora hirieron al intrépido general Suárez Castillo y al coronel Correa; mataron a Pardo, hirieron a Valencia y al bravo entre los bravos, general Jesús Casas Castañeda. Al caer herido, el general Casas me mandó llamar. Al fin llegué al sitio donde se hallaba tendido aquel esforzado y fervoroso joven, quien no contaba arriba de veintiún años.
—Hijo, ¿qué hay? —le pregunté.
—Padre, no se afane, no es nada —me respondió.
En seguida examiné la herida; la bala le había atravesado los riñones, y aunque naturalmente debía sentir dolores agudísimos, ¡no dejaba escapar un solo ay!
Luego busqué al médico de la ambulancia, quien le hizo la primera curación y me dijo que la herida era mortal.
A las nueve de la noche, después de haber confesado a todos los que pude, regresé a Lincoln y me coloqué a la cabecera del general Casas, quien me había suplicado que no lo abandonara en aquel trance. ¡Qué noche la que me esperaba!
En una de las piezas de esta espaciosa casa, propiedad de la cristiana y caritativa familia Gómez, habíamos colocado al general Casas. A un lado de él, y en la misma pieza, estaba el general Suárez con una hemorragia espantosa, que desde el momento de recibir la herida no se le había podido detener. Ya puede figurarse vuestra reverencia cuál sería mi angustia, no habiendo otro sacerdote que atendiera a los heridos, y no pudiendo yo separarme mucho tiempo del lado de Casas.
Dejando por breves instantes a Casas, volaba a la cabecera de los que estaban más necesitados, los confesaba rápidamente y volvía al lado de Casas.
A fin de no separarme de allí tanto, y así no exponerme a que se muriera el general estando yo ausente, apenas moría uno de los más próximos, lo hacía sacar y colocar en su lugar otro de los más graves. Algunos llegaban tan en las últimas, que no me daban tiempo más que para darles la absolución y decirles brevemente la recomendación del alma.
A las doce de la noche, los dolores de Casas eran terribles y aun cuando yo procuraba aliviarlo de cuantos modos podía, todo era en vano. El médico, después de haberlo reconocido nuevamente, me avisó con gran sentimiento suyo que Casas se moría.
Hágase la voluntad de Dios. ¿Cómo dar este golpe al general Pinzón, que amaba a Casas como si fuera su hijo? Y a fe que bien merecido era este aprecio, puesto que Casas era siempre el primero en el combate, el más esforzado y sereno en los momentos de mayor peligro, el más avisado y prudente en las ocasiones difíciles, el más exacto en hacer ejecutar y cumplir las órdenes de su general; el que más se avergonzó, antes bien, tuvo a grande honra ser y parecer en todas ocasiones católico ferviente; en una palabra, el que por su prodigioso y despejado talento era, por decirlo así, el brazo derecho del general Pinzón.
Al amanecer, pues, haciéndome yo mismo gran violencia para ocultar la inmensa amargura que me salía al rostro, le llamé aparte y le dije:
—General, no dudo que usted estará preparado para acatar en todas las cosas la divina voluntad; pero con todo, prepárese para un sacrificio que Dios le exige: es la vida de Casas. Indescriptible de todo punto fue la impresión que tales palabras produjeron en el ánimo de aquel esforzado militar, acostumbrado a afrontar siempre con la mayor sangre fría los más grandes peligros. Creo con bastante fundamento que, si le hubiera anunciado la muerte de alguno de sus hijos y aún de su misma esposa, no hubiera demostrado sentimiento más grande. Parecía que un rayo le había herido de muerte.
—Padre —me respondió—, preferiría una derrota, ¡a desgracia tan sensible para mi corazón! ¡Tal y tan grande era el amor que profesaba a aquel ilustre joven!
A pesar del esfuerzo que el general Pinzón hacía para disimular su pena, le fue absolutamente imposible ahogar en el fondo de su pecho la amarga tristeza que lo agobiaba, y al advertirlo, el general Casas, agonizando, le dijo:
—General, no esté triste: hemos peleado bien; si una víctima quería el Señor, yo me ofrezco gustoso por el bien de mi patria. Consuele a mis padres; yo no les hago falta, pues tienen otros hijos que les ayuden.
Luego se volvió hacia mí y me dijo:
—¿Estoy tan malo?
—Sí, hijo mío —le respondí.
—Entonces —repuso—, me arreglaré para partir.
Entraron de nuevo los jóvenes, y al verlos llorar, les dijo:
—No lloréis, yo estoy muy alegre —y añadió—: padre, pídameles perdón en mi nombre a todos mis amigos.
Luego, sacando su rosario, me dijo:
—Este rosario me lo regalo vuestra reverencia —y empezó a encomendar a la Santísima Virgen a sus padres, hermanos, etc. Habiéndole preguntado yo que si estaba tranquilo, me dijo:
—Padre, estoy muy contento.
Hasta ese momento había estado medio sentado en el lecho, con la cabeza reclinada sobre mi pecho, de modo que yo le iba sugiriendo al oído jaculatorias y otros piadosos afectos; pero al llegar a esa hora, 11:30, se acercó el médico y me dijo en voz baja:
—Padre, procure que se recueste, porque se nos muere sentado. Entonces le dije:
—Me vas a hacer un favor, hijo mío.
—Cuanto quiera, padre —me replicó.
—Que te recuestes bien en la cama.
Lo hizo en el acto, y repitiendo Mostra te essa matrem, sin exhalar un gemido, sin hacer ninguna contorsión, sin la menor angustia, expiró dulcemente a las 11:45 del 9 de agosto.
En seguida hice enterrar al coronel Pardo, a quien no podía conducir a Bucaramanga por hallarse en descomposición, a causa del ardor de aquel clima, y despaché a un ayudante para dicha ciudad, anunciando que iba con el general Casas, y remití con el mismo una orden que me había dejado el general Pinzón para el señor Peña Solano, gobernador de aquella ciudad, acerca de los honores que debían hacer a Casas.
A las 2:30 de la tarde salí de Lincoln con el cadáver que conducían soldados de la artillería. Al llegar a Altamira, los doctores Barberi y Serrano, me anunciaron que no me llegaría el cadáver a Bucaramanga, si no lo hacía abrir en Motoso, donde se hallaban las Hermanas de la Caridad y la ambulancia. Así lo hice a las 6:30 de la tarde.
A las siete de la noche emprendimos de nuevo la marcha y caminamos hasta la una de la mañana, en que llegamos a Lebrija. Aquí dejé descansar a los soldados una hora, y en el ínterin, estuve hablando con el general Peña Solano por telégrafo, para que dispusiera los funerales y me enviara gente de refuerzo que condujera el cadáver, pues los soldados que yo llevaba iban ya muy fatigados.
A las dos de la mañana seguimos y llegamos a Bucaramanga a las 5:30 de la madrugada. Después de haberle vestido y amortajado con su traje de general de división y dejar todo dispuesto para el entierro, me retiré a nuestra casa a recostarme un poco y tomar alimento. Yo había de celebrar la misa a eso de las diez de la mañana, y, por consiguiente, aunque mucho lo necesitaba, no pude tomar cosa alguna. A las 9:30 me dirigí a la casa de la Comandancia, de la cual había de ser conducido el cadáver a la iglesia. La comitiva desfiló en este orden:
En primer lugar, abrió la marcha el Batallón Sucre, perfectamente uniformado a órdenes del general Angulo; luego era conducido el caballo del general Casas, ricamente enjaezado, con todos los arreos que suelen llevar los caballos de los generales; después iba un elegante coche, perfectamente enlutado; tras el coche, varios generales conducían en hombros el cadáver, pues de ninguna manera consintieron que se le pusiese en el coche. Yo cerraba la marcha acompañado por varios sacerdotes. Las calles de la ciudad por donde había de pasar el féretro estaban lujosamente adornadas, lo mismo que el templo, en cuyo ornato se desplegó una pompa que hasta entonces no había tenido semejante en Bucaramanga. Después de la misa que yo celebré, y demás ceremonias del entierro, condujimos el cadáver al cementerio, en el cual muchas y muy distinguidas personas, en elegantes discursos alabaron la abnegación, el valor y demás virtudes del general Casas. Su memoria quedará para siempre grabada en todos los padres y hermanos de la Compañía de Jesús que le conocieron, y el suave olor de sus virtudes, alentará a nuestros jóvenes a correr decididamente por el espacioso campo de la virtud y del saber.
Don Jesús Casas, tío de Alberto Casas. 1900. Foto archivo particular.