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INTRODUCCIÓN

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El políglota y exitoso escritor, Juan Esteban Constain, me convenció: “Todo el mundo debería contar su historia, las cosas de la vida que le tocaron en suerte o en desgracia”. Acepté relatar en este volumen las que me pasaron a mí, con énfasis en la influencia decisiva que tuvieron en mi vida la profunda personalidad intelectual y política del líder asesinado Álvaro Gómez Hurtado y la que han tenido y siguen teniendo mis familiares más cercanos.

Dediqué mi vida a la actividad política por la admiración que la figura de Álvaro Gómez produjo en los primeros años de mi juventud. La elegancia y la claridad de su pensamiento político me llevaron a abandonarlo todo y, como los apóstoles, multiplicar su presencia y transmitir su mensaje para construir un partido moderno con propuestas atractivas de desarrollo y –de ser posible– ejecutarlas desde un gobierno presidido por él. Cambié el estudio del derecho por la política sin arrepentimiento; asumí la responsabilidad que me correspondía en el momento apropiado.

Aproveché la cercanía con la que me honró y de tanto oírlo, sacarles punta a sus conocimientos en filosofía, en derecho, en historia, en economía, en literatura, en pintura y, en general, en todo lo relacionado con el nivel intelectual de su ambiente familiar. Su biblioteca invitaba a la creatividad y a la reflexión. Un cuadro de Bolívar, un óleo de Margarita Escobar, su mujer bella de sombrero, y un par de retratos suyos pintados por Guayasamín, adornaban el salón de lectura. Dos retratos dibujados por el mismo artista porque el primero se perdió y el maestro, al enterarse de la pérdida, elaboró un segundo cuadro. Con posterioridad apareció el primero.

Su preocupación básica: la justicia y el desarrollo. Le atormentaba la situación de pobreza de nuestros campesinos del Cauca, Nariño, Cundinamarca y Boyacá, del Norte de Santander, Huila y Tolima, y la injusticia a que los sometía el abandono del Estado.

Se lamentaba de los arriendos desproporcionados que pagaban los desplazados humildes en los cinturones de miseria por ocupar un espacio miserable –en tugurios sin servicios públicos– y la incapacidad del régimen para impedir la exagerada rentabilidad de los lotes de engorde en los centros urbanos de mayor densidad.

Soñaba con la recuperación del río Magdalena, a cuyo estudio dedicó noches enteras y viajes interminables.

Tenía todos los atributos para desempeñarse con rigurosidad y acierto en la presidencia. Conocía en profundidad los problemas de sus habitantes y la riqueza del territorio. Le dolía la orfandad del campesino y el futuro de los municipios.

Había, sí, que superar un obstáculo serio: sus adversarios habían fraguado un perfil falso de su imagen, antesala del esquema contemporáneo de noticias falsas en las redes sociales. Fabricaron un estereotipo de “godo” sectario. Alfonso López Michelsen lo explicó así al calificar de nefasta la forma en que “nunca en la mente de los liberales fuera posible disociarlo de la imagen de Laureano Gómez…”. Punto de vista que resulta injusto e incompleto. El liberalismo nunca aceptó que el gran perdedor de El Bogotazo del 9 de abril fue el conservatismo. Los asesinos de Gaitán desaparecieron, pero responsabilizaron del crimen a los jefes conservadores de reconocido prestigio. La investigación dirigida por un magistrado liberal, personaje intachable, Ricardo Jordán Jiménez, amigo del jefe sacrificado, no encontró el más mínimo origen conservador en el asesinato.

El conocido periodista Juan Gabriel Uribe, conservador de autoridad indiscutible, lo explica con claridad:

Completamente retirado Gómez de la actividad en España, la responsabilidad en las inciertas y aún no decodificadas cifras de violencia que son analizadas imparcialmente por el francés Daniel Pécaut, retomando a Paul Oquist –y que parecen ser las más serias y de las pocas que existen–, no recae sobre su acción, pese a que, tanto vivencial como históricamente, se ha pretendido la responsabilidad de ellas casi exclusivamente en su cabeza.

Tampoco se reconoció que la legitimidad perdida un 13 de junio, se produjo por la decisión del presidente Laureano Gómez de rechazar la tortura y los actos vandálicos contra Alfonso López Pumarejo y Carlos Lleras Restrepo, y contra los periódicos El Tiempo y El Espectador.

El esfuerzo del presidente Gómez, al asumir el mando, de armar un gobierno garantista de los derechos de la oposición, integrando su gobierno con figuras del conservatismo, quienes no constituían un desafío para el liberalismo, no solo no produjo sus frutos con el histórico adversario, sino que se convirtió en abono propicio de la división conservadora que alimentó el golpe de Estado.

No se valoró que se perfeccionara un acuerdo de paz, el Frente Nacional, para acabar la violencia liberal-conservadora. Ni que se hubiera recorrido el país pidiéndole a los colombianos, pero en especial a los conservadores, que votaran por Alberto Lleras Camargo para presidente de la república, mientras una minoría de conservadores acusaban al laureanismo de traición y de felonía.

El liberalismo ha desconocido sistemáticamente la dignidad democrática del presidente Laureano Gómez. Lo acusan en los testimonios históricos de gestor de la violencia sin ninguna prueba ni consideración, lo cual, a fuer de falso, constituye una tremenda injusticia para un dirigente que buscó coincidencias con el liberalismo desde 1921, en varios episodios de trascendencia nacional, sin desconocer las diferencias que los apartaba.

Contradecirlo por sus opiniones y propuestas de reformas constitucionales y legales es de buen recibo y de gran valor intelectual y doctrinario, pero sin ignorar su inmodificable apego a las formas legales y, por tanto, su rechazo a la violencia.

Cuando comprobó que un gobierno conservador estaba violando los derechos humanos, prefirió sufrir el golpe y el destierro. Y a esa conducta valerosa y patriótica sus adversarios le dieron una interpretación irónica y caricaturesca, afirmando que el presidente depuesto se había escondido en la casa de su consuegro para hacer pandeyucas.

Cuando se enteró de la participación de sectores del gobierno en los incendios y atropellos del seis de septiembre de 1952, hizo constar su voz de rechazo y de repugnancia por tales actos de violencia.

Cuando Laureano Gómez estimó que quien estaba gobernando era el jefe de las Fuerzas Armadas, el general Gustavo Rojas Pinilla, y sobre quien recaía la responsabilidad de los hechos que con razón atormentaban al liberalismo, ordenó su destitución y ahí se produjo el golpe de Estado del 13 de junio de 1953.

La destitución de Rojas, lejos de producir la conformidad del liberalismo, recibió su rechazo y al golpe se le disfrazó con el calificativo benévolo de “golpe de opinión”, con el que, sin duda, se justificó el atropello, desconociendo la legitimidad constitucional del gobierno depuesto, exonerando de responsabilidad a los autores de los desmanes.

¿A qué costo? “El nuevo gobierno derivó en dictadura y la censura de prensa alcanzó los máximos niveles de arbitrariedad”, señaló tiempo después don Guillermo Cano.

Se necesitaron menos de dos años para que los liberales reconocieran, a regañadientes, que los autores del golpe de cuartel para algunos o del golpe de opinión para otros, fueran los mismos que propiciaron o toleraron los hechos criminales de la muerte violenta del guerrillero liberal Saúl Fajardo, a quien Chile negó el asilo diplomático; y los incendios absurdos e inaceptables del 6 de septiembre de 1952. Los mismos que se aferraron a los conceptos del “fuero militar”, del “conducto regular” y los “reglamentos” para proteger la impunidad en el abominable acto de tortura a Felipe Echavarría.

La división conservadora le pasó la cuenta a Colombia por el cuartelazo y rompió el hilo constitucional del país; para restablecerlo hubo que recurrir al plebiscito del primero de diciembre de 1957.

El liberalismo no perdonaba que su adversario tradicional gobernara en minoría desde 1946. Alegaban no haber perdido ni una elección de 1930 a 1980. Reconocían el triunfo de Ospina, pero “sin desmentir el predominio liberal” y “las elecciones que se cumplieron bajo gobiernos conservadores dieron siempre el triunfo al partido de nuestros afectos”.

Creyeron de manera equivocada que derrocando al presidente Gómez, mediante una transición breve, recuperarían el poder, y los hechos protagonizados por la dictadura de Rojas los convencieron del grave error de haber legitimado el golpe de cuartel.

Para corregir el error de sacrificar la Constitución por el golpe de opinión, se construyó un acuerdo de paz entre liberales y conservadores, el Frente Nacional; un período de dieciséis años que acabó con la violencia partidista, pero no logró cumplir la totalidad del programa diseñado por Alberto Lleras y Laureano Gómez y que pretendía reformar la estructura social y política del país y, por tanto, la redistribución del ingreso para reducir la pobreza de los sectores de la población más necesitada.

Los enemigos del Frente Nacional entraron a la administración al conseguir los dividendos electorales (con una diferencia de cien mil votos entre los mismos conservadores), por oponerse a la política de colaboración de los dos partidos y, a partir de entonces, se generalizó la teoría mediante la cual los acuerdos no resolvían los problemas sociales de sectores campesinos reclamantes de tierra y se calificó de represiva la acción del gobierno para llevar a las Fuerzas Armadas a territorios en los cuales se impedía su ingreso. Los grupos partidistas del alzatismo y el MRL terminaron manejando la Asamblea frentenacionalista. Un concilio católico con obispos protestantes.

Gilberto Alzate, quien acusó a Laureano Gómez de haber cometido un acto de felonía –sin paralelo en la historia– por haber propuesto la candidatura de Alberto Lleras, dijo entonces para justificar su adhesión a la candidatura de Lleras Restrepo: “Combatí el plebiscito. No el entendimiento entre los partidos, no la paz, ni la concordia”. Y votaron por Carlos Lleras.

Superadas las frustraciones del Frente Nacional, Álvaro Gómez realizó una intensa actividad parlamentaria y periodística. Interpretó el talante conservador, una postura de vida con base en criterios filosóficos.

Juan Gabriel Uribe, quien tuvo el privilegio de disfrutar su cercanía en los últimos años, lo define como una combinación de Burke con Hegel, o de Santo Tomás con Fukuyama, “una concepción del mundo (…) la invocación de lo conservador, no como partido, sino como una fuerza que también podía reclamar el cambio dentro de unos criterios específicos”. Más allá de la ley para alcanzar instrumentos superiores en lo ético.

El conservatismo –sostuvo con convicción– es una metodología del cambio pacífico, progresivo y continuo. Un Estado que no cambia es un Estado que envejece.

Con ese talante emprende la carrera por la presidencia. Se enfrenta con López Michelsen, quien ya había tenido la oportunidad de pasar por el gobierno y reconocer en sus propias palabras: “ …mi paso por el gobierno sirvió para modificar la imagen que de mí se habían hecho mis contradictores”. Esa posibilidad no la tuvo Álvaro Gómez, a quien se le negó la opción de ser ministro de Agricultura en la administración Lleras Camargo.

La batería de la desinformación funciona a la precisión para tergiversar las propuestas. Álvaro es Laureano. Seguridad es autoritarismo. El desarrollo es desarrollismo. Y así, sucesivamente, se desfigura la imagen de Gómez, para concluir que la victoria de López es rápidamente interpretada como que los electores no votaron a favor de él, sino contra Gómez. Las derrotas no agotan su capacidad de lucha. Se empeña en diseñar un nuevo modelo constitucional para limpiar las costumbres políticas decadentes y califica al Congreso como el epicentro de la crisis.

Para combatir la insurgencia guerrillera y el fenómeno del narcotráfico, propone la elección popular de alcaldes y esta ley se aprueba en el Congreso.

Insiste en alcanzar de nuevo la candidatura a la presidencia en la convención del Partido, pero al no recibir el respaldo necesario para su elección prefiere facilitar la elección de Belisario Betancur, quien, sin recoger la mayoría estatutaria, aventajaba a Gómez en número de delegados.

Desde la embajada en Washington, a donde lo nombra el presidente Betancur después de su elección como designado a la presidencia por el Congreso, les sigue la pista a los acontecimientos graves de orden público generados por la guerrilla y el narcotráfico. Sin coincidir con el criterio presidencial, es solidario con el gobierno, pero se retira del servicio diplomático para asumir nuevamente el riesgo de la candidatura a la jefatura del Estado, con la promesa programática de construir un país sin guerrillas.

Compite con los candidatos Virgilio Barco y Luis Carlos Galán. A las propuestas de internacionalizar la economía y reformar la justicia, se contesta con el argumento partidista de “dale, rojo, dale” al hijo de Laureano.

El liberalismo se jugó completo para evitar la confrontación de ideas; entrevistas únicamente con periodistas cercanos y mucha publicidad y mucha plata en la campaña. Virgilio Barco no aceptó concurrir al debate en televisión y se cometió el error táctico de presentarse solo con Luis Carlos Galán, quien más tarde abandonó la contienda para coadyuvar la candidatura Barco, y así derrotar con amplitud la propuesta conservadora.

Gómez no deja la lucha y sigue defendiendo ideas renovadoras y, sobre todo, proponiendo fórmulas para superar la, para él, decadencia de las costumbres políticas.

Las dificultades de orden público crecieron en proporciones geométricas. Asesinaron en operaciones militares de la guerrilla y del narcotráfico más de setenta mil personas y 250 policías. Entre ellos, cuatro candidatos presidenciales, un procurador general de la nación, un gobernador.

Secuestraron al entonces candidato y futuro alcalde de Bogotá y presidente de la república, Andrés Pastrana Arango. Y el M-19, organización subversiva en trance de reintegrarse a la legalidad, secuestró a Álvaro Gómez. Era, para ellos, el mecanismo para convocar a la reflexión nacional y perfeccionar un acuerdo de paz.

Soportó el repugnante delito con fortaleza y dignidad. El primer mensaje que logra enviar desde el cautiverio es para su esposa, Margarita: “Hace quince días te vi por última vez. Estoy bien. Mi destino no está en tus manos, ni en la de nuestros hijos. ¡Tranquilízate! Está en las manos de Dios. Te quiero infinitamente. Álvaro”.

Liberado a los 53 días por la presión nacional liderada por el ministro del Interior Cesar Gaviria. Su regreso a la libertad motivó el acuerdo del gobierno Barco y el M-19, con la participación de representantes de la Iglesia.

Es ahí, en el sacrificio del cautiverio, a donde llega a la conclusión de que el país vivía un acelerado proceso de decadencia: una ruta de inviabilidad nacional.

Del “talante” pasamos al Acuerdo sobre lo Fundamental. Una propuesta para salvar a la democracia sobre la base de aceptar el desacuerdo. Unos criterios básicos de coincidencias entre adversarios para evitar la erosión ya avanzada.

La “inviabilidad nacional” se manifestó con el asesinato de Luis Carlos Galán. Un dolor nacional se apoderó de los colombianos, quienes sentimos la pérdida de la esperanza. Era como volver a matar al gran Jorge Eliécer Gaitán. Venía de Venezuela donde le rindieron honores de jefe de Estado, lo que se convirtió en el último reconocimiento a sus condiciones de líder indiscutible. Su última satisfacción.

El país se desmoronaba. El presidente Barco, indignado y conmovido por los asesinatos de jueces y de los altos oficiales de la fuerza pública, declara la guerra al narcotráfico.

Los asesinos, organizados en bandas sofisticadas, intensificaron, en respuesta a la guerra decretada por el Gobierno, la ejecución de atentados indiscriminados contra la población civil. Llegaron al exceso de cometer el monstruoso episodio de poner una bomba en un avión con 107 pasajeros para matar al sucesor de Galán, el presidente Gaviria, quien se salvó milagrosamente por tomar otro sistema de transporte, precisamente para no perturbar al resto de pasajeros.

El presidente Gaviria, un provinciano muy inteligente, quien venía de lucirse como estudiante aventajado de la Universidad de los Andes, representante a la Cámara y beligerante crítico del presidente Betancur; distraído en el vestir y en las reglas de la etiqueta, excelente ministro de Hacienda y de Gobierno, muy hábil en política; se perfilaba como precandidato presidencial, pero sorprendió a la tribuna con su adhesión irrevocable a Galán. Venía del oficialismo liberal de Risaralda y su compromiso de respaldar a una figura del sector disidente era una prueba inequívoca del inmediato triunfo del joven caudillo del nuevo liberalismo.

Ganó la consulta liberal enfrentado a verdaderos varones de su partido: Hernando Durán Dussán y Ernesto Samper. Ambos subestimaron la fuerza de Gaviria.

Álvaro Gómez, desde su tribuna y desde la academia, seguía los acontecimientos con ojos de periodista. Su partido había escogido a Rodrigo Lloreda como candidato a la presidencia sin su participación. Se había retirado de la política y sus amigos no entendían la renuencia a medírsele a una nueva candidatura reiteradamente solicitada. Sin embargo, faltando pocas horas para vencerse el plazo de inscripción de candidatos a la presidencia, y sin que lo supiéramos sus allegados, aceptó someter su nombre a consideración de los colombianos. Estoy cumpliendo un deber de conciencia, le dijo a la prensa: “Esta es una candidatura libre”. Así nació el Movimiento de Salvación Nacional.

La campaña se adelantó en medio de una ingobernabilidad preocupante: asesinato de candidatos presidenciales, hostigamiento guerrillero y paramilitarismo creciente.

El gobierno propuso una Asamblea Constituyente. Los candidatos se mostraron proclives a su convocatoria y se aceptó incluir y escrutar una “séptima papeleta”: iniciativa de estudiantes universitarios.

Álvaro Gómez creyó que la Constituyente era el camino para perfeccionar el Acuerdo sobre lo Fundamental y así romper al “régimen”, para él, un sistema perverso que permitía al partido mayoritario perpetuarse en el poder en connivencia con el partido minoritario, dejando la sensación falsa de un manejo democrático.

Derrotar al “régimen” se convirtió en su objetivo político para buscar el diálogo con la guerrilla de las FARC. De hecho, uno de sus lemas de campaña fue: Un país sin guerrillas. Alcanzó a sostener una conversación telefónica con Jacobo Arenas para iniciar los contactos con el ideólogo de las FARC, frustrado por la negativa del gobierno a la autorización del transporte aéreo respectivo.

Cesar Gaviria es elegido presidente; Álvaro Gómez, con la votación subsiguiente, se convierte en el aliado más importante del gobierno para la convocatoria de la Constituyente, aunque con una diferencia fundamental mediante la cual, mientras el gobierno sostenía que debería ser limitada a los asuntos expresamente señalados en el decreto de convocatoria de la Asamblea, Álvaro Gómez advirtió que la Constituyente era soberana, omnímoda y omnipotente. La Corte Suprema, en apretada decisión, le concedió la razón.

Sin embargo, continuaron los secuestros y, en un intento de rescate por la fuerza pública, se produjo la muerte de la periodista Diana Turbay. Doloroso episodio que sigue atormentando al periodismo colombiano.

La campaña por la Constituyente permitió enfrentar el pesimismo y la gente creyó en ella. Instalada la Asamblea con la presidencia compartida de Álvaro Gómez, Antonio Navarro y Horacio Serpa, se demostró la inexistencia de mayorías para aprobar una posición ideológica en la elaboración de una nueva Constitución. El régimen quedó en minoría. El Congreso fue revocado. Ningún partido o movimiento estaba en capacidad de imponer una doctrina en la reforma “soberana, omnímoda y omnipotente”.

La reforma constitucional promulgada de manera solemne, independiente de lo buena o lo mala que le parezca a la tribuna, fue un verdadero acuerdo de paz. Solo que limitado por no incluir a la insurgencia de las FARC y del ELN. El acuerdo era entre todas las agrupaciones y movimientos legales para modificar la Constitución.

El éxito constitucional de la reforma del 91 tuvo un costo muy alto: revocatoria sí, pero con inhabilitación de los constituyentes.

El nuevo Congreso elegido le dio al régimen un aire. Los partidos tradicionales recuperaron el espacio perdido en la Constituyente en detrimento de Salvación Nacional y del M-19. Gómez decidió retirarse de la política y el movimiento bipartidista se fue debilitando.

La elección del presidente Samper significó una nueva derrota, dado que, desde su retiro, apoyó la candidatura de Andrés Pastrana. Convencido de que el problema de Colombia seguía siendo el régimen, no dejó de repetirlo: se volvió una obsesión… “mientras no se tumbe el régimen nada cambiará en Colombia”.

Sus editoriales se convirtieron en letanías:

• Revocar de nuevo el Congreso: para tumbar al régimen

• Modificar la manera de licitar y contratar del Estado: para tumbar al régimen

• Acabar con el sistema de complicidades: para tumbar al régimen

• Recurrir a lo conservador, no al Partido sino a lo conservador: para tumbar al régimen

• Eliminar los auxilios regionales: para tumbar al régimen

Dedicado a su cátedra de Historia Constitucional y a opinar en los editoriales de El Nuevo Siglo, fue asesinado al salir de la Universidad Sergio Arboleda que él había fundado. Una ráfaga poderosa le rompió el corazón dejando igual el alma de millones de colombianos que creían que era el presidente que necesitaba Colombia. Muchas de las dificultades que nos aquejan les dan la razón.

Alfonso López Michelsen dejó un juicio dramático: “(…) a diferencia de lo ocurrido con caudillos liberales y de izquierda en este siglo XX, Álvaro Gómez es el primer jefe conservador eliminado por manos sicarias en los últimos cien años”. Y agregó: “(…) me limito a expresar mi asombro de que semejante suceso monstruoso haya tenido ocurrencia sin que nadie lo hubiera sospechado, para haber aunado esfuerzos con el propósito de conjurar un acontecimiento que seguirá pesando sobre nuestras conciencias democráticas por el resto de nuestras vidas”.

Eliminado Álvaro Gómez, su asesinato permanece impune; su memoria viva.

Apareció en el ruedo Andrés Pastrana. Había sido alcalde de Bogotá y víctima de un secuestro ordenado y ejecutado por el mayor y más peligroso delincuente de la historia de Colombia. Se salvó de milagro. Candidato presidencial en 1994, perdió las elecciones en las que el narcotráfico le metió la mano y la plata a la financiación de su oponente ganador. La investigación de los “narcocasetes” hizo mucho ruido y ningún resultado judicial.

Pastrana buscó de nuevo la presidencia y abrió la esquiva y difícil posibilidad de la paz, enfrentado al candidato del gobierno, Horacio Serpa, y su propuesta de iniciar un diálogo con el jefe de las FARC lo llevó a la casa presidencial. Se jugó por la paz y ganó.

Con arrojo, el presidente Pastrana se entrevistó en la selva con el legendario Tirofijo y dio inicio al proceso con ímpetu esperanzador, el cual fue perdiendo velocidad hasta que se detuvo del todo en una pista improvisada de frustración. Concluido el esfuerzo de aclimatar el conflicto, el Gobierno salió fortalecido, pero las FARC también. La guerra continuó.

El presidente Uribe llegó a la presidencia en el 2002 con la Seguridad Democrática, bandera de su administración. Cosechó aplausos por montones y su repercusión inmediata en las encuestas abría el camino a su reelección. Su propósito de eliminar a las FARC se estaba cumpliendo, lleno de tropiezos, pero avanzaba recuperando la tranquilidad en los campos. Ya reelegido vinieron –como siempre– las dificultades. Un nuevo intento de reelección prendió las alarmas y sus enemigos se alborotaron. La Corte Constitucional resolvió el problema al declarar inexequible la reforma que permitía un referendo para cambiar la Constitución y permitir su tercer periodo presidencial.

Lo sucede en el poder su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, quien resulta elegido con el apoyo del presidente Uribe. Más pronto que tarde, esa relación de presidente con expresidente se fue enfriando hasta el rompimiento total; básicamente, la decisión del presidente Santos de perfeccionar un acuerdo de paz con las FARC, la interpretó Uribe como una traición al programa con el que Santos resultó elegido y toma la resolución de crear un nuevo partido, el Centro Democrático, cuyo principal objetivo es impedir la reelección de Santos.

El presidente Uribe no descansa. Cuando fija una meta, la busca por tierra, mar y aire. Todos los caminos le sirven. Es el jefe de la oposición y rompe la costumbre presidencial del bajo perfil, al menos por un tiempo. Lanza una lista para el Senado, encabezada por él. No tiene antecedentes en la historia de Colombia un fenómeno similar.

No logra impedir la reelección de su adversario; deja sembrada así la semilla para continuar la lucha. Tampoco evita que se perfeccione un acuerdo de paz con la guerrilla más poderosa del mundo, pero se salió con la suya al ganar con el NO, el plebiscito por la Paz que ratificaba el pacto firmado entre el Estado colombiano y las FARC para poner fin al conflicto de más de cincuenta años de lucha, obligando a renegociar unos puntos del Acuerdo, el cual, finalmente, resultó aprobado por el Congreso y ratificado por la Corte Constitucional.

Con esta trayectoria de enfrentamientos quedó restablecido el mecanismo del SÍ y el NO que nos persigue desde 1810 y que tantos inconvenientes nos ha causado. A veces se le conoce con el nombre de guerras civiles; otras, con el de La Violencia y ahora, asesinatos de líderes sociales.

El trabajo consignado en este libro es un esfuerzo para entender este engendro del SÍ y el NO en la historia de Colombia.

Memorias de un pesimista

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