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ОглавлениеKARL BARTH: UNA TEOLOGÍA DIALÉCTICA PARA TODO TIEMPO
Leopoldo Cervantes-Ortiz
La comunidad cristiana está fundamentada en el reconocimiento del Dios que, siendo Dios, se hizo hombre, convirtiéndose de ese modo en prójimo del ser humano. Lo cual conlleva inevitablemente que la comunidad cristiana se ocupe ante todo del ser humano, y no de ninguna otra cosa, tanto en el ámbito político como en cualquier otra circunstancia. Después de que Dios mismo se hiciera hombre, el ser humano es la medida de todas las cosas.
KARL BARTH, Dogmática de la Iglesia, III/2
La gran teología protestante europea del siglo XX, marcada por sus nombres más sobresalientes como Albert Schweitzer, Rudolf Bultmann, Karl Barth, Paul Tillich, Emil Brunner, Oscar Cullmann, Dietrich Bonhoeffer, Jürgen Moltmann, Wolfhart Pannenberg, Dorothee Sölle… (mencionados en orden estrictamente cronológico), ha tenido tanta influencia que, para muchos, ya debería ser superada y olvidada. Lejos de ser posible esto, resulta difícil cerrar los ojos ante este cúmulo de pensadores/as que, con escaso margen de error, permite afirmar que ese siglo fue “un nuevo siglo de oro” para esta teología. Incluso sus detractores más acérrimos están de acuerdo en que aún no es posible digerir a plenitud los alcances de semejante producción. O, como escribió Manuel Fraijó a la muerte de Pannenberg, en buena parte del siglo XX “no se sentía necesitada de proyectos alternativos. Los nombres de Barth, Bultmann y Tillich lo llenaban todo; no había señales de cansancio ni de crisis”.
Entre toda esta pléyade de testigos de la fe cristiana, Karl Barth se destacó desde un principio por los grandes riesgos que asumió luego de recibir una formación convencional y predecible. Pero si se trató de superar precisamente el liberalismo, arriesgándose a generar una ortodoxia con otro rostro, Barth lo hizo con una intensidad profética poco común. Si se trató de desarrollar en profundidad una nueva teología de la Palabra de Dios, el pensador suizo llevó a cabo esa labor de manera impecable. Si, por otro lado, se buscaba alcanzar, además de una sana fidelidad al Evangelio, pertinencia socio-política ante coyunturas extremadamente exigentes, Barth también pasó la prueba mediante su enérgica defensa de la obediencia a Jesucristo antes que a los poderes de su tiempo (léase el nazismo previo a la Segunda Guerra Mundial). El documento, casi totalmente suyo, es quizá el mayor testimonio de teología política del siglo pasado. Asimismo, Barth asumiría retadoramente las contradicciones de su tiempo al fijar una postura tajante en contra de lo que veía como una glorificación de la religión, fruto del liberalismo de fines del siglo anterior que conoció bastante bien. No en balde uno de sus trabajos mayores fue la reconstrucción histórica de esa teología. El debate que mantuvo con su colega Brunner al respecto de las posibilidades de la teología natural alcanzó dimensiones épicas.
José María G. Gómez Heras, notable especialista español cuyo encomiable trabajo panorámico ha sido recuperado atinadamente por Alberto Roldán en este libro (hay pocos tratamientos tan agudos de la teología barthiana) señaló con valor y precisión la importancia de esta vertiente teológica para la totalidad del cristianismo contemporáneo: “Contra el racionalismo naturalista de la teología liberal, contra su reducción del cristianismo a un fenómeno de la religiosidad subjetivo-natural del hombre, reacciona la gran generación de teólogos protestantes de entreguerras capitaneados por Karl Barth, profesor de dogmática en Basilea”. En su incisivo análisis, agrega: “Común a todos los representantes de la teología dialéctica, además de la global repulsa de la teología liberal, es la íntima conexión con la filosofía existencial y el retorno a los grandes maestros de la Reforma: Lutero, Calvino, Melanchthon… tan olvidados en la centuria precedente. A través de los reformadores redescubre de nuevo la Biblia”.
Una enjundiosa frase de Roldán viene muy bien a cuento para cerrar esta pequeña introducción:
Barth nos conduce de la teología de la crisis a una teología de la Palabra de Dios en un camino nada fácil y tomando sus riesgos. Ya que, en algún sentido, Barth es un signo de contradicción [S. Neill]: para los liberales, alguien que no entendió la teología que le enseñaron en Alemania y produce un lamentable retroceso; para los fundamentalistas —en una mixtura entre ignorancia y superficialidad— alguien que “no creía en la Biblia” y se disfraza dentro de un ropaje aparentemente evangélico. Lo real es que Barth inaugura un nuevo camino: mediante un paciente trabajo de exégesis bíblica y rastreo de fuentes patrísticas y de la tradición protestante, Barth libera a la teología del lecho de Procusto en el que había sido confinada.
Ahora que están cumpliéndose los 100 años de la aparición de la primera edición de su Carta a los Romanos, gran manifiesto que revolucionó el ambiente teológico a nivel mundial, es una excelente oportunidad para releer algunas de las grandes obras barthianas, comenzando justamente con ese libro fundador que lo estableció como un auténtico profeta de la fe cristiana, a contracorriente de las modas de su momento y que, poco a poco, desembocaría en la monumental Dogmática de la iglesia. Cuando finalmente vio la luz la traducción castellana de la Carta a los Romanos, Manuel Gesteira Garza la presentó así:
Este comentario constituye el punto radical de ruptura entre la teología del siglo XIX y la del XX. En contraposición a su postura inicial, tendente a la identificación entre socialismo y reino de Dios, Barth descubre ahora que la Biblia, más que de nuestra relación con la divinidad (propio de la religión o la ética), habla de la relación de Dios con nosotros: del reino de Dios, que no es reductible a un movimiento político o económico, ni siquiera a la religión (o religiosidad) como hecho humano. Su lema será el de una absoluta disociación entre la inmanencia y la trascendencia: “el mundo es mundo, y Dios es Dios”.
Esas dos obras muestran la escasa suerte que ha tenido Barth en nuestro idioma, pues dicho comentario se publicó a 80 años de su aparición original, y del segundo únicamente han aparecido fragmentos, muy significativamente los publicados por Daniel Vidal bajo el título La revelación como abolición de la religión (1973). Antes deVidal, los desvelos del teólogo español Manuel Gutiérrez Marín dieron brillantes frutos, pues su versión del Bosquejo de dogmática (1954) fue durante largos años la única puerta de acceso a esta teología crítica, deslumbrante y, por momentos, contradictoria. A él se debe una de las obras pioneras en español sobre Barth: Dios ha hablado. El pensamiento dialéctico de Kiekergaard, Brunner y Barth (1950), que también ha sido rescatado en el volumen que nos ocupa. Gutiérrez Marín y Richard Shaull fueron, indiscutiblemente, los introductores de Barth al ambiente protestante latinoamericano. Los otros títulos ocuparon, progresivamente, su lugar en el imaginario evangélico de esta región: Comunidad civil y comunidad cristiana (1967, con prólogo de Emilio Castro), La proclamación del Evangelio (1969), Al servicio de la Palabra (1985), Ensayos teológicos (1978), La oración (1978) y, especialmente, Introducción a la teología evangélica (1986), con introducción de José Míguez Bonino, entre otros.
Ante la abrumadora publicación y escaso olvido que ha sufrido Barth en los demás idiomas, en castellano se ha padecido una dolorosa ausencia de reediciones y nuevas traducciones, pues luego de la aparición del Bosquejo de dogmática (en 2000) y de la antología Instantes (elaborada por Eberhard Busch, en 2005; en catalán apareció Credo, en 2014) no han vuelto a publicarse nuevos títulos. Acaso influya en ello cierta “mala fama” que se le creó en los círculos del protestantismo más conservador, pues se le llegó a ver como un fantasma capaz de desencaminar a los estudiantes o pastores más sinceros en su abordaje de la ortodoxia. Especialmente negativa, durante mucho tiempo, fue la influencia de Louis Berkhof y Cornelius van Til. Con este último, Barth se encontró personalmente en Estados Unidos y le reclamó airadamente la forma en que se expresaba de él. En la descabellada percepción de ambos, la palabra “barthiano” designaba una especie de alusión al anticristo o algo peor. Lamentablemente, esa línea, de talante holandés conservador, sigue teniendo cierto impacto en las zonas menos atentas de las iglesias de habla hispana. Muy diferente fue la forma en que otros como G. C. Berkouwer, Hans Urs von Balthasar y Hans Küng han dialogado con la teología barthiana.
Por supuesto, de todas estas obras y de todo lo que tuvo a su alcance ha echado mano Alberto Roldán en este nuevo acercamiento a Barth, pues lo ha seguido persistentemente en varios de sus trabajos, siempre acotando sus aportaciones y con la mirada fija en su aplicabilidad presente para las iglesias latinoamericanas. Este nuevo esfuerzo no es la excepción y, desde su título, manifiesta con sonora claridad la vocación eclesial y pastoral de la investigación, aunque sin dejar de integrar abordajes llamativos y poco conocidos como los de Jacob Taubes o Vicente Fatone, ambos filósofos.
Roldán lleva a cabo un magnífico panorama de la vida y obra de Karl Barth y de su relación con América Latina, en particular. Sin afán de revisar el contenido del libro, pues los lectores podrán sumergirse en él gozosamente, incluso de manera aleatoria, pues a ello invita la autonomía de cada capítulo, se hablará aquí de sus alcances y, sobre todo, de la gran necesidad que había de un volumen como éste en el ambiente protestante latinoamericano. Los aspectos biográficos son presentados por el autor de manera ágil para entrar inmediatamente a desarrollar la evolución del pensamiento teológico barthiano en el esquema seleccionado: de una “teología de la crisis” a una “teología de la Palabra”, pues ambos enfoques han servido para definir este esfuerzo monumental por pensar la fe cristiana. Para ese fin, se sirve de un conjunto de lecturas bien asimiladas con el paso del tiempo y que le permitieron abordar al teólogo suizo en anteriores oportunidades con bastante fortuna. Se destaca, como debe ser, el impacto de la Carta a los Romanos (en las sucesivas ediciones desde 1919) como detonante de un trabajo incesante que desembocó en la Dogmática de la Iglesia (desde 1932 hasta su muerte, en 1968), la inacabada suma que ocupó a Barth durante buena parte de su vida y por la que es reconocido unánimemente.
En su evaluación personal de la primera obra, Roldán recurre a un texto anterior que sintetiza muy bien el método utilizado: “La exposición que Barth hace de la Carta a los Romanos implica un método que podemos denominar dialéctico-crítico-paradójico. Barth no pretende hacer el comentario definitivo a la obra ya que, como bien señala en el prólogo a la primera edición, ‘su aportación no quiere ser más que un trabajo preliminar que pide a gritos la colaboración de otros’”. Al insistir en el aspecto hermenéutico de este método, es aún más puntual: “Barth no desconoce su importancia, pero les responde que su interés no es saber lo que Pablo quiso decir a la gente de su tiempo, sino descubrir el mensaje para el ser humano de siglo 20”. Porque existe un enorme consenso de que ese libro primigenio no es un comentario bíblico usual sino que constituye un gran salto en el vacío existencial propiciado por el fin de la Primera Guerra Mundial que fue capaz de colocar el molesto optimismo de la predominante teología liberal de la época en el lugar que le correspondía. En palabras de Roldán, en ese comentario Barth “ejercita una dialéctica entre la comprensión y la explicación y se constituye en una dialéctica circular en el ser-ahí (Dasein) de tan rico y profundo desarrollo en la filosofía de Heidegger”. De ahí los epítetos o denominaciones que se granjeó Barth con su nueva manera de afrontar el legado cristiano con una mirada desencantada y en busca de una refrescante fidelidad al Evangelio, más allá de la cultura que lo había domesticado y pretendido poner a su servicio: la crisis (en el sentido de juicio), la dialéctica (en cuanto a su magistral manejo de la paradoja) y de la Palabra (por su renovada comprensión de la revelación y de la Biblia). Después de todo, “Nadie puede apropiarse del Evangelio como si fuera su propiedad privada. El Evangelio es de Dios y hay teología evangélica solo allí donde se revela el Dios del Evangelio, que es origen y norma de esta teología que, insiste Barth, sigue siendo siempre una ciencia humana”.
La Dogmática, lejos de ser un monumento es, para este expositor, una auténtica pista de despegue que permite dialogar con cuanto avance teológico surja, hasta la fecha, tal y como ha acontecido con las lecturas que ha recibido. Una de las más notables sugerencias que brotan del contacto con ella es la redefinición de lo que es la teología, comprendiendo a cabalidad su grandeza y sus miserias, al mismo tiempo, desde el peculiar estilo barthiano. De ahí que el debate sobre el existencialismo de la teología barthiana cobre especial relevancia al momento de evaluar la aportación del filósofo argentino Vicente Fatone (1903-1963), notable especialista en historia de las religiones, en uno de los capítulos más novedosos del libro. Fatone estudió a Barth al lado de otros pensadores como Berdiaev, Heidegger, Sartre, Marcel y Zubiri, una envidiable compañía. Barth también refulge en el análisis de Fatone, pues según él, estamos en presencia de una “durísima teología”.
Una perspectiva similar surge en los capítulos que Roldán dedica a la contradicción barthiana entre revelación y religión, iglesia y sociedad, Reino de Dios y política (tema que ha desmenuzado ampliamente en otras oportunidades), y la crítica del teólogo suizo al nazismo, pues en ellos se destaca la enjundiosa forma en que Barth pasó de la “teoría” a la acción, especialmente en su actuar contra las pretensiones del gobierno alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Fue en ese contexto que se redactó la Declaración de Barmen, casi totalmente elaborada por él. El tránsito a la arena política en una situación tan extrema se anunciaba desde los tiempos del comentario a Romanos. En ese sentido, el pequeño volumen Comunidad cristiana y comunidad civil sigue siendo vigente: “La comunidad cristiana existe como tal en el terreno político y, por tanto, tiene necesariamente que aplicar y luchar por la justicia social. A la hora de elegir entre las diversas posibilidades sociales (¿liberalismo social?, ¿asociacionismo?, ¿sindicalismo?, ¿economía del libre cambio?, ¿moderacionismo?, ¿marxismo radical?) se decidirá por la que en cada caso (después de apartar todos los otros puntos de vista) le ofrezca una medida máxima de justicia social”.
Los tres últimos capítulos del libro muestran la capacidad del autor para ocuparse del asunto central del libro: cómo fue recibida la teología de Barth en América Latina desde mediados del siglo pasado. Éste es el meollo de libro y la gran aportación de su autor, apasionado como es, simultáneamente, de la gran teología protestante y de la misión cristiana en el subcontinente. No faltará quien diga que insistir en la recuperación de teólogos como Barth y otros/as teólogos europeos debería ceder su lugar a la descolonización del pensamiento cristiano en estas tierras, pero lo cierto es que justamente ese proceso ideológico y cultural tan necesario no se puede realizar sin antes conocer a conciencia a los mayores representantes de la teología en Occidente, como es el caso.
Roldán destaca los nombres pioneros del teólogo y pastor español Manuel Gutiérrez Marín (1906-1988), traductor, difusor y profundo conocedor de la obra barthiana, cuyo libro Dios ha hablado. El pensamiento dialéctico de Kierkegaard, Brunner y Barth (1950), basado en las conferencias expuestas en Buenos Aires un año antes, es un auténtico hito sobre la recepción en lengua castellana. Destaca además a la revista mexicana Luminar, que desde 1938 publicó artículos alusivos a Barth. También a quienes fueron sus discípulos, directos o indirectos: José Míguez Bonino, Emilio Castro, Rubem Alves, Julio de Santa Ana, Rolando Gutiérrez Cortés y Juan Stam; el segundo (quizá el más destacado) y los dos últimos estuvieron, literalmente, a sus pies en Europa. Juan A. Mackay y Gustavo Gutiérrez son otras referencias ilustres. Hay una cita de Castro que, aun en estos días, alcanza una vigencia inesperada. A la pregunta obligada (“¿Cómo puede ayudarnos Barth?”), Castro respondió (¡en 1956!):
Su doctrina de la Palabra de Dios, de la cual depende su doctrina de las Escrituras, le da la posibilidad de salvar ambos valores, sin comprometerlos por medio de la adhesión a ideas extrañas al mismo testimonio bíblico. No puede ayudarnos el fundamentalismo, en cuanto negando los derechos de la moderna investigación pretende aferrarse a una letra antigua. Barth nos hará ver que la doctrina de la inspiración verbal de las Escrituras que nace en el siglo XVII se establece en la lucha contra el racionalismo, pero es en sí misma un producto del mismo racionalismo. Es el intento de convertir a la fe y a su conocimiento indirecto en un saber directo, hacer de la revelación un objeto fijo de experiencia (Erfahrung) profano.
Sin temor a equivocarse es posible afirmar que toda una generación de estudiosos evangélicos latinoamericanos recibió su influjo, incluso quienes trataron de marcar distancias con él, como sucedió con algunos integrantes de la Fraternidad Teológica Latinoamericana, tal como lo explica Roldán. Todos ellos, seguidores o detractores, lo leyeron y aplicaron libremente según su situación, aun cuando el empuje del rechazo hacia su trabajo fue muy vasto en algunos países. El autor no oculta su simpatía por el tono “progresista” que resultó de la lectura del teólogo suizo, además de la de Bonhoeffer, pues un movimiento como Iglesia y Sociedad en América Latina resultaría impensable sin la huella que dejaron ambos, mediada por el teólogo y misionero presbiteriano Richard Shaull (1919-2001). Así lo expuso también recientemente Luis Rivera-Pagán en el coloquio anual sobre Barth en el Seminario de Princeton (2018), en el que lo mostró como un auténtico precursor de la teología latinoamericana de la liberación, especialmente a partir de su elaboración de una “teología de la revolución”.
La pasión que le produce el tema llevó a Roldán a elaborar, creativamente, un “diálogo brasileño” entre Barth, Bultmann y Tillich, en el que los hace hablar desde sus respectivas posiciones, fundamentadas en su gran experiencia y reflexión. Huelga decir que los personajes alcanzan bastante consenso, más allá de sus diferencias. Finalmente, el volumen se cierra con una entrevista a Juan Stam, “último discípulo” de Barth, quien rememora a su maestro desde una perspectiva más personal y afectiva. Con ello se cierra el círculo de este análisis riguroso que abre la puerta para encontrarse (o reencontrarse) con una de las aventuras teológicas más controversiales, pero efectivas, que hayan tenido lugar en el cristianismo occidental. Roldán, como intérprete y divulgador de la obra barthiana, comparte obsesivamente el contagioso interés por la obra de uno de los mayores teólogos del siglo XX.
Cerramos este prólogo con unas palabras del escritor estadounidense John Updike (1932-2009), profundo conocedor de la obra de Barth (en su mesa de noche estuvo mucho tiempo un ejemplar del comentario a Romanos) y prologuista del librito dedicado por éste a Mozart (1956). A la pregunta sobre su elección de una religión del Sí, respondió:
Sí, lo hice. Y esa terminología la obtuve de Karl Barth, quien de entre los teólogos del siglo XX me pareció el más reconfortante e intransigente. Él descarta todos los intentos de hacer que el teísmo sea naturalista... Era muy claro que se trataba de la Escritura y nada más. Encuentro esto difícil de aceptar, pero me gusta ver que Barth lo acepta, y me gusta su tono de voz. Habla sobre el Sí y el No de la vida, y dice que ama a Mozart más que a Bach porque Mozart expresa el Sí de la vida.
Leopoldo Cervantes-Ortiz
Ciudad de México, 28 de marzo de 2019