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Cómo dejé de odiar a los argentinos

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No es necesariamente incontestable que los argentinos sean la gente más insufrible del planeta. El estereotipo que pinta a los argentinos como engreídos, sofisticados, parlanchines y socialmente rampantes tiene un origen confuso y una perdurabilidad más que asegurada. Pero no sé de dónde viene. He preguntado por ahí y todos citan los flujos migratorios de ida y vuelta como posible causa de su sobrecargada imagen. También me han señalado la justa diferencia que ha de establecerse entre el argentino de Buenos Aires y el argentino del interior. Alguien más me ha comentado que el prejuicio que pesa sobre los argentinos viene simplemente de la observación: son, en efecto, así de agotadores.

Me puse a pensar qué responsabilidad podía tener la literatura en esa visión de los argentinos como gente afectada y muy pagada de sí misma. Lo cierto es que solo me venían a la cabeza nombres de autores que a uno le cuesta mucho imaginarse que pudieran estar callados durante más de cinco minutos. Cortázar como papagayo, Borges como vocinglero, amén de todos esos autores actuales que sin duda ustedes ya tienen en mente.

Además, la obra de cualquier argentino que me venía a la cabeza era siempre una obra primorosa, marginal, selecta, única, desviada, minoritaria, caviaresca. Perdonen la frase argentina en sí misma. Aira, por ejemplo, don César. Piglia, sin duda, don Ricardo. Cuando un autor argentino debuta en España, lo hace siempre con todas las luces puestas, como si por fin pudiéramos los lectores dejarlo estar, esto de la literatura. La literatura era él.

El único vado que se permite a esta literatura tan abusivamente argentina lo representan las autoras, gente como Samanta Schweblin o Selva Almada, que proponen su obra sin ruido alguno, sin esas ristras de latas atadas que parecen arrastrar los libros de sus compatriotas varones.

Mi propio desmantelamiento del estereotipo argentino se inició cuando viajé hace algunos años a Buenos Aires y ha terminado este mismo verano, tras la lectura de Una noche con Sabrina Love, de Pedro Mairal. Estos dos hitos, mediados por algunas otras experiencias y lecturas, han propiciado en mí un gran afecto por los argentinos, entendidos como todo eso que no sabemos de ellos.

Llevo tiempo convenciéndome de que hay una realidad menos imbécil que la nuestra y que está en medio del campo. Traté de explicarlo aquí en un artículo sobre Lo Pagán que nadie en Lo Pagán entendió, lo cual me confirma en mi defensa de Lo Pagán, un sitio impermeable a la ironía. Semanas después de conseguir ser nombrado persona non grata en Lo Pagán me fui a Cedeira, en las Rías Altas de Galicia. Mi novia me ha pedido por favor que no escriba sobre Cedeira, en las Rías Altas de Galicia.

El caso es que me gustan los pueblos porque allí nadie tiene problemas imaginarios, identidades dignas de defensa ni libros de charlatanes como Yuval Noah Harari.

Y estando de pueblos y provincias (Ferrol, Villafranca del Bierzo, La Seca…) por media España, me leí la historia de un tipo que cruza media Argentina para perder la virginidad con una estrella del porno.

Una noche con Sabrina Love fue el debut de Pedro Mairal hace veinte años y aquí la propuso sin mucho éxito Anagrama poco después. Ahora Libros del Asteroide ha vuelto a publicar la novela tras el éxito de La uruguaya.

El libro lo protagoniza un muchacho que hace autoestop desde el pueblo donde ya trabaja y se pudre hasta Buenos Aires, donde le espera una noche de sexo gracias a un estrambótico sorteo. En su periplo, el joven socializa con decenas de personas, entre ellas camioneros, soldados, vendedores ambulantes y taxistas; ha dejado atrás a un hermano en paro y muchos amigos sin más ambición que beber hasta morir. Todos ellos son la gente. Yo creo que nunca había leído una novela argentina donde apareciera la gente.

Y la gente es igual en todas partes: creo que a eso voy con este artículo.

La implacable sencillez, redondeada de puntuales accesos líricos, que emplea Mairal en este debut deslumbrante traza un retrato conmovedor de las personas sin historia, sin ego, sin libros a su nombre. Desde el pueblo y toda la región entrerriana que vemos en la primera mitad del libro hasta ese Buenos Aires asfixiante y superviviente que impacta al muchacho cuando llega a su destino, Una noche con Sabrina Love es casi un himno a la Argentina que no merece la pena exportar ni por supuesto contar, porque es demasiado cutre. Gente que no tiene para tomar un autobús, gente que come bocadillos, gente que se mancha las manos cuando trabaja. Y un chico que quiere perder la virginidad con una estrella del porno, diva intocable y perfumada que, a la postre, no es más que una señora sórdida.

Contra el cordón del islote de cemento el viento acumulaba una arenisca sucia con pequeños vidrios de parabrisas y faros rotos, bolsas de polietileno, pedazos de plástico de tazas de neumáticos y de paragolpes, latas aplanadas, cartones. Todo formando una misma resaca dejada por la marea del tráfico, una arena hecha, no de piedra, sino de autos; el sedimento depositado por los accidentes.

La Argentina de Una noche con Sabrina Love es, de hecho, muy española; es decir, bastante coreana; es decir, universal.

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