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¿Eres lo suficientemente hijo de puta para triunfar?

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Me gustaba esa frase de Henry Miller leída en alguno de sus trópicos, o en Primavera negra, que dice más o menos así: «Si un hombre dijera alguna vez su verdad, su auténtica verdad, creo que el mundo estallaría en pedazos». Ahora sé que un hombre o una mujer pueden decir su verdad y que no pase absolutamente nada.

Imaginemos, por tanto, un momento previo al escándalo, por ejemplo, al de Clinton con Mónica Lewinsky en 1998. Esa verdad, anticipada, nos habría hecho pensar que Clinton no duraría en la Casa Blanca más de veinticuatro horas. Lo cierto fue que completó su mandato, que su mujer ni siquiera se divorció de él y que, a día de hoy, aquello apenas resuena como un chisme palatino más a pie de página de la Historia. Grandes filtraciones como Wikileaks o Football Leaks, o los papeles de Panamá, parecían mover el suelo de lo real: ahora sabíamos cómo funcionaba el mundo. Pero al día siguiente íbamos a trabajar, hacíamos algunas compras y, en fin, nos olvidábamos.

Así, el libro de David Jiménez, donde todos los poderes de España quedan en entredicho, muy afeados y averiados, y donde se confirman los tópicos populares oídos desde siempre (los políticos roban, los periodistas mienten, los policías delinquen, los bancos estafan) nos hubiera parecido una bomba de haber sabido que se estaba escribiendo, pero, como ya está escrito y publicado, su detonación admite el adjetivo de controlada, como la de esos explosivos que los artificieros desactivan con mucho espectáculo, pero sin daños.

Quizá es la intuición que Baudrillard destiló en su concepto «exceso de realidad» la que explica que saber no suponga cambiar. O quizá es que esas llamadas de los hombres (y las mujeres) con poder para despedir a uno, poner a otro, detener una noticia o filtrarla interesadamente son las llamadas que nosotros haríamos si fuéramos hombres o mujeres con poder. También usted ha llamado alguna vez para que algo no se cuente, alguien no sea invitado, algo se sepa en perjuicio de otro. Quizá todo es cuestión de escala.

Hace tiempo que inicié un archivo con las miserias del mundo (ojito conmigo). De vez en cuando insto a gentes que trabajan en sectores que no conozco a que me las cuenten. No se salva nada, está todo mal. ¿Sabían que los camioneros (o algunos camioneros) tienen un aparatito que pegan al tacógrafo y que les permite conducir más de las cuatro horas seguidas a las que están obligados como máximo? ¿O que en los colegios públicos (o en algunos colegios públicos) el director informa de que ya no quedan plazas, aunque queden, para que no le manden alumnos conflictivos ni extranjeros? Lo de que en España todo el mundo paga en B una parte del precio de adquisición de su vivienda ustedes ya lo saben. Lo han hecho.

Y, sin embargo —he aquí mi pasmo—, la cosa funciona. España funciona, nos gusta, es (lo mires como lo mires) uno de los mejores países del mundo. En Breve historia de la corrupción, el italiano Carlo Alberto Brioschi lo explica muy sencillamente: sin corrupción no se hubiera construido el metro en Milán. La contradictoria consigna sería: para que haya progreso común, unos pocos tienen que recibir muchísimo más que los demás.

¿Quiénes son esos pocos? Pues los triunfadores. Y aquí tengo que meterme un poco con el feminismo, espero que me perdonen.

Pues resulta que hoy el feminismo, entre sus muchos mensajes, incluye uno que siempre me ha sorprendido: que hay que triunfar. Como hay pocas mujeres en el IBEX, tiene que haber más, y tiene también que haber más mujeres dirigiendo periódicos, y de ministras y de presidentas, y más millonarias. Que es como decir, según funcionan las cosas, que tiene que haber más mujeres hijas de puta.

«¿Era ya lo suficiente hijo de puta para ser director de un periódico?», se pregunta David Jiménez en su libro, mientras narra cómo un banquero contrata a un turbio policía para espiar a otro, cómo un constructor quita directores de periódico y tertulianos o cómo un ministro crea una policía paralela para arruinar la vida de los enemigos del Gobierno. No sé si yo querría ver a mi hija de ministra y maniobrando para joder la vida de los demás, la verdad.

Porque esto, en fin, va de los hijos. ¿Qué le dice uno a sus hijos? ¿Que solo vale triunfar? ¿Que se está muy bien allá arriba y hay bonitas vistas? ¿Que todo es esfuerzo y mé­­rito y los concursos de la tele los ganan los que se saben más preguntas, no los que dice el guion? Me alivia, con todo, algo que apunta Arnold Bennett en Cómo vivir con 24 horas al día, porque creo que es verdad: «La mayoría de la gente no desea triunfar, por tanto, el número de fracasados es sorprendentemente bajo». Triunfar sale carísimo, amigos, al menos en escrúpulos.

Así que a los hijos habrá que decirles que sean honrados y felices; honrados porque es lo que les debemos a los demás, y felices porque es lo que nos debemos a nosotros mismos. Es decir —por usar el sistema de pesas y medidas morales de nuestro tiempo—, habrá que decirles que fracasen.

Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad

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