Читать книгу Trilogía Océano. Maradentro - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 5

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La margen derecha aparecía alta, agresiva, recubierta de una vegetación enmarañada que admitía todos los matices y todas las tonalidades de todos los verdes que la Naturaleza fuera capaz de imaginar, violada esa uniformidad únicamente por los destellos que lanzaban a intervalos inmensas orquídeas multicolores, y cuando –muy de tanto en tanto– los altos árboles abrían un hueco en la espesa selva, era tan solo para mostrar los negros farallones de lejanos contrafuertes rocosos que semejaban inmensos castillos de cuyas almenas brotaban gruesos chorros de agua que caían en forma de blancas y hermosas colas de caballo.

La orilla izquierda, sin embargo, se presentaba acogedoramente plana y sin accidentes, salpicada por diminutos bosquecillos de ceibas, caobos, paraguatanes y chaguaramos, porque el Orinoco, el inmenso, oscuro y caudaloso Orinoco, separaba de forma exacta, clara y casi matemática, las agrestes cumbres y la martirizada geografía de piedra negra del Escudo Guayanés de la suave, ilimitada y soporífera monotonía de las planicies venezolanas.

Como un apretado cinturón que quisiera formar casi un circulo, el río aislaba las mesetas de los llanos, y, por lo tanto, al descender por el centro de la caudalosa corriente, podría decirse que la banda de babor de las embarcaciones pertenecía al mundo de los caballos y las vacas, y la de estribor al de los jaguares y los monos, porque nunca, en ninguna otra parte del planeta, tan solo unos cientos de metros de agua sirvieron de tan nítida frontera a universos tan dispares.

Selva y crestas a un lado, pastos sin horizonte al otro, y al frente un agua profunda y lodosa que la proa hendía velozmente, porque un ruidoso y potente motor empujaba con fuerza la ancha y sobrecargada curiara.

Su único tripulante, un hombre alto, enjuto, de piel muy tostada por el sol sobre la que destacaba la inusitada claridad de unos ojos de un azul traslúcido, parecía dormitar con el sombrero echado sobre la frente, pero en realidad su vista permanecía atenta a cada detalle del cauce del río, pues tras haber pasado gran parte de su vida en aquellas regiones, «Musiú» Zoltan Karrás había aprendido por experiencia que, pese a su aparente calma, el Orinoco era en realidad un río traicionero que parecía complacerse en hacerle naufragar en los momentos en que más seguro se sentía.

Los peligros del Orinoco no estaban en sus rápidos de aguas arriba, que un piloto avisado sabía evitar, ni en la intrincada maraña de los mil canales sin salida de su inmenso delta plagado de caimanes, anacondas y pirañas; el mayor y más temido de los peligros del gran río lo constituían las traidoras rocas sumergidas casi a flor de agua, contra las que los cascos estallaban como huevos, o las imprevistas y desconcertantes corrientes que se apoderaban de las embarcaciones y comenzaban a empujarlas de modo inexorable para acabar estrellándolas contra los gruesos árboles o la escarpada orilla de la margen derecha.

Ya eran tres las ocasiones en que los ríos de La Guayana le habían dejado empapado y furioso viendo cómo cuanto poseía iba a parar al limo del fondo o las tripas de los caimanes, y aunque reiniciar una y otra vez la vida partiendo de la nada parecía ser su inexorable destino, el húngaro se sentía demasiado cansado como para naufragar de nuevo y estudiaba por tanto con particular atención los más mínimos detalles que pudieran indicarle que el Orinoco se mostraba dispuesto a cambiar de actitud.

–¡No me cazarás, viejo! –musitó sonriendo apenas mientras introducía la mano en el agua haciendo que se alzara una pequeña cortina en torno a ella–. No dejaré que vuelvas a gastarme una de tus estúpidas bromas.

Y allí aparecía ahora, a unos tres kilómetros de distancia, la más pesada broma del Orinoco; la más temida, la que más hombres y embarcaciones se había tragado a lo largo de su historia: un paso entre dos islotes con aspecto de iguanas dormidas, un estrecho y traicionero canal que en época de crecida se convertía en auténtica pesadilla para quienes osaran aventurarse corriente abajo.

«Comecuriaras» le llamaban las gentes de la región, y era cosa sabida que los habitantes de los ranchitos que se alzaban en la playa de la siguiente curva sobrevivían en parte gracias a los ingresos que les proporcionaba el río depositando frente a sus chozas los restos de innumerables naufragios, e incluso se aseguraba que la diversión predilecta de los lugareños era apostar sobre las posibilidades de éxito o fracaso de las embarcaciones que hacían su aparición aguas arriba.

–¡Tendréis que esperar! –masculló el húngaro–. Si queréis apostar sobre mi pellejo, tendréis que esperar a que me llene las tripas y descanse…

Buscó a su izquierda, descubrio un grupo de ceibas que se alzaban junto a una diminuta ensenada que constituía un perfecto «sesteadero», y viró lentamente a babor trazando una amplia curva para regresar contra corriente y encallar de proa.

Saltó a tierra, sujetó firmemente la larga cadena al grueso tronco de la más cercana de las ceibas y, tras lanzar una última ojeada a los islotes que desde allí no recordaban ya en absoluto a iguanas durmientes, tomó su corta cerbatana y se adentró, silencioso y vigilante, en el bosquecillo.

A los pocos momentos reaparecía en la orilla con un «marimonda» sujeto por el rabo, y de un solo tajo le cortó la cabeza, pues pese a sus años de selva aún no se había acostumbrado a asar los monos con cabeza incluida ya que le asaltaba entonces la sensación de encontrarse a punto de devorar a su primo Alejandro, al que le estalló entre las manos un garrafón de gasolina y quedó exactamente con el mismo aspecto y la misma expresión que un simio sobre las brasas.

Casi medio siglo había transcurrido desde aquella mañana inolvidable, y aún la tenía presente como si continuaran rechinando en sus oídos los gritos de agonía del chicuelo, los llantos de su madre y los rugidos de dolor y desesperación con que su padre se había abalanzado sobre aquella antorcha viviente en un inútil intento por arrancar a su único hijo de las garras de la más espantosa de las muertes.

Infinitos cadáveres e indescriptibles sufrimientos había presenciado desde aquel lejano día de final del verano del primer año del siglo, pero ni tan siquiera los compañeros destrozados en su misma trinchera, o los esqueletos vivientes que había visto surgir como fantasmas de los campos de concentración, le habían impresionado tanto como aquella dantesca escena que parecía haber puesto punto final a sus felices años infantiles.

Lanzó un resoplido y comenzó a tararear una vieja canción como si aquella fuera la única forma de ahuyentar los malos recuerdos, y se disponía a colocar sobre las brasas unos plátanos que sirvieran de acompañamiento al mono, cuando alzó el rostro y descubrió río arriba una extraña embarcación de altas bordas que navegaba por el centro mismo de la corriente.

Jamás, que él recordase, se había echado a la cara un navío semejante, pues parecía un velero pese a que no portaba palo alguno, y su quilla debía navegar tan profunda que constituía un milagro que no hubiera sido arrancada de cuajo por una roca o un árbol sumergido.

–Me parece que hoy los caimanes almuerzan –se dijo–. Ese pendejo se estampa contra el risco como Zoltan que me llamo.

Cuando aún faltaba poco más de quinientos metros para que llegara a su altura, el barco comenzó a ganar velocidad y eso le sorprendió aún más.

–¡Afloja o te la pegas! –comentó en voz alta, como si el desconocido patrón del navío pudiera oírle–. A esa leche no podrás virar a tiempo ni con dos motores…

De improviso le asaltó una idea absurda y poniéndose en pie rebuscó en la piragua hasta encontrar sus viejos prismáticos, con los que pudo comprobar que el estrambótico barco que se aproximaba velozmente no disponía de ningún tipo de motor.

Ni motor, ni velas, ni nada que sirviera para gobernarlo; nada, salvo un timón a cuya rueda se aferraba un mozarrón de enormes espaldas y negro cabello ensortijado, cuyos ojos permanecían clavados en las turbias aguas que se abrían ante su proa.

–¡Espero que sepas nadar! –exclamó, y casi al instante comenzó a agitar los brazos tratando de llamar su atención avisándole del peligro que le acechaba, pero el otro se limitó a mover la mano en un gesto amistoso que le obligo a lanzar un reniego.

–¡Será cretino! Pues no va y me saluda…

Tentado estuvo de permitir que se lo llevaran los demonios a lo más profundo de las aguas, pero en ese instante nuevas figuras humanas hicieron su aparición sobre cubierta y le horrorizó advertir que dos eran mujeres que de igual modo respondían a sus señas con un simpático ademán de despedida.

–¡Locos! –fue todo lo que se sintió capaz de murmurar–. Una cuerda de locos que no tiene ni la menor idea de hacia dónde se dirigen.

Regresó junto al fuego advirtiendo que el «marimonda» comenzaba a chamuscarse, le dio la vuelta, y no pudo vencer la tentación de tomar de nuevo los prismáticos y enfocarlos sobre las dos mujeres que a su vez le observaban.

Una de ellas tenía un rostro sereno y hermoso, aunque de expresión fatigada y triste, mientras la otra, muy joven, alta y de majestuoso porte, se le antojó de una belleza tan irreal que tuvo que atribuirla a un efecto óptico motivado por la imperfección de las viejas lentes o su propia imaginación.

¡Maradentro!

El nombre del barco, en popa, destacaba con letras enormes; letras que le obligaban a pensar en el cariño que alguien había puesto al escribirlas; alguien para quien aquel nombre y aquel navío debía poseer sin duda un especial significado.

–Europeos… –comentó para sus adentros–. No tienen aspecto de criollos, ni esa línea de velero es propia del Caribe… –Apartó el mono del fuego y se dispuso a cortarle una pata–. ¿Pero qué demonios hacen unos europeos con semejante trasto en este río…? ¿De dónde vienen y adónde creen que van…?

Le sorprendió descubrir que, sin que su voluntad pareciera intervenir en ello, había recogido su almuerzo aún humeante y se encontraba soltando la cadena, decidido a empujar con todas sus fuerzas y poner a flote la pesada curiara.

Saltó dentro, permitió que la corriente la arrastrara unos metros, cebó el motor que arrancó al primer intento y giró a fondo el mando de modo que la proa se alzó sobre las aguas como un caballo encabritado lanzándose en furiosa persecución de la embarcación que se alejaba.

Minutos después había conseguido ponerse a su altura y arbolándose a su costado apagó el motor para hacerse oír, permitiendo que el río los arrastrase juntos.

–¿Conocen el Paso? –fue lo primero que preguntó.

–¿Qué Paso?

Señaló adelante:

–Aquel entre las islas. Es el más peligroso del Orinoco… Nunca lo atravesarán con ese barco. Se estrellarán contra las rocas.

–¿Usted va a cruzarlo?

–Lo he hecho varias veces, pero yo llevo un motor que me saca del apuro en el momento justo… Ese armatoste no tendrá tiempo de virar…

–Entiendo…

Los dos muchachos, el mozarrón que manejaba el timón y que mostraba un tórax de Hércules, y el otro –tal vez su hermano–, más alto y de aspecto más delicado, estudiaron con atención las islas que parecían venir hacia ellos como amenazantes monstruos dispuestos a devorar su nave, y el segundo pareció tomar una decisión:

–¿Le importaría ir delante y mostrarnos el mejor camino…? –pidió.

–En absoluto –replicó–. Pero les repito que con este barco no van a conseguirlo. No tienen margen de maniobra…

–Ya no podemos hacer otra cosa. Resultaría más peligroso intentar salirnos del centro de la corriente… ¿Qué profundidad tiene el agua en el Paso?

El húngaro enfiló los prismáticos e hizo un rápido cálculo mental:

–Ahora debe tener entre veinte y veinticinco metros. ¿Quiere que ponga a salvo a las mujeres…?

–Nosotras nos quedamos… –fue la firme respuesta de la mayor, y de nuevo le sorprendió la serena belleza de sus facciones, de las que podían encontrarse rasgos en cada uno de los que parecían ser sus hijos.

–Como quiera, señora… –admitió–. Pero creo que corren un riesgo inútil… –Saludó alzándose apenas el manoseado sombrero–. De todos modos estaré esperándoles a la salida del canal. –Hizo una pausa–. Si «trabucan» no traten de nadar hacia la orilla… Manténganse en el centro de la corriente y esperen a que los recoja. ¡Suerte!

–¡Gracias…!

Arrancó de nuevo, metió gas y la proa se elevó una vez más mientras la canoa parecía dar un salto hacia delante.

A partir de ese instante tan solo una vez se volvió a observar el barco, porque toda su atención tenía que centrarse en el cauce del río que había comenzado a murmurar a medida que sus aguas se apretaban buscando precipitarse, cada vez más veloces y peligrosas, por el estrecho y traicionero paso.

Afirmó los pies en los costados, se aferró con fuerza a la borda con la mano izquierda y redujo potencia permitiendo que la corriente lo arrastrara, aunque sin arriesgarse a que el motor se detuviera en el momento más inoportuno.

El sudor le corría por la frente, pero no hizo ademán de intentar enjugárselo, mantuvo hábilmente con el peso de su cuerpo el equilibrio de la frágil piragua de madera de «chonta», y en el momento exacto, segundos antes de que la contracorriente le golpeara por la banda de babor, aceleró a fondo y viró noventa grados a estribor consiguiendo que el traicionero chorro de agua lo empujara por la popa sacándole, casi en volandas, del peligroso pasillo entre las islas.

Al saberse a salvo trazó un amplio círculo y permaneció a la espera, de proa a la corriente, observando cómo el Maradentro enfilaba a su vez el pasadizo, ganaba velocidad convirtiéndose en un juguete de las aguas, y estas amenazaban con arrastrarlo contra la isla de la izquierda, estrellándolo o volteándolo en cuanto la fuerte contracorriente le golpeara el casco.

Pero cuando le faltaban apenas cincuenta metros para alcanzar el punto crítico, advirtió cómo las mujeres arrojaban por cada una de las bordas pesadas rocas sujetadas a fuertes cabos que se fueron al fondo frenando por unos instantes la velocidad de la embarcación. Surgió humo de los toletes sobre los que corrían las maromas, luego el timonel gritó: «¡Larga a babor!», al tiempo que giraba por completo la rueda del timón, y la pesada embarcación, retenida tan solo por su amura de estribor, viró casi en ángulo recto en el lugar exacto en que él mismo lo había hecho y permitió que la contracorriente la empujara por la popa, sacándola a aguas tranquilas mientras el segundo cabo era arrojado también al agua.

–¡Carajo! –exclamó estupefacto–. ¡Si no lo veo, no lo creo!


Trilogía Océano. Maradentro

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