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9 DE ABRIL

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Siendo niño, muy niño, me encontré en una situación de emergencia, de susto, que escapaba a mi comprensión: la revolución del 9 de abril.

Mis hermanas y mis hermanos estaban ausentes. Por las ventanas de la casa de la carrera cuarta se veían las llamas de los incendios y se escuchaban detonaciones de arma de fuego; mi padre, desde una escalera en el patio, celaba el tejado. Mi madre rezaba como siempre. Había un visitante convertido por fuerza mayor en huésped obligado. Se trataba de Rafael de Zubiría Gómez, médico muy notable, más tarde alcalde de Bogotá y ministro de Salud, admirador de mi hermana Clara. Pasó tres días en cama improvisada.

“Mataron a Gaitán, un político muy importante y el pueblo está protestando”, me explicaron. El atortole era mayúsculo y mis hermanas permanecían incomunicadas en el colegio de mis tías, localizado al frente del Palacio Presidencial, el lugar más peligroso de la confrontación entre el ejército y los revolucionarios francotiradores situados en la parte alta de los edificios y de las residencias desde donde disparaban de manera indiscriminada para causar la mayor cantidad de muertos. La balacera en algunas zonas del colegio –según el relato posterior de las alumnas– se hizo insostenible, por lo que el ama de llaves, de nombre Adonia, tomó la decisión de desalojar la cocina en la que se hallaba un grupo numeroso de niñas, lo que evitó la muerte de las que alcanzaron a retirarse, pero no la propia. Adonia y su asistente murieron en el corredor del abandono. Enterado mi padre de la tragedia y de la necesidad de atender el manejo de los cadáveres, instruyó vía telefónica, muy precaria, por cierto, a mi hermana Belén para que acudiera a la sede de la Cruz Roja, en la vecindad de la escuela, para solicitarle al doctor Calixto Torres, padre del célebre sacerdote Camilo Torres, médico eminente, que por favor se encargara de la emergencia, lo que se hizo con la mayor eficiencia.

Finalmente, el 13 de abril, mis hermanos llegaron caminando desde la calle 50, residencia de Alfonso Casas Morales, rector del Gimnasio Campestre, a donde habían escampado de los desórdenes de los amotinados, superando sanos y salvos los riesgos de la calle donde la tensión continuaba con ataques esporádicos.

Los hechos que rodearon el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y sus consecuencias son suficientemente conocidos, pero la responsabilidad de los dirigentes políticos sigue siendo materia del debate histórico.

Como antecedente habría que señalar la renuncia del presidente Alfonso López Pumarejo, en agosto de 1945, que debilitó al Partido Liberal afectando su unidad. Esa división entre dos candidatos, los exministros Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán, condujo a la minoría conservadora al poder en su condición de minoría más grande. El nuevo gobierno conservador no tenía gobernabilidad y propuso un gobierno de Unión Nacional de solidez muy frágil. El liberalismo no renunciaba a sus mayorías a pesar de haber perdido la jefatura del Estado. Participaba en el gobierno de la Unión Nacional, como lo denominó el presidente Ospina, sin comprometerse en la tarea legislativa y, por el contrario, imponía sus puntos de vista para adelantar los debates de oposición y exigir condiciones inaceptables para el presidente conservador.

El asesinato de Gaitán provocó la conmoción más preocupante del siglo XX y para enfrentarla, el jefe de Estado llenó de garantías la investigación para establecer la verdad de los hechos, poniendo al frente de la misma a un amigo personal del dirigente sacrificado y nombrando ministros liberales encabezados por nadie menos que el excandidato presidencial Darío Echandía, a quien designó ministro de Gobierno.

El experimento no cuajó. En la práctica se formaron dos gobiernos. Los conservadores “solo se entendían con el Jefe de Estado en la misma forma que los liberales se entendían con el ministro de Gobierno; de un lado, el ejecutivo, el ejército, el conservatismo. Del otro, el ministerio de Gobierno, la mayoría del Congreso, de la Corte, del Consejo de Estado y las izquierdas. Dentro del mismo territorio, bajo las mismas instituciones, estas dos repúblicas simultáneas no podían seguir coexistiendo sin destruir la república”2.

El 19 de mayo de 1949 estaba convocado el Consejo de Ministros para una sesión ordinaria. Al ingresar al salón, los ministros liberales sorprendieron al presidente solicitándole que aplazara la reunión del gabinete para atender a sus demandas, para ellos impostergables. En nombre de sus colegas, Echandía formuló sus demandas y, en remate, concretó: “Este es nuestro mínimo de solicitudes, y si no pueden ser concedidas, entonces nosotros, por decisión de la Dirección Nacional Liberal, tendremos que considerar la posibilidad de renunciar a nuestras carteras”3.

El presidente Ospina explicó así la situación:

De buen grado aceptó el Partido Liberal las posiciones que le ofrecí desde la iniciación de mi mandato. Pretendió luego que el gobierno, prescindiendo de las minorías, se sometiera incondicionalmente al criterio de las mayorías parlamentarias, para la realización de un plan legislativo favorable exclusivamente a los intereses electorales del liberalismo. Esto entrañaba, naturalmente, un régimen de inconfundible perfil totalitario y vejatorio en grado sumo de la opinión nacional. Rechacé, como era mi deber, semejante requerimiento, y en vez de él, propugné sin desmayos el acuerdo de los partidos por obra de una acción conjunta de los directorios políticos y de las correspondientes representaciones de las Cámaras. Consideré que éste era el único medio, no sólo democrático sino eficaz y provechoso, de consolidar la tranquilidad nacional. El rechazo de las iniciativas presidenciales, pública y reiteradamente formuladas, que hizo la Dirección Nacional del Liberalismo, originó la crisis ministerial del mes de marzo de 1948, la que, conjugada con factores de perturbación social y política incubados por varios lustros y sumada a la acción persistente del comunismo internacional, como se haya hoy plenamente comprobado por documentos irrefutables, dio lugar a la catástrofe del 9 de abril, cuyas consecuencias afectarán por mucho tiempo la vida del país.

En medio del ambiente creado por el rechazo del liberalismo a la política de concordia nacional, proclamada y practicada por el presidente de la república, y de la soterrada hostilidad del comunismo internacional a la Conferencia Panamericana, se produjo el horrendo asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, cuyas causas y autores no han sido suficientemente esclarecidos, a pesar de los persistentes esfuerzos del gobierno; el que, por orden terminante del presidente de la república, entregó desde el primer momento el control absoluto de la investigación y todos los recursos disponibles para una acción eficaz y rápida a un distinguido magistrado de reconocida adhesión personal y política al jefe desaparecido.

La sistemática campaña de odio político realizada desde el propio día en que llegué a la presidencia de la república, y en la cual no se ahorró ni la injuria, ni la calumnia, ni la asonada permanente, ni la deslealtad misma desde algunas posiciones oficiales para hacer fracasar la presente administración y provocar su derrumbamiento aparatoso, coincidió en aquella fecha nefasta con el interés del comunismo por arruinar, en forma dramática, el esfuerzo de los pueblos libres de América de oponerse a sus despóticos designios. Fue entonces cuando vi, con estupor patriótico, como hasta el despacho del presidente de la república, eminentes figuras del liberalismo, muchas de las cuales suscriben ahora el Memorial de Agravios a que he venido refiriéndome, llegaban, no precisamente a ofrecerle su apoyo para rechazar la revuelta y amparar el orden constitucional del país, sino que trataban de capitalizar las ruinas de la patria para adueñarse del mando a la sombra de las desgracias públicas4.

El manejo de la crisis revolucionaria distanció al presidente Ospina del jefe del partido y no hubo diálogo entre ellos para superarla. Tanto el uno como el otro, con criterio eminentemente patriótico, consideraron que tenían la razón y así se incubó una infección divisionista que tardaría en madurar y que resultaría terriblemente costosa para el país.

Laureano Gómez, “con su periódico reducido a cenizas; su casa de habitación en Torcoroma completamente incendiada; acabadas sus esculturas, perdida su biblioteca y sus elementos personales; no quedaba sino el camino de la partida”5.

Fracasado el acuerdo político de finales de la década del cuarenta, se realiza el ejercicio electoral para escoger al sucesor del presidente Ospina; el liberalismo se abstiene de participar y es elegido Laureano Gómez como presidente de la república. Igual que los presidentes Alfonso López Pumarejo y Eduardo Santos Montejo, resultaron elegidos con la abstención conservadora.

Memorias de un pesimista

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