Читать книгу Memorias de un pesimista - Alberto Casas Santamaría - Страница 9
LA FAMILIA Y EL COLEGIO
ОглавлениеLos Casas y los Sanz de Santamaría pertenecen a familias de gran tradición social, política y cultural. Mi abuelo paterno, Jesús Casas Rojas, fue constituyente del 86, ministro y magistrado de la Corte Suprema. Muy cercano a los presidentes Rafael Núñez y Carlos Holguín.
Sus hijos ocuparon cargos de preeminencia en el sector público y en la academia, excepto mi padre, a quien no le alcanzó la energía económica de la familia para perfeccionar sus estudios como la aprovecharon sus hermanos mayores.
El más conocido, José Joaquín, insigne poeta, fundador de academias, abogado, designado a la presidencia, varias veces ministro de Estado y controvertido protagonista en tiempos de la guerra de los Mil Días por haber dado la orden de seguirle Consejo de Guerra al general Rafael Uribe Uribe, conducta que los liberales nunca le perdonaron, menospreciando sus probadas virtudes poéticas sin reparar en la legitimidad de la instrucción derivada de su condición de ministro encargado de la Guerra.
Jesús, su otro hermano, general de la república, muerto en la batalla de Lincoln (una de las batallas de la guerra de los Mil Días) a los veintiún años, con el título de abogado entre el bolsillo. Conservo los apuntes de derecho de su puño y letra, una caligrafía impecable, lo mismo que su “cuaderno de cuentas” de la Juventud Conservadora 1899.
Don Vicente, mi padre, tuvo que contentarse con su talento y su poesía para desempeñarse como notario y profesor de retórica. Amigo de Laureano Gómez, es símbolo de lealtad por haber acompañado, el 17 de junio de 1953, al presidente depuesto en el momento de su destierro, bajo el paraguas que lo protegía de la lluvia en el aeropuerto de Techo. Se le conoce como “El señor del paraguas”.
Sus hermanas, las señoritas Casas, institutoras de excepción, educaron a varias generaciones de niñas de la sociedad colombiana.
Era la casa de los Casas un espacio para la poesía y para la política en un marco doctrinario muy religioso. Visitada por doctores de la Iglesia Católica, monseñores Rafael María Carrasquilla y Francisco Javier Zaldúa, y los príncipes de la ortodoxia conservadora, monseñores Bernardo Herrera Restrepo e Ismael Perdomo.
El ambiente literario llenaba el territorio del entretenimiento. Los poetas Diego Fallón y Antonio Gómez Restrepo presidían las sesiones literarias. Todos los Casas hablaban en verso y escribían comedias que interpretaban con garbo y entonación exagerada.
De pensamiento conservador, muchas de las normas de carácter religioso insertadas en la Constitución del 86 tienen su origen y desarrollo en el delegatario por Cundinamarca, nacido en Chiquinquirá: el abuelo Casas Rojas.
Mi padre, poeta también, manejaba el buen humor con la gracia de un discípulo de Cervantes, amante de El Quijote e intérprete afortunado de su sabiduría. Tenía máximas y tesis divertidas. Entre las primeras: contra soberbia, bus. Y entre las originales: que a las únicas cosas que Nuestro Señor les había sacado el cuerpo eran la vejez y la muerte de la mamá.
Los Sanz de Santamaría de mi madre son de filiación liberal y estaban más vinculados a la arquitectura, a la agricultura y a los deportes. El apellido está ligado a los toros y a los caballos.
La primera Sanz de Santamaría en la Nueva Granada fue doña Josefa, casada con el patricio Luis Caycedo y Flórez, a quien como alférez real le correspondió en 1788 hacer la jura de Carlos IV en la que “desplegó mucha largueza y elegancia y desde el balcón de su casa de La Candelaria lanzó al pueblo una copiosa cantidad de dinero, repitiendo cada vez que arrojaba una puñada de monedas: viva nuestro Rey y señor Don Carlos IV, y a su nombre”.
Pantaleón Santamaría y Prieto fue el encargado de solicitar el 20 de julio de 1810, del altivo español José González Llorente, el florero para el recibimiento a Antonio Villavicencio.
Francisco Sanz de Santamaría era el dueño de las haciendas de Yerbabuena y Hatogrande, las cuales con posterioridad fueron casa de presidentes. De José Manuel Marroquín la primera y del general Francisco de Paula Santander la segunda y, más tarde, de los abuelos de José Asunción Silva, donde principiaron los suicidios. Su primo Guillermo lo cometió en presencia de su mujer y de sus hijos. El abuelo Silva Fortul fue brutalmente asesinado por un montón de bandoleros1.
El señor Marroquín perdió a su madre cuando tenía un año y a su padre, a los doce. El misterio también rondaba en Yerbabuena. Un 6 de enero de 1826, doña Trinidad Ricaurte se ausentó de la capilla donde la familia y empleados rezaban el rosario y nunca regresó.
José Sanz de Santamaría y Prieto, miembro del Cabildo de 1810, fue administrador de la Casa de la Moneda. En esa mansión se hacían tertulias y allá llegó como huésped el comisario regio Antonio Villavicencio.
Mariano Sanz de Santamaría Herrera participó en la construcción del Capitolio Nacional. Carlos, su hijo, construyó los acueductos de muchas de las ciudades colombianas y ocupó varios ministerios; fue embajador en Washington y en las Naciones Unidas, y lo más importante, director de la Alianza para el Progreso, en tiempos del presidente Kennedy.
Ignacio Sanz de Santamaría, promotor de la fiesta brava, construyó la plaza de toros que lleva su nombre; amaba los caballos y su nombre aparece entre los fundadores del Polo Club, donde sus descendientes se destacan como excelentes jinetes.
Mi cercanía fue mayor con la familia de mi padre. La poesía y la política llenaron los espacios “y de la alcoba poblaron los rincones” de la carrera cuarta, que así se conocía la residencia de La Candelaria donde pasamos nuestra vida de solteros. Era una casa grande con gabinete sobre la calle, con vista sobre el portón para identificar a los visitantes y a quienes se les permitía el ingreso, jalando una cuerda desde el segundo piso a través de unas poleas. La casa constaba de dos plantas, con dos patios, el primero protegido con marquesina de vidrio y el segundo con brevo y papayo. Luego, dos solares y un gallinero. Ahí vivimos dieciocho personas, incluidos mis progenitores y cuatro empleadas de planta. La estrechez económica no se notaba. Nunca faltaba lo necesario y las comodidades eran limitadas. Jamás tuvimos automóvil. Las comidas se servían a la misma hora, todos sentados en la mesa y el jefe de la prole no permitía ningún tipo de desorden en el uso de la palabra. Un golpe sobre la mesa con el puño era la señal para guardar silencio.
Vicente Casas lustrándose los zapatos en el centro de Bogotá. 1955. Foto archivo particular.
Mis padres eran una pareja repleta de virtudes sin tacha de ninguna clase. Ella, Elvira, devota como su marido, de misa y comunión todos los días, aunque en iglesias distintas. Mi madre, en La Candelaria, donde tenía un puesto fijo con una placa de plata insertada en la banca de la primera fila con su nombre completo. Mi padre era fiel parroquiano de la iglesia de San Ignacio, donde se le conocía con el honroso título del jesuita de frac. Ella, muy distinguida, muy elegante y sobria. Le fascinaban los retratos y los álbumes de recuerdos y de poesía. Tenía una sala que se conocía en la carrera cuarta como el salón de los retratos, todos en marcos florentinos. Heredé esa afición y vivo rodeado de imágenes familiares, libros y documentos históricos.
Él, echado para atrás, muy bien puesto, siempre con corbata y de oscuro –pero no de negro– y camisas a la medida. El sombrero muy recargado en la frente con varita de ébano y mango de plata. Para saludar a las damas o a las autoridades que lo justificaran se descubría retirando el sombrero de la parte de atrás. Su facha era tan llamativa que mi amigo, el maestro Hernán Díaz, uno de los mejores fotógrafos de Colombia, le tomó varios retratos porque le interesó el porte y la actitud sin saber quién era. Cuando descubrió su identidad, me regaló una copia dedicada. No sé si por ser el menor de la casa entre muchos, no recuerdo haber sufrido de parte de ellos una llamada de atención, y menos una reprimenda.
La picaresca bogotana inventó el chascarrillo mediante el cual Vicente Casas era el hombre más rico de Bogotá porque tenía once casas y dos posadas, haciendo referencia a los hijos de mis padres y dos más provenientes del matrimonio anterior de mi madre con Guillermo Posada, abogado eminente, prematuramente fallecido. El beneficiario de esa “riqueza” fui yo –el menor– porque mis hermanas hicieron las veces de “madres solteras” y mis hermanos las labores de “papás”. Maruja, Elvira, José Ignacio, Jorge, Clara, Mercedes (Michín), Belén, Ana, Julia, Eduardo, Andrés y Vicente completaban el elenco familiar, con la complicación natural para mis padres de equivocarse cuando se trataba de referirse a uno de los trece miembros de la tribu. A todos les debo algo de mi formación.
Visita del presidente Laureano Gómez y su señora, María Hurtado, a don Vicente Casas y doña Elvira Sanz de Santamaría, durante la celebración de sus bodas de plata. En el centro, el joven Alberto Casas. 1951. Foto archivo particular.
La Candelaria, antes de la Catedral, era un barrio tranquilo, totalmente residencial, rodeado de iglesias y colegios con muy pocos restaurantes, una que otra tienda y el Teatro Colón, donde mi padre me llevaba a los conciertos, a las operetas y a la zarzuela, estos dos últimos géneros muy atractivos porque las bailarinas dejaban a la vista sus piernas y lo más importante: los calzones blancos motivantes de las primeras manifestaciones de la sexualidad, exaltación un tanto desconcertante y –muy probable– origen de mis debilidades por las mujeres y por la música. Dirigir la orquesta se convirtió en uno de mis juegos favoritos y, ya entrado en años, me lancé a hacerlo frente a un grupo musical que había contratado Yamid Amat, para entretener a los invitados a su matrimonio con la brillante periodista Amparo Pérez, en un hotel elegante de Ciudad de Panamá. El gerente del hotel se comunicó con Yamid para informarle que los músicos no necesitaban director porque ellos eran muy profesionales, a lo que el periodista le manifestó que yo era un ministro y que, por tanto, no se atrevía a decirme nada, por lo que continué mi trabajo artístico hasta el fin de la fiesta.
Luego, en la clausura del congreso de la ANIF, ceremonia muy elegante en el salón principal del Club Colombia de Cali, fui invitado por Ernesto Samper, para la época candidato a la presidencia, a dirigir la orquesta y llevando un asiento que colocó en frente a los treinta músicos, extendió el brazo con la mano abierta para que yo tomara la batuta. La intervención no salió tan bien como en Panamá porque ni Samper ni yo nos habíamos percatado de que estábamos en la mitad de un espectáculo de Helenita Vargas, a quien apreciábamos y respetábamos montones, por lo que mi papel resultaba fatal para su prestigio de reconocida artista.
Los parientes de la familia Casas eran muchos, abundaban los primos, mientras que mi madre era hija única, por lo que a los Santamaría los conocí de adulto en actividades sociales, con excepción de Rosario Samper Santamaría, la hija menor de mi tía Carmen, amiga entrañable de mi madre, su prima hermana. Teníamos la misma edad y nos queríamos mucho. Me parecía estupendo ir para jugar a los novios a su casa amplia y agradable en el norte de la ciudad, vecina de la residencia de Nicolás Gómez Dávila, en la calle 77, unos pasos arriba de la carrera 11. Su temprano y sorpresivo fallecimiento me causó inmensa tristeza.
Los otros Santamaría con quienes construí una enriquecedora amistad fueron Carlos, ingeniero y economista de excelencia. Tuve el privilegio de trabajar con él en las Naciones Unidas donde era considerado el latinoamericano más influyente y respetable. Kennedy y Gromyko lo trataban de tú a tú. Tenía las condiciones para ejercer la presidencia. Así lo aseguró el presidente López Michelsen en el homenaje que se le tributó en Bogotá para reconocerle sus virtudes de servidor público.
Fermín, el señor de los toros y de los caballos, un caballero a carta cabal que amaba los deportes. Su hermana Rosario es una joya. Tiene la gracia y la elegancia de las mujeres distinguidas. Es la guardiana principal de la tradición Sanz de Santamaría.
Los Navas Santamaría y los Santamaría Londoño completan la selección de amigos destacados por la rama materna. A Pedro Miguel Navas le debo el título de bachiller del Liceo de Cervantes; me preparaba en tres días con paciencia infinita y sabiduría de mejor estudiante del plantel para enfrentar el rigor de los exámenes finales.
Las primeras letras las aprendí en el colegio de las señoritas Pulido, que funcionaba en la planta baja de la casa de la carrera cuarta. De esa etapa germinal solo recuerdo enseñanzas inútiles, por ejemplo, no se debería decir cubilete sino sombrero de copa alta. Con el paso de los días esa planta se convirtió en el Anticuario de La Candelaria de mis hermanas Belén y Julia. Luego pasé, al igual que mis hermanos, al Gimnasio Campestre, de propiedad de nuestro primo Alfonso Casas Morales y estando en segundo elemental, mi padre de manera sorpresiva nos cambió de colegio. La relación familiar del rector con sus sobrinos distorsionaba el juicio sobre nuestro comportamiento académico. Si nos iba bien o nos iba mal, era por cuenta del parentesco. Mi padre se mamó.
Con mis hermanos entramos al San Bartolomé de La Merced y como no había un curso equivalente al que yo cursaba, me pusieron en quinto elemental, tres grados más altos del nivel académico y mucho más alto en comparación con el conocimiento sexual de mis compañeros. Ellos hablaban un lenguaje pornográfico que me resultaba indescifrable. Muy cerca del colegio, en la carrera séptima, la principal de Bogotá, había un burdel al que llamábamos Maratea sin que yo entendiera el alcance y el significado de esa vecindad. Para que no se notara mi ignorancia sexual al respecto, simulaba una comprensión absoluta. Hubo que recurrir al diccionario para entender el significado de palabras como burdel y otras de mayor calibre que facilitaran el papel de “grande”. De esa manera y con no pocos desatinos, fui descubriendo los misterios de la reproducción humana sin que un alma caritativa me hubiera orientado de manera inteligente y con palabras apropiadas el mágico proceso del amor.
El experimento del cambio del Gimnasio al San Bartolomé resultó costoso. Las calificaciones no ayudaban a progresar. De ahí que mi hermano Vicente, a la postre convertido en amigo cómplice más que en hermano mayor, antecesor en edad entre trece, tan pronto se graduó de bachiller, me recomendara no hacer entrega de la solicitud de continuar los estudios, requisito indispensable para alcanzar la matrícula. Así procedí y, por tanto, cuando se acercaba la fecha de ingreso yo no aparecía en la lista de aspirantes a regresar, por lo que mi padre sorprendido me manifestó la necesidad de acudir a una cita con el rector del colegio para resolver el problema de no tener, a esas alturas, cupo para continuar el bachillerato. En efecto, concurrimos a la cita con el padre Fernando Barón, rector del Colegio San Bartolomé de La Merced, un sacerdote notable, admirador de mi padre, a quien recibió con todos los honores, manifestándole que estaba a sus órdenes. “Se trata –dijo don Vicente– de encontrarle a Alberto un cupo para continuar sus estudios”. “Con el mayor gusto, Vicente –dijo el padre–, pero con una condición: necesito saber si Alberto desea volver al colegio”. Y dirigiéndose a mí, preguntó: “Alberto ¿tú quieres entrar al colegio?”. A lo cual respondí: “No, padre”.
De manera automática, mi padre se levantó de la silla y agradeció al rector su atención y nos despedimos. Mi padre al salir me dijo: “Tenemos que buscar un colegio”, sin el más mínimo reclamo.
Ingresé al Liceo de Cervantes y allí me gradué sin honores, pero con la tranquilidad de no ser un perdedor frente a mis condiscípulos. Fui uno más del montón con el título de campeón de básquetbol en las Intercolegiados del norte, con rivales muy difíciles a saber: el Nueva Granada, el Liceo Francés y el Americano. Igual, me destaqué como primer tambor de la banda de guerra.
Entré al Colegio del Rosario para estudiar derecho y el interés por lo constitucional y la filosofía del derecho disparó mi vocación política. Fue entonces cuando tomé la decisión de dedicarme a promover las ideas que Álvaro Gómez tenía para conseguir un desarrollo sostenible para Colombia y asegurar “un país sin guerrillas”.